Книга: Invierno en Madrid
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Harry conducía rápido y seguro como un autómata. Procuraba concentrarse en la mancha de luz creada por las luces delanteras del automóvil. Todo lo que había más allá de su blanco resplandor estaba oscuro como la boca del lobo. Al cabo de un rato dejó de nevar, pero seguía resultando muy difícil conducir por la accidentada carretera en medio de la oscuridad. Harry experimentaba la constante sensación de un terrible agujero negro en el estómago, como si a él también le hubieran pegado un tiro. La imagen del cuerpo de Sofía acribillado a balazos se le clavaba en el cerebro y le provocaba deseos de llorar; pero hacía un esfuerzo por apartarla a un lado y concentrarse en la carretera, la carretera, la carretera. A través del espejo retrovisor, podía ver el rostro angustiado de Barbara, inclinada sobre Bernie. Estaba dormido o inconsciente; pero, por lo menos, el rumor de su respiración pesada y afanosa significaba que todavía estaba vivo.
En cada pueblo o ciudad temía que aparecieran los guardias civiles y les ordenaran detenerse, pero apenas vieron un alma durante todo el viaje. Poco después de las once, llegaron a las afueras de Madrid y Harry aminoró la marcha mientras se dirigía a la embajada a través de las calles todavía cubiertas de nieve.
– ¿Cómo está? -le preguntó a Barbara.
– Todavía inconsciente -contestó ella en voz baja-. Ya me preocupó al principio; pero es que ya estaba muy débil y ha perdido mucha sangre. -Levantó una mano manchada de sangre y consultó el reloj-. Has ido muy rápido.
– ¿Por qué no nos habrán obligado a detenernos? -preguntó Harry, muy nervioso.
– No lo sé. A lo mejor aquel guardia civil ha tardado mucho en regresar.
– Llevaba una radio. Y aquí las fuerzas policiales son lo único que funciona. -Una idea a la que había estado dando vueltas en su mente durante todo el viaje afloró ahora a la superficie-. A lo mejor esperan a atraparnos aquí, en Madrid. -Harry miró a Barbara a través del espejo retrovisor. Estaba pálida y agotada.
– ¿Dónde está la pistola?
– En el bolsillo de Bernie. No quiero molestarlo. El movimiento lo podría volver a hacer sangrar.
Harry vio pasar velozmente los altos edificios de las calles; se estaban acercando al centro de la ciudad.
– Puede que tengamos que abrirnos paso a tiros -dijo-. Deja que la lleve yo.
Barbara vaciló un instante y después palpó el bolsillo de Bernie. Le pasó la pistola a Harry, manchada de sangre negra reseca. Éste la acunó sobre sus rodillas. Tuvo un recuerdo fugaz de sí mismo sentado en la catedral con Sofía y, de repente, pegó un brinco y se desvió para evitar un gasógeno que avanzaba chisporroteando muy despacio por la calle. El conductor tocó enfurecido la bocina.
Al final, apareció ante sus ojos el edificio de la embajada. Harry pasó por delante de la entrada, despertando la curiosidad del único guardia civil que estaba de guardia, y después dobló la esquina para dirigirse al aparcamiento. Estaba casi desierto. Harry se detuvo junto a la puerta posterior. Estaban en territorio británico. En el primer piso, vio luz en una sola ventana protegida por una cortina; el funcionario de guardia. La cortina se movió y apareció una cabeza.
Harry se volvió hacia Barbara. En su blanco rostro destacaba una mancha de sangre.
– Alguien bajará dentro de un minuto. Vamos a sacar a Bernie. ¡Oh, Dios mío, qué mala cara tiene!
Bernie mantenía los ojos cerrados, su respiración era muy superficial y sus mejillas estaban más hundidas que nunca. Los pantalones de Bernie estaban fuertemente vendados con unas tiras anchas del forro del abrigo de Barbara.
– ¿Lo puedes despertar? -preguntó.
– No estoy muy segura de que convenga moverlo.
– Pero es que tenemos que llevarlo dentro. Inténtalo.
Barbara comprimió el hombro de Bernie primero muy suavemente y, después, con más fuerza. Bernie soltó un gruñido, pero no se movió.
– Me tendrás que ayudar a llevarlo -dijo Barbara.
Harry descendió del vehículo. Abrió la puerta de atrás y sujetó a Bernie por los hombros. Se sorprendió de lo liviano que era su cuerpo. Barbara lo ayudó a colocarlo en posición sentada. La sangre rezumaba a través del vendaje improvisado y había manchado todo el asiento de atrás y la ropa de Barbara.
Se oyó el ruido de unos pestillos que alguien estaba descorriendo. Después se abrió una puerta y unas pisadas crujieron sobre la nieve. Al volverse, vieron la mirada de Chalmers, un hombre alto y delgado de treinta y tantos años con una nuez muy pronunciada. Incluso a aquella hora de la noche vestía un convencional traje de calle. Les iluminó la cara con una linterna y abrió los ojos como platos al ver sus ropas manchadas de sangre.
– ¡Santo cielo!, ¿qué es eso? ¿Quiénes son ustedes?
– Soy Brett, uno de los traductores. Llevamos a un herido, necesita atención médica.
Chalmers concentró la luz de la linterna en Bernie.
– ¡Dios mío! -Iluminó el interior del automóvil y contempló horrorizado la sangre que empapaba los asientos de atrás-. ¡Dios mío!, pero ¿qué ha pasado aquí? ¡Éste es uno de nuestros vehículos!
Harry ayudó a Barbara a arrastrar a Bernie hasta la puerta abierta. Gracias a Dios, todavía respiraba. Emitió otro gemido. Chalmers corrió tras ellos.
– ¿Qué ha ocurrido? ¿Quién es? ¿Ha habido un accidente?
– Le han disparado. Es británico. Por Dios bendito, hombre, ¿quiere usted hacer el favor de decidirse de una vez y llamar a un médico? -Harry empujó la puerta y entraron tambaleándose. Se encontraban en un largo pasillo; Harry empujó la puerta del despacho más cercano y entraron. Él y Barbara depositaron a Bernie cuidadosamente en el suelo mientras Chalmers se acercaba al teléfono.
– Doctor Pagall -dijo éste-. Llamen al doctor Pagall.
– ¿Cuánto tardará? -preguntó Harry lacónicamente mientras Chalmers colgaba el aparato.
– No mucho. Pero, por el amor de Dios, Brett, dígame qué ha ocurrido.
La imagen del cuerpo de Sofía cayendo con una espasmódica sacudida hacia atrás apareció de nuevo en su mente. Harry dio un respingo y respiró hondo. Chalmers lo miraba con curiosidad.
– Oiga, llame a Simón Tolhurst, Operaciones Especiales, su número está en la agenda. Déjeme hablar con él.
– ¿Operaciones Especiales? Dios mío. -Chalmers frunció el entrecejo; a los funcionarios corrientes no les caían muy bien los espías. Marcó otro número y le pasó el aparato a Harry.
– ¿Sí, dígame? -contestó una voz soñolienta.
– Soy Harry. Es una emergencia. Estoy en la embajada con Barbara Clare y un inglés que ha resultado herido de bala. No, no es Forsyth. Un prisionero de guerra. Sí, de la Guerra Civil. Está gravemente herido. Ha habido un… incidente. El general Maestre ha muerto de un disparo.
Tolhurst actuó con sorprendente rapidez y decisión. Le dijo a Harry que estaría allí de inmediato y que llamaría a Hillgarth y al embajador.
– Quédate donde estás -terminó diciendo.
«Como si pudiera ir a otro sitio», pensó Harry mientras colgaba el teléfono. Recordó a Paco y Enrique, que esperaban en casa. Se estarían preguntando dónde estaban él y Sofía. Aquello sería el final para Paco.
– Le dije que no viniera -murmuró.

 

Tolhurst y el médico llegaron al mismo tiempo. El médico era un español de mediana edad, todavía medio muerto de sueño. Se acercó a Barbara y ésta le explicó lo ocurrido. Tolhurst se tomó con sorprendente calma la imagen de Bernie tendido en el suelo con la ropa empapada de sangre y la de Barbara tan empapada como la suya.
– ¿Es ésta la señorita Clare? -le preguntó a Harry en voz baja.
– Sí.
– ¿Quién es este hombre?
Harry respiró hondo.
– Un brigadista internacional retenido ilegalmente en un campo de trabajos forzados durante tres años. Somos viejos amigos. Teníamos un plan para rescatarlo; pero falló.
– ¡Qué barbaridad! -Tolhurst miró a Barbara-. Será mejor que los dos vengáis a mi despacho.
Barbara levantó la vista.
– No, soy enfermera; puedo ayudar.
El médico la miró con dulzura y le dijo amablemente:
– No, señorita, prefiero trabajar solo. -El médico había empezado a retirar el vendaje y Harry vio fugazmente un retazo de carne roja hecha papilla y hueso blanco. Barbara contempló la herida y tragó saliva.
– ¿Lo podrá… lo podrá ayudar?
El médico levantó las manos.
– Trabajaré mejor si usted me deja solo. Por favor.
– Vamos, Barbara. -Harry la sujetó por el codo y la ayudó a levantarse. Abandonaron la estancia con Tolhurst y subieron por una escalera oscura. En todo el edificio se estaban encendiendo las luces y se oían murmullos mientras el personal del turno de noche se preparaba para hacer frente a la crisis.
Tolhurst encendió la luz de su despacho y les indicó unos asientos. «Ayer estuve aquí -pensó Harry-, justo ayer. En otro tiempo, otro mundo. Sofía estaba viva.» Tolhurst se sentó a su escritorio, con sus rasgos mofletudos serenados en una tensa expresión de alerta.
– Bueno, Harry. Dime exactamente qué ha ocurrido. ¿Qué demonios es eso de que Maestre ha muerto de un disparo?
Harry le contó la historia a partir del momento en que Barbara se había presentado en su casa para explicarle el plan hasta el rescate de aquella tarde. Tolhurst no paraba de mirar a Barbara. Ésta permanecía hundida en el sillón con sus empañados ojos perdidos en el espacio.
– ¿Y todo esto lo hizo usted sin decirle nada a Forsyth? -le preguntó bruscamente Tolhurst en determinado momento.
– Sí -contestó Barbara con indiferencia.
Harry le habló de la emboscada en el claro del bosque.
– Dispararon contra Sofía -dijo, y por primera vez se le quebró la voz-. Le pregunté a Maestre por qué y me dijo que porque los españoles necesitaban mano dura.
Tolhurst respiró muy hondo. «Ayúdanos, Tolly -pensó Harry-, ayúdanos.» Y, a continuación, pasó a describirle cómo habían escapado mientras Tolhurst volvía a mirar a Barbara con incrédulo asombro.
– ¿Usted pasó con el automóvil por encima de un hombre y mató a otro de un disparo?
– Sí -contestó Barbara, mirándolo a los ojos-. No me quedó más remedio.
– ¿Y el arma la tiene aquí ahora? -preguntó Tolhurst.
– No. La tiene Harry.
Tolhurst alargó una mano.
– Dámela, muchacho, por favor.
Harry se metió la mano en el bolsillo y se la entregó. Tolhurst la guardó en el cajón de su escritorio, haciendo una mueca de desagrado al ver la sangre que la manchaba. Se limpió cuidadosamente los dedos con un pañuelo y después se inclinó hacia delante.
– Eso es muy grave -dijo-. Un subsecretario ministerial muerto y un funcionario de la embajada implicado. Y después de lo que Franco le dijo ayer a Hoare… mierda -añadió, meneando la cabeza.
– No ha sido un asesinato -afirmó rotundamente Barbara-. Ha sido en defensa propia. La única que ha sido asesinada es Sofía.
Tolhurst la miró frunciendo el entrecejo como si fuera una estúpida incapaz de comprender la importancia de la situación. Harry sintió que el peso de la decepción se añadía al dolor sordo y profundo que experimentaba; esperaba que Tolhurst los pudiera ayudar y, en cierto modo, ponerse de su parte. Pero, en realidad, ¿qué otra cosa habría podido hacer?
Tolhurst volvió bruscamente la cabeza al oír el timbre del teléfono de su escritorio. Levantó el auricular.
– Muy bien -dijo, respirando hondo-. El capitán y el embajador están aquí. Tendré que informarles de lo ocurrido. -Se levantó y abandonó la estancia.
Barbara miró a Harry.
– Quiero ver a Bernie -dijo con firmeza.
Harry vio una mancha de sangre en sus gafas.
– Me ha parecido que el médico sabía lo que hacía.
– Quiero verlo.
Harry experimentó un repentino arrebato de furia. ¿Por qué ella había sobrevivido y, en cambio, Sofía había muerto? Era curioso, ambos se habrían tenido que consolar el uno al otro y, sin embargo, él sólo sentía aquella furia terrible. Al inclinarse sobre Sofía, había observado que sus ojos inexpresivos estaban entornados y que sus labios entreabiertos mostraban un atisbo de sus blancos dientes fuertemente apretados en el momento en que le habían arrancado la vida. Parpadeó, tratando de borrar aquella imagen de su mente. Ambos permanecieron sentados en silencio. La espera les pareció interminable. De vez en cuando, oían voces cortantes y pisadas en el exterior del despacho. Harry volvió a notar un zumbido en su oído malo.
Se oyeron otras voces en el pasillo. El profundo timbre de voz de Hillgarth y la estridente jerigonza del embajador. Harry se puso tenso cuando la puerta se abrió. Hillgarth vestía traje de calle y, como de costumbre, estaba más fresco que una rosa, con el cabello negro alisado hacia atrás y los grandes ojos castaños más penetrantes que nunca. En cambio, Hoare era un completo desastre, con el traje puesto de cualquier manera, los ojos enrojecidos y el fino cabello blanco de punta. Miró a Harry hecho una furia y palideció intensamente al ver a Barbara cubierta de sangre. Se sentó al escritorio de Tolhurst, con éste a un lado y Hillgarth al otro.
Hillgarth miró a Barbara.
– ¿Está usted herida? -le preguntó con sorprendente dulzura.
– No, estoy bien. Por favor, ¿cómo está Bernie?
Hillgarth no contestó, sino que se volvió muy despacio hacia Harry.
– Brett, Simón me dice que su novia ha muerto.
– Sí, señor. Los guardias civiles dispararon contra ella con una ametralladora.
– Lo siento muchísimo. Pero usted nos ha traicionado. ¿Por qué lo ha hecho?
– Dispararon contra ella con una ametralladora -repitió Harry-. Porque quebrantó la ley y hay que tener mano dura con la gente.
Hoare se inclinó hacia delante con una cara que era la viva imagen de la indignación y la furia.
– ¡Y a usted también lo reclaman por asesinato, Brett! -El embajador se volvió y señaló a Barbara con el dedo-. ¡Y a usted también! -Ella lo miró con asombro. El embajador levantó la voz-. He telefoneado a uno de nuestros amigos del Gobierno. Lo saben todo al respecto, aquel guardia civil regresó al claro del bosque y se encontró con una carnicería. Sus superiores acudieron a El Pardo. Han tenido que despertar al Generalísimo. ¡Mierda! -gritó-. ¡Los tendría que entregar a los dos para que los llevaran al paredón y los fusilaran! -Le temblaba la voz-. ¡Un subsecretario del Gobierno muerto de un disparo!
– Fue Piper quien lo hizo -terció Hillgarth en un susurro-. A ellos no les interesan realmente Brett y la señorita Clare; Sam, Franco no quiere por nada del mundo que ahora se produzca un grave incidente diplomático. Piénselo bien, habrían podido detenerlos por el camino, pero les han permitido llegar hasta aquí.
Hoare volvió a dirigir su atención a Harry, parpadeando a ritmo sincopado a causa de un tic en la mejilla.
– ¡Lo podría acusar de traición, joven, lo podría enviar a casa para que lo metieran entre rejas! -Se pasó una mano por el cabello-. ¡Yo habría sido virrey de la India, Winston prácticamente me lo había prometido! ¡Habría sido virrey en lugar de tener que enfrentarme con esta locura, estas imbecilidades, estos necios! Eso podría estar muy bien para este nuevo hombre de la oficina de Madrid en Londres… ¿cómo se llama…?
– Philby -dijo Hillgarth-. Kim Philby.
– ¡Eso estaría muy bien para que lo manejara Philby! ¡Pero ahora Winston me va a echar la culpa a mí!
– Bueno, Sam -dijo Hillgarth en tono apaciguador.
– ¿Cómo que bueno?
Barbara preguntó con un hilillo de voz.
– Por favor, ¿me pueden decir cómo está Bernie? Por favor. Esta sangre es suya, lo hemos traído desde Cuenca; por favor, díganme algo.
Hoare hizo un gesto de impaciencia.
– El médico ha dispuesto su envío al hospital, necesita una transfusión. Esperemos que tengan el equipo necesario porque, lo que es yo, no pienso enviarlo a una clínica privada. Si sale de ésta, quizá no pueda volver a utilizar la pierna izquierda, daño neurológico o algo parecido. -El embajador miró a Barbara frunciendo el entrecejo-. Y, si no sale, por lo que a mí respecta, ¡que tenga un buen viaje! ¡Un grave incidente diplomático por culpa de un terrorista rojo de mierda! Al menos, no tenemos que preocuparnos por la otra, la española que ha resultado muerta.
Barbara pegó un respingo hacia atrás en su asiento, como si acabaran de propinarle un puñetazo. Una momentánea expresión de satisfacción se dibujó en el rostro de Hoare, lo cual ejerció un efecto definitivo en Harry: todo el dolor, el pesar y la cólera se concentraron de golpe en su mente; por lo que, lanzando un grito, éste cruzó la estancia en dirección a Hoare y rodeó el huesudo cuello del embajador con sus manos. El hecho de apretar su piel reseca y de sentir cómo los tendones cedían bajo su presa, lo llenó de una inmensa sensación de liberación. El rostro de Hoare se congestionó y la boca se le abrió. Harry pudo contemplar directamente el fondo de la garganta del embajador de su majestad británica en Misión Especial ante la Corte del generalísimo Francisco Franco. Los brazos de Hoare se agitaron débilmente mientras éste trataba de agarrar los hombros de Harry.
De pronto, Harry oyó gritar a Barbara «¡Cuidado!» justo antes de recibir un fuerte golpe en el cuello. Miró aturdido alrededor y vio que había sido Tolhurst el que lo había golpeado; Tolhurst, que lo apartaba del embajador con una fuerza sorprendente y un rostro horrorizado. Hoare había caído hacia atrás en su sillón y ahora, con dos inflamadas ronchas rojas en su garganta, vomitaba en medio de unas fuertes náuseas.
Harry se mareó y notó que las piernas le flaqueaban. Mientras se desplomaba, captó en el rostro de Hillgarth una expresión extraña, algo que casi se habría podido definir como admiración. «A lo mejor, se piensa que todo esto no es más que una aventura», pensó antes de perder el conocimiento.
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