Epílogo
Croydon, mayo de 1947
La escuela se encontraba en un frondoso barrio residencial con edificios de falso estilo Tudor. Barbara bajó desde la estación a través de toda una serie de calles flanqueadas de árboles bajo un sol primaveral. Llevaba colgada del hombro la cartera de documentos en la cual guardaba los papeles correspondientes a la reunión. La zona de los agentes de bolsa, pensó. Pero hasta allí habían llegado las cicatrices: cráteres de bomba cubiertos de maleza.
Oyó la escuela antes de verla, una cacofonía de voces infantiles cada vez más fuerte. Caminó pegada a un alto muro de ladrillo, hasta llegar a una puerta con un rótulo de gran tamaño en la parte exterior y el nombre de Haverstock School en letras negras bajo un escudo de armas.
Avanzó entre apretujones hasta la entrada principal. Los chicos no le prestaron la menor atención; tuvo que apartarse a un lado para esquivar un partido de fútbol que se disputaba demasiado cerca de allí.
– Suelta el balón, Chivers -gritó alguien.
Todos hablaban con el típico acento de la clase alta, arrastrando las vocales. Barbara se preguntó cómo sería darles clase. En un rincón alejado, tenía lugar una pelea: dos muchachos rodaban por el suelo y se propinaban puñetazos mientras un grupo los jaleaba. Apartó los ojos.
Entró en un inmenso vestíbulo con vigas de madera de roble y un estrado al fondo. No había nadie; por lo visto, todo el mundo estaba fuera disfrutando del sol. Era un ambiente impresionante, muy distinto de los estrechos pasillos pintados de su antiguo instituto de enseñanza secundaria; aunque el penetrante aroma a desinfectante fuera el mismo en ambos casos. Una nueva lápida conmemorativa de la guerra en reluciente bronce se había colocado a un lado del escenario bajo la inscripción 1939-1945 por encima de una lista de nombres. La lista era más corta que la de la lápida de 1914-1918 del otro lado; pero bastante larga, de todos modos.
Harry le había indicado en su carta el camino de su aula. Encontró el pasillo y siguió las puertas numeradas hasta llegar a la 14A. Lo vio a través de una ventana, sentado a su escritorio corrigiendo exámenes. Llamó con los nudillos y entró.
Harry se levantó sonriendo.
– Barbara, cuánto me alegro de verte.
Llevaba una chaqueta de tweed con coderas de cuero como una caricatura de maestro de escuela, y había engordado considerablemente; ahora tenía papada y su cabello negro estaba salpicado de hebras grises; como, ella, rondaba ya los cuarenta.
Barbara le estrechó la mano.
– Hola, Harry. Dios mío, cuánto tiempo ha transcurrido, ¿verdad?
– Casi un año -dijo él-. Demasiado.
Barbara miró alrededor. Pósters de la torre Eiffel, tablas de verbos irregulares franceses, hileras de pupitres cubiertos de rayas.
– O sea que es aquí donde das clase.
– Pues sí, aquí vive el profesor de francés. Los profesores de francés tienen fama de ser unos blancos muy fáciles, ¿sabes?
– No me digas.
– En efecto. -Harry señaló la palmeta que descansaba en el otro extremo de su escritorio-. Por desgracia, a veces la tengo que utilizar para recordarles quién manda aquí. Anda, vamos a comer algo. Hay un pequeño pub muy agradable no muy lejos de aquí.
Abandonaron el edificio y regresaron al centro de la ciudad. Los árboles estaban en flor. Mientras pasaban junto a un cerezo, la cálida brisa hizo que se desprendiera una nube de pétalos blancos que flotó a su alrededor, recordándole a Barbara unos copos de nieve.
– ¿Enseñas algo de español? -preguntó Barbara.
– No hay suficiente demanda. Sólo francés. Se limitan a aprender unas cuantas frases para salir del paso. -Con una sonrisa en los labios, Harry señaló la cartera que ella llevaba-. Aquí la experta en español eres tú. ¿A quién vas a recibir en el aeropuerto de Croydon?
– Pues a un grupo de hombres de negocios de Argentina. Han venido acompañando la gira europea de Eva Perón y, desde aquí, volarán a París para echar un vistazo a las oportunidades comerciales. Carne de vaca en conserva y productos cárnicos, no demasiado interesante que digamos.
A su regreso a Inglaterra en 1940, Barbara se había puesto a trabajar como intérprete y traductora de español. El dinero le había servido para ayudarla a cubrir gastos durante el largo período de convalecencia de Bernie. Le habían dicho que éste jamás volvería a caminar con normalidad; pero, con un enorme esfuerzo, él les había demostrado que se equivocaban. Cuando se habían casado en 1941, Bernie había podido avanzar por el pasillo sin ayuda de nadie y sin el menor atisbo de cojera, a pesar de la bala que tenía alojada en el fémur. Lo cual había aliviado el remordimiento de Barbara, pues ésta sabía que, de no haber gritado llamando a Bernie, Maestre no habría tenido tiempo de alargar la mano para empuñar su arma.
– ¿Sigues trabajando con los refugiados? -le preguntó Harry.
– Sí. Ahora el trabajo es más bien de tipo teórico, la resistencia ya está prácticamente derrotada. En estos momentos, enseño inglés a un escritor de Madrid. -Miró a Harry-. ¿Alguna noticia de Paco y Enrique?
El rostro de Harry se iluminó con una sonrisa.
– Hace un mes recibí una carta, ahora ya no recibo noticias suyas tan a menudo. Paco empezará a trabajar en una granja.
– ¿Cuántos años tiene ahora?
– Dieciséis. Nunca pensé que pudiera superarlo, pero lo ha conseguido. Enrique dice que no habla mucho, pero que disfruta con su trabajo.
– Enrique lo salvó.
– Sí.
Después de la matanza, Barbara, Bernie y Harry habían sido sacados de España en el primer avión. Nada más llegar a Inglaterra, Harry le había escrito una carta a Enrique; ni siquiera sabía si el hermano de Sofía había sido informado de lo que le había ocurrido a su hermana. Unas semanas después, recibió respuesta desde el norte de España. La Guardia Civil se había presentado para comunicarle a Enrique la muerte de Sofía y, aquella misma noche, Enrique había hecho un par de maletas, se había ido con Paco a la estación y había subido a un tren con destino al norte. Se había acogido a la benevolencia de unos parientes lejanos que tenían una pequeña granja cerca de Palencia. Éstos les habían ofrecido cobijo y, desde entonces, Paco y Enrique vivían allí. De vez en cuando, Harry les enviaba dinero. Apenas ganaban para vivir, pero Enrique decía que el campo era un lugar muy tranquilo y agradable, y que eso era lo que Paco necesitaba. Ahora el muchacho ya estaba mejor, pero Enrique pensaba que jamás abandonaría el pueblo. Se había librado del orfelinato, a diferencia de Carmela Mera. Ahora Carmela ya debía de ser una adolescente, pensó Barbara. En caso de que hubiera sobrevivido. Era una de las cosas en las que procuraba no pensar. Meneó la cabeza para que se le despejara la mente.
– Es una lástima dejar perder una lengua -le dijo a Harry-. Tendrías que practicar un poco.
– Bueno, ya tengo suficiente con el francés. -Harry la miró con una triste sonrisa en los labios-. Tuve que desprenderme de muchas cosas cuando en Cambridge se negaron a volver a concederme la plaza.
– Fue una injusticia.
– La venganza de Hoare -dijo categóricamente Harry-. Y eso que, por aquel entonces, andaban muy escasos de profesores.
– Sí. Y tampoco les gustó que Bernie intentara reunir documentos para publicar la verdad acerca de los campos de trabajos forzados de España.
– Bernie fue muy ingenuo. Debería haber comprendido que ellos incluirían esta historia en sus peticiones oficiales a las agencias de noticias, instándolas a no publicar artículos acerca de determinados temas por motivos de seguridad nacional.
– ¿Has pensado en la posibilidad de volver a intentarlo? Porque ya han pasado casi siete años. -Barbara vaciló-. No creo que sigan conservando mis fichas.
Desde su regreso, se había pasado años recibiendo cartas abiertas y vueltas a cerrar de cualquier manera y, a veces, oía ruidos extraños al hablar por teléfono. A Harry le había ocurrido lo mismo.
– Will dice que, cuando estás en una lista negra, te quedas en ella. Además, me encuentro bastante a gusto en Haverstock.
– A veces me pregunto… -Barbara dejó la frase sin terminar.
– ¿Qué?
– El hecho de ver la nueva lápida conmemorativa me lo ha hecho recordar. No sé si el nombre de Bernie figura en la lápida de Rookwood.
Bernie había sido llamado a filas en 1943, tras haber sido declarado apto. Con todas las lesiones sufridas, probablemente podría haberse librado de ser reclutado, pero ni siquiera lo intentó; quería volver a luchar contra el fascismo. Había muerto el Día D, el 6 de junio de 1944, abatido de un disparo cuando trataba desesperadamente de alcanzar la orilla en la playa de Juno. En el automóvil que lo llevaba a Madrid, le había dicho a Barbara que jamás la volvería a dejar, pero lo había hecho. Ahora ella comprendía que un hombre como él en los tiempos que corrían, siempre habría ido a luchar. Pero aun así, lo seguía echando de menos, tanto como al hijo que jamás habían tenido.
– ¿Has visto las memorias que ha publicado Hoare? -preguntó Harry.
– Ah, pero ¿las ha publicado?
– Ahora bajo el nombre de vizconde de Templewood, claro, el título que le han otorgado. -Harry soltó una amarga carcajada-. Embajador en Misión Especial. Dice que Franco se mantuvo al margen de la guerra gracias exclusivamente a la firme diplomacia que él supo desarrollar. Naturalmente, no menciona a Hillgarth para nada. Las memorias del cobarde.
Ya habían llegado al pub, un local espacioso donde servían comidas. Estaba lleno de agentes de bolsa. Mientras acompañaba a Barbara a una mesa, Harry saludó con la cabeza a un par de personas acodadas en la barra.
– La comida no está mal. ¿A qué hora tienes que estar en el aeropuerto?
– No antes de las cuatro de la tarde. Dispongo de mucho tiempo.
Pidieron bistecs y pastel de riñón. La comida estaba demasiado cocida y correosa; pero, por lo visto, a Harry le daba igual.
– O sea que el trabajo te mantiene ocupada, ¿eh?
– Sí, el trabajo y los refugiados. -Barbara lo estudió; se había hecho un corte muy feo en la barbilla con la cuchilla de afeitar.
– ¿Qué haces últimamente, aparte de dar clase? ¿Qué ocurrió con aquella profesora con la que habías hecho amistad?
Harry se encogió de hombros.
– Bueno, más bien lo dejamos. En realidad, no hago gran cosa, aparte de las clases.
– El trabajo también es mi vida, supongo. Y los refugiados. Había pensado estudiar a tiempo parcial para una licenciatura en español.
– Buena idea. Seguramente a ti te sería muy fácil.
– Tendría que reducir un poco mi actividad con los refugiados.
– Barbara se echó a reír-. Me he acabado convirtiendo en una de esas bienintencionadas mujeres solteras que se dedican a labores benéficas. Siempre pensé que terminaría así.
– Supongo que, por lo menos, nos quedan los recuerdos -dijo Harry. Con los ojos empañados, volvió a esbozar una sonrisa tensa-. Estoy pensando en dejar mi apartamento e irme a vivir a Haverstock. Ahora el hijo de Will está en Haverstock, ¿sabes? Ronnie. Un chico muy listo. Ya está casi en sexto grado. Se parece a su padre. Al final, no pudieron pagar la matrícula de Rookwood.
– ¿Will y Muriel siguen en Italia?
– Sí. Echo de menos a Will, sobre todo desde la muerte de tío James. -Otra vez la sonrisa tensa-. A Muriel no le gusta. Roma es demasiado calurosa y polvorienta para ella. Quiere un destino en París.
Con el tenedor, Barbara empujó la espantosa comida por el plato.
– ¿No crees que eso de irte a vivir a la escuela te hará sentir… bueno… un poco aislado del mundo?
– ¿Y qué tiene el mundo de maravilloso? De todos modos, ahora me dedico a la enseñanza. Ya puesto en este plan, mejor seguir hasta el final. A veces, resulta un poco aburrido; pero ya estoy acostumbrado. De vez en cuando, puedes ayudar a un chico y sólo por eso ya merece la pena.
– Bernie solía decir que las escuelas privadas eran un mundo cerrado. Un mundo privilegiado.
Harry la miró incisivamente.
– Lo sé. Sofía tampoco lo habría aprobado.
Barbara respiró hondo.
– No, ninguno de los dos lo habría aprobado, pero no es eso lo que yo quería decir. Tú estabas furioso cuando regresamos de España, querías hacer cosas. Ahora es como si… bueno… como si te hubieras encerrado en ti mismo.
– ¿Y qué otra cosa se puede hacer? -Otra vez la amarga sonrisa-. ¿Qué hemos hecho tú y yo?
– Por lo menos, yo ayudo a los refugiados. Al regresar, pensé que, a lo mejor, me podría dedicar a la política; había algo… algo que Bernie había dicho en el automóvil. -Le pareció oír una vez más las palabras en su mente y lanzó un suspiro-. Dejó caducar su carnet del Partido Comunista. Estaba decepcionado con ellos, pero seguía conservando los principios que siempre había tenido. Es que en España no podemos cambiar las cosas. Y supongo que, por lo menos aquí, las cosas van mejor con los laboristas.
Harry hizo una mueca.
– Ah, ¿sí? ¿Quiénes eran los dueños de todo antes de la guerra? La gente que estudió en sitios como Haverstock. ¿Y quiénes lo son ahora? Los mismos.
– Pues entonces -le dijo Barbara-, ¿por qué te quedas aquí? -Estaba enojada con él, allí sentado comiendo aquella comida vomitiva, con toda la pinta de un solterón polvoriento.
– Porque, en realidad, no se puede cambiar nada -contestó Harry en tono cansado-. Ellos son demasiado fuertes y, al final, acaban contigo.
– Yo no lo creo. Hay que luchar.
– Pues yo he perdido -se limitó a decir Harry.
Apenas hablaron durante el resto de la comida. Harry se disculpó por no poderla acompañar al autobús, tenía una clase. Se estrecharon la mano y prometieron volver a reunirse; pero Barbara comprendió en cierto modo que no lo harían, que aquélla sería la última vez. Probablemente sólo hablaban de Bernie y Sofía cuando estaban juntos, lo cual les provocaba más dolor y no menos, como habría cabido esperar conforme pasaban los años.
A bordo del autobús, notó que las lágrimas le escocían en los ojos, pero consiguió reprimirlas parpadeando. Abrió la cartera de documentos e hizo un esfuerzo por estudiar los detalles correspondientes a las personas con quienes iba a reunirse, sus nombres y las empresas que representaban. Señor Gómez, señor Barrancas, señor Grazziani. Muchos argentinos tenían apellidos italianos; descendientes de inmigrantes italianos, suponía.
En el aeropuerto se reunió con un representante de la Cámara de Comercio de Londres, un caballero alto y cortés con una corbata del club de polo de los Guards, el cual se presentó como Gore-Brown. Lo acompañaban unos seis hombres de negocios.
– Dios mío -dijo Barbara-, no sabía que habría tantos en su grupo. Sólo hay cuatro argentinos. Me temo que habrá que turnarse.
– Me han dicho que uno o dos hablan inglés. Creo que muchos argentinos lo hablan.
– Bueno pues, ya veremos cómo lo arreglamos. -Barbara adoptó el jovial y confiado tono de voz de solterona que solía utilizar con hombres como aquéllos. Esperaba salir airosa de aquella prueba con el difícil y sibilante acento argentino.
– Creo que el aparato está a punto de tomar tierra-dijo Gore-Brown-. Podríamos subir a verlo a la sala de espera.
– Sería estupendo -dijo uno de los hombres de negocios-, nunca he visto aterrizar un avión.
– Se ve que no ha estado usted en la RAF -dijo un rubicundo sujeto con bigote de guías enroscadas hacia arriba.
– Cinco años en acorazados, amigo. Derribé a unos cuantos, pero nunca he visto aterrizar ninguno.
Los componentes del grupo subieron entre risas la escalera que conducía a la cubierta de observación. Un amplio ventanal daba a la pista de aterrizaje. Había un par de aparatos cuyos pasajeros estaban desembarcando.
– Ya lo tenemos aquí -dijo el marino.
Barbara observó cómo un biplano de tamaño sorprendentemente pequeño se posaba en la pista y rodaba lentamente hacia ellos. Barbara sacó los papeles de la cartera de documentos. Gore-Brown se inclinó hacia ella.
– ¿Cuál es el hombre de Fray Bentos? -le preguntó.
– Barrancas.
– Estupendo. Encárguese de colocarlo a mi lado. Aquí podría hacer un buen negocio. Estoy en el sector de la distribución. Se puede sacar mucho partido a la cuota de carne -añadió, guiñándole el ojo.
El aparato ya se había detenido. Un par de operarios vestidos con monos acercaron la escalerilla a la puerta. Ésta se abrió y un grupito de hombres bajó los peldaños. Todos estaban muy bronceados y llevaban sombrero y pesados abrigos. Inglaterra debía de parecerles muy fría, pensó Barbara. Entornó los párpados y se puso las gafas. Algo en el último hombre del grupo se le antojaba familiar. Se mantenía ligeramente apartado de los demás y miraba alrededor como si lo que estaba viendo le encantara. Barbara se aproximó al cristal y observó al otro lado de éste.
Gore-Brown se acercó a ella.
– Este último es Barrancas -dijo-. Me enviaron la fotografía. Creo que es uno de los que hablan inglés.
Pero su apellido, en realidad, no era Barrancas, y Barbara lo sabía. Conocía a aquel individuo rechoncho, ahora un poco más corpulento y con los hombros encorvados, aquel rostro de facciones marcadas y bigote a lo Clark Gable. Vio cómo Sandy Forsyth cruzaba la pista de aterrizaje para acercarse a ellos, sonriendo como un emocionado y curioso colegial mientras levantaba el rostro a la soleada tarde inglesa.