Книга: Invierno en Madrid
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El camino de vuelta a través de las empinadas y mal iluminadas callejuelas fue extremadamente lento. Bernie se sentía agotado. Las pocas personas que pasaban se volvían para mirarlos; Bernie se preguntó si, al verlo tambalearse de aquella manera, pensarían que estaba borracho. Y borracho se sentía efectivamente, intoxicado por el asombro y la felicidad.
Se había preguntado qué sentiría al ver a Barbara después de tanto tiempo. La mujer que había aparecido en la fría ladera de la colina era más dura y sofisticada, pero seguía siendo la misma Barbara de siempre; y él había percibido que conservaba todas las cosas que antaño apreciara en ella. Le parecía que había sido ayer la última vez que la había visto, que el Jarama y los últimos tres años no habían sido más que un sueño. Sin embargo, el dolor de su hombro era muy real y los pies hinchados en el interior de las botas viejas y cuarteadas lo estaban matando.
A medio camino de la pendiente, llegaron a una plazoleta con un banco de piedra bajo la estatua de un general.
– ¿Me puedo sentar? -le preguntó Bernie a Barbara-. Sólo un minuto.
Sofía se volvió y los miró con la cara muy seria.
– ¿No puedes continuar? -Contempló nerviosamente un bar situado a un lado de la plaza. Las ventanas estaban iluminadas y se oían voces que procedían del interior.
– Sólo cinco minutos -le suplicó Barbara.
Bernie se dejó caer en el banco. Barbara se sentó a su lado, mientras los otros dos esperaban a cierta distancia. «Como ángeles de la guarda», pensó Bernie.
– Perdón -dijo en voz baja-, es que estoy un poco aturdido. En cuestión de un minuto, me recupero.
Barbara le apoyó una mano en la frente.
– Tienes un poco de fiebre -dijo.
Sacó la cajetilla y le ofreció un cigarrillo. Él rió.
– Un cigarrillo como Dios manda. Gold Flake.
– Sandy solía conseguirlos.
Bernie tomó su mano y la miró a la cara.
– Traté de olvidarte -dijo-. En el campo.
– ¿Y lo conseguiste? -preguntó ella, con una frivolidad forzada.
– No. Intentas olvidar las cosas buenas para que no te atormenten. Pero vuelven incesantemente a tu memoria. Como las fugaces visiones de las casas colgadas. Las veíamos a veces, cuando subíamos a la cantera. Flotando por encima de la niebla. Eran como una especie de espejismo. Me han parecido muy pequeñas cuando antes pasamos por delante de ellas.
– No sabes cuánto siento lo de Sandy -dijo Barbara-. Pero es que… cuando pensé que habías muerto, me derrumbé. Además, al principio, era muy cariñoso; o, por lo menos, lo parecía.
– Jamás tendría que haberte dejado. -Bernie le apretó la mano con fuerza-. Cuando Agustín me dijo que eras tú la que estabas organizando la fuga, cuando me dijo tu nombre, fue el mejor momento, el mejor. -Experimentó una oleada de emoción-. Jamás te volveré a dejar.
Se abrió la puerta del bar y, a través de ella, se filtró al exterior un olor a vino rancio y a humo de cigarrillos. Salieron dos obreros y echaron a andar cuesta arriba, mirando con asombro al cuarteto que había junto a la fuente. Harry y Sofía se acercaron a ellos.
– No podemos quedarnos aquí -dijo Harry-. ¿Puedes seguir?
Bernie asintió con la cabeza. Al levantarse, fue como si introdujera los pies en el fuego; pero procuró no hacer caso, ya estaban casi a punto de llegar.

 

Caminaron muy despacio sin apenas decir nada. Bernie descubrió que, pese al dolor de pies, sus sentidos parecían haberse agudizado: el ladrido de un perro, la contemplación de un árbol gigantesco en medio de la oscuridad, el aroma del perfume de Barbara; las mil y una cosas que le habían sido arrebatadas desde el año 1937. Dejaron atrás la ciudad, cruzaron el puente y bajaron por la larga y desierta carretera hasta el campo donde estaba el automóvil. Se había puesto a nevar, aunque no mucho; unos minúsculos copos que emitían un suave susurro al caer sobre la hierba. La ropa nueva mantenía a Bernie abrigado y su insólita suavidad constituía para él una nueva sensación.
– Ya casi estamos -le murmuró Barbara al final-. El automóvil está tras aquellos árboles.
Cruzaron la entrada y siguieron los surcos del camino mientras Bernie apretaba los dientes cada vez que sus botas resbalaban sobre el terreno accidentado. Harry y Sofía caminaban un poco adelantados y Barbara seguía acompañando a Bernie. Éste distinguió de repente la forma borrosa de un automóvil algo más allá.
– Yo conduciré -le dijo Barbara a Harry.
– ¿Seguro?
– Sí. Tú nos has llevado a la ida. Bernie, siéntate detrás para estirar las piernas.
– De acuerdo. -Se apoyó contra el metal frío del Ford, mientras Barbara abría la puerta del piloto. Arrojó la mochila al interior y se deslizó hacia el asiento del copiloto para desactivar el dispositivo de apertura de las demás puertas. Harry abrió una puerta posterior y esbozó su tranquilizadora sonrisa de siempre.
– Su automóvil, señor.
Bernie le apretó el brazo.
De pronto, Sofía levantó la mano.
– Oigo algo -dijo en voz baja-. Entre los árboles.
– Será un ciervo -dijo Bernie, recordando el que le había pegado un susto en su escondrijo.
– Espera. -Sofía se apartó del automóvil y se acercó al carrascal. Los árboles arrojaban sombras alargadas y negras sobre la hierba. Los otros se la quedaron mirando. Se detuvo y atisbo entre las ramas.
– No oigo nada -murmuró Bernie. Miró hacia el interior del vehículo. Barbara se volvió para mirarlos inquisitivamente desde la parte anterior del automóvil.
– Anda, vamos -gritó Harry.
– Sí, ya voy. -Acto seguido, Sofía se apartó.
El rayo de luz de un reflector los iluminó desde los árboles. Una ametralladora empezó a escupir fuego desde la arboleda y Bernie vio volar unas ramitas por el aire mientras Sofía, iluminada por el reflector, pegaba un brinco y experimentaba unas sacudidas violentas, desgarrada por las balas. Unas salpicaduras de sangre volaron desde su pequeña figura cuando ésta cayó y alcanzó violentamente el suelo.
Harry quiso echar a correr hacia ella, pero Bernie lo agarró por el brazo y, con una fuerza insospechada, lo arrojó contra el costado del automóvil. Harry forcejeó un segundo, aunque enseguida dejó de hacerlo al ver aparecer por entre los árboles a una pareja de la Guardia Civil con sus negros tricornios brillando bajo la luz del reflector. El mayor de los guardias, un hombre de rostro severo, les apuntó con una pesada metralleta, mirándolos con frío e inexpresivo semblante. El otro, que era joven y parecía un poco asustado, no había echado mano al fusil, sino que empuñaba un revólver.
Bernie se quedó sin respiración. Jadeaba y trataba de respirar sin dejar de sujetar a Harry por los hombros. El guardia civil de mayor edad se acercó a Sofía y le levantó la cabeza con el pie, soltando un gruñido de satisfacción al ver que ésta caía exánime hacia atrás. Harry trató por segunda vez de soltarse, pero Bernie se lo impidió pese a lo mucho que le dolía el hombro.
– Demasiado tarde -dijo.
Se volvió para mirar hacia el automóvil. Barbara seguía inclinada sobre el asiento con expresión aterrorizada. Los guardias civiles se situaron a cierta distancia, apuntándoles con sus armas mientras dos hombres uniformados emergían de su escondrijo. Uno de ellos era Aranda, con su hermoso rostro iluminado por una sonrisa. El otro era mayor y más delgado, con unos mechones de cabello negro peinados hacia atrás sobre la calva y una siniestra expresión de satisfacción en su curtido rostro de soldado.
– Maestre -dijo Harry-. ¡Dios mío!, es el general Maestre. ¡Oh, Dios mío!, Sofía. -Se le quebró la voz mientras rompía en irreprimibles sollozos.
Los militares se acercaron a ellos caminando a grandes zancadas. Maestre miró a Harry con desprecio y dijo, levantando la voz:
– Señorita Clare, baje del vehículo.
Barbara salió. Parecía a punto de derrumbarse; se apoyó contra la puerta abierta, contemplando con expresión de profundo dolor el cuerpo de Sofía. Aranda miró a Bernie con una jovial sonrisa.
– Bueno, ya hemos vuelto a atrapar a nuestro pajarito.
Harry miró a Maestre.
– ¿Cómo lo supo? ¿Fue Forsyth?
– No. -El subsecretario lo miró fríamente-. Este rescate lo organizamos nosotros, señor Brett. El coronel Aranda y yo somos viejos amigos, servimos juntos en Marruecos. Una noche en el transcurso de una reunión me habló de un prisionero inglés del campo de Tierra Muerta que tenía una novia inglesa que ahora vivía en Madrid. El nombre me sonó. -Se introdujo ambas manos en los bolsillos-.Tenemos fichas de todos los que estuvieron relacionados con la República y, cuando vi que la señorita Clare se estaba haciendo pasar por la esposa de Forsyth, mi amigo y yo decidimos ponerlo en un apuro. Hoy habría sido un buen día para forzar el desenlace… mañana se celebra una importante reunión sobre el destino de la mina de oro.
– ¡Oh, no! -gimió Barbara.
Maestre extrajo un cigarrillo y lo encendió. Lanzó una nube de humo hacia el cielo y después volvió a mirar a Harry con dura concentración; como si lo odiara, pensó Bernie. Pero su voz seguía conservando un tono cortés y civilizado.
– Aunque, al final, resultó no haber ninguna mina de oro, ¿verdad? Ahora ya lo sabemos. -Harry no contestó. Parecía que ya ni siquiera lo escuchara. Trató de zafarse una vez más de la presa de Bernie; pero éste lo sujetó con fuerza, haciendo una mueca de dolor. Como intentara huir, lo más probable era que le pegasen un tiro. Maestre siguió adelante-. Sobornamos al periodista inglés Markby para que lo organizara; bueno, no ponga esta cara de asombro, señorita Clare, los ingleses también se dejan sobornar, y después el coronel Aranda consiguió que uno de nuestros antiguos guardias que estaba en el paro en Madrid desarrollara el proyecto. Sabía que él y su hermano necesitaban dinero para su madre.
– ¿Luis? -preguntó Barbara-. ¿Luis trabajaba para ustedes? ¡Oh, Dios mío!
– Él y Agustín cobrarán dinero para atender a su madre, pero de nosotros. Aunque también les vamos a permitir que se queden con el dinero que usted les dio. -Maestre meneó la cabeza-. Luis intentó apartarse del proyecto un par de veces. Creo que el hecho de engañarla les dolía enormemente tanto a él como a su hermano. Pero tenemos que ser duros si queremos reconstruir España.
Maestre empezó a pasear arriba y abajo con su alta figura entrando y saliendo del rayo de luz del reflector donde los copos de nieve se arremolinaban cada vez en mayor número, cual soldado que comenta una exitosa campaña militar. La luz centelleaba en sus botones relucientes. Aranda lo miraba con una sonrisa en los labios. Un poco más allá, la nieve se posaba sobre el abrigo negro de Sofía y su cabello. Harry, que había dejado de sollozar, permanecía ahora desplomado entre los brazos de Bernie.
– Siempre tuvimos el propósito de practicar su detención aquí. Ahora Forsyth no importa y, además, ya teníamos previsto impedir su fuga. Pero sabíamos que usted levantaría revuelo en la embajada sobre el campo, señorita Clare, e incluso que podría llegar a implicar a sus amigos de la Cruz Roja. El señor Brett también estaba en el ajo, lo cual pondría en un apuro al embajador Hoare que ya ha provocado el enfado del Generalísimo con sus tareas de espionaje y con el hecho de que el inglés Forsyth había intentado engañarlo con el oro. Por cierto, atraparemos a Forsyth; todos los puertos y fronteras están vigilados. Y necesitamos a Hoare, necesitamos su ayuda para mantener a España al margen de la guerra y para que quienes siempre la han gobernado puedan arrebatarle el control a la chusma de la Falange.
– ¿Qué va usted a hacer con nosotros? -Bernie notó el temblor de la voz de Barbara.
Maestre se encogió de hombros.
– De momento, mantenerla a usted encerrada. Lo mejor para todos sería que Piper recibiera un disparo durante un intento de fuga y que se informara de su muerte y de la del señor Brett, quizás en un accidente de carretera.
Aranda, que ya no sonreía, se acercó a Maestre.
– Los tendríamos que matar a todos ahora mismo -dijo.
Maestre meneó la cabeza.
– No. De momento, los mantendremos encerrados. Mañana se celebrará la importante reunión. Pero le doy las gracias, Manuel, por haber adelantado la fuga en un día. Los quería ver yo mismo en persona. -Maestre volvió a sonreír.
Todos se volvieron cuando Barbara lanzó un pequeño gemido y se desplomó al suelo. Aranda soltó una carcajada.
– Esta puta de mierda se ha desmayado. -Señaló con la cabeza al guardia civil más joven-. Despiértela. -El hombre se arrodilló a su lado. La sacudió por los hombros y ella emitió un gemido.
– ¿Qué…?
– Se ha desmayado, señorita -le dijo el guardia con sorprendente amabilidad.
– ¡Oh! ¡Oh, Dios mío! -Barbara se incorporó y dejó las manos colgando entre las rodillas. Bernie hizo ademán de acercarse a ella, pero el guardia civil le indicó con un movimiento de la pistola que retrocediera. Harry, libre de la presa de Bernie, se alejó tambaleándose. Se acercó muy despacio al cadáver de Sofía encorvado como un anciano, y pasó con expresión aturdida a través del rayo luminoso del reflector. El guardia civil de la metralleta giró en redondo hacia él, pero Maestre levantó una mano mientras Harry se arrodillaba junto a Sofía. Le acarició el cabello salpicado de nieve y después miró a Maestre.
– ¿Por qué la ha matado? ¿Por qué?
– Quebrantó la ley. -Maestre agitó un dedo en gesto amenazador-. Y eso ahora no se va a tolerar. Hay que controlar a las personas subversivas y nosotros sabemos hacerlo. Y, ahora, vuelvan al automóvil.
– Asesinos -dijo Harry, acariciando el cabello de Sofía-. Asesinos.
– Y pensar que mi hija quería salir a pasear con usted -dijo Maestre-. Pequeño imbécil. Alfonso murió por su culpa.
Barbara se levantó y se apoyó en la puerta abierta del coche con la cara más pálida que la cera.
– Por favor -dijo en un débil susurro-. ¿Me puedo sentar dentro del automóvil? Estoy temblando.
– Parece que está indispuesta, mi general -dijo el joven guardia civil.
Maestre asintió con la cabeza, mirando despectivamente a Barbara mientras ésta subía al vehículo. El guardia civil más joven cerró la puerta. Aranda miró a Bernie con una sonrisa.
– Las inglesas no tienen agallas, ¿eh?
Maestre soltó un gruñido.
– Son gente débil y degenerada. Si ganaran la guerra, nosotros nos podríamos librar de la Falange; pero dudo mucho que sean capaces de hacerlo.
Bernie miró alrededor. Podía ver que la parte posterior de la cabeza de Barbara temblaba ligeramente. Harry seguía sollozando inclinado sobre Sofía mientras la nieve caía también ahora sobre él.
– Ya es hora de irse -dijo Maestre-. ¡Usted! -llamó a Harry-. ¡Vuelva al automóvil!
Harry se levantó y regresó lentamente junto a Bernie. Bernie lo sujetó por el brazo y lo miró. Ofrecía un aspecto espantoso y el rostro se le había aflojado a causa de la impresión.
Maestre le hizo una seña al guardia civil de la pistola.
– Vaya a nuestro vehículo. Avise al cuartelillo que vamos para allá.
El guardia se cuadró.
– Regresaré dentro de un cuarto de hora, mi general. -Echó a correr hacia el vehículo. Su compañero permanecía inmóvil, apuntando todavía con su metralleta a Harry y Bernie.
Aranda, que ya había recuperado el buen humor, señaló a Bernie con un dedo.
– El general Maestre se ha desplazado especialmente desde Madrid para reunirse aquí conmigo. Naturalmente, sabíamos que estabais en la catedral; el vigilante y las autoridades eclesiásticas colaboraban con nosotros. Te he estado observando estas últimas semanas, esperaba castigarte por no haber accedido a ser mi confidente. He estado jugando contigo. Y aquí tienes tu castigo. -Soltó una carcajada-. ¿Sabes una cosa?, el padre Eduardo ha estado importunando a los guardias civiles con la historia de la desaparición de dos mujeres que no habían vuelto al convento donde se alojaban. Menudo bobalicón está hecho el pobre.

 

En realidad, Barbara no se había desmayado; si bien, al oírle decir al general que los iba a matar a todos, poco le había faltado. Eso le había dado la idea de fingir desplomarse para poder regresar al vehículo. Ahora los dos militares se encontraban situados justo detrás. Supuso que ellos no debían de pensar que sabía conducir, pocas españolas sabían. Contempló la escena a través del espejo retrovisor y empezó a calcular, procurando mantener los ojos apartados del cadáver de Sofía. Al ver que el guardia civil más joven regresaba a los árboles, pensó: «Ahora o nunca.» Era un riesgo que tenía que correr. De todos modos, lo más probable era que los mataran a todos, y ella no había llegado hasta allí para no llevarse a Bernie y compartir su vida con él. No lo volvería a dejar en sus manos.
Poco a poco, comprobando a través del espejo retrovisor que no la vigilaban, agarró la llave de contacto. Todo dependería de que el motor arrancara a la primera, pero era un buen automóvil; aquella mañana había arrancado sin problemas tras haberse pasado toda la noche a la intemperie. Si hiciera rápidamente marcha atrás, Bernie y Harry, que estaban apoyados contra el costado del vehículo, saldrían disparados hacia un lado; los militares serían alcanzados y, si el guardia civil de la metralleta le diera tiempo, podría desviarse y arrollarlo también a él. Miró al guardia civil. Éste mantenía los ojos clavados en Harry y Bernie, y su semblante era tan implacable e inexpresivo como antes.
Respiró hondo y giró lentamente la llave. El motor se encendió con un rugido y ella hizo marcha atrás. Notó que Harry y Bernie salían despedidos hacia un lado a causa del golpe y oyó que Bernie lanzaba un grito.
– ¡No!
El militar más joven, el que se había estado burlando de Harry, consiguió saltar a un lado, pero cayó hacia atrás. Por una décima de segundo, Barbara vio a través del espejo retrovisor una expresión de indignado asombro en el rostro del otro militar, el coronel del campo de prisioneros. Después, éste cayó bajo el vehículo; Barbara oyó un grito y percibió un crujido cuando las ruedas le pasaron por encima.
El guardia civil permaneció de pie con una expresión de asombro en la cara y después se volvió y levantó la pesada metralleta para apuntar contra el automóvil. Sin embargo, aquellos pocos segundos le dieron a Barbara tiempo suficiente para cambiar de dirección; la esquina posterior del vehículo golpeó violentamente al hombre y la metralleta se le escapó de las manos y voló por los aires, rebotando ruidosamente sobre la capota mientras el hombre se desplomaba. Barbara accionó el freno de mano y saltó, extrayendo el arma del bolsillo de su abrigo. El motor seguía en marcha.
Harry y Bernie se estaban levantando de la hierba. Harry parecía aturdido, pero Bernie se mantenía alerta.
– ¡Cuidado! -gritó.
El guardia civil, que se estaba incorporando medio atontado, alargó la mano hacia su pistola. Barbara no lo pensó, simplemente levantó la Mauser y disparó. Un rugido, un destello y enseguida brotó un chorro de sangre del pecho del hombre. El guardia se tambaleó hacia atrás y quedó tendido inmóvil en el suelo. Barbara contempló horrorizada lo que había hecho. Se volvió hacia el lugar donde Aranda yacía bajo el automóvil. También estaba muerto; sus ojos miraban hacia arriba con incredulidad y su boca abierta dejaba al descubierto unos blancos dientes en una definitiva mueca de rabia, mientras un riachuelo de sangre le bajaba por la barbilla.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Barbara.
Maestre se incorporó medio aturdido, con los mechones de cabello negro inicialmente peinados sobre la calva caídos ahora de una manera absolutamente absurda a un lado de su rostro.
– No me dispare -gritó con una nueva voz, áspera y aterrorizada. Levantó la mano como para protegerse de las balas-. Por favor, por favor.
Barbara dejó que Bernie la sujetara por el brazo y le quitara el arma de la mano. Éste apuntó a Maestre.
– Sube al automóvil -gritó a Barbara en tono apremiante por encima del hombro-. Ayuda a Harry a subir. ¿Sabes conducir?
– Sí.
– No disponemos de mucho tiempo -dijo Bernie-. El otro no tardará en regresar.
Maestre permanecía tumbado boca arriba sobre la hierba, apoyando el peso del cuerpo sobre los codos. Barbara observó cómo Bernie se le acercaba lentamente, apuntando el arma contra su cabeza. El general parpadeó para apartarse la nieve de los ojos. La nevada se había intensificado y ahora los copos se le posaban sobre el uniforme. A su lado, el cuerpo de Sofía se había convertido en un montículo blanco.
Barbara no soportaba la idea de oír otro disparo, de ver morir a otra persona.
– Bernie -dijo-, Bernie, no lo mates.
Bernie se volvió para mirarla y, justo en aquel momento, Barbara vio cómo la mano de Maestre se desplazaba hacia su bolsillo, rápida como una serpiente en pleno ataque.
– ¡Cuidado! -gritó, mientras el general extraía un arma. Bernie se volvió y abrió fuego al mismo tiempo que Maestre. Tanto el general como Bernie cayeron hacia atrás. Barbara vio saltar volando la parte lateral del rostro de Maestre mientras su sangre y su cerebro brotaban como un chorro y Bernie se tambaleaba y se desplomaba contra el costado del automóvil. Oyó un grito animal y cayó en la cuenta de que era su propia voz.
– ¡Bernie!
– ¡Mierda! -gritó él-, ayúdame a subir al automóvil. -Le rechinaban los dientes a causa del dolor y se sujetaba el muslo mientras la sangre se escapaba a través de los dedos.
Harry había contemplado la escena con expresión aturdida, pero ahora parecía haberse recuperado. Miró a Bernie.
– Oh, no, Dios mío -gimió.
– Ayúdame a subirlo -le dijo Barbara. Harry se adelantó y entre los dos consiguieron colocar a Bernie en el asiento de atrás-. Conduce tú, Harry, por favor -le pidió-. Yo tengo que atenderlo. Nos tenemos que ir ahora mismo, antes de que regrese el otro guardia. ¿Podrás hacerlo?
Harry miró a Sofía más allá de donde Barbara se encontraba.
– Está muerta, ¿verdad? Ya nada podemos hacer por ella.
– Nada, Harry, ¿puedes conducir? -Barbara le sujetó la cabeza con las manos y lo miró a los ojos. Temía que el motor se volviera a calar.
Harry respiró hondo y clavó los ojos en ella.
– Sí, sí. Lo haré.
Bernie experimentaba un dolor pulsante en el muslo. No podía mover la pierna y sentía que la sangre se le escapaba a borbotones entre los dedos. Barbara se había quitado el abrigo y arrancaba el grueso forro. Desde el asiento de atrás, Bernie podía ver la parte posterior de la cabeza de Harry y sus manos firmemente agarradas al volante. Bajo el resplandor de los faros delanteros, la nieve caía en implacables remolinos.
– ¿Adónde vamos? -preguntó.
– De regreso a Madrid, la embajada es nuestra única esperanza.
– Cuando vuelva el guardia civil, ¿no empezarán a dar la voz de alarma para que intenten detenernos?
– Tenemos que intentar regresar a Madrid. No hables, cariño. -Lo seguía llamando cariño, como en los viejos tiempos. Bernie la miró sonriendo y después hizo una mueca cuando ella sacó unas tijeras de manicura y le cortó la pernera del pantalón-. Te ha machacado la pierna, Bernie. Creo que la bala está alojada en el hueso. Te voy a vendar. Te llevaremos a un médico en Madrid. Procura incorporarte un poco. -Y sus manos frías y expertas empezaron a vendarle la pierna con las tiras del forro.
Cuando terminó, Bernie se dejó caer sobre el asiento. Tuvo que hacer un esfuerzo para no cerrar los ojos. Buscó su mano y se la apretó. Se pasó un rato desmayado; cuando volvió en sí, Barbara le seguía sujetando la mano. La nieve se arremolinaba ante las luces delanteras. Bernie se notaba la pierna entumecida. Barbara lo miró sonriendo.
– Recuerda una cosa por mí, Barbara -dijo-. ¿Recordarás una cosa?
– Te pondrás bien. Te lo prometo.
– Pero, por si acaso. Recuerda una cosa.
– Lo que tú quieras.
– La gente, la gente normal, parece que haya perdido; pero algún día, algún día la gente ya no será manipulada y perseguida por los jefes y los curas y los soldados; algún día se liberará, vivirá con libertad y dignidad, como estaba destinada a vivir.
– Te pondrás bien.
– Por favor.
– Lo haré. Sí. Lo haré.
Cerró los ojos y se volvió a quedar dormido.
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