Книга: Invierno en Madrid
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Fuera, ya estaba casi oscuro. Barbara se colocó la mochila con la ropa y la comida en el centro de la espalda. Pesaba mucho. Los mendigos ya no estaban. Las nubes tapaban la luna, pero las farolas de la calle ya estaban encendidas. Sofía encabezó la marcha hacia una callejuela que discurría por el lateral de la catedral. Conducía a una calle más ancha, con la parte posterior de la catedral a un lado. Al otro, más allá del pretil de piedra, la calle daba a un ancho y profundo desfiladero. Barbara miró al otro lado del precipicio. Algo más adelante, un puente peatonal sostenido por unos pilares de hierro cruzaba la garganta.
– O sea que ya estamos -dijo Barbara.
– Sí, el puente de San Pablo. Nadie lo vigila -dijo Sofía con emoción-. Las autoridades aún no se habrán enterado de la fuga.
– Eso si es que se ha fugado.
Sofía señaló las colinas.
– Mira, aquello es Tierra Muerta. Bajará por allí.
A su derecha, Barbara vio las luces de las casas construidas al borde del precipicio y los balcones colgados sobre el profundo abismo.
– Las casas colgadas -dijo Sofía.
– Impresionante.
De repente, Barbara se tensó al oír el rumor de unas fuertes pisadas acercándose por una calle lateral. Apareció un hombre envuelto en una larga capa negra y con una franja blanca en el cuello. Un sacerdote. Era joven, de unos treinta años, llevaba gafas y, bajo un cabello pelirrojo casi del mismo color que el suyo, mostraba un semblante redondo y risueño. Parecía preocupado; pero, al verlas, esbozó una sonrisa.
– Buenas tardes, señoras. Ya es tarde para pasear por la calle.
«Maldita sea», pensó Barbara. Sabía que los curas acostumbraban a interrogar a las mujeres por la calle y enviarlas a casa. Sofía bajó modestamente los ojos.
– Ya vamos de vuelta, señor.
El sacerdote miró a Barbara con curiosidad.
– Disculpe, señora, pero ¿es usted extranjera?
Barbara adoptó un tono jovial.
– Soy inglesa, señor. Mi marido trabaja en Madrid. -Era consciente del peso de la pistola contra su costado.
– ¿Inglesa? -El cura la miró inquisitivamente.
– Sí, señor. ¿Ha estado usted en Inglaterra?
– Pues no. -El cura estaba a punto de añadir algo más, pero se abstuvo de hacerlo-. Está oscureciendo -añadió con dulzura, como si hablara con una niña-. Ya deberían regresar a casa.
– Estábamos a punto de hacerlo.
El sacerdote se volvió hacia Sofía.
– ¿Es usted de Cuenca?
– No. -Sofía respiró hondo-. He venido a ver la placa conmemorativa de la catedral. Mi amiga me ha acompañado desde Madrid. Yo tenía un tío aquí, un sacerdote.
– Ah. ¿Lo martirizaron en el treinta y seis?
– Sí.
El cura asintió tristemente con la cabeza.
– Cuántos muertos. Hija mía, la veo un poco amargada, pero creo que tenemos que empezar a perdonar para que España pueda renacer. Ha habido demasiada crueldad.
– No es un sentimiento muy extendido -dijo Sofía.
El sacerdote sonrió con tristeza.
– No -convino. Se hizo una breve pausa y después el sacerdote preguntó como quien no quiere la cosa-: ¿Dónde se alojan?
Sofía vaciló.
– En el convento de San Miguel.
– Vaya. Yo también. Pero sólo por un par de noches. A lo mejor, las veré después a la hora de cenar. Soy el padre Eduardo Alierta.
Saludó con una inclinación de la cabeza y después se volvió hacia k calle que conducía a la catedral. Sus pisadas se perdieron lentamente. Las mujeres se miraron.
– Hemos tenido suerte -dijo Sofía-. Algunos curas se habrían empeñado en acompañarnos al convento.
– Si va al convento, descubrirá que allí nadie sabe nada de nosotras.
Sofía se encogió de hombros.
– A la hora de cenar ya nos habremos ido.
– Parecía triste. Casi todos los curas me parecen severos; pero él, en cambio, daba la impresión de estar triste.
– Casi toda España está triste -dijo Sofía-. Vamos.
Mientras se dirigían al puente, el corazón de Barbara se puso a palpitar con fuerza. Se notaba la boca seca y en su mente se agolpaban las imágenes de Bernie, pero de Bernie tal como era antes. ¿Cómo sería ahora? Se agarró al refuerzo metálico del puente y contempló el paso peatonal de abajo, unas tablas de madera tendidas sobre un retículo de hierro. El otro extremo del puente no era más que un perfil borroso en la oscuridad.
– Vuelve con Harry -le dijo a Sofía-. Regresaré dentro de una hora, espero.
– De acuerdo. -Sofía le dio un rápido abrazo-. Todo irá bien, ya verás. Dile al brigadista que una amiga española está deseando conocerlo.
– Se lo diré.
Sofía la besó en la mejilla e inmediatamente dio media vuelta y se alejó por el camino. Volvió una sola vez la vista atrás y después desapareció por la callejuela que había seguido el sacerdote.
Barbara se quedó sola en la calle desierta y silenciosa. Unas pulsaciones de emoción le latían en la garganta. Dio un paso adelante y se agarró a la barandilla. El metal estaba frío. Con la otra mano sujetó el arma que guardaba en el bolsillo. «Ten cuidado -se dijo-. No vayas a apretar el gatillo y herirte en la pierna. Ahora no.» Entró en el puente y avanzó muy despacio, por si hubiera hielo en las tablas del suelo. Seguía sin ver el otro lado del puente, sólo la mole de la colina algo más oscura que el cielo. Echó a andar. Una ligera brisa tremendamente fría soplaba por el valle del río. Todo estaba en silencio, no se escuchaba el menor ruido del río de abajo; desde arriba, sólo podía ver la negrura que se extendía bajo sus pies y alrededor del estrecho puente de hierro. Por un instante, experimentó una sensación de vértigo y la cabeza empezó a darle vueltas.
«¡Cálmate!» Respiró hondo un par de veces y siguió adelante. Notó algo frío en la mejilla y se dio cuenta de que había empezado a nevar ligeramente.
De pronto, oyó unas pisadas que cruzaban el puente desde el otro lado. Contuvo la respiración. ¿Sería Bernie? ¿Y si las hubiera visto a ella y a Sofía al otro lado y hubiera decidido cruzar el puente para reunirse con ella? No, seguramente habría preferido permanecer escondido hasta que pudiera quitarse la ropa de presidiario; debía de ser alguien de la ciudad.
Las pisadas sonaban más cerca; ahora percibía las pequeñas reverberaciones a través de las tablas de madera. Siguió adelante, aferrada a la barandilla mientras se esforzaba por conseguir que su rostro mostrara una expresión relajada.
Apareció una alta figura masculina envuelta en un grueso abrigo. Caminaba por el centro del puente sin tocar la barandilla. Poco a poco distinguió su rostro, vio los ojos que la miraban fijamente. El corazón se le paró un segundo antes de volver a palpitar.
Sandy se detuvo a unos tres metros de ella en el centro del puente, con una mano en el bolsillo del abrigo y la otra cerrada en puño al costado. Se había afeitado el bigote y su rostro ofrecía otro aspecto, mofletudo y amarillento. Sus labios se abrieron en la ancha sonrisa de costumbre.
– Hola, cariño -dijo-. ¿Te sorprende verme? ¿Esperabas a otro?

 

En el interior de la catedral, el anciano se levantó y se acercó con paso cansino a un interruptor de la pared. Un sonoro clic sobresaltó a Harry mientras se encendía una luz eléctrica sobre el altar y el blanco resplandor del sodio hacía palidecer el revestimiento dorado de la reja que había delante. Vio al anciano regresar a su asiento. Pensó que ojalá tuviera la pistola. Ya se había acostumbrado a su reconfortante presencia. Como en la guerra. Cruzó por su mente un rápido flash de la playa de Dunkerque.
Se levantó y empezó a pasear arriba y abajo para entrar un poco en calor. Si al menos Sofía se diera prisa; ahora ya tendría que estar de vuelta. Para ella había sido muy duro ver el nombre de su tío en la lápida conmemorativa.
Giró en redondo al oír el chirrido de la puerta. Quien acababa de entrar no era Sofía, sino un alto sacerdote pelirrojo. Harry se dejó caer en el banco más cercano, entrelazó las manos e inclinó la cabeza como si estuviera rezando. Vio a través de las rendijas de entre los dedos cómo el sacerdote se acercaba al altar mayor y se arrodillaba delante de él. Después el cura se santiguó y se acercó a Francisco. El anciano se levantó del banco muy nervioso. Harry juntó fuertemente las manos. ¿Y si el viejo se asustara y los traicionara?
– Buenas tardes, señor -dijo el cura amablemente-. Estoy de visita en la ciudad y me quedaré un par de noches en el convento. Me gustaría quedarme un rato a rezar.
– Pues claro, padre.
– Está todo muy tranquilo esta tarde.
– Con este tiempo, hay muy pocos visitantes.
– La verdad es que hace mucho frío. Pero nunca demasiado para rezar.
El sacerdote se acercó a los bancos y eligió uno situado unas filas más adelante que la de Harry. Parecía preocupado y no daba muestras de haber reparado en la presencia del otro penitente en medio de la penumbra. Francisco volvió a sentarse. Sus ojos se desviaron rápidamente de Harry al sacerdote, el cual se había arrodillado y se cubría el rostro con las manos.
La puerta se volvió a abrir. Harry miró rápidamente al sacerdote, pero éste siguió rezando mientras entraba Sofía. Para su sorpresa, Sofía se dirigió rápidamente al feo confesionario situado bajo la vidriera y se pegó contra su costado para esconderse. Harry se levantó, perplejo. Se golpeó la rodilla contra el banco y apretó los dientes al oír el ruido y experimentar un intenso dolor. Se acercó muy despacio al confesionario para amortiguar con ello el eco de sus pisadas, consciente de que el sacerdote levantaría la vista en caso de que oyera correr a alguien en el recinto sagrado. Pero el sacerdote seguía rezando de rodillas.
– ¿Qué ocurre? -preguntó en un susurro inquieto-. ¿Barbara se encuentra a salvo?
– Sí. La dejé en el puente. Pero es que nos cruzamos por el camino con este sacerdote pelirrojo. Le expliqué que nos alojábamos en el convento y que ya íbamos directamente para allá. No conviene que me vea aquí contigo. Y, cuando Barbara venga con Bernie…
– Tendré que decirle al viejo que se libre de él.
Sofía meneó enérgicamente la cabeza, con semblante atemorizado.
– No le va decir a un cura que abandone la catedral.
– Tendrá que hacerlo. -Harry le apretó el brazo para darle ánimos y bajó con paso decidido por la nave hasta el lugar donde se encontraba Francisco.

 

Barbara se detuvo en seco, sujetando con fuerza la barandilla. -¿Se te ha comido la lengua un gato? -preguntó Sandy en tono burlón-. ¿Recuerdas la llamada que te hizo aquel guardia de la prisión?
Yo la escuché; levanté el auricular al mismo tiempo que tú. -Hablaba en tono amable y reposado-. Después abrí tu escritorio y vi todo lo que guardabas allí. El plano con los arbustos del puente marcados.
– Pero ¿cómo lo pudiste abrir?
– Me hice un duplicado de la llave del escritorio cuando lo compré. Siempre tengo duplicados de todo lo que compro que tenga cerradura. Especialmente, cuando es para otra persona. Una vieja costumbre. -Barbara no dijo nada; se limitó a mirarlo, respirando entre dolorosos jadeos-. ¿Desde cuándo sabes que Piper está vivo? -le preguntó Sandy-. ¿Cuánto tiempo llevas planeando todo esto?
– Un par de meses -contestó Barbara en un susurro. Estudió su rostro. ¿Qué se propondría hacer? Sus ojos la miraban con furia asesina. A pesar del frío, tenía la frente empapada de sudor.
Un músculo de su mejilla se contrajo involuntariamente.
– ¿Brett también estaba metido en esto?
– No.
Bernie ignoraba que Harry estaba allí. Barbara contempló la mano que Sandy se había metido en el bolsillo. Vio un bulto. ¿Él también iba armado?
– Han estado en casa, buscándote -dijo. El corazón le palpitaba con tal fuerza que le costaba mucho evitar que le temblara la voz, pero tenía que hacerlo-. La policía. Se llevaron todo lo que guardabas en el despacho.
– Sí. Me imaginaba que lo habrían hecho. Tengo un pasaporte que me permitirá embarcar. Pertenecía a uno de los judíos franceses que se dirigían a Lisboa, pero ahora le he colocado mi fotografía y saldré por Valencia. Decidí pasar por aquí de camino.
Barbara asió el arma, rodeando el gatillo con los dedos.
– ¿Dónde está Pilar? -preguntó.
Ahora su voz sonaba más firme.
– Se ha ido. Le pagué para que se largara. Sólo fue una pequeña diversión. Nada tan importante como tu manera de traicionarme. -Le arrojó la palabra en un sibilante susurro de rabia, respiró hondo y siguió burlándose de ella-. Pues vaya, el gusano se ha convertido en un dragón. Y pensar que soy yo quien te ha hecho. Debería haber dejado que te pudrieras en Burgos. -Barbara no contestó, se limitó a mirarlo en silencio. Sandy volvió la cabeza hacia el fondo del puente-. Él está por ahí, esperando carretera arriba entre unos árboles. Lo he visto. Lo esperaba escondido detrás del tronco de un árbol. Iba a matarlo. Quería que te lo encontraras muerto. Pero él me oyó cuando estaba encendiendo un puro detrás de un árbol y eso lo puso sobre aviso, así que me vine para acá. A fin de cuentas, no hay nada más peligroso que un hombre acorralado. No creo que nos esté viendo en este extremo del puente. -Sandy inclinó la cabeza hacia su bolsillo-. Por cierto, voy armado.
Barbara apenas podía distinguir la arboleda situada a unos cuantos cientos de metros carretera arriba. ¿Estaría Bernie realmente allí?
– ¿Por qué, Sandy? -preguntó-. Quiero decir, ¿de qué sirve… de qué sirve eso ahora? Todo ha terminado.
Sandy seguía hablando en voz baja, pero el tono se había vuelto muy frío.
– En el colegio me trataba como un trozo de mierda, lo mismo que mi maldito padre. Hizo todo lo posible por apartar a Harry de mí. Y ahora ha conseguido que me traiciones y lo saques de la prisión. Bueno, pues ahora me vengaré. -Sandy volvió a sonreír; una sonrisa extraña, casi infantil-. Me vengaré; hablo en serio. -Barbara se echó involuntariamente hacia atrás. Ahora había en su voz algo de profundamente salvaje y trastornado-. No me mires de esta cochina manera -dijo-. ¿Acaso he hecho yo algo peor que lo que Piper y todos los demás ideólogos le hicieron a España, eh? ¿He hecho yo algo peor?
– Bernie no me ha hecho hacer todo esto, Sandy; la idea fue mía. Hasta hace muy poco, él ni siquiera lo sabía.
– Pero, aun así, he sido traicionado -dijo Sandy-. No permitiré que me vuelva a ocurrir. No permitiré que me dejen tirado como un trapo. Y, si éste es mi destino, lucharé hasta el final. Te juro que lo haré. -Sus ojos oscuros estaban a punto de saltársele de las órbitas. Barbara no contestó. Ambos se miraron un momento en silencio entre ocasionales copos de nieve. Sandy respiró hondo, cerró los ojos y, cuando habló, lo hizo en afable tono familiar-. ¿Cómo llegaste aquí? ¿En tren?
– Sí.
Sandy ignoraba que Harry y Sofía estuvieran allí, creía que Barbara estaba sola. Pero, desde la catedral, los otros no podían ayudarla.
– Supongo que en esta mochila llevas una muda de ropa para él.
– Sí.
– Pues, bueno, yo te voy a decir lo que puedes hacer. Puedes dar media vuelta y regresar por dónde has venido. Puedes volver a Inglaterra. Después yo me encargaré de él. -Inclinó de nuevo la cabeza hacia el bolsillo-. Me encantaría liquidarte a ti también, pero un disparo desde aquí se podría oír. -Se inclinó hacia delante, haciendo visajes-. Simplemente, no olvides durante el resto de tu vida que yo te perdono, no olvides que el que ha ganado soy yo. -Pronunció las palabras casi entre dientes; parecía un niño tontito. Hizo señas con la cosa que guardaba en el bolsillo-. Y ahora, da media vuelta y echa a andar. -Barbara se soltó de la barandilla y respiró hondo-. Adelante -dijo Sandy, levantando la voz-. Ya. De lo contrario, te pego un tiro, me cago en la puta. Tres años, me pasé construyéndote de la nada para que ahora me traiciones. Puta de mierda. Vamos, da la vuelta y camina.
Barbara se metió la mano en el bolsillo y extrajo la Mauser. La sujetó con ambas manos y extendió los brazos quitándole el seguro mientras le apuntaba contra el pecho.
– Arroja el arma por el puente, Sandy. -Se sorprendió de lo clara que le había salido la voz. Separó las piernas para conservar mejor el equilibrio-. Hazlo ya. Hazlo ahora mismo o te mato. -Mientras lo decía, supo con toda certeza que podría hacerlo si no le quedaba más remedio.
Sandy retrocedió y la miró con asombro.
– Tú… ¿tú tienes un arma?
– Saca la tuya del bolsillo, Sandy. Despacito.
Sandy apretó los puños.
– Puta.
– ¡Arroja el arma al agua!
Sandy la miró a los ojos y después se sacó muy despacio la mano del bolsillo. «A ver si ahora la saca y me pega un tiro», pensó Barbara. Pero ella dispararía primero. No permitiría que Sandy acabara con Bernie, no lo permitiría.
Sandy sacó una piedra de gran tamaño. La miró, miró sonriendo a Barbara y se encogió de hombros.
– No tuve tiempo de conseguir un arma. Iba a machacarle el cerebro a Piper con esto. -Soltó la piedra al suelo del puente y ésta se desvió hacia un lado y se perdió en el vacío. No se oyó el menor ruido cuando llegó al agua de abajo, estaba demasiado lejos.
Barbara recorrió rápidamente con los ojos sus bolsillos restantes.
– Colócate las manos en la cabeza -dijo.
Su rostro se volvió a ensombrecer, pero hizo lo que ella le ordenaba.
– ¿Qué vas a hacer? -le preguntó. Ahora había temor en su voz, algo que ella jamás había visto. Se alegró; él había comprendido que hablaba en serio. Pensó rápidamente.
– Vamos a cruzar de nuevo el puente para ir junto a Bernie.
– No. -El rostro de Sandy se aflojó-. Así, no.
Barbara le apuntó a la cabeza con el arma.
– Date la vuelta.
Sandy vaciló.
– Está bien.
Se volvió y echó a andar muy despacio para regresar por donde había venido. Barbara lo siguió a la distancia de un brazo, por si él se diera repentinamente la vuelta y tratara de agarrarla. Llegaron al final del puente y pisaron la hierba del borde de la carretera. Había dejado de nevar y la luna había asomado por detrás de las nubes.
– Quieto -dijo Barbara.
Sandy se detuvo. Estaba ridículo allí de pie, con las manos en la cabeza. Barbara tenía que pensar qué hacer ahora. Se volvió para mirar hacia la arboleda. «¿Bernie nos puede ver? -se preguntó-. ¿Qué vamos a hacer con Sandy?» Sabía que ella no le podría disparar a sangre fría, pero Bernie probablemente lo hiciera.
De pronto, oyó un repiqueteo de pisadas. Se volvió y vio a Sandy corriendo por el puente. Había actuado con la rapidez de un rayo en cuanto ella había apartado la vista.
– ¡Quieto! -Sandy empezó a correr en zigzag de uno a otro lado del puente. Barbara trató de apuntar contra él, pero le fue imposible. Recordó lo que él había dicho anteriormente sobre el eco que provocaría un disparo desde aquel lugar. Barbara inclinó el arma mientras Sandy alcanzaba el otro lado del puente y echaba a correr volviéndose a cada momento mientras zigzagueaba colina arriba. Sandy desapareció entre los árboles. Barbara oyó el crujido y el susurro de las ramas.
Inclinó otra vez el arma. «Deja que se vaya -pensó-, no puedes correr el riesgo de disparar.» No iba armado y no podía ir a la ciudad y denunciarla a las autoridades… a él también lo andaban buscando.
Apuró el paso carretera arriba, mirando constantemente hacia la ladera de la colina y sintiéndose sola y expuesta al peligro. Contempló las luces de la ciudad al otro lado del desfiladero y distinguió la oscura mole de la catedral donde Harry y Sofía la estarían esperando. Encontró la arboleda. Todo estaba oscuro y en silencio. ¿Le habría mentido Sandy, estaría Bernie allí realmente? Levantó los ojos hacia la escarpada ladera e inició el ascenso. Se dio cuenta de que todavía sostenía el arma en la mano y se la guardó en el bolsillo. Sus pies resbalaban sobre la hierba congelada. Volvió la vista hacia la carretera y el puente, ambos todavía desiertos. Se preguntó dónde habría aprendido a decir aquellas cosas, «manos arriba» y «manos en la cabeza». Una década de películas, suponía, ahora todo el mundo conocía esas cosas.
– Bernie -gritó hacia los árboles en un susurro sonoro. No hubo respuesta-. Bernie -repitió un poco más alto.
Se oyó un murmullo de ramas desde el interior de la arboleda. Se puso tensa y volvió a sacar la pistola mientras un hombre aparecía de entre las sombras. Barbara vio una figura demacrada envuelta en un abrigo raído, una barba y una cojera de anciano. Creyó que era un vagabundo e hizo ademán de sacar el arma.
– Barbara -lo oyó llamarla, oyó su voz por primera vez en más de tres años. Se adelantó. Ella abrió los brazos y él se arrojó a ellos.

 

El anciano Francisco había sacado un rosario y pasaba nerviosamente las cuentas con sus inquietas manos. Harry se inclinó y acercó los labios a la peluda oreja del viejo.
– Tiene que pedirle al cura que se vaya. Vio a mis amigas en la calle. Ellas le dijeron que iban al convento. Si vuelven y él las ve, les hará preguntas.
– No le puedo decir a un sacerdote que está rezando a Nuestro Señor que se vaya de la catedral -contestó Francisco en un susurro enfurecido.
– Tiene que hacerlo. -Harry lo miró a los ojos-. De lo contrario, todos correríamos peligro. Y no habría dinero.
Francisco se pasó una mano callosa por la barba de las mejillas.
– Mierda -murmuró-. ¿Por qué tuve que meterme en esto?
Los bisbiseos del sacerdote habían cesado. Éste se había apartado las manos del rostro y permanecía arrodillado, contemplándose las palmas. No podía haber entendido las palabras pronunciadas en voz baja, pero tal vez el apremiante tono de voz de Harry hubiera llegado a sus oídos. «Maldita sea -pensó Harry-, maldita sea.» Habló de nuevo en susurros.
– Ahora no está rezando. Dígale que ha habido una emergencia familiar y que tiene que cerrar un rato la catedral.
El cura se levantó y se acercó a ellos mientras alrededor de sus piernas se escuchaba el frufrú de la capa negra. Francisco se levantó. El sacerdote lo miró sonriendo.
– ¿Le ocurre algo, abuelo?
– Me parece que su mujer se ha puesto enferma -dijo Harry, procurando que su acento sonara más español-. Soy médico. Nos haría usted un gran favor, padre, si él pudiera cerrar la catedral e irse a casa junto a ella. Yo iré a buscar al otro vigilante.
El sacerdote le dirigió una mirada inquisitiva. Harry pensó en lo fácil que sería obligarlo a obedecer por la fuerza. Era joven, pero parecía un poco blandengue.
– ¿De dónde es usted, doctor? No reconozco su acento.
– De Cataluña, padre. Pero vine a parar aquí después de la guerra.
Francisco señaló a Harry.
– Padre, él tiene… tiene… -Pero no pudo seguir e inclinó la cabeza.
– Si usted quiere, puedo esperar a que vaya en busca del otro hombre.
Francisco tragó saliva.
– Por favor, padre, las normas dicen que la catedral se tiene que cerrar si no hay un vigilante.
– Es mejor que cerremos la catedral -dijo Harry-. Acompañaré a Francisco a su casa; la casa del deán nos viene de camino y podré avisar al otro hombre.
El cura asintió con la cabeza.
– Muy bien. De todos modos, ya tendría que estar en el convento. ¿Cómo se llama su esposa?
– María, padre.
– Muy bien. -El cura dio media vuelta-. Rezaré a la Virgen por su recuperación.
– Sí. Rece por nosotros. -Justo en aquel momento el anciano se vino abajo y se disolvió en un mar de lágrimas mientras se cubría el rostro con las manos. Harry le hizo una seña con la cabeza al cura.
– Yo cuidaré de él, padre.
– Vaya con Dios, abuelo.
– Vaya usted con Dios, padre. -La respuesta del vigilante fue un murmullo avergonzado. El sacerdote le tocó el hombro. Finalmente, se alejó por la nave central y salió a la plaza.
Francisco se enjugó el rostro sin mirar a Harry.
– Me ha hecho avergonzar, cabrón rojo. Me ha hecho avergonzar en este lugar sagrado.
Bernie y Barbara se abrazaron con fuerza. Ella percibió la aspereza del tejido de su abrigo que parecía de arpillera y respiró aquel repugnante olor; pero el cálido cuerpo que había debajo era el suyo.
– Bernie, Bernie -le dijo.
Él se apartó y la miró. Tenía el rostro enjuto sucio de tierra y la barba enmarañada.
– Dios mío -exclamó-. ¿Cómo lo has hecho?
– Tenía que hacerlo, tenía que encontrarte. -Barbara respiró hondo-. Pero debemos marcharnos de aquí. -Miró hacia lo alto de la colina-. Sandy ha estado aquí hace un rato.
– ¿Forsyth? ¿Lo sabe?
– Sí. -Barbara le explicó rápidamente lo ocurrido. Bernie abrió enormemente los ojos cuando ella le dijo que Harry los esperaba en la catedral con su novia española.
– Harry y Sandy. -Bernie meneó la cabeza y rió sin dar crédito-. Y Sandy está por aquí arriba. -Levantó los ojos hacia lo alto de la colina-. Debe de estar loco.
– Se ha ido. No volverá mientras yo vaya armada.
– ¿Tú con una pistola? ¡Oh, Barbara, lo que has hecho por mí! -Se le quebró la voz a causa de la emoción. Barbara respiró hondo. Ahora tenía que ser práctica. Sandy se había ido, pero había otros muchos peligros.
– Aquí tengo un poco de ropa. Te podrías cambiar y afeitarte la barba. No, no hay luz suficiente para eso, lo tendremos que hacer en la catedral. Pero cámbiate.
– Sí. -Bernie le tomó las manos-. ¡Dios mío!, has pensado en todo. -La estudió en medio de la oscuridad-. ¡Qué distinta te veo!
– Yo a ti también.
– La ropa. Y te has puesto perfume. Antes no lo hacías. Huele raro.
Barbara se agachó y empezó a sacar el contenido de la mochila. Era muy difícil ver algo allí entre los árboles; debería haber llevado una linterna.
– Aquí traigo un abrigo muy calentito.
– ¿Habéis cruzado la ciudad?
– Sí. Estaba todo muy tranquilo.
– En estos momentos, el campo de prisioneros ya habrá comunicado la noticia por radio a la Guardia Civil.
– No vimos a ningún guardia.
– ¿Lleváis automóvil?
– Sí, uno con matrícula diplomática. El de Harry. Está escondido fuera de la ciudad, te acompañaremos a la embajada. Están obligados a acogerte.
– ¿Y eso no le supondrá ningún problema a Harry?
– No sabrán que ha intervenido. Te dejaremos fuera y tú podrás decir que robaste la ropa, que allanaste una morada o algo por el estilo y que después hiciste autoestop en la carretera.
Bernie la miró y rompió súbitamente a llorar.
– ¡Oh, Barbara!, cuando ya pensaba que estaba acabado, van y me dicen que tú me salvarás. Y yo te abandoné para irme a la guerra. Barbara, no sabes cuánto lo siento…
– No, no. Vamos, cariño. Alguien podría venir. Te tienes que cambiar.
– De acuerdo.
Bernie empezó a desnudarse, soltando dolorosos gruñidos mientras se quitaba la camisa que tantos días había llevado encima, pegada con tierra a su cuerpo. En medio de la oscuridad, Barbara distinguió vagamente unas cicatrices y vislumbró el cuerpo que tanto había amado convertido ahora en piel y huesos.
A los pocos minutos, él se le plantó delante vestido con un traje de Sandy, un abrigo y un sombrero de paño que ella se había llevado de casa; se habían arrugado en la mochila, pero le otorgaban un aspecto verosímil y normal, dejando aparte su cara sucia y su barba de mendigo. Barbara le alisó un par de arrugas.
– Bueno -dijo en un susurro. De repente, experimentó un deseo salvaje de echarse a reír-. Estás pasable.

 

La media hora que siguió a la partida del sacerdote fue la más larga de la vida de Harry. Él y Sofía paseaban sin descanso, mirando de la puerta al viejo y viceversa. Se habían librado del cura por los pelos. Él y Sofía se sentían al borde de la felicidad, y quizá Paco también. «Que nada más salga mal», le rogó al Dios en que no creía.
Al final, la puerta volvió a abrirse. Sofía se puso tensa. El anciano también miró atemorizado mientras Barbara y Bernie entraban muy despacio en el templo; Barbara sostenía a Bernie, el cual cojeaba a causa del esfuerzo. Al principio, Harry no reconoció la escuálida figura con barba; pero enseguida corrió a su encuentro, seguido por Sofía.
– Bernie -le dijo en voz baja-. Bueno, parece que has pasado lo tuyo.
Bernie rió sin poderlo creer.
– Harry, eres tú. -Parpadeó varias veces, como si el nuevo mundo en el que se encontraba fuera demasiado para él y no lo pudiera asimilar-. Jesús, no me lo podía creer.
Harry sintió que las facciones de su rostro pugnaban por reprimir la emoción al contemplar aquel semblante de espantapájaros.
– Pero ¿qué demonios has estado haciendo? ¡Mira qué pinta tienes! Rookwood tendría algo que decir al respecto.
Bernie se mordió el labio y Harry comprendió que estaba al borde de las lágrimas.
– He estado librando una batalla, Harry. -Se inclinó hacia delante y lo abrazó a la española. Harry se relajó en aquel abrazo y ambos permanecieron un momento fuertemente abrazados antes de que Harry se apartara, un poco cohibido. Bernie se tambaleó levemente.
– ¿Te ocurre algo? -le preguntó Sofía preocupada.
– Será mejor que me siente. -Bernie la miró sonriendo-. Tú debes de ser Sofía.
– Sí.
– Viva la República -dijo Bernie en voz baja.
– Viva la República.
– ¿Eres comunista? -le preguntó Bernie.
– No -Sofía lo miró con la cara muy seria-. No me gustaron las cosas que hicieron los comunistas.
– Pensamos que eran necesarias. -Bernie lanzó un suspiro.
Barbara lo tomó del brazo.
– Vamos, te tienes que afeitar. Ve a la pila bautismal. -Le entregó un neceser de afeitado y él se encaminó cojeando hacia la pila. Harry se acercó al anciano. Francisco lo miró enfurecido y con el rostro surcado por las lágrimas. Harry le entregó el fajo de billetes.
– Su dinero, señor.
Francisco lo arrugó en su puño con gesto airado. Harry pensó que lo iba a arrojar al suelo, pero el hombre se lo guardó en el bolsillo y se apoyó contra la pared. Bernie regresó con la cara no muy bien afeitada, más envejecida, delgada y marcada por profundas arrugas, pero ahora ya reconocible como la suya.
– Tengo que sentarme -dijo-. Estoy hecho polvo.
– Sí, claro. -Barbara se volvió hacia los demás-. Está muy cansado, pero nos tenemos que ir de aquí cuanto antes.
– ¿Ha ocurrido algo? -preguntó Sofía, cuyo áspero tono de voz indujo a Harry a levantar la vista. Barbara les contó lo de Sandy.
– Santo Dios -dijo Harry-. Se ha pasado de la raya. Está loco.
– En cualquier caso, medio loco de rabia.
– Tendríamos que irnos lo antes posible de aquí -dijo Sofía-. Temo que el cura diga en el convento que la catedral está cerrada y que envíen a alguien a la casa del viejo.
– Sí. -Harry miró hacia el lugar desde el cual Francisco los contemplaba con el rostro petrificado, y después apoyó la mano en el hombro de Bernie-. El vehículo se encuentra a pocos kilómetros de aquí. Fuera de la ciudad. ¿Crees que podrás caminar? Es todo cuesta abajo.
Bernie asintió con la cabeza.
– Lo intentaré. Si vamos despacio.
– Ya vuelves a tener aspecto de persona.
– Gracias. -Bernie levantó los ojos-. ¿Es cierto que Inglaterra sigue resistiendo?
– Sí. Los bombardeos son tremendos, pero resistimos. Bernie, nos tenemos que ir -le dijo Barbara.
– Muy bien. -Bernie se levantó haciendo una mueca.
«Está absolutamente agotado y consumido», pensó Harry.
– ¿Qué decíais de un sacerdote? -preguntó Bernie.
– Sofía y Barbara se cruzaron con él mientras se dirigían al puente. Después entró en la catedral para rezar, pero yo conseguí que el vigilante se librara de él. Fue un momento muy desagradable. De pronto lo vi rezando arrodillado como si tuviera que pasarse allí toda la vida, con su sotana negra y su cabello pelirrojo.
– ¿Cabello pelirrojo? -Bernie pensó un momento-. ¿Cómo era?
– Alto, joven. Un poco gordito.
Bernie respiró hondo.
– Dios mío, parece el padre Eduardo. Es uno de los curas del campo.
– Sí, ése era su nombre -dijo Barbara-. ¡Santo cielo! Pues no daba esta impresión.
– No es de ésos, es una especie de santo inocente o algo por el estilo. -Bernie apretó los labios-. Pero, como nos encuentre aquí, estamos perdidos. Pese a todo, nos denunciaría. -Respiró hondo-. Vamos. Vamos, nos tenemos que ir.
Harry tomó la mochila vacía y los cuatro se encaminaron hacia la puerta. Experimentó una abrumadora sensación de alivio al abandonar el templo. Se volvió para mirar al viejo; éste seguía sentado en su banco sosteniéndose la cabeza con las manos, una figura minúscula entre todos aquellos gigantescos monumentos a la fe.
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