Книга: Invierno en Madrid
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Aquella mañana, Harry se había despertado temprano. Por primera vez en varias semanas le volvían a zumbar los oídos; no obstante, al permanecer tumbado el zumbido desapareció. Descorrió las cortinas, vio que la calle estaba cubierta de blanco y se desanimó por un instante. «Maldita sea -pensó-, más nieve.» Pero entonces se dio cuenta de que sólo era escarcha, una gruesa capa blanca sobre las aceras y la calzada. Lanzó un suspiro de alivio.
Sofía llegó a las nueve, según lo previsto. Harry le preparó el desayuno. Ambos estaban un poco apagados, ahora que había llegado el momento.
– ¿Has dormido bien? -le preguntó Sofía.
– No demasiado. Tengo el coche, un viejo Ford. Está fuera. ¿Y tú?
– Bien.
– ¿Has conseguido inventarte alguna excusa?
– Enrique está enfadado por tener que quedarse en casa con Paco. Le dije que nos habíamos tomado el día libre y quería venir con el niño. -Sofía meneó la cabeza-. Me duele tener que mentirles.
Harry tomó su mano.
– A partir de hoy, basta de mentiras. Vamos, tenemos que comer un poco. -Llevó unos platos de huevos revueltos al salón.
– ¿Cómo está Barbara? -preguntó Sofía, mientras desayunaban.
– Bien.
La víspera, tras haber recogido el automóvil en la embajada, Harry se había dirigido a casa de Barbara. Le había dicho que la noticia de la estafa de la mina de oro había llegado hasta el mismísimo Franco; ahora, lo más probable sería que las autoridades salieran en persecución de Sandy.
Se oyeron unas pisadas en la escalera. Ambos se pusieron tensos.
– Debe de ser ella -dijo Harry.
Barbara llevaba una mochila de gran tamaño y su pálido rostro parecía cansado.
– Perdonad que llegue un poco tarde -dijo, casi sin aliento-. Ha venido gente a las seis, cuando yo todavía estaba en cama. Una pareja de guardias civiles y alguien del Gobierno. Querían saberlo todo acerca de Sandy. Yo he interpretado el papel de la mujercita tonta y les he dicho que no sabía nada. -Se sentó y encendió un cigarrillo-. Les he dicho que se había largado hace un par de días. Me ha sido fácil engañarlos. Son de esos que no creen que las mujeres sirvan para nada. Se han llevado todo lo que había en su estudio, incluso su colección de fósiles. Casi lo he sentido por él.
Harry respiró hondo.
– Él se lo ha buscado, Barbara. -Harry descubrió que ya no sentía el menor afecto por Sandy. Éste no era más que un espacio en blanco.
– Pues sí -dijo Barbara, asintiendo con la cabeza-. Es verdad.
– Si ya lo tenemos todo, tendríamos que irnos -dijo Sofía. Fue por su abrigo y sacó una pesada pistola alemana, una Mauser. Se la entregó a Harry-. Llévala tú.
– De acuerdo. -Harry la examinó. Estaba limpia y lubricada, y las cámaras, cargadas. Se la guardó en el bolsillo. Barbara se estremeció levemente y miró a Sofía, que le devolvió serenamente la mirada. Harry se levantó-. Bueno, pues -dijo-. Lo repasamos todo en un momento y enseguida nos vamos.

 

Fuera hacía tanto frío que el mero hecho de respirar resultaba doloroso. Tuvieron que rascar la escarcha del parabrisas del Ford. Harry temía que el motor no arrancara, pero éste cobró vida de inmediato. La embajada británica cuidaba muy bien su parque automovilístico. Barbara y Sofía se acomodaron en la parte de atrás y se pusieron en marcha por la carretera de Valencia. Los tres estaban muy taciturnos; la cuestión de la pistola parecía haber levantado una barrera entre ellos. Al cabo de un rato, Sofía habló:
– Estoy pensando en lo que tendríamos que decir si alguien nos pregunta por qué hemos ido a una ciudad tan apartada como Cuenca. Podríamos decir que me habéis acompañado para averiguar alguna noticia acerca de mi tío. Esto también podría ser un motivo para visitar la catedral y examinar la lista de sacerdotes asesinados durante la guerra.
– ¿Crees que el nombre de tu tío podría constar en ella? -preguntó Barbara.
– Si fue asesinado, sí. -Sofía apartó la cabeza y, a través del espejo retrovisor, Harry la vio parpadear para reprimir las lágrimas. Y, pese a ello, estaba dispuesta a utilizar la tragedia de su familia para ayudarlos. Harry experimentó un sentimiento de amor y admiración.
Se pasaron toda la mañana en la carretera. En muchos lugares, la carretera se encontraba en muy mal estado y los obligaba a circular más despacio. Había muy poco tráfico y muy pocas ciudades; estaban en el corazón seco de Castilla. A primera hora de la tarde, la tierra empezó a elevarse y las laderas escarpadas de las colinas quebraron el pardo paisaje. Los riachuelos helados bajaban por los declives, destacando como delgadas y blancas cuchilladas sobre el oscuro terreno. «Frío como una llave -pensó Harry-, frío como una llave.»
Sobre las tres de la tarde vislumbraron una línea de bajas montañas de redondeadas cumbres en el horizonte. La campiña empezó a cambiar: ahora había más tierras de labranza; retazos de un brillante color verde en las zonas de regadío. Una gran ciudad apareció a lo lejos, un revoltijo de edificios blanco grisáceos que trepaban por una ladera tan empinada que parecían haber sido construidos los unos encima de los otros, cada vez más cerca del cielo. Llegaron a un cartel indicador en el que se informaba a los automovilistas de que estaban a punto de entrar en Cuenca. Barbara se inclinó hacia delante y tocó el brazo de Harry para señalarle un camino que se apartaba de la carretera y se adentraba en un terreno baldío por donde serpeaba tras una arboleda que ocultaría el automóvil de la carretera.
– Ése debe de ser el sitio.
Harry asintió con la cabeza y enfiló el camino mientras el vehículo brincaba sobre los congelados surcos. Se detuvo tras la arboleda. Al otro lado, el prado se elevaba suavemente hacia el horizonte.
– ¿Qué os parece?-preguntó.
– Nos pegaremos una caminata para volver -dijo Barbara.
– Tenemos que seguir el consejo de Luis. Dijo que era el escondrijo más cercano.
– De acuerdo.
Abrieron las puertas. Fuera, Harry se sintió repentinamente vulnerable y expuesto al peligro. Una brisa fría y cortante les alborotó el cabello mientras salían a la carretera. Harry se echó a la espalda la mochila con la ropa y la comida. Sofía se situó en el lado de la carretera que miraba a Cuenca.
– No veo la catedral -dijo Harry.
– Está justo en lo alto de la colina. Detrás se encuentra el desfiladero.
– ¿Y Tierra Muerta está al otro lado del desfiladero? -preguntó Barbara.
– Sí. -Sofía respiró hondo y echó a andar en dirección a la ciudad. Los demás la siguieron, bajando por la larga y desierta carretera.
Sólo un par de carros y un automóvil pasaron por su lado antes de llegar al puente tendido sobre un turbulento río de agua gris verdoso. Para entonces, el sol invernal ya estaba muy bajo sobre el horizonte. Pasaron por entre las casas humildes y destartaladas de la ciudad nueva, más allá de la estación del tren. Había muy poca gente y nadie les prestó demasiada atención. Se mantenían en actitud vigilante, temiendo la presencia de patrullas de la Guardia Civil en las calles; sin embargo, sólo un par de perros sarnosos les plantó cara: los animales emitieron ladridos furiosos, pero se escabulleron a toda prisa al verlos acercarse. Sus ladridos le hicieron recordar a Harry la jauría asilvestrada de Madrid y lo indujeron a acariciar con la mano la Mauser que guardaba en el bolsillo para mayor seguridad.
A continuación, iniciaron el ascenso pisando unos adoquines gastados hacia un encumbrado desierto de piedra cada vez más alto, mientras empezaban a caer las primeras sombras del ocaso. Las estrechas callejuelas se enroscaban progresivamente, subiendo cada vez más arriba. Las interminables casas de vecindad de tres o cuatro plantas de altura y varios siglos de antigüedad estaban descoloridas y con el revoque desconchado. Los edificios de apartamentos que se elevaban por encima de sus cabezas se convertían, cuando ellos ascendían a la siguiente calle, en un mar de tejados contemplado desde arriba. Las malas hierbas crecían entre los agrietados azulejos, el único verdor entre tanta piedra. Unos finos jirones de humo se elevaban al cielo desde las chimeneas y el olor a humo de leña y a excrementos de animales era más intenso que en Madrid. Casi todas las ventanas tenían las persianas cerradas; pero, de vez en cuando, se vislumbraban en ellas unos rostros que los miraban y rápidamente se apartaban.
– ¿Qué antigüedad tienen estos edificios? -le preguntó Harry a Sofía.
– No lo sé. Quinientos años, seiscientos. Nadie sabe quién construyó las casas colgadas.
Al llegar a una plazoleta situada a medio camino de la cuesta, se detuvieron para permitir el paso a un anciano que conducía un burro medio derrengado por el peso de la leña que llevaba encima.
– Gracias -dijo el hombre, mirándolos con curiosidad. Se detuvieron un momento para recuperar el resuello.
– Recuerdo todo esto -dijo Sofía-. A veces temía haberme extraviado.
– Todo está muy desolado -dijo Barbara.
El sol poniente arrojaba un frío resplandor sobre la calle, confiriendo un matiz rosado a los montículos de nieve congelada en las cunetas.
– No para una niña -dijo Sofía, sonriendo con tristeza-. Todas estas calles tan empinadas eran muy emocionantes. -Tomó a Harry del brazo y reanudaron su ascenso.
La vieja Plaza Mayor coronaba la cumbre de la colina en dos de cuyos lados se levantaban unos edificios municipales. El tercer lado caía en picado a la calle de abajo desde un pretil, pero el solar no estaba ocupado por ningún edificio y ofrecía con ello una despejada vista de la catedral que dominaba el cuarto lado con su enorme fachada cuadrada, tan sólida como amenazadora. Una ancha escalinata se elevaba en el lugar donde unos mendigos permanecían acurrucados en el profundo pórtico de una grandiosa entrada. Había un bar junto a la catedral, pero estaba cerrado; aparte de los mendigos, la plaza estaba desierta.
Permanecieron en pie delante del bar, mientras sus ojos recorrían rápidamente las ventanas cerradas que los rodeaban. Una anciana con un enorme fardo de ropa en la cabeza cruzó la plaza al tiempo que el eco de sus pisadas resonaba en medio del gélido crepúsculo.
– ¿Por qué está todo tan tranquilo? -preguntó Harry.
– Esta ciudad siempre ha sido muy tranquila. En un día como éste, la gente se suele quedar en casa para calentarse. -Sofía contempló el cielo. Unas nubes lo cubrían desde el norte.
– Deberíamos entrar en la catedral. -Barbara contempló la puerta tachonada de color marrón junto a la cual se acurrucaban los mendigos que los miraban en silencio-. Mejor que no nos vean.
Sofía asintió con la cabeza.
– Tienes razón. Tendríamos que buscar al vigilante. -Encabezó la marcha hacia la escalinata con los hombros encorvados y las manos profundamente hundidas en los bolsillos del viejo abrigo al pasar por delante de los mendigos; éstos alargaron las manos hacia ellos. Empujó la enorme puerta y ésta se abrió muy despacio.
La gigantesca catedral estaba desierta e iluminada tan sólo por la luz fría y amarillenta que se filtraba a través de las vidrieras de colores. El aliento de Harry formaba una nube en el aire delante de su rostro. Barbara se situó a su lado.
– Aquí parece que no hay nadie -murmuró.
Sofía avanzó muy despacio entre las altas columnas hacia el presbiterio donde un enorme cancel adornado con reluciente pan de oro se levantaba detrás de una alta reja. Contempló el cancel frunciendo el entrecejo; su figura, envuelta en el viejo abrigo negro, parecía más menuda de lo que era. Harry la rodeó con su brazo.
– Cuánto oro -dijo Sofía-. A la Iglesia jamás le ha faltado oro.
– ¿Dónde está el vigilante? -preguntó Barbara, acercándose a ellos.
– Vamos a buscarlo. -Sofía se separó de Harry y bajó por la nave. Los demás la siguieron. La pesada mochila se clavaba en los hombros de Harry.
A la derecha, una inmensa vidriera de colores permitía el paso de una luz cada vez más pálida. Bajo la vidriera había un estrecho confesionario de madera oscura. La luz se fue apagando mientras ellos seguían avanzando por el templo. Harry experimentó una violenta sacudida al ver una figura de pie en una capilla lateral. Barbara se agarró a su brazo.
– ¿Qué es eso?
Mirando con más detenimiento, Harry vio que era un retablo en tamaño natural de La Última Cena. El que le había provocado el sobresalto era Judas, un Judas sorprendentemente realista labrado en el acto de levantarse de la mesa. Su rostro, vuelto ligeramente hacia el Maestro al que estaba a punto de traicionar, resultaba brutalmente frío y calculador, con la boca entreabierta como si estuviera emitiendo un gruñido siniestro. A su lado, Jesús, vestido con una túnica blanca, permanecía sentado de espaldas a la nave.
– Impresionante, ¿verdad?
– Sí.
Harry miró a Sofía, que caminaba un poco por delante de ellos con las manos todavía tan profundamente metidas en los bolsillos que las costuras de los hombros amenazaban con abrirse. Sofía se detuvo y, cuando ellos la alcanzaron, se volvió y le dijo a Harry en voz baja:
– Mira, está allí, en aquel banco.
Un hombre permanecía sentado junto a una capilla de la Virgen, casi invisible en medio de la oscuridad. Se acercaron a él en silencio. De pronto, Harry oyó un áspero y repentino jadeo por parte de Sofía, que estaba contemplando una lápida nueva empotrada en el muro. En unas hornacinas laterales ardían unas velas y, delante de ellas, descansaba un ramillete de eléboros negros. Por encima de una lista de nombres, figuraba la inscripción «Caídos por Dios y por la Iglesia».
– Aquí está -dijo Sofía-. Mi tío. -Los hombros se le encorvaron. Harry la rodeó con su brazo. Era tan menuda, tan delicada.
Sofía volvió a apartarse.
– Tenemos que reunimos con el vigilante -dijo en un susurro.
El hombre se levantó del banco al verlos acercarse. Era viejo, bajito y de complexión fuerte y vestía un traje gastado y una camisa raída. Los estudió a todos con unos penetrantes ojos azules que destacaban en un rostro hostil y desconfiado surcado por múltiples arrugas.
– ¿Viene usted de parte de Luis, el hermano de Agustín? -le preguntó a Barbara.
– Sí. ¿Es usted Francisco?
– Me dijeron que esperara sólo a una inglesa. ¿Por qué han venido tres personas?
– Los planes han cambiado. Luis ya lo sabe.
– Agustín dijo que una sola persona. -Los ojos del anciano miraron nerviosamente a unos y a otros.
– Tengo el dinero -dijo Harry-. Pero ¿es seguro esperar y traer aquí a nuestro amigo?
– Creo que sí. Hoy no hay ninguna función vespertina. Hace frío. No ha venido nadie esta tarde, excepto la hermana del padre Belmonte. -Señaló brevemente con la cabeza la placa conmemorativa-. Con unas flores. Fue uno de los que murieron mártires por España -añadió con intención-. Cuando los sacerdotes fueron asesinados y las monjas violadas para dar gusto a los rojos.
«Es del bando nacional», pensó Harry.
– Aquí tenemos las trescientas pesetas.
El anciano alargó una mano.
– Pues démelas.
– Cuando llegue el hombre al que hemos venido a buscar. -Harry procuró que su voz sonara seca y autoritaria como la de un oficial del ejército-. Éste fue el trato.
Se metió una mano en el bolsillo y le mostró al viejo el fajo de billetes ladeando el cuerpo de manera que éste pudiera vislumbrar también fugazmente la pistola.
El hombre abrió los ojos como platos y asintió con la cabeza.
– Sí, sí.
Harry consultó el reloj.
– Hemos llegado antes de lo previsto. Tendremos que esperar un poco.
– Pues esperen. -El vigilante se volvió y regresó a su banco. Se sentó allí a vigilarlos.
– ¿Nos podemos fiar de él? -preguntó Barbara en voz baja-. Se le ve muy hostil.
– Porque lo es -replicó Sofía en tono cortante-. Es partidario de los otros. ¿Crees que la Iglesia contrata a republicanos?
– El hermano de Luis se debe de fiar de él -dijo Harry-. Y le podrían pegar un tiro si esto fallara. -Se fueron a sentar en un banco desde el cual podían ver tanto al vigilante como la entrada-. Son las seis y diez -dijo Harry-. Sofía, ¿cuánto se tarda en llegar al puente desde aquí?
– No mucho. Unos quince minutos. Tenemos que esperar un cuarto de hora más. Yo te acompaño… rodearemos la iglesia por detrás y enseguida estaremos en el desfiladero y el puente.
Barbara respiró hondo.
– Déjame allí y vuelve, Sofía. Él espera que yo acuda sola.
– Lo sé. -Sofía se inclinó hacia delante y le apretó el brazo a Barbara-. Todo irá bien, todo irá bien.
Barbara se ruborizó ante aquel inesperado gesto.
– Gracias. Siento lo de tu tío, Sofía.
Sofía asintió tristemente con la cabeza.
Harry pensó en el anciano sacerdote fusilado ante un paredón. Se preguntó si unas imágenes parecidas pasarían también por la mente de Sofía. La volvió a rodear con el brazo.
– Sofía -dijo Barbara en voz baja-. Os quería decir una cosa… os agradezco mucho que hayáis venido. Ninguno de los dos tenía por qué hacerlo.
– Yo sí -dijo Harry-. Por Bernie.
– Y yo quisiera poder hacer algo más -terció Sofía con repentino ardor-. Me gustaría que se volvieran a levantar barricadas, porque esta vez yo empuñaría un arma. No tendrían que haber ganado. Mi tío tampoco habría muerto si ellos no hubieran empezado la guerra. -Se volvió para mirar a Barbara-. ¿Te parezco muy dura?
Barbara lanzó un suspiro.
– No. A veces es difícil, para alguien como yo, comprender todo lo que habéis sufrido.
Harry apretó la mano de Sofía.
– Tú te esfuerzas todo lo que puedes en ser dura; pero, en realidad, no lo quieres ser.
– No me ha quedado más remedio.
– Todo será distinto en Inglaterra.
Permanecieron sentados un rato en silencio. Después, Sofía levantó un poco la manga de la camisa de Harry para consultar el reloj.
– Las seis y media -dijo-. Ya tendríamos que irnos. -Miró al vigilante-. Tú quédate aquí, Harry, no le quites los ojos de encima. Dale la mochila a Barbara.
Harry no quería dejarla.
– Tendríamos que ir los tres juntos.
– No. Uno de nosotros se tiene que quedar aquí.
Harry le soltó la mano y ambas mujeres se levantaron. Después, de espaldas al vigilante, Harry extrajo el arma.
– Creo que es mejor que la llevéis. Por si hubiera algún problema. No para disparar, sino sólo para amenazar. -Se la ofreció a Sofía, sujetándola por la culata, pero Sofía vaciló; ahora no le apetecía llevarla. Barbara alargó la mano y la asió con delicadeza.
– Yo la llevo -dijo, guardándosela en el bolsillo. Harry le pasó la mochila y sonrió con ironía-. Es curioso, pero te da una sensación de seguridad. -Respiró hondo-. Vamos, Sofía.
Ambas mujeres se encaminaron hacia la salida. La puerta se abrió con un chirrido y se volvió a cerrar a su espalda. Harry experimentó la separación de Sofía como un dolor físico. Miró al viejo y percibió la hostilidad de sus ojos.
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