Книга: Invierno en Madrid
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Seguía habiendo nieve en las cotas más altas de Tierra Muerta; sin embargo, por debajo de la cantera, casi toda se había fundido durante la breve fase de tiempo más templado que había convertido el patio del campo en un barrizal.
La víspera, durante la pausa de descanso en su camino hacia la cantera, Agustín se había situado al lado de Bernie mientras éste miraba colina abajo hacia Cuenca.
– ¿Estás preparado para mañana? -le preguntó en un susurro. -Bernie asintió con la cabeza-. Mañana recoge una piedra afilada de gran tamaño y guárdatela en el bolsillo.
Bernie lo miró con asombro.
– ¿Por qué?
Agustín respiró hondo. Parecía asustado.
– Para golpearme con ella. Me tienes que hacer un corte para que salga sangre, será más realista. -Bernie se mordió el labio y asintió con la cabeza.
Tumbado aquella noche en su jergón de la barraca, Bernie se frotó el hombro que le ardía de dolor después de la dura jornada de trabajo. La pierna también la tenía muy rígida; esperaba que no le fallara cuando, al día siguiente, tuviera que bajar por la ladera de la montaña. Bajar por la ladera de la montaña. Le parecía increíble y, sin embargo, era verdad. Miró hacia el jergón del otro lado. Eulalio había muerto en medio de grandes dolores dos noches atrás y los demás prisioneros se habían repartido sus mantas. Los comunistas de la barraca estaban tristes y abatidos.
Cuando amaneció, se sentía muy débil. Se levantó y miró a través de la ventana. Hacía más frío que nunca, pero seguía sin nevar. El corazón le empezó a latir con fuerza. Lo conseguiría. Ejercitó con cuidado la pierna rígida.
A la hora del desayuno, evitó mirar a los comunistas a los ojos. Volvió a avergonzarse de abandonar a los demás prisioneros. Pero no podía hacer nada por ellos. En caso de que consiguiera escapar, se preguntó si se alegrarían por él o bien lo condenarían. Si llegara a Inglaterra, contaría al mundo las condiciones allí, lo proclamaría desde los tejados.
Se colocó en fila con los demás en el patio cubierto de barro, para el acto de pasar lista. El ondulante barro se había congelado y una película de blanca escarcha lo cubría como si de un mar helado se tratara. Aranda tomó la lista. A veces, desde que Bernie se negara a convertirse en confidente, los ojos de Aranda se clavaban en él mientras pasaba lista: se detenía un instante y sonreía como si le tuviera reservada alguna jugarreta. Algún día lo atraparía por algo que hubiera hecho, pero aquél no era el más apropiado; Aranda pasó al siguiente nombre. Bernie lanzó un suspiro de alivio. «Has perdido la oportunidad, cabrón», pensó.
El padre Eduardo salió de la iglesia con aire cansado y abatido, como le solía ocurrir últimamente. A Bernie le pareció que su cabello pelirrojo oscuro presentaba casi el mismo tono que el de Barbara. Jamás lo había observado anteriormente, pese a lo mucho que la había estado recordando desde que supiera que ella estaba detrás de los planes de su fuga. El sacerdote se acercó a la verja y levantó el brazo en respuesta al saludo del guardia mientras éste le franqueaba el paso. Debía de ir a Cuenca. Ninguno de los curas se había presentado por Eulalio. Quizá no se habían atrevido. A diferencia del pobre Vicente, Eulalio era un hombre temido.
Al terminar el acto de pasar lista, la cuadrilla de la cantera se reunió ante la verja. Agustín no miró a Bernie. Se abrió la verja y la fila de hombres empezó a ascender por la ladera. Al principio, el camino ascendía entre una hierba de color marrón; después, unos dedos de nieve asomaron en las hondonadas y, al final, se elevaron por encima de la línea de las nieves perennes y todo el paisaje volvió a cubrirse de blanco. Agustín caminaba un poco por delante de Bernie; no quería que nadie recordara haberlos visto juntos antes de la fuga.
Bernie fue colocado en un grupo encargado de romper rocas de gran tamaño. Esperaba poder tomarse el día con calma para conservar las fuerzas; pero hacía tanto frío que, si dejaba de trabajar, enseguida se ponía a temblar. Entrada la mañana, encontró una piedra adecuada para golpear a Agustín; plana y redonda y con un canto cortante que haría salir sangre para que el golpe pareciera más grave de lo que era. Se la guardó en el bolsillo, apartando de su mente la imagen de Pablo en la cruz.
Durante la pausa del almuerzo, procuró tomar la mayor cantidad posible de garbanzos con arroz. Por la tarde, mientras trabajaba, contempló el cielo. Seguía despejado. El sol empezó a ponerse, arrojando un resplandor rosado sobre las laderas desiertas y las altas montañas blancas del este. El corazón se le aceleró antes de tiempo. De una u otra manera, aquélla sería la última vez que contemplaría aquel paisaje.
Al final, vio que Agustín, que se las había ingeniado para vigilar su sección, se acercaba un poco más. Era la señal de que había llegado el momento. Bernie respiró hondo y contó hasta tres, preparándose para la representación. Acto seguido, soltó el pico y se apretó el vientre gritando como si le doliera algo. Después, dobló el espinazo y volvió a gritar aún más fuerte. Los hombres con los que estaba trabajando se lo quedaron mirando. No había ningún otro guardia a la vista. Estaban de suerte.
– ¿Qué ocurre, Bernardo? -le preguntó Miguel.
Agustín se descolgó el fusil del hombro y se acercó.
– ¿Qué es lo que pasa aquí? -preguntó con aspereza.
– Tengo diarrea. ¡Ay!, no me aguanto.
– Aquí no lo hagas. Yo te acompaño detrás de los arbustos. -Agustín levantó la voz-. ¡Dios mío!, la de quebraderos de cabeza que nos dais. Quédate quieto para que te pueda encadenar.
«Sabe actuar», pensó Bernie. Agustín dejó el fusil en el suelo y sacó de la bolsa que llevaba colgada al cinto una larga y fina cadena con grilletes en los extremos. Con ella aseguró las piernas de Bernie.
– ¡Rápido, por favor! -Bernie hizo una mueca de angustia.
– ¡Vamos para allá!
Agustín recogió el fusil y le hizo señas para que echara a andar. Alcanzaron rápidamente el caminito que serpeaba alrededor de la colina. En cuestión de un minuto, ambos se perdieron de vista a la altura de los arbustos. Bernie jadeó de alivio.
– Lo hemos conseguido -dijo respirando afanosamente.
Agustín se agachó a toda prisa y le quitó los grilletes con los dedos trémulos. Arrojó la llave al suelo. Después soltó el fusil y se arrodilló sobre la nieve. Levantó la vista y miró a Bernie, dirigiéndole una aterrorizada mirada de súplica, ahora que se encontraba a su merced.
– No me matarás, ¿verdad? -Tragó saliva-. No me he confesado, tengo pecados sobre mi conciencia…
– No. Sólo un golpe en la cabeza. -Bernie se sacó la piedra del bolsillo y la levantó.
– Hazlo ahora -se apresuró a decirle Agustín-. ¡Ahora! Pero no demasiado fuerte.
Apretó los dientes y cerró los ojos. Por un instante, Bernie se mostró indeciso; le era difícil establecer con cuánta fuerza golpear. Después golpeó a Agustín con la piedra en la sien. Sin un sonido, el guardia rodó por el suelo y se quedó inmóvil. Bernie lo miró asombrado, no tenía intención de dejarlo sin sentido. Un riachuelo de sangre brotaba del corte de la cabeza donde la piedra lo había golpeado. Se arrodilló junto al guardia. Éste todavía respiraba.
Se levantó y miró hacia atrás, después hacia la pendiente de la ladera. Pensó en la posibilidad de llevarse el fusil de Agustín, pero habría sido un estorbo. Respiró hondo y echó a correr cuesta abajo entre la nieve medio fundida, consciente de lo mucho que destacaban la manchada chaqueta marrón y el mono verde sobre la blancura que lo rodeaba. Su espalda experimentó una sacudida, a la espera de una bala. Era como en el Jarama, el mismo temor de indefensión.
Pasó por debajo de la línea de las nieves perpetuas y se detuvo para contemplar la línea de huellas que había dejado más arriba, a su espalda. Se había desviado a la derecha y ahora echó correr hacia la izquierda, confiando en que el cambio de dirección engañara a los guardias. Había pliegues en las colinas, en ambos sentidos. Era terrible estar solo, correr por aquel paisaje desolado; inesperadamente, Bernie echó de menos las paredes protectoras de la barraca. De pronto, resbaló sobre un retazo de hierba congelada y empezó a rodar cuesta abajo entre gemidos y jadeos. Se golpeó el hombro y tuvo que ahogar un grito de dolor.
Se detuvo al fondo del primer pliegue de las colinas y se incorporó sin resuello. Miró hacia arriba. Nada. Nadie. Sonrió. Había llegado adonde quería más rápido de lo que había imaginado. Se levantó y corrió al socaire de la colina. Como le había dicho Agustín, un pequeño carrascal crecía en un lugar resguardado. Corrió a esconderse entre los árboles y se tumbó sobre un tronco, respirando afanosamente. «Bien hecho -pensó-. Hasta ahora, todo bien.»
Permaneció sentado y prestó atención; pero no se oía nada, sólo un silencio que parecía zumbarle en los oídos. Se puso nervioso, llevaba más de tres años sin experimentar un silencio tan absoluto. Aunque estuvo tentado de echar a correr, Agustín tenía razón; era mejor esperar hasta que oscureciera antes de seguir adelante. Molina enseguida se habría dado cuenta de que Agustín y él habían desaparecido. Echó la espalda hacia atrás y empezó a mover los dedos medio congelados de los pies. Poco después, le pareció oír unos débiles gritos en la distancia que luego ya no se volvieron a repetir.
En el cielo se elevó una media luna y salieron las estrellas. Bernie se sorprendió de ver que las estrellas aparecían repentinamente de una en una. Cuando el cielo estuvo completamente negro, Bernie se levantó. Hora de irse. De repente, se quedó helado. Había oído un crujido a escasos metros de la entrada del carrascal. «¡Oh, Dios mío! -pensó-, ¡Dios mío!» Lo volvió a oír, procedente del mismo lugar. Apretando los dientes, separó con sumo cuidado las ramas de un arbusto y miró. Un pequeño venado pastaba la áspera hierba muy cerca de allí. Era muy joven, quizá la madre hubiera muerto abatida por un disparo de los guardias. Ahora que la nieve había desaparecido, el venado volvería a trepar por la montaña en busca de alimento. De repente, Bernie se emocionó; las lágrimas asomaron a sus ojos al tiempo que él levantaba la mano para enjugarlas. El venado lo oyó, levantó la cabeza, se volvió y huyó bajando estrepitosamente por la pendiente. Bernie contuvo la respiración para escuchar. Si lo estuvieran persiguiendo y estuvieran cerca de allí, aquel ruido les habría llamado la atención. Pero el silencio no se quebró. Volvió a salir de entre los arbustos. Soplaba un viento gélido. Se agachó y volvió a sentirse tremendamente expuesto al peligro. Después, hizo un esfuerzo por levantarse y empezó a bajar una vez más por la ladera. Faltaban siete kilómetros.
Se sorprendió de la cantidad de cosas que podía ver a la luz de la luna en cuanto los ojos se acostumbraban a ella. Se mantuvo a la sombra, siguiendo los senderos abiertos por los pastores, y caminó cuesta abajo sin detenerse. Calculaba que habrían transcurrido casi dos horas desde que dejara a Agustín; pero no podía estar seguro. Siguió bajando y deteniéndose de vez en cuando para recuperar el resuello y prestar atención desde detrás de una de las pequeñas carrascas que ahora eran cada vez más frecuentes. El hombro lo estaba matando y los pies ya le empezaban a doler. Aunque era como si llevara una eternidad corriendo cuesta abajo, la pierna mala seguía aguantando.
Después, al llegar a la cumbre de una pequeña loma, vio las luces de Cuenca directamente delante de él y sorprendentemente cerca: los puntos amarillos de las ventanas iluminadas. Un grupito de luces destacaba por debajo de las demás: las casas colgadas construidas en el mismo borde del peñasco. Respiró hondo. Había tenido suerte de salir justo al otro lado de la ciudad.
Ahora decidió ir más despacio, buscando todas las sombras. Unas nubes aparecieron surcando el cielo por delante de la cara de la luna y él agradeció los minutos adicionales de oscuridad que éstas le ofrecieron. Entonces distinguió el desfiladero y los negros machones del puente de hierro que lo cruzaban. Parecía increíblemente frágil, con un camino de madera peatonal lo bastante ancho para que pudieran caminar por él tres personas a un tiempo. Vio que sólo había unas cuantas casas construidas al borde del peñasco del otro lado. Eran mucho más pequeñas de lo que había imaginado.
La carretera que discurría paralela al desfiladero se distinguía claramente unos cien metros más abajo. Bernie se agachó tras un arbusto. No se veía a nadie. Los del campo ya habrían telefoneado a la Guardia Civil; quizás enviaran efectivos para vigilar el puente. Sin embargo, aquél no era el único puente, recordó que le había dicho Agustín; había otros más allá, otros medios de entrar en la ciudad. En caso de que el puente principal estuviera vigilado, Barbara lo esperaría en la catedral.
Oyó unas voces y se quedó petrificado. Voces de mujer. Un grupo de cuatro mujeres envueltas en pañolones negros, acompañadas de dos asnos cargados con leña. Las miró mientras pasaban por debajo de él; no alcanzaba a distinguir sus rostros, pero las ásperas voces parecían de ancianas. Llevaba tres años sin ver a una mujer. Recordó a Barbara esperándolo en su cama, y el corazón le empezó a latir con fuerza mientras una cálida saliva le subía a la boca. Se la tragó y respiró hondo.
Las mujeres y sus asnos se alejaron. Cruzaron el puente y desaparecieron. Bernie abandonó su refugio y contempló la carretera de abajo. Un poco más allá del puente vio una arboleda junto a la carretera. Aquél debía de ser el lugar. Casi no había ningún sitio donde esconderse; ahora tendría que caminar a lo largo de la ladera visible de la colina, de cara a la ciudad del otro lado del desfiladero. Se apartó de su refugio y empezó a avanzar muy despacio, deteniéndose en cada carrasca.
Mientras salía de detrás de un árbol oyó un sonido por encima de su cabeza, como un chasquido metálico. Se arrojó al suelo, esperando un disparo. No ocurrió nada. Abrió los ojos: sólo se distinguía la ladera desierta. Ligeramente por encima de él distinguió otra carrasca más grande, aislada de las demás. Le pareció que el sonido procedía de allí; pero, si fuera un guardia civil o un guardia del campo, ya habría disparado. Siguió adelante, volviéndose a cada momento a mirar el árbol, y ya no se oyó nada más. A lo mejor, había sido otro venado o una cabra.
Alcanzó la arboleda y se refugió en ella. También había unos arbustos espesos cuyas rígidas ramas le azotaron las piernas.
Desde allí no podía ver la carretera, pero tenía que permanecer escondido. Oiría acercarse a Barbara. Ella sabría que estaba allí. Barbara. Se estremeció, consciente del frío, ahora que había dejado de moverse. Y, cansado, le temblaban las manos y los pies. Se frotó las manos y se las sopló. Tendría que aguantar. No podía hacer más que esperar; esperar a que Barbara acudiera a rescatarlo.
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