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A la mañana siguiente, Harry y Sofía bajaron a pie por la Castellana camino de la embajada. Harry habría deseado darle el brazo, pero había una pareja de la Guardia Civil por allí cerca.
El tiempo había vuelto a refrescar de la noche a la mañana; se veían trozos de hielo negro en las aceras y aguanieve congelada en las cunetas. La gente que iba al trabajo caminaba arrebujada en sus abrigos. Pero no había nevado y el cielo matinal era de un claro azul eléctrico.
– ¿Lo sabrás hacer? -le preguntó Harry a Sofía.
– Sí. -Sofía lo miró sonriendo-. Es sólo cuestión de rellenar formularios, y a eso los españoles estamos muy acostumbrados. Ayer contesté a las preguntas políticas.
Había que preparar ciertos documentos para la ceremonia de la boda y aquella mañana tenía una entrevista con el abogado de la embajada. El hombre quería verla a ella sola; pero después Sofía acudiría al despacho de Harry.
– Mañana a esta hora estaremos camino de Cuenca -dijo Harry.
– ¿Estás seguro de que el embajador enviará a Bernie de vuelta a Inglaterra?
– Tiene que hacerlo. No puede actuar ilegalmente.
– Pues aquí lo harían. Lo hacen constantemente.
– Inglaterra es distinta -dijo Harry-. No es un lugar perfecto, pero en ese sentido es distinto.
– Así lo espero.
– Que en recepción me llamen cuando hayan terminado contigo. Te enseñaré mi despacho. Hoy las horas pasan muy despacio. ¿Cuándo tienes que estar en la vaquería?
– A las doce. Hoy tengo turno de tarde.
– He recibido una carta de Will. Nos ha alquilado una casa. Está en las afueras de Cambridge y tiene cuatro dormitorios. -Sofía se rió meneando la cabeza ante la idea de semejante lujo-. Podemos entrar a vivir cuando queramos. Después, yo empezaré a buscarme trabajo en la enseñanza y me encargaré de conseguir un médico para Paco.
– Y yo iré a clases de inglés.
Harry la miró sonriendo.
– Procura portarte bien. No seas descarada con el profesor.
– Lo intentaré. -Sofía contempló los altos edificios de la Castellana que la rodeaban y el claro cielo azul de Madrid.
– Se me hace extraño pensar que dentro de un par de semanas estaremos tan lejos.
– Al principio, Inglaterra te parecerá muy rara. Tendrás que acostumbrarte a nuestra formalidad, a nuestra manera de hablar siempre con rodeos.
– Tú no lo haces.
– No lo hago contigo. Bueno, aquí está la embajada. ¿Ves la bandera?
Harry anotó el nombre de Sofía en el registro y esperó con ella hasta que apareció el abogado, un sujeto campechano y simpático que se presentó y les estrechó la mano antes de llevarse a Sofía. Mientras Harry los veía alejarse, se abrió otra puerta y apareció Weaver.
– Hola, Brett, irá a la Real Academia, ¿verdad? Será mejor que nos demos prisa o llegaremos tarde.
– Estoy de servicio.
– ¡Ah, claro!, lo había olvidado. Hay tantas fiestas en esta época del año. Mañana tiene el día libre, ¿verdad?
– Pues sí, he pedido un automóvil para ir a dar una vuelta por el campo.
– Hace un poco de frío para eso, ¿no? Pero, en fin, que lo pase bien. Nos vemos la semana que viene.
Tolhurst estaba sentado a su escritorio con un montón de carpetas al lado. Había montones de hojas de papel llenas de cálculos anotados con su pulcra y redonda caligrafía.
– ¿Gastos de los agentes?
– Sí, los tengo que tener todos listos antes de Navidad. ¿Vas a ir mañana a la recepción de la embajada norteamericana? Supongo que estará bien.
– No, tengo el día libre. Llevaré a Sofía a dar una vuelta por el campo. -Harry volvió a experimentar una chispa del antiguo afecto que había sentido por él-. Oye, Tolly, en cuanto a la boda, te agradezco tu ayuda.
– ¡Ah!, bueno, faltaría más.
– Siento que las cosas no dieran resultado con Forsyth. -Tolhurst entrelazó las manos sobre su prominente estómago. Estaba cada vez más grueso.
– Bueno, por lo menos, sabemos que no tienen oro.
– ¿Alguna noticia más a este respecto? -preguntó tímidamente Harry.
– Según el capitán, Sam estaba considerando la posibilidad de comunicarle a Maestre que la mina era un timo. Él sabe hasta qué extremo estábamos implicados en este asunto; pero, por lo menos, le habríamos facilitado una información que él habría podido utilizar. Que el ridículo lo hagan los falangistas.
– Ya. -A Harry ya nada le importaba.
Tolhurst lo miró sonriendo.
– Tengo entendido que estás a punto de irte.
– Sí, después de la boda.
– ¿Ya tenéis padrino? -preguntó Tolhurst.
– Le hemos pedido al hermano de Sofía que lo sea.
Harry sabía que Tolhurst esperaba que se lo pidieran a él. Tolhurst, su vigilante. Harry le estaba agradecido por su ayuda en la cuestión de la boda, pero la idea ni siquiera se le había pasado por la cabeza.
– ¿Y tú regresarás a Inglaterra por Navidad? -le preguntó, para cambiar de tema.
– No -contestó Tolhurst en tono malhumorado-. Me quedo de servicio. Estaré por ahí, por si surgiera algún problema con nuestros agentes. -Sonó el teléfono. Tolhurst levantó el auricular y asintió con la cabeza-. Son los de recepción. Han terminado con tu chica. Dice que todo ha ido bien y que te espera abajo.
– Pues voy para allá.
Tolhurst lo miró.
– Por cierto, ¿has visto por ahí a la señorita Clare? ¿La chica de Forsyth?
– Ayer estuve tomando un café con ella -contestó cautelosamente Harry.
– Parece que Forsyth se ha largado en toda regla. Supongo que ahora la mujer regresará a Inglaterra.
Llamaron a la puerta y entró un anciano secretario vestido con levita. Parecía nervioso. Miró a Harry a través de unos quevedos de oro.
– ¿Es usted Brett?
– Sí.
– El embajador desea verle en su despacho.
– ¿Cómo? ¿A propósito de qué?
– Si es usted tan amable de acompañarme, señor. Es urgente.
Harry miró a Tolhurst, pero éste se limitó a encogerse de hombros con semblante perplejo.
Harry dio media vuelta y siguió al secretario, bajando por el pasillo. Estaba al borde del pánico. ¿Habrían descubierto algo sobre Cuenca?
El secretario hizo pasar a Harry al despacho de Hoare. No había vuelto a visitar aquella lujosa estancia desde su llegada. El embajador permanecía de pie tras su escritorio, vestido con traje de calle. Su enjuto rostro estaba arrebolado por la cólera. Miró a Harry con expresión ceñuda.
– ¿Es el único que hay aquí? -preguntó bruscamente al secretario.
– Sí, señor embajador.
– No comprendo cómo han permitido que todos los traductores se fueran a esa recepción.
– El señor Weaver se acaba de marchar, señor, era el último. He intentado llamarlo a la Real Academia, pero sus teléfonos comunican.
Hoare le dirigió a Harry una gélida mirada.
– Bueno, pues me tendré que conformar con usted. ¿Por qué no ha ido a la recepción?
– Mi novia está aquí ultimando la documentación para nuestra boda.
Hoare soltó un gruñido. Mandó retirarse al secretario con un irritado gesto de la mano.
– ¿Dónde está su traje de calle? -le preguntó a Harry en tono cortante.
– En casa.
– Pues tendrá que pedir uno prestado de los que hay aquí. Y ahora, escúcheme bien. Llevo semanas tratando de conseguir una entrevista con el Generalísimo. Pero él me hace esperar, se niega a verme mientras Von Stohrer y los italianos entran y salen de allí cada cinco minutos como Pedro por su casa. -La voz de Hoare rebosaba de furia-. Pero, de pronto, recibo noticias de que me quiere ver esta misma mañana. Tengo que ir. Hay cuestiones importantes que plantear y necesito hacer sentir mi presencia. -El embajador hizo una pausa-. Yo leo el español, naturalmente, pero hablar no se me da tan bien.
Harry experimentó el impulso de echarse a reír de alivio por el hecho de que no hubiera ningún problema y por la pose de Hoare; todo el mundo sabía que apenas hablaba una palabra de español.
– Sí, señor.
– Por consiguiente, voy a necesitar un traductor. Me gustaría que usted se preparara en cuestión de media hora, por favor. Nos vamos a El Pardo. Usted ha traducido para subsecretarios, ¿verdad?
– Sí, señor. Y también he traducido algunos discursos de Franco.
Hoare meneó la cabeza con gesto irritado.
– No se refiera a él en estos términos. Usted quiere decir el generalísimo Franco. Es el jefe de Estado. -El embajador volvió a menear la cabeza-. Por eso necesitaba a un hombre experto. Vaya a prepararse. -Mandó retirarse a Harry con un gesto semejante al de quien espanta un insecto molesto.
Era largo, el trayecto hasta el palacio situado al norte de la ciudad del que Franco se había apropiado para convertir en su residencia. El vehículo se adentró en la campiña circulando por la carretera que bordeaba el curso del río Manzanares, cuyas frías aguas grises discurrían entre unas altas y boscosas riberas de árboles esqueléticos. Sentado en la parte de atrás con Hoare, Harry levantó la vista al cielo. Esperaba con toda su alma que no volviera a nevar hasta el día siguiente.
Tras elegir uno de los trajes de calle de repuesto que había en la embajada, Harry regresó al despacho de Hoare y bajó con él a recepción. Sofía, que lo esperaba sentada, los miró con asombro. Él se le acercó para explicarle rápidamente adonde se dirigía mientras Hoare esperaba con una irritada mirada de impaciencia. Al mencionarle el nombre de Franco, observó que Sofía apretaba los labios y sintió sus ojos clavados en ellos cuando abandonaban la embajada.
El embajador permanecía sentado hojeando una carpeta, y tomaba apuntes con una pluma estilográfica. Al final, Hoare se volvió para mirar a Harry.
– Cuando traduzca, asegúrese de que transmite el sentido exacto de mis palabras. Y no mire al Generalísimo a los ojos, se considera una impertinencia.
– Sí, señor.
Hoare soltó un gruñido.
– Hay fotografías de Hitler y Mussolini en su escritorio. No mire, simplemente ignórelas. -Hoare se pasó una mano por el ralo cabello-. Voy a tener que parecer muy duro con la propaganda de la prensa en favor del Eje. Pero usted mantenga el tono normal y hable sin la menor emoción en la voz, como un mayordomo. ¿Entendido?
– Sí, señor.
– Si el Generalísimo fuera un hombre razonable, me daría las gracias por la cantidad adicional de trigo que he convencido a Winston de que le permita recibir. Pero razonable es precisamente lo que no es. Todo esto ha sido repentino, muy repentino. Hoare sacó un peine y empezó a alisarse el cabello.
Algunas imágenes acudieron a la mente de Harry: una mujer rebuscando en los cubos de la basura, detenida cuando el viento le había levantado la falda del vestido por encima de la cabeza; los perros asilvestrados atacando a Enrique; Paco agarrado al cadáver de la anciana. Ahora iba a conocer finalmente al creador de aquella nueva España.
El automóvil llegó a una pequeña aldea convertida en cuartel, con soldados por todas partes; los hombres miraron hacia el interior del vehículo, mientras éste circulaba bordeando un muro elevado. El chófer se acercó a una alta verja de hierro de doble hoja custodiada por soldados armados con ametralladoras. Entregó la documentación para que la examinaran y, acto seguido, la verja se abrió y el automóvil cruzó lentamente la entrada, Los guardias saludaron el paso del vehículo, brazo en alto.
El Palacio de El Pardo era un edificio de tres pisos construido en piedra amarilla, rodeado por extensos prados cubiertos de blanca escarcha. Unos miembros de la Guardia Mora armados con lanzas permanecían de pie junto a los peldaños que conducían a la entrada; uno de ellos bajó y les abrió la portezuela. Harry oyó desde algún lugar el triste lamento de un pavo real. Se estremeció; allí fuera el frío parecía todavía más intenso.
Un ayudante vestido de paisano los recibió en los peldaños y los acompañó a través de toda una serie de estancias decoradas con muebles del siglo XVIII, fastuosos pero cubiertos de polvo. A Harry se le aceleraron los latidos del corazón. Llegaron a una puerta más grande flanqueada por otros miembros de la Guardia Mora de rostros morenos e impasibles. Uno de ellos llamó con los nudillos a la puerta y el ayudante los hizo pasar.
El despacho de Franco era espacioso y estaba lleno de oscuros y pesados muebles que le otorgaban un aspecto tenebroso, a pesar de la luz solar que se filtraba a través de las altas ventanas. Las paredes estaban cubiertas de pesados tapices antiguos que mostraban escenas de batallas medievales. El Generalísimo permanecía en pie delante de un inmenso escritorio, con las fotografías de Hitler y Mussolini en lugar destacado y, para asombro de Harry, una del Papa. Franco vestía de general con una ancha faja roja alrededor de la voluminosa cintura. Su cetrino rostro mostraba una expresión altiva. Harry esperaba presencia, pero Franco no la tenía; con su calva, su papada y su bigotito grisáceo, le recordaba a Harry lo que Sandy le había dicho el primer día en el Café Rocinante: un director de banco. Y era bajito y menudo. Bajando la mirada tal como le habían aconsejado hacer, Harry observó que el Generalísimo calzaba zapatos con plataforma.
– Buenos días, Generalísimo -dijo Hoare. Al menos, hasta ahí llegaban sus conocimientos de español.
– Excelencia. -La voz de Franco sonaba estridente y chillona. Estrechó la mano de Hoare, ignorando la presencia de Harry.
El ayudante ocupó su posición al lado de Franco.
– Ha pedido usted una reunión, excelencia -dijo Franco en un suave murmullo.
– Me alegro de poder verlo, finalmente -dijo Hoare casi en tono de reproche. Había que reconocer que no estaba en absoluto intimidado-. El Gobierno de su majestad ha estado muy preocupado por el apoyo que recibe el Eje en la prensa. Prácticamente incitan al pueblo español a entrar en guerra.
Harry tradujo, esforzándose en mantener un tono de voz tranquilo y reposado. Franco se volvió para mirarlo. Sus grandes ojos castaños eran líquidos, pero en cierto modo inexpresivos. El Generalísimo se volvió para mirar de nuevo a Hoare y se encogió de hombros.
– Yo no soy responsable de la prensa, excelencia. No querrá usted que me entrometa, ¿verdad? -Franco miró a Hoare con una fría sonrisa en los labios-. ¿Acaso no son este tipo de cosas las que nos critican las potencias liberales?
– La prensa está controlada por la censura del Estado, mi general, como usted bien sabe. Y buena parte del material procede de la embajada alemana.
– Yo no me ocupo de la prensa. Tendría usted que hablar con el ministro de Interior.
– Lo haré sin falta. -La voz áspera de Hoare cortaba como un cuchillo-. Es una de las cuestiones que más graves considera mi Gobierno.
El Generalísimo meneó la cabeza y volvió a esbozar una fría sonrisa.
– ¡Ah, excelencia!, me entristece que haya obstáculos a la amistad entre nuestros países. Ojalá ustedes concertaran la paz con Alemania. El canciller Hitler no desea la destrucción del Imperio Británico.
– Jamás permitiremos que los alemanes dominen Europa -replicó bruscamente Hoare.
– Pero si ya lo están haciendo, señor embajador, ya lo están haciendo. -Muy cerca había un antiguo y enorme globo terráqueo. Franco alargó una pequeña mano asombrosamente delicada y lo hizo girar suavemente-. Los ingleses son un pueblo orgulloso, lo sé; como nosotros, los españoles. Pero hay que afrontar la realidad. -El Generalísimo volvió a menear la cabeza-. Hace apenas dos años, cuando firmó los acuerdos de Múnich, pensé que su viejo amigo el señor Chamberlain se uniría a los alemanes y se volvería contra el verdadero enemigo, que son los bolcheviques. -Franco lanzó un suspiro-. Pero ahora ya es demasiado tarde.
Mientras Harry traducía, la furia hizo que Hoare se pusiera tenso.
– Es inútil seguir discutiendo -dijo éste en tono cortante-. Gran Bretaña jamás se rendirá.
Franco se incorporó y su fría mirada le recordó a Harry la expresión que mostraba en las monedas.
– En ese caso, me temo que serán ustedes derrotados.
– Quería analizar las importaciones de trigo -dijo Hoare-. Su Gobierno tendrá que solicitar certificados para que puedan pasar el bloqueo. Seguimos controlando los mares -añadió en tono iracundo-. Necesitamos garantías de que ninguna cantidad de trigo será reexportada a Alemania y de que su importe será íntegramente pagado por el Gobierno español.
Franco volvió a sonreír con auténtico regocijo.
– Lo será. Los argentinos han accedido a aceptar condiciones de crédito. A fin de cuentas, nosotros no tenemos reservas de oro ni somos un país productor de oro. -Se volvió lentamente para mirar a Harry y, pese a su sonrisa, algo en sus ojos le infundió temor-. Precisamente ayer estuve hablando con el general Maestre -añadió suavemente el Generalísimo. -«Oh, Dios mío», pensó Harry, «lo sabe.» Hoare se lo habría dicho a Maestre y Maestre se lo habría dicho a él. Y Hoare experimentó un sobresalto-. Confío en que todo pueda seguir adelante sin ningún contratiempo -añadió Franco-. De lo contrario… No quisiéramos considerar a Inglaterra un país enemigo, aunque siempre es cuestión de ver cómo actúa una potencia respecto a nosotros. En sus convenios abiertos y en los secretos. -Franco arqueó las cejas, mirando a Hoare, y el embajador se ruborizó.
Harry se preguntó qué habría dicho Franco si se hubiera enterado del asunto de los Caballeros de San Jorge. Se agarró a una mesa que tenía a su espalda para no tambalearse.
A bordo del automóvil que los llevaba de regreso a Madrid, Hoare estaba furioso. La reunión se había prolongado media hora más de lo previsto. Hoare había analizado los acuerdos comerciales y los rumores que corrían sobre el envío de camiones cargados de alimentos destinados al ejército alemán en Francia; pero, al final, había perdido la iniciativa. La actitud de Franco había sido la de una parte ofendida tratando con un negociador importuno.
– Ya verá cuando me reúna con Hillgarth -dijo Hoare, mirando a Harry enfurecido-. He sido humillado ahí dentro, ¡humillado! Por eso me ha llamado, para echarme en cara la maldita mina de oro. Y yo he tenido la mala suerte de que usted fuera el único traductor disponible. ¡Estas aventuras tienen que terminar! ¡Me han obligado a hacer el ridículo!
Hoare hablaba casi entre dientes y las enjutas facciones de su rostro parecían una máscara de furia. Harry advirtió que una gota de saliva aterrizaba en su rostro.
– Lo siento, señor.
– Maestre se lo tiene que haber dicho todo a Franco después de que Hillgarth le revelara que todo era una estafa. Maestre ha hecho quedar en ridículo a la Falange, pero a nosotros nos ha hecho quedar muchísimo peor. -Hoare respiró hondo-. Menos mal que pronto se irá. Tenemos que asegurarnos de que el Generalísimo sepa que usted se ha ido. Casarse con una española de clase tan baja… no sé cómo cree usted que eso lo podrá ayudar en su futura carrera, Brett. Es más, yo diría que ha sido un digno remate -añadió despectivamente el embajador.
Después apartó el rostro, abrió la cartera con un chasquido y sacó una carpeta. Harry vio pasar rápidamente a través de la ventanilla los primeros suburbios de Madrid. Mañana, a aquella hora, ya estarían a punto de llegar a Cuenca; y unos días después, ya se habrían ido de allí. «Váyase usted a la mierda -pensó Harry-, váyanse todos a la mierda.»