43
Todo estaba tranquilo en el restaurante de las inmediaciones del Palacio Real. Barbara le pidió un café al bajito y rechoncho propietario del local; adivinó que el hombre la recordaba del día en que ella había estado allí con Harry. Habían transcurrido tan sólo unas semanas, aunque parecían toda una vida.
Eran sólo las dos de la tarde; Harry y Sofía aún tardarían una hora en llegar, pero Barbara no aguantaba en la casa desierta y había salido. Sandy aún no había regresado. La asistenta había llegado a las nueve y Barbara le había ordenado limpiar la cocina. Después empezó a pasear por las silenciosas estancias en las que no se oía el menor sonido, aparte de sus pisadas y el incesante goteo de la lluvia en el exterior. La nieve ya casi había desaparecido. Entró en el estudio de Sandy. Todo parecía normal, todos los cuadros y los objetos de decoración estaban en su sitio. Abrió el cajón del escritorio donde él guardaba sus libretas de ahorro. Estaba vacío. «Se ha ido para siempre -pensó-, me ha abandonado.» Se sintió extrañamente abatida y desamparada. Trató de librarse de aquella sensación, diciéndose a sí misma que no fuera tonta, que eso era lo que ella quería. Pensó con una extraña indiferencia que, muy poco tiempo atrás, el hecho de que Sandy se acostara con la sirvienta, y ya no digamos que la abandonara a ella, la habría dejado absolutamente hundida y habría confirmado los peores conceptos que tenía de sí misma.
El restaurante se empezaba a llenar de clientes cuando llegaron Harry y Sofía. Ambos estaban muy serios.
– ¿Todo bien? -les preguntó ella.
– Sí. -Harry se sentó-. Sólo que Sandy se tendría que haber presentado esta mañana para una entrevista en la embajada y no ha aparecido.
Barbara lanzó un suspiro.
– Creo que se ha ido. Se ha largado. -Les contó lo que había ocurrido la víspera-. Ahora se entienden algunas de las cosas tan raras que decía. Creo que se ha ido con Pilar.
– Pero ¿adónde se pueden haber ido? -preguntó Sofía.
– A Lisboa, quizá -dijo Harry-. Anoche nos habló de no sé qué comité de ayuda a los judíos refugiados de Francia; aceptaban oro a cambio de visados para Portugal.
– Conque era eso -dijo Barbara-. Por eso los ayudaba.
– Fundían las joyas familiares de esa gente para obtener el oro que utilizaban para falsear las muestras. -Harry le contó lo que había averiguado la víspera: que la mina de oro era un timo.
Barbara se lo quedó mirando un segundo y después suspiró.
– Entonces todo era una impostura-dijo-. Absolutamente todo.
– Supongo que Sandy se habrá ido con pasaporte falso.
– Dios mío.
– Hillgarth dijo que casi lo esperaba, porque no pensaba que Sandy fuera una persona dispuesta a doblegarse y a recibir órdenes.
– No -dijo Barbara-, es verdad. -Lanzó un suspiro-. O sea que se acabó. Me pregunto qué va a hacer ahora.
Harry se encogió de hombros.
– Montar algún negocio en algún sitio, supongo. Tal vez en América. No sé por qué no ha querido aprovechar la ocasión que se le ofrecía de regresar a Inglaterra.
– Había dicho algo de que eso lo asfixiaría. Y temía ir a parar a la cárcel.
– No creo que eso hubiera ocurrido. Querían utilizar sus… habilidades. -Harry hizo una mueca-. Y, sin embargo… él dijo que todo empezó porque quería ayudar realmente a los judíos. Aunque parezca mentira, yo le creo.
Barbara guardó silencio.
– ¿Qué ocurrirá con la casa? -preguntó Sofía.
– Sandy la consiguió a través de un ministerio sin pagar alquiler. Supongo que la querrán recuperar. Entre tanto, yo acamparé allí. No será por mucho tiempo.
Se acercó el camarero y Harry y Sofía pidieron café. Faltaba todavía casi una hora para la cita con Luis; el café se encontraba a quince minutos a pie. Sofía miró inquisitivamente a Barbara.
– ¿Cómo llevas el que Sandy se haya marchado?
Barbara encendió un cigarrillo.
– De todos modos, yo lo hubiera dejado a él dentro de unos días. Me pregunto cuánto durará Pilar. Lo debían de tener preparado desde hace algún tiempo. -Exhaló una nube de humo.
– Eso nos facilita las cosas a nosotros -dijo Sofía en tono dubitativo.
– Sí. -Barbara respiró hondo-. Pero es que hay otro problema. Anoche llamó Luis. Han cambiado el turno de su hermano; se tendrá que adelantar un día. Tendrá que ser el viernes.
Sofía frunció el entrecejo.
– ¿Y por qué le han cambiado el turno en el último minuto?
– En el campo se cambian los turnos. No pregunté. Estaba en el vestíbulo, temiendo que de un momento a otro bajara Sandy -explicó Barbara con cierta irritación en la voz-. Se lo podemos preguntar a Luis cuando lo veamos.
Harry se acarició la barbilla.
– Tendré que cambiar la reserva del coche. Había conseguido uno para el sábado, uno de los pequeños Fords que la embajada pone a disposición de los miembros de menor antigüedad del personal; dije que quería hacer una excursión por el campo el fin de semana. Pero supongo que no habrá ningún problema, diré que he cambiado de idea. Mañana estoy de servicio… han organizado un fiestorro de Navidad para los traductores en la Real Academia y a mí no me apetece ir, por eso me he ofrecido para quedarme de guardia en el despacho. Pero el viernes tengo el día libre.
– Y yo me pondré enferma en la vaquería el viernes, en lugar del sábado.
Barbara la miró.
– Siento haber perdido antes los estribos, supongo que todos estamos un poco nerviosos.
Sofía asintió, sonriendo.
– No te preocupes.
Hubo unos minutos de silencio. Harry sonrió y tomó la mano de Sofía.
– Nos han concedido una autorización especial. Nos casamos el diecinueve. De mañana en una semana. Después nos iremos a Inglaterra en avión el veintitrés. Hemos conseguido un visado para Paco.
– Qué bien -dijo Barbara sonriendo-. Me alegro muchísimo.
– Paco figura con nuestro apellido en el formulario -dijo Sofía-. Se me hace extraño verlo. Francisco Roque Casas.
– Gracias a Dios que un niño puede salir de aquí. ¿Cómo está?
– La verdad es que no entiende demasiado lo que significa eso de marcharse. -Una sombra se dibujó en el rostro de Sofía-. Le entristece que Enrique no vaya con nosotros.
– ¿No ha habido manera de arreglarlo?
– No. -Harry meneó la cabeza-. Lo volveremos a intentar desde Inglaterra. Pero creo que será imposible, mientras haya guerra. Tuvimos suerte de encontrar pasaje para el avión.
– Me alegro mucho por vosotros.
– ¿Tú has reservado algo?
– No. Confío en la suerte, no pienso planear nada hasta que Bernie haya entrado en la embajada británica y esté todo listo para su vuelta a casa. Me preocupa que pueda haber problemas porque es comunista. Por lo que tú me has dicho acerca de Hoare, no me sorprendería que lo devolviera a los españoles.
Harry meneó enérgicamente la cabeza.
– No, Barbara, la embajada lo tiene que acoger. Independientemente de lo que Hoare quiera hacer, él es un prisionero de guerra ilegalmente detenido según la legislación internacional. Y yo me imagino que las autoridades españolas no armarán ningún escándalo. Les daría mala imagen. Pero tú tienes que mantenerte al margen. -Harry reflexionó un momento-. Y no lo acompañes a la puerta principal. Si se ha fugado, los guardias civiles de la entrada podrían haber recibido la orden de vigilar y detenerlo; no estará en territorio británico hasta que se encuentre realmente en el interior de la embajada.
– Lo acompañaré a una cabina telefónica del centro de Madrid. Desde allí podrá llamar a la embajada y pedir que vayan a recogerlo. Podrá decir que robó la ropa y que paró un automóvil en la carretera pidiendo que lo llevara a Madrid, como acordamos. Eso no lo podrán refutar.
Harry se echó a reír. Barbara pensó que era la primera risa de auténtico placer que le oía desde que ambos se habían vuelto a encontrar.
– Será la comidilla de toda la embajada al día siguiente; yo puedo decir que nos conocimos en la escuela y después lo ayudaré a regresar a Inglaterra. -Harry meneó la cabeza con asombro-. Hasta puede que lo haga en el mismo avión que nosotros.
– Está todo perfectamente cronometrado -dijo Sofía-. Pero recuerda que las cosas pueden fallar y que, a lo mejor, tendremos que improvisar. -Volvió a mirar a Barbara-. ¿Te encuentras bien? ¿Estás resfriada?
– No es nada. Hoy ya estoy mejor -contestó Barbara. Le sorprendió ver que ahora Sofía parecía haber asumido el mando de la situación.
– Tengo un arma -dijo Sofía-. Por si acaso.
Harry se inclinó hacia delante.
– ¿Un arma? ¿Y de dónde la has sacado?
– Era de mi padre, de la Guerra Civil. Lleva en casa desde entonces. -Sofía se encogió de hombros-. Hay muchas armas en Madrid, Harry.
Barbara se horrorizó.
– Pero ¿por qué llevar un arma?
– Por si tenemos que echar a correr. Como ya he dicho, puede que tengamos que improvisar.
Barbara denegó enérgicamente con la cabeza.
– Las armas empeoran las cosas, crean más peligro…
– Es sólo por si hubiera una emergencia. Yo no quiero utilizarla.
– ¿Tienes balas? -preguntó Harry en tono vacilante.
– Sí, y sé disparar. A las mujeres las adiestraron a disparar durante la guerra.
– ¿Me dejas que la lleve yo? -preguntó Harry-. Yo también sé disparar.
Sofía vaciló antes de contestar.
– De acuerdo. -Mirando a Barbara, añadió-: Esto que estamos haciendo no es una acción muy pacífica, que digamos.
– Está bien, está bien, lo sé. -Barbara se pasó una mano por la frente. El hecho de llevar armas iba en contra de sus creencias; pero Sofía tenía razón, era ella la que conocía la vida de allí.
– Sigo pensando que tú no tendrías que ir -le dijo Harry a Sofía-. Tú corres más peligro que cualquiera de nosotros dos.
– Facilitará las cosas -dijo ella con firmeza-. Cuenca es una antigua ciudad medieval; y no es fácil orientarse en ella. -Se volvió hacia Barbara-. ¿No es hora de que vayas a reunirte con el guardia?
– Sí. Dadme un cuarto de hora y después seguidme. -Cuando se levantó, le temblaban las piernas.
La tarde era húmeda y desapacible y las calles estaban mojadas de barro y aguanieve. Aún quedaban vestigios de la niebla de la víspera y algunas tiendas ya tenían la luz encendida. En los escaparates, había algunos motivos navideños, y los Reyes Magos rodeaban la cuna con sus regalos. Barbara se preguntó qué clase de Navidad le iba a ofrecer Sandy a Pilar en Lisboa.
El Real Madrid disputaba un partido y había muy poca gente junto a la barra del café, escuchando la radio. Luis estaba sentado junto a su mesa de costumbre. Hoy su nerviosismo irritó a Barbara.
– Anoche me asustó -le dijo bruscamente mientras se sentaba.
– Se lo tenía que decir.
– ¿Y por qué este cambio de turno?
Él se encogió de hombros.
– Son cosas que pasan. Uno de los guardias se puso enfermo y hubo que cambiarlo todo. Será exactamente el mismo plan, sólo que el viernes en lugar del sábado.
– Viernes, trece -dijo Barbara, soltando una frágil carcajada.
Luis la miró sin comprender.
– Se considera un día de mala suerte en Inglaterra.
– Jamás lo había oído decir. -Luis esbozó una leve sonrisa-. Aquí en España el día de mala suerte es el martes y trece, señora; así que no se preocupe por eso.
– No importa. Oiga, ¿la nieve también se estará fundiendo en Cuenca?
– Creo que sí. La radio dijo que todo el país está en época de deshielo. -Luis miró alrededor y después se inclinó hacia delante-. La fuga será a las cuatro, como dijimos. Su amigo ya tendría que haber alcanzado el puente a las siete. Si hay una fuerte nevada y él no está allí a las nueve, o en la catedral en caso de que el puente está vigilado, significará que hemos decidido anularlo todo a causa del mal tiempo.
– O que lo han atrapado.
– En cualquiera de los dos casos, usted no podrá hacer nada. Si él no aparece, tendrá usted que regresar a Madrid. No se quede a pasar la noche en Cuenca… los datos de todos los clientes de los hoteles van a parar a la Guardia Civil y una inglesa sola llamaría la atención. ¿Entiende?
– Sí, claro que lo entiendo. -Barbara le ofreció un cigarrillo a Luis y dejó la cajetilla de Gold Flakes encima de la mesa.
– Puede que tengamos suerte. A pesar de ser viernes y trece. La nieve se quedará en las cumbres de las montañas, pero en la parte más baja de Tierra Muerta ya habrá desaparecido.
– He tenido suerte en otro sentido -dijo Barbara, mirándolo a los ojos-. Aquí en Madrid hay un viejo amigo inglés de Bernie y él me facilitará un automóvil. Me acompañará hasta allí con su novia española. Ella conoce Cuenca.
– ¿Cómo? -Luis la miró horrorizado-. Pero, señora, esto tenía que ser un secreto. ¿A cuánta gente se lo ha dicho?
– Sólo a ellos dos. Son de confianza. Conozco a Harry desde hace años.
– Señora, usted tenía que ir sola, el trato era éste. Eso complica las cosas.
– No es cierto -contestó serenamente Barbara-. Las facilita. Tres personas de excursión no llamarán tanto la atención como una mujer sola. Y, en cualquier caso, yo no habría podido conseguir un automóvil sin la ayuda de Harry. ¿Por qué tiene tanto miedo? -Luis estaba absolutamente desconcertado. A través de la luna del local, Barbara vio a Harry y Sofía cruzando la calle-. Es absurdo discutir, estarán aquí en menos de un minuto.
– ¡Mierda! -exclamó Luis, dirigiéndole una enfurecida mirada de hombre atrapado-. Me lo tendría que haber dicho.
– Es que a ellos no se lo dije hasta hace tres días.
– ¡Primero tenía que haber hablado conmigo! Bajo su responsabilidad, señora. -Miró a Harry y Sofía con rabia al verlos entrar en el café. La gente soltó un grito, alguien había marcado un gol.
Harry y Sofía se acercaron. Luis les estrechó la mano sin sonreír.
– Luis no está muy contento -les explicó Barbara-. Pero yo le he dicho que ya está todo decidido.
Luis se inclinó hacia delante.
– Esto es una empresa muy arriesgada -dijo en tono enojado.
– Lo sabemos -contestó Harry, adoptando una actitud serena y razonable-. ¿Por qué no repasamos las cosas y vemos si el hecho de que seamos tres complica de alguna manera la situación? Nos dirigimos a Cuenca por carretera, llegamos allí sobre las cuatro y dejamos el automóvil en algún sitio, ¿verdad?
Luis asintió con la cabeza.
– Agustín se pasó toda una tarde pateándose las calles para buscar el mejor lugar. Hay una granja colectiva abandonada en las afueras de la ciudad y un campo protegido de la carretera por una hilera de árboles, justo un poco más allá de un letrero donde dice que está usted a punto de entrar en Cuenca. Tendría que dejar el coche en el campo, allí nadie lo verá. -Luis volvió a inclinarse hacia delante-. Es importante dejar el automóvil allí porque es el escondrijo más cercano a la ciudad. Pocas personas tienen automóvil en Cuenca; el suyo podría llamar la atención de los guardias civiles si lo dejara aparcado en una calle.
Harry asintió con la cabeza.
– Sí, es lógico.
Luis miró a Barbara con los ojos entornados.
– Agustín ha invertido mucho trabajo en todo esto. Y, si falla, lo podrían fusilar.
– Lo sabemos, Luis -dijo Barbara serenamente.
– Y después, ¿qué hacemos? -preguntó Harry-. ¿Subimos a pie hasta la ciudad vieja y la catedral?
– Sí. Ya habrá oscurecido cuando ustedes lleguen allí. Esperen en la catedral hasta las siete, después crucen el puente hasta el otro lado del desfiladero y quédense entre los árboles. A aquellas horas de una noche invernal habrá muy poca gente por allí, si es que hay alguien. Pero el viejo, Francisco, sólo espera a la señora Forsyth.
– Ya se lo explicaremos -dijo Harry-. Creo que tendría que ser yo quien recogiera a Bernie. Vosotras dos podríais esperar en la catedral.
– No -replicó Barbara rápidamente-. Tengo que ser yo, él me espera sólo a mí.
Luis levantó las manos.
– A eso me refería yo. Veo que no se ponen de acuerdo ni siquiera en eso.
– Eso ya lo decidiremos más tarde -dijo Harry-. Barbara, ¿tienes la ropa?
– Toda empaquetada. Él se cambia detrás de los arbustos, cruzamos el puente en dirección a la catedral y, desde allí, regresamos al automóvil.
Harry asintió con la cabeza.
– Como dos parejas que hubieran pasado el día fuera. Muy verosímil.
– ¿Es de confianza ese viejo de la catedral? -preguntó Sofía.
– Necesita dinero desesperadamente. Tiene a la mujer enferma.
– La catedral. -Sofía titubeó-. Supongo que, como en todas las catedrales de la zona republicana, habrá una lista con los nombres de todos los sacerdotes que fueron asesinados durante la República.
Luis la miró perplejo.
– Supongo que sí. ¿Por qué?
– Un tío mío era sacerdote allí.
– Lo siento, señorita. -Luis miró a Harry-. ¿Por qué está usted en España, señor? ¿Es un hombre de negocios, como el marido de la señora Forsyth?
– Sí, sí, en efecto -mintió Harry con la cara muy seria.
«Qué bien se te da mentir», pensó Barbara.
– ¿Su marido sigue sin saber nada? -le preguntó Luis.
– Nada.
Luis miró de uno a otro y después se encogió de hombros.
– Bueno, pues la responsabilidad es suya, digo yo. ¿Y al día siguiente me reuniré con usted, señora?
– Sí. Según lo previsto.
– ¿Y su hermano? -preguntó Harry-. ¿Dejará que le arreen un estacazo en la cabeza y después se atendrá a la historia?
– ¡Claro que sí! Ya se lo he dicho, ¡lo podrían fusilar por colaborar en una fuga!
– Muy bien -dijo Harry-. Eso es todo, pues. Solucionado. No veo ningún problema.
– Y después usted y su hermano volverán a Sevilla -dijo Sofía.
Luis exhaló una nube de humo.
– Sí. Y olvidaremos el ejército y la guerra y el peligro.
– ¿A ustedes los reclutaron cuando los fascistas tomaron Sevilla al principio de la guerra? -preguntó Sofía.
– Sí. -Luis la miró fijamente-. No se nos ofrecía ninguna otra alternativa. Si te negabas, te pegaban un tiro.
– Eso quiere decir que llegaron con Franco a Madrid en 1936. Con los moros.
La voz de Luis se endureció.
– Ya se lo he dicho, señorita, no se nos ofrecía ninguna otra alternativa. Yo participé en el sitio aquel invierno, al otro lado de la línea de donde usted seguramente se encontraba. No hay prácticamente ninguna calle de España que no haya tenido gente en ambos bandos.
– Es cierto, Sofía -dijo Harry-. Piensa en vosotros y en vuestro tío.
Se oyó un grito de decepción entre la gente. El partido había terminado; el Real Madrid acababa de perder. Los hombres que se encontraban junto a la barra se fueron distribuyendo por las mesas.
– Si no tienen más preguntas, yo me voy -dijo Luis.
– Creo que ya lo hemos repasado todo. -Harry miró inquisitivamente a las mujeres y éstas asintieron en silencio.
Luis se levantó.
– Pues entonces, les deseo buena suerte.
– No me gusta este hombre -dijo Sofía en cuanto se fue.
Harry tomó su mano.
– Lo que ha dicho de la guerra es verdad. La gente no podía elegir en qué bando luchar.
– Nunca ha fingido hacerlo por otro motivo que no fuera el dinero -dijo Barbara-. Si me quería engañar, ya habría agarrado el dinero que yo le he dado, que es mucho, por cierto, y habría desaparecido.
– Es verdad.
Los hombres de la mesa de al lado se pusieron a hablar en voz alta.
– El Real Madrid lo está haciendo pero que muy mal.
– Es que ha tenido mala suerte, hombre -replicó su amigo-. ¿Has oído que se acerca otra helada? Volverá a hacer más frío. Y hasta puede que nieve.
Barbara se mordió el labio inferior, pensando: «Viernes y trece.» Hasta los mejores planes necesitaban contar con un poco de suerte.