Книга: Invierno en Madrid
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Aquella tarde Barbara se quedó en casa cuidándose un resfriado. Lo tenía de verdad… lo había pillado la víspera y, con la nariz que no paraba de gotearle y los ojos enrojecidos, no le había sido difícil exagerar los síntomas y simular que tenía la gripe. Había apuntado la posibilidad de dormir en uno de los dormitorios de reserva para minimizar el riesgo de contagiárselo a Sandy y éste se había mostrado de acuerdo. Se le veía más preocupado que nunca y ahora casi ni prestaba atención a lo que ella decía.
Le había comentado que no regresaría a casa hasta muy tarde y ella se había pasado todo el rato en la cama, fingiendo tener la gripe también con Pilar. Puso la radio, tratando de sintonizar con la BBC; pero la recepción era mala. Después se sentó junto a la ventana y contempló la calle cubierta de nieve. El ambiente era indudablemente más cálido y el agua de la nieve goteaba desde las ramas de los árboles. Una franja de verdor ya había asomado bajo el olmo del jardín de la parte anterior de la casa. Experimentó una oleada de alivio. En caso de que desapareciera la nieve, el rescate de Bernie sería más fácil.
Al día siguiente, acudiría con Harry y Sofía a su última reunión con Luis. Habían acordado que ella se reuniría primero con él; pues Barbara temía que, si ella se presentara con otras dos personas, Luis huyera despavorido. Cuando ella le hubiera explicado la situación a Luis, aparecerían los otros. No veía ningún motivo para que él pusiera reparos. Sofía tenía razón: el hecho de tenerlos a ella y a Harry a su lado no podía sino aumentar sus posibilidades de éxito. Les estaba muy agradecida, pero, al mismo tiempo, se sentía traicionada por Harry; qué cuestiones tan complejas habían resultado ocultarse bajo aquella superficie tan aparentemente tranquila.
Sus reflexiones quedaron interrumpidas por una llamada con los nudillos a la puerta del dormitorio. Se levantó de un brinco y cerró la ventana. Mientras se acercaba a la puerta, se sonó ruidosamente la nariz y trató de adoptar la fatigada expresión de una inválida. Pilar estaba fuera con su enfurruñado rostro de costumbre y un cabello más rizado que nunca asomando por debajo de la pequeña cofia.
– ¿Puedo hablar un momento con usted, señora?
– Claro que sí. Pase -dijo Barbara en tono cortante. La chica no podía esperar otra cosa; ni ella ni Sandy se habían molestado en ocultar lo que estaban haciendo. Barbara permaneció de pie en el centro de la estancia, frente a Pilar-. ¿Qué ocurre?
Pilar entrelazó las manos delante de su blanco delantal. Sus ojos reflejaban una cólera malhumorada. «Las personas siempre aborrecen a aquellos a quienes han ofendido», pensó Barbara. Suponía que eso permitía mantener a raya el remordimiento.
– Quería anunciarle mi despedida, señora.
Fue una sorpresa.
– Ah, ¿sí?
– Me gustaría irme a finales de la semana que viene, si a usted le parece bien.
No era mucho tiempo para buscar a otra persona, pero Barbara estaría encantada de no volver a verle el pelo. La asistenta externa ya se las arreglaría. Se preguntó qué habría ocurrido. ¿Pilar se habría peleado con Sandy?
– Esto es muy precipitado, Pilar.
– Sí, señora; mi madre se ha puesto enferma en Zaragoza y tengo que ir a cuidarla.
Era una mentira descarada. Barbara sabía que los padres de la chica eran madrileños. No pudo resistir la tentación de soltarle un alfilerazo.
– Espero que no se haya sentido a disgusto trabajando para mi marido y para mí.
– No, señora -contestó Pilar, sin dejar de mirarla con sus enfurecidos ojos semientornados-. Mi madre se ha puesto enferma en Zaragoza -repitió.
– En tal caso, tiene que reunirse con ella. Váyase esta misma noche, si quiere. Le pagaré hasta el final de la semana.
Pilar pareció tranquilizarse.
– Se lo agradezco, señora, me iría muy bien.
– Vaya a hacer la maleta, que yo mientras tanto le preparo el dinero.
– Gracias. -Pilar hizo una reverencia y abandonó rápidamente la estancia. Barbara tomó la llave del escritorio donde guardaba el dinero. «Que se vaya con viento fresco», pensó.

 

Pilar hizo la maleta y se fue en menos de una hora. Desde la ventana, Barbara la vio alejarse subiendo por el camino con su pesada y maltrecha maleta, mientras sus zapatos dejaban unas profundas huellas marcadas en la nieve que se fundía rápidamente. Se preguntó adonde iría la chica. Bajó a la cocina. Estaba hecha un desastre, con los platos amontonados en el fregadero y el suelo sin barrer. Barbara pensó que debería haber hecho algo al respecto, pero no quiso molestarse. Se quedó allí sentada, fumando un cigarrillo mientras contemplaba con indolencia la caída de la noche. Después, para pasar el rato, preparó un cocido para la cena.
Ya eran más de las diez cuando oyó las pisadas de Sandy. Éste entró en el salón. Barbara subió muy despacio los peldaños del sótano, confiando en poder llegar a su habitación sin que Sandy la oyera, pero él la llamó a través de la puerta entornada del salón.
– Barbara, ¿eres tú?
Se detuvo en los peldaños.
– Sí.
– Sube un momento. -Se encontraba junto a la chimenea apagada, fumando con el abrigo y el sombrero todavía puestos-. ¿Cómo estás? -preguntó. Parecía un poco bebido. Sus apagados ojos reflejaban una tristeza que ella jamás había visto anteriormente.
– Aún no se me ha pasado el resfriado.
– Hace mucho frío en esta habitación. ¿Por qué no ha encendido Pilar la chimenea?
Barbara respiró hondo.
– Pilar se ha ido, Sandy. Ha subido a verme esta tarde para anunciarme que se iba. Su madre se ha puesto enferma en Zaragoza, o eso me ha dicho.
Sandy se encogió de hombros.
– En fin. -Miró a Barbara-. He estado con ciertas personas de la embajada británica. Y después me he ido a tomar una copa.
– ¿Y eso por qué? -Naturalmente, ya lo sabía. Harry le había dicho que lo querían reclutar.
– Siéntate -le dijo Sandy. Ella se sentó en el borde del sofá. Sandy encendió otro cigarrillo-. Dime una cosa, cuando te reunías con Brett, ¿él te hizo alguna vez preguntas sobre mí? ¿Sobre mi trabajo?
«¡Oh, Dios mío! -pensó ella-, sabe lo de Harry. Por eso lo llama Brett.»
– Algunas veces cuando venía al principio. Poco podía yo decirle.
Sandy asintió con expresión pensativa y después dijo:
– Harry no es un traductor en absoluto, sino un espía. Ha estado espiando mis actividades empresariales por cuenta del maldito servicio secreto.
Barbara fingió sorprenderse.
– ¿Cómo? ¿Seguro que no te equivocas? ¿Y por qué te iba a espiar?
– Yo estaba implicado en un proyecto importante. -Sandy meneó la cabeza con semblante enfurecido-. Pero ahora eso ya terminó. Estoy acabado.
– ¿Cómo? Pero ¿por qué?
– Tenía demasiados enemigos. Los jefes de Brett me ofrecen un salvavidas, pero… Harry me engañó. Debería haberme dado cuenta -dijo, hablando más consigo mismo que con ella-. Debería haber permanecido alerta. Pero yo confiaba en él. Y, probablemente, ellos lo sabían.
– ¿Quiénes? ¿Quién lo hizo?
– ¿Cómo dices? Pues sus jefes, los taimados fisgones. -Volvió a menear la cabeza-. Debería haberme dado cuenta. Debería haberme dado cuenta. No hay que bajar nunca la guardia -murmuró-, no hay que confiar nunca en nadie. -Sus ojos estaban desenfocados y Barbara creyó ver en ellos el atisbo de unas lágrimas.
– ¿Estás seguro de que es eso? -preguntó Barbara-. ¿Por qué… por qué iba él a espiarte?
– Él mismo me lo dijo. -Sandy hablaba en tono pausado y sin la menor inflexión en la voz-. O más bien me lo dijeron sus jefes delante de él. Comprendí que no quería que yo lo supiera. Ellos se habían estado interesando por mis actividades empresariales. Y ahora quieren que trabaje para ellos. -Meneó una vez más la cabeza-. El goteo de información y las normativas y la quejumbrosa hipocresía. Y las bombas. Eso si no me meten entre rejas o me rematan de un golpe en la cabeza cuando regrese a casa. Con escolta. -Miró inquisitivamente a Barbara-. Tú quieres volver, ¿verdad?
– Sí -contestó ella con cierto titubeo-. Pero ¿y tus negocios?
– Ya te lo he dicho, eso se acabó. -Sus labios se movieron momentáneamente-. Todo ha terminado. Lo más importante que jamás había hecho en mi vida.
Barbara experimentó el repentino e insensato impulso de soltarlo todo, de hablarle de Bernie y de su liberación. Era la tensión, no podía soportar la tensión ni un minuto más. Pero Sandy dijo bruscamente:
– Voy arriba, tengo que ordenar unas cosas. Después saldré un rato a dar una vuelta.
– ¿A estas horas de la noche?
– Sí. -Sandy dio media vuelta y abandonó la estancia.
Barbara se acercó al mueble bar y se sirvió un whisky solo, se sentó y encendió un cigarrillo. O sea que Harry había sido desenmascarado. Seguro que no le había gustado. Pero quizá se lo tenía bien merecido.
Sonó el estridente timbre del teléfono en el vestíbulo.
– Vaya por Dios -musitó Barbara-. Y ahora, ¿quién llama? -Esperó a que contestara Pilar, pero recordó que la chica ya no estaba. El timbre seguía sonando. ¿Por qué no se ponía Sandy desde el supletorio de arriba? Salió al vestíbulo y levantó el auricular.
– ¿Señora Forsyth? -Reconoció de inmediato la voz de Luis, áspera y casi sin resuello. Miró angustiada alrededor, temiendo que Sandy apareciera en lo alto de la escalera y preguntase quién era.
– Sí -contestó en voz baja-. ¿Qué pasa? ¿Por qué llama aquí?
– Disculpe, señora, tenía que hacerlo. -Luis hizo una pausa-. ¿Puedo hablar sin peligro?
– Sí. Pero si oye un clic, será él desde el supletorio; entonces deje de hablar. -Barbara conversaba en un desesperado murmullo-. ¿Qué ocurre? Sea rápido.
– Me acabo de enterar a través de Agustín. Tenemos un acuerdo para que él me pueda llamar al bar al que yo acudo por las noches…
– Sí, sí; pero, por favor, dese prisa.
– Han cambiado los turnos del personal. Agustín no estará el sábado con Piper en la cantera de la prisión.
– ¿Cómo? ¡Oh, Dios mío!
– Tendrá que ser el viernes, ¿puede trasladarse a Cuenca la víspera? El plan será el mismo. Reunirse con Piper a las siete en los matorrales que hay junto al puente. Agustín se ha ido a Cuenca para hablar con el viejo de la catedral.
– Sí, sí, de acuerdo, sí. -Barbara arrugó el entrecejo. ¿Podría Harry tomarse el viernes libre en la embajada?
– Ya sé que mañana nos tenemos que reunir, pero quería que usted lo supiera lo antes posible, señora. En caso de que usted tuviera que cambiar algún otro plan.
– Muy bien, sí, de acuerdo. Nos vemos mañana.
– Adiós.
Se oyó un clic y el teléfono enmudeció, sólo el zumbido del tono de marcar llenaba su oído. Colgó el auricular. Regresó al salón, pero no lograba calmarse. Salió y subió al piso de arriba. El pasillo estaba a oscuras y ella recordó su temor infantil a la oscuridad en lo alto de la escalera cada vez que subía a su habitación. De repente pensó en Carmela y en el burrito peludo que había dejado en la iglesia.
Un haz de luz se filtraba por debajo de la puerta de su dormitorio. Sandy estaba allí dentro, abriendo y cerrando cajones. ¿Qué estaría haciendo?
Regresó al salón y se sentó a beber y a fumar. Al cabo de un rato, oyó las pisadas de Sandy en la escalera. Se puso tensa a la espera de que él entrara en la estancia, pero entonces oyó cerrarse la puerta principal y, a continuación, el ruido de la puesta en marcha del motor del coche. El vehículo se alejó. Barbara subió corriendo a su dormitorio del piso de arriba. Sandy había recogido algunas prendas, un traje y una camisa. Miró por la ventana: todo aparecía envuelto en una espesa niebla, y la débil luz de las farolas de la calle traspasaba la mortecina bruma amarillenta. ¿Adónde habría ido? ¿Qué andaría haciendo? El tiempo no era seguro para conducir.
Se pasó horas sentada junto a la ventana, fumando sola en casa.
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