Книга: Invierno en Madrid
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Hillgarth y Tolhurst tenían que estar en el apartamento de Harry a las siete, mientras que Sandy se presentaría allí a las siete y media. Al decirle a Harry que él acompañaría a Hillgarth, el rostro de Tolhurst se había iluminado de orgullo.
– El capitán me ha pedido que esta vez le eche una mano porque yo lo sé todo al respecto -explicó, hinchándose como un pavo, como si a Harry le importara.
Cuando a última hora de la tarde Harry regresó a casa desde la embajada, en el apartamento hacía un frío espantoso. No había vuelto a nevar, pero quedaban una espesa capa de escarcha y varios dedos de hielo en la ventana. Encendió el brasero, se dirigió a la cocina y depositó las llaves en el platito donde solía dejarlas. Las llevaba en el abrigo y el metal estaba frío. Recordó un verso de Ricardo III, en cuya producción teatral escolar había participado. La escena en la que Gloucester quiere asegurarse de que el duque de Clarence ha muerto y le responden que el duque está «más frío que una llave».
Fue al salón y enderezó una acuarela torcida en la pared. La espera era lo peor. Habría que esperar mucho entre aquel momento y el sábado en que se irían a Cuenca.
La estancia conservaba el leve aroma del perfume de Sofía. Era curioso que el perfume oliera a almizcle cuando hacía calor y despidiera un aroma intenso y penetrante cuando el tiempo era frío. La víspera, ambos habían permanecido casi todo el rato sentados, hablando del rescate. Lo que iban a hacer era un delito muy grave. En caso de que los descubrieran, él disfrutaría de inmunidad diplomática y Barbara de protección; pero Sofía era española, lo cual podría significar una larga sentencia de cárcel. Harry se había pasado media velada tratando de disuadirla de que los acompañara, pero ella se había mostrado inflexible.
– Bastante peligro corrí durante el sitio -dijo-. Si voy a abandonar mi país, que por lo menos pueda hacer una buena obra y rescatar a una persona.
– Bernie es importante para mí… no podría hacer otra cosa. Pero tú no le debes nada.
– Yo estoy en deuda con todas las personas que vinieron a ayudar a la República. Quiero hacer algo antes de irme -dijo, sonriendo con tristeza-. ¿Te suena muy romántico, muy español y muy estúpido?
– No, no. Es una cosa muy limpia.
Se preguntó, por un instante, si ella querría ver si él también era capaz de hacer algo limpio después de las sucias actividades en las que se había visto implicado y de todas las traiciones que había cometido. Harry le había dicho a Barbara que la ayudaría; en parte, porque el corazón le había dado un vuelco de alegría en el pecho al enterarse de que Bernie estaba vivo y, en parte, para compensar sus mentiras, pero también para demostrarle a Sofía que era capaz de hacer una buena obra. Algo había cambiado entre ellos; un ligero alejamiento por parte de Sofía y un leve titubeo por la suya que sólo un amante habría podido detectar.
Ella, en cambio, no había vacilado al manifestarle él su intención de casarse en la embajada. Sería una ceremonia civil porque él no era católico, pero la embajada podía celebrar una boda de acuerdo con la legislación inglesa. Tolhurst había soltado alguna que otra palabrita en determinados departamentos y había allanado el terreno.
– Lo único que me preocupa -dijo Harry- es saber si Barbara será lo bastante fuerte para resistirlo.
– Yo creo que sí. Hasta ahora lo ha llevado todo ella sola. Este Bernie debe de ser alguien muy especial. Casi todos los comunistas españoles eran mala gente.
– Era mi mejor amigo. Bernie nunca te dejaba en la estacada, era más fuerte que una roca. -«No como yo», pensó Harry-. No sabes con cuánta firmeza defendía su socialismo. -Rió por lo bajo-. Y eso no estaba nada bien visto en Rookwood, te lo aseguro. -Sonrió con ironía-. No conviene que Paco estudie en una de esas escuelas privadas. O bien te rebelas o bien te dejan convertido en un sonámbulo para toda la vida.
El estridente sonido del timbre de la puerta despertó a Harry de sus ensoñaciones. Hillgarth y Tolhurst estaban en la puerta, tocados con unos sombreros de paño y envueltos en gruesos abrigos. Debajo, vestían unos elegantes trajes de calle. Hillgarth se frotó las manos.
– Por Dios bendito, Brett, pero qué frío hace aquí.
– Tarda un poco en calentarse. ¿Les apetece tomar algo?
Preparó whisky para Hillgarth y brandy para Tolhurst y para él. Consultó el reloj: las siete menos cuarto. Tolhurst se sentó muy nervioso en el sofá. Hillgarth se puso a pasear por la estancia, estudiando los cuadros.
– ¿Son de la embajada?
– Sí, no había nada en las paredes cuando vine.
– ¿Encontraste algún recuerdo del comunista que había vivido aquí? -Tolhurst sonrió-. ¿Alguna consigna de Moscú en la parte de atrás de las sillas?
– No, nada de todo eso.
– Seguro que los de Franco lo limpiaron a conciencia. Por cierto, han dejado de seguirte, ¿verdad?
– Sí. Desde hace unas semanas.
– Debieron de llegar a la conclusión de que eras demasiado jovencito. -Santo Dios, pensó Harry, la de cosas que les estaba ocultando; y eso no era nada comparado con lo que iba a hacer el sábado. No tenía que pensar en ello, tenía que conservar la cabeza fría. Fría como una llave-. Por cierto -dijo Tolhurst-, tu prometida tiene que ir mañana a la embajada para una entrevista. Sólo para un examen político, para asegurarnos de que no es una agente de Franco. Te puedo asesorar sobre lo que tendrá que decir.
– De acuerdo. Te lo agradezco.
– El chiquillo no planteará ningún problema, seguramente -añadió Tolhurst-; pero ella tendrá que demostrar que lo ha tenido a su cargo. -Miró a Harry con su habitual cara de lechuza.
– Recoge sus raciones de alimentos y lo lleva haciendo desde hace un año y medio.
Tolhurst asintió con la cabeza.
– Creo que eso bastará.
Hillgarth miró a uno y a otro, sosteniendo la copa en sus manos.
– Tendría usted que estarle muy agradecido a Tolly, Brett. Media tarde de ayer se la pasó en el departamento de inmigración.
Volvió a escucharse el agudo sonido del timbre. Por un segundo, los tres permanecieron en silencio como haciendo acopio de todos sus recursos. Después, Hillgarth dijo:
– Vaya a abrir, Brett.
Con una sonrisa en los labios, Sandy esperaba en la puerta en posición relajada.
– Hola, Harry. -Miró por encima del hombro de éste-. ¿Ya están aquí?
– Sí, pasa.
Lo acompañó al salón. Sandy saludó a Hillgarth y Tolhurst con una inclinación de cabeza y luego miró alrededor.
– Bonito apartamento. Veo que tienes unos cuantos cuadros ingleses.
Hillgarth se le acercó y le tendió la mano.
– Soy el capitán Alan Hillgarth. Le presento a Simón Tolhurst.
– Encantado de conocerles.
– ¿Qué vas a tomar, Sandy? -le preguntó Harry.
– Whisky, por favor. -Observó la botella del aparador-. ¡Ah!, veo que tienes Glenfiddich. No sé si tu proveedor es el mismo que yo tengo. ¿Un pequeño local dedicado al mercado negro detrás del Rastro?
– Más bien suministros de la embajada -explicó Hillgarth-. Directamente de Inglaterra. Ventajas del oficio.
– Comodidades hogareñas, ¿eh? -Sandy miró a Harry con su ancha sonrisa de siempre mientras éste le ofrecía el vaso.
Harry se revolvió inquieto en su fuero interno.
– ¿Nos sentamos? -preguntó Hillgarth.
– Por supuesto. -Sandy se sentó y le ofreció la pitillera de plata a Hillgarth. Después, se reclinó en su asiento-. ¿En qué puedo servirlo?
– Lo hemos estado vigilando, Forsyth -dijo Hillgarth en tono pausado-. Estamos al corriente de su participación en la mina de los alrededores de Segovia; sabemos que es un gran proyecto y que usted ha tenido problemas con el comité del general Maestre. Creemos que su sector monárquico quiere arrebatarle el control de este importante recurso a los falangistas del Ministerio de Minas.
El rostro de Sandy se quedó en blanco mientras éste miraba a Hillgarth. Harry pensó: «Sandy se dará cuenta de que todo esto sólo se habrá podido averiguar a través de mí.» Hillgarth lo tendría que haber advertido de que irían directamente al grano.
– Las acciones de su empresa, Nuevas Iniciativas -añadió Hillgarth, mirando a Sandy a los ojos-, están bajando.
Sandy se inclinó hacia delante, sacudió cuidadosamente la ceniza de su cigarrillo en el cenicero, volvió a reclinarse en su asiento y enarcó una ceja.
– Eso es para usted el mercado bursátil.
– Y, como es natural, las cosas se habrán complicado considerablemente tras descubrirse el cadáver del teniente Gómez.
Sandy mantuvo un semblante inexpresivo y no dijo nada. Fueron sólo unos segundos, pero parecieron durar una eternidad. Después, miró a Tolhurst antes de volverse para mirar nuevamente el rostro de Hillgarth.
– Veo que está usted muy bien informado -dijo en un pausado susurro-. ¿O sea que Harry me ha estado espiando? ¿Mi viejo compañero del colegio? -Se volvió muy despacio para mirar a Harry. Sus grandes ojos castaños reflejaban una profunda tristeza-. Lo has estado fisgoneando todo, ¿verdad?
– La información es correcta, ¿no es cierto? -lo interrumpió Hillgarth.
Sandy se volvió para mirarlo.
– Una parte podría serlo.
Hillgarth se inclinó hacia delante.
– No juegue conmigo, Forsyth. Muy pronto va a necesitar un refugio. Si el Estado se hace cargo de la explotación de la mina, se quedará usted sin un céntimo. Incluso alguien podría acusarlo del asesinato de Gómez.
Sandy inclinó la cabeza.
– Yo no tengo la culpa de que a algunas de las personas con quienes trabajo se les fuera la mano.
– Nuestra fuente nos dice que usted fue el instigador.
Sandy ingirió un buen trago de whisky sin mediar palabra. Hillgarth se reclinó contra el respaldo de su asiento. Tolhurst se había pasado todo el rato mirando con cara de lechuza a Sandy. Si con ello pretendía ponerlo nervioso, su propósito falló… Sandy ni siquiera pareció darse cuenta.
– Todo eso está fuera de nuestra jurisdicción -añadió Hillgarth, agitando una mano-. Pero la verdad es que tampoco nos interesa. Simplemente queríamos decirle que, si se encuentra usted en dificultades, quizá podría considerar la posibilidad de cambiar de actividad. Y trabajar para nosotros.
– ¿Qué clase de trabajo sería?
– Espionaje. Lo devolveríamos a Inglaterra. Pero, primero, nos lo tendría que decir todo acerca de la mina. Para eso enviamos a Brett. ¿Qué extensión tiene; cuánto falta para iniciar la producción? ¿Otorgará a España las reservas de oro necesarias para adquirir productos alimenticios en el extranjero? De momento, el país depende de nuestros préstamos y de los de Estados Unidos, lo cual nos permite ejercer cierta presión.
Sandy asintió muy despacio.
– ¿O sea que, si les dijera todo lo que sé sobre la mina, me sacarían ustedes de aquí?
– Sí. Lo enviaríamos a Inglaterra y, si usted quisiera, lo adiestraríamos y lo enviaríamos a trabajar a algún otro sitio en el que sus conocimientos pudieran resultar útiles. Tal vez a Latinoamérica. Creemos que el lugar podría ser muy indicado para usted. La paga sería buena. -Hillgarth se inclinó levemente hacia delante-. Si se encuentra a gusto con su trabajo de aquí, perfecto. Pero, si quiere salir, primero tendremos que averiguarlo todo acerca de la mina. Lo que se dice todo.
– ¿Es una promesa?
– Lo es.
Sandy ladeó la cabeza mientras movía el vaso que sostenía en la mano para agitar su contenido. Hillgarth añadió en tono tranquilo y reposado:
– De usted depende. Puede asociarse a nosotros o regresar a su mina de oro. Pero el juego es muy peligroso, por rentable que pueda haber parecido al principio.
Para asombro de Harry, Sandy echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
– Me has estado espiando y no te has enterado. Es para troncharse. Jamás lo adivinaste.
– ¿Qué? -preguntó Harry, perplejo.
– ¿Qué? -repitió Sandy, imitando su tono de voz-. ¿Sigues estando un poco sordo o la historia no era más que una tapadera?
– No -contestó Harry-. Pero ¿qué quieres decir? ¿Adivinar el qué?
– Pues que no hay ninguna mina de oro -contestó Sandy en un suave susurro teñido de un ligero tono de desprecio-. Nunca la hubo.
Harry se incorporó bruscamente en su asiento.
– Pero yo la vi.
Sandy miró a Hillgarth y no a Harry cuando contestó.
– Vio una extensión de territorio, un poco de material y unas cabañas. Bueno, el terreno es del tipo que podría contener yacimientos de oro, sólo que no los contiene. -Soltó otra carcajada y meneó la cabeza-. ¿Alguno de ustedes ha oído hablar alguna vez de eso que se llama aplicación de sal?
– Yo sí -dijo Hillgarth-. Se toma una muestra de un determinado tipo de terreno y se colocan en ella unos granos de oro, para que parezca mineral de oro. -Se quedó boquiabierto-. Dios bendito, ¿eso es lo que han estado haciendo?
Sandy asintió con la cabeza.
– Ni más ni menos. -Sacó otro cigarrillo-. Casi merece la pena haber sido traicionado por Brett para ver la cara que ustedes ponen ahora.
– Yo también he trabajado en el sector de la minería -dijo Hillgarth-. La aplicación de sal es una tarea difícil, hay que ser un experto geólogo para eso.
– Cierto. Tanto como mi amigo Alberto Otero. Trabajó en África del Sur y me contó algunos de los malabarismos que se han hecho por allí. Yo sugerí la posibilidad de hacer lo mismo en España, donde el Gobierno anda buscando desesperadamente oro y el Ministerio de Minas está lleno de falangistas que tratan de aumentar su influencia. Descubrió el lugar apropiado y compramos la tierra. Ya he conseguido establecer algunos contactos útiles con el ministerio.
– ¿Se refiere a De Salas? -preguntó Tolhurst.
– Sí, De Salas. Tuvo muchas dificultades para mantener a raya a Maestre. El también cree que la mina es auténtica y que servirá para que España se convierta en un gran país fascista. -Sandy se volvió para mirar a Hillgarth con una sonrisa en los labios-. En nuestros laboratorios mezclamos polvo de oro de excelente calidad con la llamada «mena» y después lo enviamos todo a los laboratorios del Gobierno. Llevamos seis meses haciéndolo. Ellos siguen pidiendo más muestras y nosotros se las proporcionamos.
Hillgarth entornó los párpados.
– Necesitarían ustedes una considerable cantidad de oro para poder hacerlo. El precio en el mercado negro es muy elevado. Cualquier compra importante sería objeto de comentario.
– No, si formas parte de un comité que ayuda a unos pobres y desgraciados judíos a huir de Francia. A éstos sólo les está permitido traer lo que puedan llevar en su equipaje de mano, y la mayoría trae oro. Nosotros nos quedamos con él a cambio de visados para Lisboa; después, Alberto lo funde y lo convierte en minúsculos granos de oro.
Tenemos todo el oro que necesitamos y nadie se entera. En realidad, lo de los judíos fue idea mía. -Exhaló una nube de humo-. Cuando supe que los judíos de Francia se estaban trasladando a Madrid para huir de los nazis, pensé que quizá los podría ayudar. Es probable que Harry no se lo crea, pero yo me compadecía de ellos, de esa gente a la que parece que nunca le sale nada a derechas y siempre anda errante por el mundo. Pero, para conseguirles visados, necesitaba dinero y lo único que ellos tenían era oro. Eso me indujo a comentarle a Otero el sempiterno valor del oro que siempre hace que a la gente se le iluminen los ojos de codicia. De ahí surgió toda la idea.
Sandy miró con una sonrisa a Hillgarth, todavía reacio a mirar a Harry.
O sea que todo había sido un engaño, pensó Harry. Todo aquello, el trabajo, las traiciones y la muerte de Gómez no habían servido de nada. Pura prestidigitación.
Hillgarth se pasó un buen rato mirando a Sandy. Después, soltó una sonora risotada.
– Dios bendito, Forsyth, pero qué listo es usted. Ha tenido engañado a todo el mundo. -Sandy inclinó la cabeza-. ¿Qué pensaba hacer? ¿Esperar a que las acciones de la compañía subieran lo suficiente para después endilgárselas a alguien y desaparecer?
– La idea era ésta. Pero alguien del Ministerio de Minas ha estado haciendo correr la voz de que es muy probable que la empresa sea adquirida por otra. Su táctica más reciente para hacerse con el control. Un puñado de taimados cabrones. -Sandy volvió a reírse-. Sólo que los pobres no saben que no van a controlar nada, simplemente un par de fincas inservibles. Pero entonces va Maestre y nos coloca un espía. Tenía las llaves de todos los despachos… a poco listo que fuera, habría acabado descubriendo la verdad.
– O sea que podía usted llegar a quedarse sin un céntimo. -Los ojos de Hillgarth eran duros como piedras-. Y puede que con precio sobre su cabeza.
– En cualquier momento. O bien apuñalado en una oscura callejuela. No me gusta tener que vigilarme constantemente la espalda.
– Ha estado jugando a un juego muy peligroso.
– Sí. Pensé que Harry podría ser una ventaja. -Seguía sin querer mirar a Harry-. Sabía que tenía dinero y que, si invirtiéramos más dinero y compráramos más tierras, seríamos más fuertes y resultaría más difícil comprarnos nuestra parte. Harry también habría obtenido unos buenos beneficios. Yo me habría encargado de que así fuera y le habría aconsejado cuándo vender. Después, cuando nos enteramos de lo de Gómez, temimos que éste hubiera averiguado que todo era una impostura; pero no fue así, pues no ocurrió nada más. Gómez no era muy listo. Pero Maestre sigue urdiendo intrigas para apoderarse del oro. Ya es hora de dejarlo. -Finalmente, Sandy se volvió para mirar a Harry. Su rostro inexpresivo estaba lleno de rabia y dolor-. Yo confiaba en ti, Harry, eras la última persona del mundo en quien todavía confiaba. -Esbozó una leve sonrisa-. Pero no importa. Todo se ha resuelto de la mejor manera. -Se reclinó un momento contra el respaldo de su asiento con semblante pensativo. Harry observó una ligera sacudida espasmódica por encima de su ojo izquierdo. Estaba avergonzado, demasiado avergonzado para contestar, a pesar de lo que Sandy había hecho. Sandy miró de nuevo a Hillgarth-. Usted es el Alan Hillgarth que escribía novelas de aventuras, ¿verdad?
– Pues sí.
– Y ahora lo hace en la vida real, ¿eh? Yo leía sus libros en el colegio. Es como yo, le gusta la aventura. -Hillgarth no contestó-. Sólo que usted daba un toque romántico a las cosas. ¿Recuerda aquella novela cuyo argumento transcurría en el Marruecos español? No mostraba cómo eran realmente las guerras coloniales. La violencia.
Hillgarth lo miró sonriendo.
– Lo que realmente ocurría no habría superado la censura.
Sandy asintió con la cabeza.
– Creo que tiene usted razón. Hay censores por todas partes, ¿verdad? Unos censores que nos hacen creer que el mundo es mejor y más seguro de lo que realmente es.
– Volvamos a los negocios, Forsyth. Creo que usted nos podría seguir siendo muy útil. ¡Qué barbaridad!, alguien capaz de montar semejante malabarismo. Pero, si lo sacamos de esta apurada situación, tendrá que aceptar nuestras condiciones. Para empezar, todo esto se lo tendría que revelar a ciertas personas de Londres. Lo escoltaremos en su vuelo de regreso. ¿Lo ha entendido?
Sandy dudó un instante, pero después inclinó la cabeza.
– Perfectamente.
– Muy bien, pues. Preséntese en la embajada mañana a las diez. Está viviendo con una inglesa, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Qué sabe ella acerca de la mina?
Sandy esbozó una cínica media sonrisa.
– Nada. Nada en absoluto. -Volvió a mirar a Harry-. Barbara es una pardilla, ¿verdad, Harry?
Hillgarth soltó un gruñido.
– Le tendrá que decir por qué regresa a Inglaterra.
– Bueno, supongo que le encantará regresar a casa. Además, dudo mucho que sigamos demasiado tiempo juntos. No es un factor que debamos tener en cuenta.
– Bien. -Hillgarth se levantó y miró a Sandy.
– Eso es todo de momento. Creo que tiene madera para convertirse en un buen agente, Forsyth. -Lo miró sonriendo-. Pero no nos vaya a tomar el pelo.
Sandy inclinó la cabeza, se levantó y le tendió la mano a Hillgarth. Éste se la estrechó.
– ¿Y qué hará con su casa? -preguntó Tolhurst.
– La había alquilado a uno de los ministerios. En realidad, el alquiler es gratuito. -Sandy le tendió la mano a Tolhurst, el cual se la estrechó tras un leve titubeo. Harry también se levantó. Sandy lo miró un instante, después dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta. Tolhurst lo acompañó.
Hillgarth miró a Harry.
– Es frío como un témpano. El trabajo que nos ha costado esta mina. Supongo que no nos habrá mentido, ¿verdad?
– Creo que ha dicho la verdad -contestó Harry en un susurro.
– Sí. Si todo este maldito montaje hubiera sido verdad, habría sido un tira y afloja tremendo y él lo hubiera aprovechado. Supongo que por eso ha confesado de inmediato que era falso. Probablemente ha pensado que era sólo cuestión de tiempo que se descubriera la verdad. -Hillgarth reflexionó un momento.
Tolhurst regresó a la estancia y se sentó.
– Sir Sam se pondrá furioso, señor. Tantos medios malgastados, la enemistad de Maestre, y todo por una mina que jamás existió. ¡Dios mío!
– Sí, tendré que buscar el momento oportuno para decírselo. -Hillgarth meneó la cabeza y después se echó a reír-. Mira que engañar al mismísimo Franco. Pero bueno, hay que reconocer que Forsyth tiene un par de cojones. -Por primera vez, miró amablemente a Harry-. Siento haber tenido que destapar su papel, pero no había más remedio para poder hablar de la mina.
Harry vaciló momentáneamente y después dijo:
– No se preocupe, señor, ya nada me sorprende; ya ni siquiera me sorprende la cuestión de los Caballeros de San Jorge, eso de que el Gobierno estuviera dispuesto a sobornar en masa a los monárquicos.
– Harry -dijo Tolhurst avergonzado, mientras Hillgarth arqueaba las cejas. Pero Harry siguió adelante, todo había terminado y ya nada le importaba.
– Lo único que me pregunto es por qué había que sobornarlos -añadió con amargura-. No quieren combatir en una guerra contra nosotros y saben que a nosotros nos importa un carajo lo que le hagan a la gente de aquí.
Harry pensaba que Hillgarth iba a perder los estribos y, en parte, lo deseaba; pero el capitán se limitó a esbozar una sonrisita de desprecio.
– Váyase, Brett. Arregle las cosas con su novieta y después ya puede regresar a casa. Deje España en manos de quienes saben lo que hay que hacer.
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