Книга: Invierno en Madrid
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De vez en cuando, los hombres eran obligados a pasar una tarde en la iglesia viendo películas de propaganda. El año anterior habían visto una filmación del desfile de la victoria de Franco: cien mil hombres desfilando delante del Caudillo mientras los aparatos de la Legión Cóndor sobrevolaban la zona. Habían visto películas sobre el resurgimiento de España, sobre los batallones de las Juventudes Falangistas que contribuían a las labores del campo, sobre un obispo que bendecía la reapertura de unas fábricas en Barcelona. Y, más recientemente, habían visto la película de la entrevista en Hendaya en la que Franco, con el rostro radiante de felicidad, pasaba revista a una guardia de honor en compañía de Hitler.
El tiempo frío seguía en toda su intensidad. Los venados, en su desesperado afán de encontrar algo que comer, se acercaban al campo atraídos por el olor de la comida. Los guardias disponían de más carne de la que necesitaban y ahora disparaban contra los venados simplemente para matar el aburrimiento.
Los prisioneros entraron arrastrando los pies en la iglesia, alegrándose de poder disfrutar por lo menos del calor de la estufa. Se sentaron en unas duras sillas de madera, revolviéndose y tosiendo mientras un par de guardias colocaba debidamente el viejo proyector. Sobre la pared se había extendido una pantalla ante la cual Aranda permanecía de pie, enfundado en su uniforme impecablemente planchado, sosteniendo entre sus manos un ligero bastón mientras miraba con impaciencia al operador. Encogido en su chaqueta, Bernie se frotaba el hombro. Estaban a 9 de diciembre; faltaban cinco días para la fuga. Procuró no mirar a Agustín, que estaba de servicio en la entrada.
A una señal del operador, Aranda se adelantó sonriendo.
– Muchos de vosotros, los prisioneros extranjeros, estaréis deseando ver alguna imagen del mundo exterior. Así que nuestro Noticiario Español se enorgullece de presentar una película sobre los acontecimientos de Europa. -Señaló la pantalla con el bastón-. Os voy a ofrecer… Alemania Victoriosa.
«Es todo un actor -pensó Bernie-; todo lo que hace, desde esto hasta torturar a la gente, gira en torno al hecho de que él tiene que ser el centro del escenario.» Procuró que su mirada no se cruzara con la de Aranda, como llevaba haciendo desde su negativa a convertirse en confidente.
La película empezaba con un noticiario de las tropas alemanas entrando en Varsovia, pasaba a los tanques que cruzaban la campiña francesa y después a Hitler, contemplando París. Bernie jamás había visto nada de todo aquello; el alcance de lo ocurrido era aterrador. De repente, apareció en la pantalla la ciudad de Londres, humeante tras el bombardeo.
– Sólo Gran Bretaña no se ha rendido. Huyó del campo de batalla de Francia, y ahora Churchill espera malhumorado en Londres negándose a luchar y a rendirse con honor, en la creencia de que está a salvo porque Gran Bretaña es una isla. Pero la venganza llega desde el cielo y destruye las ciudades de Gran Bretaña. Ojalá Churchill hubiera seguido el ejemplo de Stalin y firmado una paz beneficiosa tanto para él como para Alemania.
Las imágenes pasaban de un Londres en llamas a un despacho donde el ministro de Asuntos Exteriores soviético Molotov permanecía sentado a un escritorio firmando un documento, mientras Von Ribbentrop sonreía y Stalin le daba una palmada en la espalda. La contemplación de todas aquellas imágenes le causó a Bernie una fuerte impresión. A menudo se había preguntado por qué razón Stalin había firmado el año anterior un pacto con Hitler -lo cual parecía una locura-, en lugar de unirse a los Aliados. Los comunistas decían que sólo Stalin conocía las realidades concretas y que había que confiar en su criterio, pero el hecho de verlo celebrar el pacto con Von Ribbentrop, a Bernie le había producido escalofríos.
– Pese a haber pactado con Alemania, Rusia no sólo ocupa la mitad de Polonia, sino que mantiene un floreciente comercio con Alemania y recibe divisas a cambio de materias primas.
Se mostraba la imagen de un enorme tren de mercancías controlado en una frontera y a unos soldados alemanes protegidos con cascos de acero que examinaban unos manifiestos de carga con unos rusos envueltos en gabanes. La filmación pasaba a ensalzar las hazañas alemanas en los países ocupados; la atención de Bernie se perdió mientras Vidkun Quisling daba la bienvenida en Oslo a una compañía de ópera alemana.
Aquella tarde, en la cantera, Bernie se había quejado ante Agustín de su diarrea. Había sido una prueba para dejar claro que tenía un problema.
– Entonces será mejor que te vayas a los arbustos -le había contestado Agustín, levantando la voz para que todos lo oyeran. Encadenó los pies de Bernie y lo acompañó al otro lado de la colina. Desde allí, el territorio descendía cuesta abajo y se podía contemplar un panorama de blancas y onduladas colinas. Era un día nublado y la luz ya empezaba a menguar.
Bernie miró a Agustín. Su rostro enjuto mostraba la expresión sombría y preocupada de siempre; pero sus ojos estudiaban el paisaje con perspicacia.
– Primero dirígete a aquel pliegue de la colina -le dijo Agustín en voz baja, señalándolo con el dedo-. Hay un camino que podrás distinguir a través de la nieve. Yo he estado por allí abajo en mis días libres. Verás unos cuantos árboles… escóndete entre ellos hasta que oscurezca. Después sigue recto cuesta abajo por los caminos de ovejas. Al final, llegarás a la carretera que bordea el desfiladero.
Bernie contempló el inmenso espacio nevado.
– Verán las huellas de mis pisadas.
– Puede que, para entonces, la nieve ya haya desaparecido. Y, aunque no fuera así, si te largas a última hora de la tarde, ellos no podrán iniciar una búsqueda como Dios manda antes de que oscurezca. Les va a ser más difícil seguir tus huellas. Los guardias enviarán a alguien al campo de abajo para dar la alarma; pero, para cuando Aranda haya enviado a una partida en tu búsqueda, tú ya estarás casi a punto de llegar a Cuenca.
Bernie se mordió el labio. Se imaginó corriendo cuesta abajo, el sonido de un disparo y a sí mismo desplomándose. El final de todo.
– Veremos cómo está el tiempo el sábado.
Agustín se encogió de hombros.
– Puede que ésta sea tu única oportunidad. -Consultó el reloj y miró muy nervioso alrededor-. Ya tendríamos que estar de vuelta. Estudia el paisaje, Piper. Si regresamos aquí por segunda vez antes del día acordado, es posible que a alguien le parezca raro. -Se volvió a echar el fusil al hombro y le dirigió a Bernie una triste mirada de angustia.
Bernie le sonrió con picardía.
– A lo mejor, piensan que nos estamos casando, Agustín. Agustín arrugó el entrecejo, indicándole con un brusco movimiento del fusil que regresara a la cantera.

 

La película seguía adelante, mostrando a unos ingenieros alemanes ocupados en la tarea de modernizar unas fábricas polacas. Los prisioneros despedían el húmedo olor propio de las personas que no se lavan. Algunos de ellos se habían quedado dormidos en medio del insólito calor que los envolvía, mientras que otros permanecían sentados con la mirada perdida en la distancia. Siempre ocurría lo mismo durante las películas de propaganda y las ceremonias en la iglesia: sensación de hastío, desdicha y malhumor. ¿Podía el padre Eduardo creer en serio que aquellas ceremonias tenían algún valor? Eran como las películas. Otra forma de venganza y de castigo. Bernie miró a Pablo, sentado unas sillas más allá en la fila. Desde la crucifixión, éste parecía más introvertido, tenía los ojos hundidos en las órbitas y le dolían mucho los brazos. A veces, parecía que ya se hubiera dado por vencido. Su expresión era la misma que la de Vicente hacia el final de su vida. Eulalio trataba a Pablo con sorprendente amabilidad. Le fallaban las fuerzas y había conseguido que éste le echara una mano en sus actividades cotidianas; Bernie dudaba de la eficacia de darle a Pablo algo que hacer para evitar que se hundiera en la depresión.
El padre Eduardo también se había sentido muy afectado por la crucifixión. Bernie lo había visto mirar a Pablo mientras éste cruzaba el patio cubierto de nieve, arrastrando penosamente los pies. El sacerdote se mostraba taciturno y preocupado, y su rostro reflejaba un profundo dolor mientras sus ojos seguían tristemente a Pablo. Ahora Bernie esquivaba al padre Eduardo, que se sentía todavía culpable de haber participado en su tormento; aunque, la víspera, el cura se había acercado a él en el patio después de pasar lista.
– ¿Cómo está Pablo Jiménez? -preguntó-. Comparte contigo la barraca.
– Nada bien.
El sacerdote miró a Bernie a los ojos.
– Lo siento muchísimo.
– Eso se lo tendría que decir a él.
– Ya lo hice. O, por lo menos, lo intenté; pero no me hizo caso.
Quería que tú también lo supieras. -El padre Eduardo se alejó arrastrando los pies, con la cabeza hundida entre los hombros como un anciano.
Se oyó un zumbido y un clic y la pantalla se quedó en blanco. Un guardia encendió las lámparas de petróleo y Aranda se situó ante ellos, con las manos cruzadas a la espalda y una sonrisa en los labios. «Se divierte humillándonos», pensó Bernie.
– Bueno, caballeros, ¿les ha impresionado la película? -preguntó-. Demuestra lo cobardes, miedicas y acojonados que están los comunistas. Prefieren firmar un tratado con sus enemigos, los alemanes, antes que luchar. Son tan poco combatientes como los holgazanes de los británicos. -Agitó el bastón que sostenía en la mano-. Vamos, quiero oír lo que pensáis. ¿Quién tiene algo que decir?
Responder a aquellos desafíos verbales era un juego muy peligroso. Aranda podía etiquetar cualquier respuesta que no le gustara como una insolencia e imponer el correspondiente castigo al hombre que la hubiera formulado. Pese a lo cual, Eulalio, sentado al lado de Pablo, se levantó dolorosamente de su asiento con la ayuda de su bastón. Ahora la piel de su rostro mostraba el color amarillento propio de la ictericia y contrastaba fuertemente con las rojas estrías de la sarna. Pero Eulalio jamás se daría por vencido.
– El camarada Stalin es más listo de lo que usted cree, mi comandante. -Su voz sonaba como un resuello y tuvo que hacer una pausa para respirar-. Espera a que las potencias imperialistas se desgasten con la guerra. Entonces, cuando el Imperio Británico y Alemania hayan combatido entre sí hasta quedar extenuados, los obreros de ambos países se levantarán y la Unión Soviética les prestará su apoyo.
Aranda estaba encantado. Contempló con una sonrisa en los labios el devastado rostro de Eulalio.
– Pero Gran Bretaña se encuentra al borde de la derrota, mientras que Alemania es más poderosa que nunca. No seguirán combatiendo hasta llegar a un punto muerto, sino que Alemania se alzará simplemente con la victoria. -Señaló con el bastón a Bernie-. ¿Qué piensa nuestro comunista inglés?
Ahora todo dependía de su capacidad de no meterse en líos. Bernie se levantó.
– No lo sé, mi comandante.
– Tú ya has podido deducir de la película que Gran Bretaña no se enfrentará en buena lid a Alemania. Tú no esperas que los combates se prolonguen hasta que las clases dominantes de Gran Bretaña y Alemania se destruyan entre sí como ha dicho tu camarada, ¿verdad? -Eulalio se volvió para mirarlo con expresión desafiante. Bernie no dijo nada. Aranda sonrió y, después, para alivio de Bernie, le hizo señas de que volviera a sentarse-. Los británicos saben que serán derrotados, por eso se quedan en casa. Pero la primavera que viene, el canciller Hitler invadirá el país y todo habrá terminado. -Aranda miró con una sonrisa a los prisioneros-. Y entonces, ¿quién sabe?, quizá dirija su atención a Rusia.

 

Más tarde, en la barraca, Bernie estaba tumbado en su jergón, meditando. La gruesa capa de nieve llevaba varias semanas cubriendo la tierra. Aquella situación no podía prolongarse por mucho tiempo. Pero sólo faltaban cinco días. Oyó el golpeteo de un bastón y levantó la vista. Ahora Eulalio no podía caminar sin ayuda, y Pablo le sujetaba el otro brazo. Se detuvo al pie del jergón y miró a Bernie con los ojos tan vivos y penetrantes como siempre bajo la luz de la vela, la única parte de su cuerpo que no se había encogido ni había sido devorada por la enfermedad.
– Esta noche apenas has tenido nada que decirle al comandante, Pipen
– De nada sirve discutir con locos.
– Gran Bretaña sigue combatiendo en el mar. Sigue siendo un poderoso enemigo para Alemania.
– Así lo espero.
– Porque Gran Bretaña y Alemania pueden acabar debilitándose la una a la otra hasta el extremo de que los trabajadores se sientan con ánimos para sublevarse, ¿no crees? Ya has visto cómo el camarada Stalin ha engañado a Alemania, haciéndole creer que es amigo suyo.
– Si se hubiera unido a Francia y Gran Bretaña el año pasado, puede que Alemania hubiera sido derrotada.
– ¿O sea que estás de acuerdo con Aranda en que el camarada Stalin es un cobarde?
– No sé por qué firmó el pacto. Y tú tampoco lo sabes.
– Tiene razón. Ésta es una guerra imperialista.
– Es una guerra contra el fascismo. Por eso combatí en el treinta y seis. Vete, Eulalio, no quiero discutir con un enfermo.
Bernie miró a Pablo. Tenía el rostro contraído por el dolor y mantenía una mano apoyada en la barandilla de la litera, mientras con la otra sujetaba a Eulalio.
– Algún día -dijo Eulalio en un sereno susurro-, cuando los soviéticos hayan ganado, lamentarás no haber conservado la fe. Yo no estaré allí para denunciarte como enemigo de la clase obrera, pero otros sí lo harán. -Señaló a Pablo con un brusco movimiento de la cabeza-. Esta gente conservará mi memoria.
– Sí, camarada. -Bernie se levantó del jergón. Tenía que acabar con aquella situación como fuera-. Disculpa, tengo que ir a mear.
Se encaminó hacia la puerta y dobló la esquina de la barraca para hacer sus necesidades. Contempló a través de la alambrada de púas el paisaje blanco del otro lado. «Que no salga la luna esa noche», pensó. De pronto, se sobresaltó y estuvo casi a punto de lanzar un grito al percibir una mano en su hombro. Giró en redondo. Era Agustín.
– ¿Qué coño estás haciendo? -le preguntó en un susurro áspero.
– Llevo una hora esperando, a ver si sales. -Agustín respiró hondo-. Han cambiado los turnos. Me han obligado a librar el sábado. No lo podremos hacer.
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