Книга: Invierno en Madrid
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Barbara se maldijo en su fuero interno mientras se alejaba calle abajo. No era su intención soltarlo todo de aquella manera. Sin embargo, al verlos a ellos dos sentados allí con aquel aire tan doméstico y en cierto modo tan seguro, no lo había podido evitar.
Tras haber escuchado furtivamente aquella llamada, había temido durante un tiempo que Harry pudiera estar implicado en alguna de las muchas cosas horribles en las que Sandy andaba metido. Pero, cuando más tarde lo vio, supo que no era así; más bien, otros lo utilizaban a él como rehén. Menos mal que el negocio se había ido a pique, fuera lo que fuera. Se sentía culpable cada vez que veía a Harry, porque éste seguía pensando que Bernie había muerto. Precisamente aquel día estaba citada con Luis y esperaba discutir los planes efectivos para la fuga de Bernie. Sabía que Agustín ya había regresado de su permiso de vacaciones. Le había sugerido a Harry que se reunieran en el Café Gijón porque, ahora que la posibilidad de ver a Bernie estaba tan cerca, quería volver a visitar todos los lugares en los que ambos habían estado juntos, lugares que durante tanto tiempo ella había evitado. Tres años transcurridos en campos de prisioneros. «¿Cómo estará? ¿Cómo reaccionará al verme?» Se dijo que no tenía que esperar nada, ambos habrían cambiado hasta extremos irreconocibles. Lo único que tenía que esperar era sacarlo de allí.
La nieve caía copiosamente, cubría los automóviles y los abrigos de quienes deambulaban entre la tormenta cual blancos fantasmas. Se le fundía a través del pañuelo de la cabeza, y pensó que debería haber llevado sombrero. El viento le arrojaba la nieve contra los cristales de las gafas y se las tenía que limpiar con las manos enguantadas.
Pasó por delante de una pareja de la Guardia Civil que montaba guardia a la entrada de un edificio del Gobierno; con sus gruesas capas y sus tricornios cubiertos de nieve, parecían muñecos de nieve con unas máscaras siniestras pintadas encima. Era la primera vez que la contemplación de un guardia civil le provocaba risa.
Se daba cuenta de que últimamente se sentía muy a menudo al borde de la histeria, pero cada vez le resultaba más difícil reprimir sus sentimientos. Quizá le faltara muy poco para irse. Desde la noche, dos semanas atrás, en que había escuchado la conversación telefónica, había estado intentando analizar las palabras de Sandy. «Estos viejos soldados de Marruecos aguantan mucho. ¿Sigue diciendo que Gómez es su verdadero apellido?» Había tratado de buscar una docena de interpretaciones distintas, pero siempre acababa en lo mismo: alguien estaba siendo torturado. Y empezó a pensar: «Como se entere de lo que estoy haciendo, puede que yo también corra peligro.»
Cuando Sandy bajó del estudio después de la llamada, Barbará le entregó la bolsa que el viejo judío le había entregado, pero él pareció no darle importancia. La dejó en el suelo, junto a su silla, y se quedó allí sentado contemplando el fuego de la chimenea sin prestarle la menor atención. Estaba más preocupado que nunca: el sudor le brillaba en el negro bigote. A partir de aquella noche, se había mostrado cada vez más reservado. Ya apenas le prestaba atención, aunque eso a ella le daba igual. Si pudiera aguantar hasta liberar a Bernie y después huir a Inglaterra. Quizá Sandy jamás se enterara de lo que había hecho.
Dos noches atrás, Sandy había regresado a casa muy tarde. A pesar de que bebía mucho, raras veces se emborrachaba. Tenía un extraordinario autocontrol. Aquella noche, en cambio, entró en el salón tambaleándose y miró alrededor con la expresión de quien lo ve todo por primera vez.
– ¿Qué miras? -le preguntó a Barbara con voz pastosa.
A Barbara el corazón le empezó a galopar en el pecho.
– Nada, cariño. ¿Te encuentras bien? -Siempre en actitud conciliadora, su estrategia instintiva. Dejó su labor de punto. Ahora se pasaba la tarde haciendo calceta, los rítmicos movimientos la tranquilizaban.
– Pareces una vieja, todo el día con tu maldita calceta -dijo él-. ¿Dónde está Pilar?
– Es su noche libre, ¿no lo recuerdas? -Probablemente quería acostarse con ella; le estaría bien empleado a Pilar, tener que aguantar que él la sobara en semejante estado.
– Ah, sí, es verdad. -Una lujuriosa sonrisa se le dibujó en los labios mientras se acercaba al mueble bar para prepararse un whisky. Después, se sentó frente a ella y tomó un buen trago-. Esta noche vuelve a hacer un frío de cojones.
– La escarcha ya ha matado un montón de plantas en el jardín.
– Plantas -repitió Sandy en tono burlón-. Plantas. Hoy he tenido un día fatal. Algo muy importante que tenía entre manos se ha ido al carajo, a la puta mierda. -Se volvió a mirarla con su ancha sonrisa de siempre-. ¿Te imaginas que fuéramos pobres, Barbara?
– Pero no es para tanto, ¿verdad?
– ¿Que no? Pobre Barbara. -Se rió para sus adentros-. Pobre Barbara, eso fue lo que pensé de ti cuando nos conocimos. -La sonrisa le tembló a Barbara en los labios. Si se quedara dormido. Si se cayera al fuego de la chimenea. Sandy la volvió a mirar, esta vez con la cara muy seria-. No seremos pobres -dijo-, yo no permitiré que eso ocurra. ¿Lo entiendes?
– Pues claro, Sandy.
– Me recuperaré. Siempre lo hago. Nos quedaremos en esta casa. Tú, yo y Pilar. -Una chispa se encendió en sus ojos-. Ven a la cama. Anda, te voy a enseñar de qué estoy hecho todavía.
Barbara respiró hondo. Recordó el plan de echarle en cara su relación con Pilar para mantenerlo a raya, pero ahora estaba demasiado asustada.
– Has bebido mucho, Sandy.
– Pero eso a mí no me detiene. Vamos.
Se levantó, se acercó a ella haciendo eses y le estampó un húmedo beso de cerveza en la boca. Barbara reprimió el instinto de apartarse y dejó que la levantara, la rodeara con un brazo y la acompañara al piso de arriba. Al llegar al dormitorio, Barbara confió en que Sandy se desplomara en la cama, pero ahora parecía que estaba más controlado. Empezó a desnudarse mientras ella se quitaba la ropa, muerta de asco en su fuero interno. Se quitó la camisa y dejó al descubierto el cuerpo musculoso que tanto la excitaba en otros tiempos, pero que ahora sólo le recordaba a un animal fuerte y perverso. Consiguió dominar su repugnancia mientras él la penetraba, emitiendo unos pequeños gruñidos que parecían de desesperación. Después se apartó de ella y, al cabo de un minuto, se puso a roncar. Barbara se preguntó cómo había podido aguantarlo y cómo no se había echado a llorar y no lo había apartado a golpes. Por miedo, suponía. El miedo te puede aplastar, pero también te puede conferir fuerza y capacidad de control. Se dirigió sigilosamente al cuarto de baño, cerró la puerta y, víctima de unos violentos mareos, empezó a vomitar.

 

El pequeño café estaba lleno de gente que había entrado huyendo de la nieve; todas las sillas estaban ocupadas, y los clientes permanecían de pie en doble fila junto a la barra. La atmósfera olía a moho. La anciana iba de la barra a la cafetera automática con las tazas de café en la mano. Los cristales de las ventanas estaban empañados por el vapor y hasta el retrato de Franco aparecía cubierto por una húmeda película. Los cristales de las gafas de Barbara se cubrieron inmediatamente de vaho. Se los limpió en la manga del abrigo y miró alrededor en busca de Luis. Su mesa de costumbre estaba ocupada, pero lo vio en el rincón del fondo, apretujado contra la pared a una mesa para dos con el abrigo doblado sobre el respaldo de la otra silla. Contemplaba su taza de café con semblante cansado y abatido. Levantó la mirada y su expresión se transformó en una sonrisa al verla abriéndose paso entre la gente para reunirse con él. Barbara se sentó y se quitó el empapado pañuelo de la cabeza, pasándose una mano por el cabello mojado.
– Esta nieve es terrible -dijo.
Luis se inclinó sobre la mesa.
– ¿Le importa no tomar café? Es que hay tanta gente en la barra.
– Si quiere, podemos ir a otro sitio A algún otro sitio más tranquilo…
– Hoy será lo mismo en todas partes. -Se advertía una aspereza insólita en sus modales.
– ¿Qué ocurre? -le preguntó ella, preocupada.
– No ocurre nada. Es que toda esta gente me pone nervioso. -Luis bajó la voz-. Todo está preparado. ¿Trae el dinero?
– Sí. Setecientas pesetas cuando usted me diga dónde y cuándo. El resto cuando él esté fuera.
Luis asintió con la cabeza, aliviado. Barbara extrajo sus cigarrillos y le ofreció un Gold Flake.
– Gracias. Y ahora, escúcheme bien, por favor. -Se inclinó un poco más hacia ella y habló con una voz que no era más que un áspero murmullo-. Acabo de regresar de Cuenca. Ayer estuve con Agustín. Le ha hablado a su amigo de la fuga. Le ha dicho que es usted la que lo ha organizado.
– ¿Y cómo reaccionó? -preguntó ansiosamente Barbara-. ¿Qué dijo?
Luis asintió con la cara muy seria.
– Se puso muy contento, señora. Se alegró mucho.
Barbara vaciló.
– ¿Sabe que yo estoy… estoy con otro?
– Agustín no me lo dijo.
Barbara se mordió el labio.
– Bueno; entonces, ¿cuál es el plan?
– La fuga tendrá lugar el catorce de diciembre. Sábado.
«Ocho días -pensó Barbara-, ocho días más.»
– ¿No podríamos hacerlo antes?
– Ese será un buen día. Empezarán las fiestas de Navidad; las condiciones en el campo de prisioneros y en la ciudad empezarán a relajarse. Agustín no quiere que los hechos ocurran demasiado cerca de su regreso y yo estoy de acuerdo en que podría resultar sospechoso. Además, con un poco de suerte, la nieve ya habrá desaparecido para entonces. Un hombre corriendo podría destacar demasiado en la nieve.
– Seguramente ya habrá desaparecido para entonces. Las fuertes nevadas no son habituales en esta época.
– Esperemos que no.
– ¿Y será tal como usted ha dicho? ¿Una fuga de la cuadrilla de trabajo?
– Sí. El señor Piper fingirá tener diarrea, Agustín se adentrará entre los arbustos con él, recibirá un golpe en la cabeza lo bastante fuerte para provocarle una magulladura y el señor Piper le quitará las llaves de las esposas y huirá. Después, echará a correr colina abajo hacia Cuenca. Su amigo recorrerá cierta distancia y se ocultará entre árboles y arbustos hasta que oscurezca, y entonces se dirigirá a la ciudad.
– ¿Y en Cuenca no lo buscarán? ¿No comprenderán que es allí adonde ha ido?
– Sí. En realidad, es el único sitio adonde puede ir; en la otra dirección, sólo hay yermos y montañas. De manera que sí, lo buscarán en la ciudad. -Luis sonrió-. Pero allí tenemos un lugar donde esconderlo.
– ¿Dónde?
– Hay unos matorrales en la carretera, cerca del puente que hay junto al desfiladero, en el otro extremo de la ciudad. Se ocultará allí hasta que llegue usted con ropa para cambiarse.
Barbara respiró hondo.
– Muy bien.
– Tendrá usted que dirigirse a Cuenca en automóvil el día catorce y estar allí a las tres de la tarde. Es importante que esté allí antes de que oscurezca… una mujer caminando sola por la ciudad podría ser interrogada. Hay un lugar fuera de la ciudad, un lugar apartado donde usted podrá dejar el automóvil. -Luis la miró con la cara muy seria-. Agustín se ha pasado todos los días libres recorriendo las calles y los alrededores de Cuenca para asegurarse de que todo vaya bien.
– Entonces, ¿tendré que esperar en la ciudad a que oscurezca?
Luis meneó la cabeza.
– No. Tenemos un lugar donde podrá esperar, un lugar que usted podrá decir que ha venido a visitar en caso de que alguien le hiciera preguntas. La catedral. Es allí adonde tendrá que llevar después a su amigo. Una vez se haya cambiado de ropa en el matorral, cruzarán el puente como una pareja de turistas ingleses que ha ido a ver la catedral. Allí dentro se podrá afeitar -lleva barba- y asearse.
– ¿Y si hubiera alguien allí?
Luis meneó la cabeza.
– Un sábado de invierno no habrá visitantes en la catedral. Sólo alguien que los ayudará.
– ¿Agustín? ¿Estará allí?
– No. -Luis sonrió con ironía-. Pero a veces acude a las celebraciones del domingo en la catedral de Cuenca. Es una excusa para ir a la ciudad… Creen que se ha vuelto muy devoto. Allí hay un vigilante al servicio de la iglesia que se encarga de echarle un vistazo a todo. Se ha ofrecido a ayudarnos.
– ¿Un empleado de la iglesia? -preguntó bruscamente Barbara-. ¿Y por qué nos iba a ayudar?
– Por dinero, señora. -Una impaciente expresión de cólera se dibujó por un instante en el rostro de Luis-. Su anciana mujer está enferma y no tienen dinero para pagar a un médico. O sea que la ayudará por el mismo motivo por el que la ayudamos nosotros. Quiere trescientas pesetas.
Barbara respiró hondo.
– Muy bien.
– O sea que diríjase por carretera a Cuenca el día catorce y procure estar allí a las tres. Deje el coche donde yo le diré y vaya a la catedral. El viejo, que se llama Francisco, la estará esperando. Aguarde allí hasta que oscurezca y, después, diríjase a las casas colgadas. ¿Sabe dónde están?
– Sí. He estado estudiando un plano y una guía. Seguramente podría ir con los ojos cerrados.
– Muy bien. Lleve un poco de ropa para su amigo, un traje, a poder ser.
– De acuerdo. Elegiré la talla grande. Bernie es alto y de complexión muy fuerte.
Luis meneó la cabeza.
– Después de tres años en el campo, no. Bastará con un traje para un hombre delgado. Y artículos para afeitar.
– ¿Qué le parece un sombrero? ¿De ala ancha para ocultar el rostro y el cabello rubio?
– Sí. Eso iría muy bien.
– Puedo conseguir la ropa -dijo Barbara-. Diré que son regalos de Navidad. Lo del automóvil ya es otra historia; mi… mi marido quizá lo necesite.
Luis arrugó el entrecejo.
– Eso lo tendrá que resolver usted, señora.
– Sí, claro, encontraré la manera. ¿Y qué hago cuando llegue a las casas colgadas?
– Junto a Tierra Muerta se encuentra la garganta de un río. Es muy profunda. No se puede trepar por ella. Al otro lado de la garganta está la ciudad vieja que conduce a la carretera de Madrid. Allí hay un gran puente de hierro para peatones tendido sobre la garganta. En el lado de la ciudad están las casas colgadas, y en el lado contrario, la carretera. Un poco más allá, a lo largo de la carretera, verá la arboleda donde su amigo estará esperando.
– ¿Y si hubiera guardias en el puente? ¿Y si supieran que se ha fugado un prisionero?
– Podría ser. Los del campo habrán llamado a la ciudad. Si así fuera, espere en la catedral. El señor Piper cruzará el desfiladero más abajo y se dirigirá allí. Después tendrán ustedes que regresar al automóvil y fingir ser un matrimonio inglés que está pasando el día en Cuenca. Y recuerde que andarán buscando a un prisionero, no a un hombre impecablemente afeitado y vestido con traje de paisano. Con un poco de suerte, no habrá bloqueo de carreteras, no pensarán que se haya ido en coche. -Luis miró a Barbara con sus profundos y duros ojos verde aceituna-. Su aspecto de persona acomodada será su mejor disfraz, señora.
– ¿Cuánto ha dicho usted que distaba Cuenca del campo? ¿Ocho kilómetros?
– Sí.
– ¿Él estará en condiciones de caminar tanto? -preguntó Barbara con voz trémula.
– Supongo que sí. Con el frío que hace, muchos se ponen enfermos en el campo; pero, de momento, su amigo está bien. Y todo es cuesta abajo.
– ¿Y si lo descubren por el camino?
– Esperemos que no -contestó Luis en tono cortante. Tomó otro cigarrillo de la cajetilla que descansaba sobre la mesa-. Tenemos que confiar en que no haya nieve y no brille la luna. -Encendió el cigarrillo y dio una calada profunda-. Tendrá que moverse con cuidado y ocultarse en la sombra.
Barbara se sintió repentinamente abrumada por las dudas.
– ¿Y si lo atrapan…?
– El lo ha querido así, señora.
– Sí. -Barbara se mordió el labio-. Sí, correrá el riesgo, lo sé. Tengo que hacerlo por él.
Luis la miró con curiosidad.
– Cuando lo tenga a su lado, ¿qué hará usted?
El rostro de Barbara se puso tenso.
– Lo acompañaré a la embajada británica. Es ciudadano británico; tendrán que aceptarlo. Ya enviaron a casa a todos los demás brigadistas internacionales.
– ¿Y usted?
– Ya veremos. -Barbara no tenía intención de revelarle sus planes.
– Confío en que me pague el resto del dinero cuando regrese.
– Me volveré a reunir con usted el día dieciséis -dijo Barbara-. Aquí, a mediodía. ¿Y si se produce algún cambio en el plan, si le cambian el turno a Agustín, o Bernie se pone enfermo o algo por el estilo?
– Agustín me enviará un mensaje y yo la llamaré a usted a casa. Me tendrá que dar su número.
– Eso es peligroso. -Barbara lo pensó un momento-. Si no estoy en casa, diga que llama de la panadería por lo del pastel de Navidad y que volverá a llamar. Yo enseguida me pondré en contacto con usted. ¿De acuerdo? -Anotó el número en la cajetilla de cigarrillos y se la entregó. Luis sonrió, siempre encantado de que le regalaran cigarrillos; pero, de repente, la miró con aire muy cansado.
– Lo han planeado todo muy bien -dijo Barbara-. Usted y su hermano.
Luis evitó mirarla a los ojos.
– No nos dé las gracias -dijo-. No nos dé las gracias, por favor.
– ¿Por qué no?
– Lo hemos hecho por dinero. Necesitamos dinero para nuestra madre. -Otra vez el mismo cansancio en su rostro. Ambos guardaron silencio un instante.
– Dígame -preguntó Barbara-, ¿ha tenido alguna otra noticia de aquel periodista? ¿Markby?
Luis meneó la cabeza.
– No, contactó conmigo a través de un amigo; quería hacer un reportaje sobre los campos de prisioneros, pero ya no supe nada más de él. Creo que ha regresado a Inglaterra.
– He intentado llamarle varias veces, pero siempre estaba fuera.
– Los periodistas. Son gente sin raíces. -Luis contempló su café y después carraspeó-: Señora…
– Sí, claro. -Barbara abrió el bolso y le entregó un sobre abultado por debajo de la mesa.
Él lo tomó, permaneció inmóvil un instante y después hizo una señal afirmativa con la cabeza. Barbara observó que los hombros de su raída chaqueta estaban mojados; comprendió que no tenía abrigo.
– Gracias -dijo Luis-. Y ahora le sugiero que nos reunamos aquí el viernes, día once, para discutir los preparativos definitivos. Para asegurarnos de que todo marcha como la seda.
– De acuerdo. -Se sentía alborozada. Estaba ocurriendo, iba a ocurrir.
Luis se metió el sobre en el bolsillo y miró a hurtadillas a los clientes que lo rodeaban para asegurarse de que no lo estaban observando. Barbara se sintió súbitamente oprimida y agobiada. Estaba deseando irse de allí. Se levantó.
– ¿Nos vamos?
– Yo me quedaré un ratito, hasta que deje de nevar. Hasta la semana que viene, señora. -Después la miró y añadió inesperadamente-: Es usted una buena mujer.
Barbara rió.
– ¿Yo? No lo creo. Simplemente causo problemas.
Luis meneó la cabeza.
– No. Eso no es cierto. Adiós, señora.
– Hasta luego.
Se abrió paso hasta la puerta. Fue un alivio respirar una vez más el frío aire del exterior. La nieve empezaba a amainar. Encendió un cigarrillo y se dirigió al centro. Ahora había muy pocas personas en la calle. Todos los que podían se habían quedado en casa. La gente no quería correr el riesgo de estropearse los zapatos; aunque pudiera encontrar otros que los sustituyeran, los precios estaban por las nubes.
Cruzó la Plaza Mayor. Las palmeras cubiertas de nieve ofrecían un aspecto extraño. Al lado de una de las fuentes, un vendedor de periódicos permanecía en pie junto a su quiosco. Le llamó la atención un titular garabateado en una cartelera: «Veterano de guerra torturado y asesinado en Alcalá. El Terror Rojo, bajo sospecha.»
Compró un ejemplar del Ya, el periódico católico. Se acercó a la entrada de una tienda cerrada y examinó la primera plana. Bajo la fotografía de un hombre de complexión delgada vestido con uniforme del ejército en posición de firmes, leyó:

 

El cuerpo del teniente Alfonso Gómez Romero, de 59 años, fue' descubierto ayer en una acequia de drenaje cerca del pueblo de Paloblanco, a las afueras de Santa María la Real. El comandante Gómez, veterano de las guerras de Marruecos que en 1936 participó en la liberación de Toledo, fue salvajemente torturado. Lo hallaron con las manos y los pies quemados y el rostro desfigurado. Se sospecha de una de las bandas del Terror Rojo que actúan en distintas zonas de la sierra. El subsecretario de Comercio coronel Santiago Maestre Miranda, patrón y antiguo jefe del comandante Gómez, declaró que eran amigos y compañeros desde hacía treinta años y que él se encargaría personalmente de que los asesinos fueran detenidos. «No hay seguridad ni protección para los enemigos de España», dijo.

 

Barbara sintió flojera en las rodillas y pensó que se iba a desmayar. Un sacerdote que pasaba por delante de la tienda la miró con curiosidad. Ahora ya lo sabía. Sandy había mencionado el apellido de Gómez por teléfono y ella había oído mencionar el nombre de Maestre como adversario de los amigos de la Falange de Sandy. Estaba implicado en la tortura y el asesinato de aquel hombre. Sandy había dicho que tendrían que resolver el asunto, queriendo decir con ello «asesinar». Y aquél era el hombre al que ella estaba engañando para salvar a su enemigo de la infancia. Se agarró al tirador de la puerta cerrada y respiró hondo varias veces, para no desmayarse.
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