Книга: Invierno en Madrid
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Hacía mucho frío en Madrid desde principios de diciembre, y el día 6 al despertar Harry se encontró con la ciudad cubierta por una espesa capa de nieve. Le resultó extraño ver nieve allí. Esta ocultaba parcialmente la fealdad y las cicatrices de la guerra; pero, mientras se dirigía a pie a la embajada contemplando los rostros angustiados y enrojecidos de los viandantes, se preguntó cómo podría la población medio muerta de hambre resistir la situación en caso de que ésta se prolongara.
La nevada había sido tan fuerte que los tranvías no circulaban; Harry atravesó una ciudad extraña y silenciosa con todos los sonidos amortiguados bajo un cielo gris pizarra que prometía más nieve. Al cruzar la Castellana, vio un gasógeno detenido en mitad de la calle que vomitaba espesas nubes de humo mientras el conductor trataba desesperadamente de ponerlo en marcha. Un viejo pasó lentamente con un asno cargado con latas de aceite de oliva. Las botas agrietadas del hombre estaban empapadas.
– Hace mal tiempo -le dijo Harry.
– Sí, muy malo.
Tenía que ver a Hillgarth a las diez; no es que deseara precisamente aquel encuentro, y encima ahora iba a llegar tarde. A lo largo de las dos semanas transcurridas desde que la cena quedara interrumpida por la llamada de Sofía, Harry había seguido adelante con su «turno de vigilancia» sobre Sandy, con quien se había reunido un par de veces en el café y en cuya casa había vuelto a cenar; pero ya no había podido averiguar nada más. Sandy ya no le había vuelto a mencionar la mina de oro y, al preguntarle qué tal iban las cosas por allí, Sandy contestaba que la situación era «difícil» y rápidamente cambiaba de tema. Parecía preocupado, y sólo haciendo un gran esfuerzo conseguía conservar su habitual afabilidad. En su más reciente reunión en el café, le había preguntado a Harry cómo iba todo en Inglaterra, si el mercado negro era muy grande y cuánto negocio hacían los traficantes del mercado negro. A su vez, Harry le había preguntado si pensaba regresar a casa; pero él se había limitado a encogerse de hombros. Harry habría deseado que todo terminara de una vez, estaba harto del engaño y las mentiras. La idea de que Gómez tal vez hubiera sido asesinado no se apartaba jamás de sus pensamientos.
Barbara seguía dando la impresión de estar muy alterada y se mostraba muy distante con él. Sin embargo, cuando lo acompañó a la puerta tras su visita de unos días atrás, le preguntó cómo estaba Sofía. Ésta había expresado su deseo de volver a ver a Barbara y Harry había apuntado la posibilidad de que los tres se reunieran a almorzar algún día. Tras dudarlo un instante, Barbara había accedido.

 

A los espías no les había gustado enterarse de la existencia de Sofía. Tolhurst lo había interrogado sobre la llamada de la chica a la embajada; Harry adivinó que todas las llamadas relacionadas con él eran comunicadas automáticamente a Tolhurst.
– Nos tenías que haber informado de que habías conocido a una putita española -le dijo-. ¿Cómo os conocisteis?
Harry le contó la historia del rescate del hermano del ataque de los perros, y omitió el detalle de quién era Enrique.
– Podría ser una espía -dijo Tolhurst-. Aquí nunca se es lo bastante precavido con las mujeres. Dijiste que ya no te seguían. No obstante, si os conocisteis por casualidad…
– Por pura casualidad. Además, Sofía es enemiga del régimen.
– Sí, Carabanchel era un barrio rojo. Pero allí abajo no son muy amigos nuestros. Ten cuidado, Harry, es lo único que te digo.
– Le he dicho que soy traductor. No me pregunta nada acerca de mi trabajo.
– ¿Es guapa? ¿Ya te la has metido entre las sábanas?
– Vamos, Tolly, no es una de tus pelanduscas -replicó Harry con repentina exasperación.
Una expresión ofendida se dibujó en el rostro de Tolhurst. Éste se apartó un mechón de cabello de la cara y se ajustó la corbata blanca de Eton.
– Calma, chico. -Enarcó una ceja-. Pero no te impliques demasiado.
Habían quitado la nieve de delante de la embajada. No hacía viento, y la bandera británica colgaba como sin vida del asta. Harry pasó por delante de la pareja de guardias civiles de la entrada, arrebujados en sus capas. Una vez más, la reunión iba a tener lugar en el despacho de Tolhurst. Hillgarth ya estaba allí, aquel día enfundado en su uniforme de la Armada, sentado detrás del escritorio fumando Players. Tolhurst permanecía de pie, estudiando unos documentos. En la pared, el enjuto y sombrío rostro del rey miraba desde su retrato.
– Buenos días, Harry -lo saludó Tolhurst.
– Buenos días. Lamento el retraso, pero hoy no circulan los tranvías a causa de la nieve.
– Bueno -dijo Hillgarth-. Quiero revisar la situación con Forsyth. He estado examinando los informes de sus reuniones recientes. Ya no habla de la mina de oro, pero usted dice que parece preocupado.
– Sí, señor, lo está.
Hillgarth tamborileó con los dedos sobre la mesa.
– No podemos obtener ninguna información de Maestre acerca de la mina. Ahora sabemos que forma parte de este comité de vigilancia, aunque él no va a decir nada al respecto. Por muchas cosas que le ofrezcamos a cambio. -Hillgarth arqueó las cejas, mirando a Harry-. Seguimos sin tener noticias del tal Gómez. De lo cual se nos acusa. Sobre todo a usted, Harry. -Hillgarth encendió otro cigarrillo y exhaló un torrente de humo-. Será mejor que se mantenga apartado de él a partir de ahora.
– Lo vi en el Rastro hace un par de semanas. No estuvo muy amable.
– Me lo imagino. -Hillgarth reflexionó un instante-. Dígame, ¿cree usted que Forsyth u otra persona podría estar activamente implicado en algún tipo de juego sucio?
– Podría ser -contestó Harry muy despacio-. En caso de que pensara que sus intereses corren peligro.
Hillgarth asintió con la cabeza.
– Necesitamos averiguar datos sobre esta mina, con cuántos recursos de oro cuenta el régimen. El único camino que nos queda es Forsyth. -Hillgarth miró a Harry con expresión inquisitiva-. Me gustaría ofrecerle una oportunidad de redimirse. Barajamos la posibilidad de reclutarlo, dado que Maestre no se dejará sobornar. Dígaselo, Tolly.
Tolhurst lo miró más serio que una lechuza.
– Ésta es información clasificada, Harry. ¿Recuerdas que me preguntaste acerca de los Caballeros de San Jorge? -Harry asintió con la cabeza-. Nuestro Gobierno dispone de grandes sumas destinadas a sobornar a gente aquí en España. A destacados monárquicos bien relacionados con el régimen y a cualquier otra persona que ejerza influencia sobre el Gobierno y pueda abogar en favor de que España no entre en guerra.
– Casi todas las embajadas cuentan con fondos para sobornos -terció Hillgarth-. Pero esto, a distinta escala. No es sólo la antipatía por los fascistas lo que induce a Maestre a facilitarnos información; a él y a otros personajes de alto rango. Si Forsyth se pasara a nuestro bando, podríamos hacerle llegar fondos y ofrecerle protección diplomática si fuera necesario. He llegado a la conclusión de que es la única manera de averiguar algo acerca del oro. Las acciones de su empresa están cayendo en picado. Supongo que Maestre y su comité le están apretando las tuercas. Quieren arrebatarle el control del oro a la Falange.
– Estaría muy bien, señor.
– Londres quiere saber si hay oro, y cuánto. Están ejerciendo presión sobre Sam; pero, de momento, éste ni siquiera consigue concertar una cita con Franco. El Generalísimo se está tomando toda suerte de molestias para tratarnos con el mayor desdén posible y complacer así a los alemanes. Y lo que hemos conseguido averiguar acerca de la personalidad de Forsyth nos induce a pensar que éste se tirará de cabeza a nuestro bando si su proyecto tropieza con dificultades. -Hillgarth se inclinó hacia delante-. ¿Usted qué piensa, Harry?
Harry reflexionó un momento.
– Si tiene problemas, creo que podría hacerlo.
Al final, había acabado por despreciar a Sandy, pero pensaba que la perspectiva de que Hillgarth le arrojara un salvavidas sería un alivio para él.
– Si necesita un plan de fuga, se conformará con menos dinero -terció Tolhurst-. No conviene estirar demasiado el presupuesto.
Harry miró a Hillgarth con la cara muy seria.
– Pero no sé hasta qué extremo se pueden fiar ustedes de Sandy. Siempre le hace el juego a alguien.
Hillgarth sonrió.
– Ah, sí, de eso ya me he dado cuenta. De hecho, creo que Forsyth podría convertirse en un espía excelente. Alguien aficionado a tener secretos; puede que disfrute con la emoción del peligro. ¿Qué tal le suena eso?
– Yo diría que bien, siempre y cuando el peligro no se acerque demasiado. Tal vez debería estar asustado -contestó Harry, mirando a Hillgarth a los ojos-. Podríamos estar contratando a alguien implicado en un asesinato.
El capitán inclinó la cabeza.
– No sería el primero, no podemos ser remilgados.
Hubo una pausa de silencio. Tolhurst la rompió.
– ¿Tiene Forsyth alguna preferencia política?
– Creo que apoya cualquier sistema que le dé mano libre para ganar dinero. Por eso le gusta Franco. Odia a los comunistas, naturalmente. -Harry hizo una pausa-. Pero tampoco es leal a Gran Bretaña, ni poco ni mucho.
– Su padre es obispo, ¿verdad? -preguntó Hillgarth-. Por regla general, los hijos de los clérigos acostumbran a ser personas inestables.
– Sandy cree que la Iglesia y todas sus antiguas tradiciones están hechas a propósito para asfixiar a personas como él.
– Y no le falta razón. -Hillgarth asintió con la cabeza y luego juntó las puntas de los dedos de las manos delante de sí-. Entonces, eso es lo que vamos a hacer: vuelva a reunirse con Forsyth; dígale, simplemente, que hay alguien en la embajada que tiene un ofrecimiento que hacerle. No revele demasiado, sólo anímelo a venir. Puede decirle que tiene contactos con el servicio secreto si cree que eso le podría resultar útil. Si consigue hacerlo, podría borrar la pizarra y regresar a casa con un triunfo en el bolsillo.
Harry asintió con la cabeza.
– Haré lo que pueda. Hoy voy a comer con Barbara. Puedo intentar organizar algo. -«Menos mal que es lo último que me piden», pensó.
– Muy bien. ¿Qué tal es la mujer de Forsyth?
– No creo que sean muy felices.
– ¿Sigue sin saber nada acerca del negocio?
– Sí. Estoy prácticamente seguro de que él no le cuenta nada.
– Temíamos que usted se hubiera empezado a encariñar con ella, hasta que se lió con esa lechera -dijo Hillgarth, haciéndole a Harry un repentino e inoportuno guiño.
Mientras se dirigía a pie al centro a la hora del almuerzo, Harry pensó en la entrevista. La indiferente manera con que Hillgarth había despachado la desaparición de Gómez y la posible intervención de Sandy en el asunto lo habían dejado helado. ¿Acaso no sabían lo que significaba para una persona normal el hecho de tener que hacer aquel trabajo? Unas pequeñas brigadas de obreros limpiaban sin orden ni concierto las aceras con palas y escobas. Harry buscó la posible presencia de Enrique entre ellos, pero no lo vio.
Barbara le había propuesto reunirse con él y Sofía en el Café Gijón. La elección del lugar le había parecido un poco rara; sabía que Barbara solía ir allí con Bernie durante la Guerra Civil, pero ahora apenas mencionaba su nombre. «Pobre Bernie -pensó-, por lo menos no tuvo que ver en qué se había convertido España.»
La barra estaba llena de prósperos madrileños que se quejaban de la nieve mientras tomaban café. Se respiraba en el aire un húmedo olor a grasa. Harry se llevó su taza de café con leche a un desierto rincón del local. Se dio cuenta de que había llegado muy temprano.
Sandy y los espías se llevarían muy bien, pensó. Bueno, él los dejaría con lo suyo y se iría a casa. «Pero ¿a casa para hacer qué?», se preguntó. Vuelta a Cambridge, más solo que la una. Se miró la cara en los espejos. Había adelgazado desde su llegada allí, lo cual le parecía de perlas. «¿Y si me pudiera llevar a Sofía?», se preguntó. ¿Habría alguna manera? Tendría que cargar también con Paco, porque ella jamás lo abandonaría. Si pudiera llevárselos a los dos a Inglaterra… ¿Y si no diera resultado? Una parte de su mente también le decía que estaba loco, que sólo la conocía desde hacía seis semanas.
El barman le había dejado el cambio en un platito. Una de las nuevas monedas de cinco pesetas con el busto de Franco. Volvió a pensar en Hillgarth, hablando como si tal cosa de la posibilidad de reclutar a alguien… que quizá fuera un asesino, contándole de qué manera había sobornado a los monárquicos. Hoare había dicho que había sudado sangre para intentar convencer a los monárquicos de que él y ellos hablaban el mismo lenguaje. «Pero también había sudado oro», pensó Harry. Gente como Maestre que hablaban del honor de España y de las tradiciones que preservaban; pero que, al mismo tiempo, aceptaban sobornos de un enemigo en potencia. Y Gran Bretaña, a la que sólo interesaba España por su valor estratégico… aunque ganaran la guerra, España quedaría en poder de Franco y volvería a ser olvidada.
Se inclinó sobre su taza de café con leche. Pensó que quizá fuera mejor que Hitler invadiera España. Hasta Sandy decía que el régimen era muy débil; quizás el pueblo volviera a alzarse contra los alemanes tal como se había alzado contra Napoleón. Pero entonces Gran Bretaña perdería Gibraltar y quedaría todavía más debilitada/Recordó la imagen que había visto el primer día, unos soldados alemanes y españoles saludándose en la frontera. El Führer y el Caudillo sellando su eterna amistad tras la victoria de ambos en Europa. La idea era espantosa. Volvió a estudiar su tenso rostro en el espejo. Les prestaría aquel último servicio, intentaría reclutar a Sandy para ellos.
Experimentó un sobresalto al notar el roce de una mano en su hombro. Era Sofía, envuelta en su viejo abrigo negro y con el rostro arrebolado por el placer de verlo, comprendió Harry presa de una cálida emoción.
– ¿En qué estabas pensando? -preguntó ella, con una sonrisa en los labios.
– Nada. Unos problemas del trabajo. Anda, siéntate.
– ¿Aún no ha llegado Barbara?
– No. -Harry consultó su reloj y se extrañó de que ya fuera casi la una-. Se está retrasando. Voy a pedirte un café.
– De acuerdo -dijo ella, tras dudar un instante.
Había habido entre ambos algunas discusiones por el hecho de que Harry lo pagara todo y hasta le hiciera regalos.
– Tengo dinero -le había dicho él-, puede que no me lo merezca, pero lo tengo. ¿Por qué no gastarme una parte contigo?
– La gente dirá que soy una mantenida -había contestado ella, ruborizándose.
Harry se había dado cuenta de que Sofía no estaba tan libre como quería creer de lo que ella llamaba «las sensibilidades burguesas».
– Tú sabes que no es cierto, y eso es lo que importa.
Pero Sofía no permitía que le diera dinero para la familia, alegando que ya se las arreglaría ella sola. Harry habría deseado que le dejara hacer algo más; sin embargo, también admiraba su orgullo. Fue a pedirle un café.
– ¿Cómo está Paco?
– Muy callado y tranquilo. Hoy Enrique está con él; tiene el día libre.
Con Elena muerta y Sofía y Enrique trabajando, ahora el chiquillo se tenía que quedar solo en el apartamento casi todos los días. Pero se negaba a salir, a no ser que alguno de los mayores lo acompañara.
– Le han gustado los lápices de colores que le regalaste ayer. Quiere saber cuándo volverá la señora pelirroja. Lo dejó muy impresionado. La llama «la señora buena».
– Le podríamos preguntar si le importaría ir a verlo.
– Estaría muy bien. -Sofía arrugó la frente-. Tengo miedo de que algún día Paco le abra la puerta a la señora Ávila. Sé que ella llama. Le tengo dicho que no abra. Las llamadas lo asustan, le recuerdan la vez que se llevaron a sus padres. Pero yo temo que un día le abra la puerta y ella se lo lleve porque está solo.
– No le abrirá la puerta si le tiene miedo.
– Pero así no podemos seguir, dejándolo constantemente solo en casa.
– No -convino Harry.
– No quiero perderlo. -Sofía lanzó un suspiro-. ¿Crees que somos unos tontos, cargando con un peso como éste? A veces Enrique cree que sí, lo sé, pero él también quiere mucho a Paco.
Harry pensó: «Ha perdido a su madre, ahora teme perder al niño y, si a mí me envían a casa, también me perderá.» Frunció el entrecejo.
– ¿Qué ocurre, Harry?
– Nada. -Levantó la vista y, al ver acercarse a Barbara con el pañuelo que le cubría la cabeza y las gafas punteados de copos de nieve, levantó la mano para saludarla.
– Perdón por el retraso. Fuera ha empezado a nevar otra vez.
– En mi vida había visto cosa igual -dijo Sofía-. La sequía en verano y ahora esto.
Harry se levantó y recogió el abrigo de Barbara.
– ¿Pedimos el menú del almuerzo?
Barbara levantó una mano.
– No, verás. Lo lamento muchísimo, pero no me puedo quedar. Tengo una cita en la otra punta de la ciudad y los tranvías no circulan. Tendré que ir a pie. Pídeme sólo un café, si no te importa.
– De acuerdo. -Harry estudió a Barbara. Había algo serio y decidido en su manera de comportarse. Fue a pedir otro café. Al volver, Sofía y Barbara estaban enzarzadas en una conversación muy seria.
– Barbara dice que Paco necesita que lo vea un médico -le dijo Sofía.
– Pues sí, quizás un médico pueda ofrecer alguna idea sobre la mejor manera de ayudarlo. Yo podría colaborar en los gastos… -Se mordió la lengua al ver que Sofía fruncía el entrecejo. No tendría que haber hablado de dinero delante de Barbara.
– Si yo pudiera echar una mano al pobre chiquillo -dijo Barbara-. Pero comprendo que es difícil.
– ¿Ya has empezado a trabajar en el hospital militar? -le preguntó Harry, cambiando de tema.
– Sí, por lo menos es mejor que el orfelinato. Aunque las heridas de guerra son tremendas. Todo lo que la Cruz Roja trató de evitar. -Barbara suspiró-. En fin, ahora es demasiado tarde para pensar en eso. -Miró a Harry-. Es probable que, al final, vuelva a casa por Navidad.
– ¿A Inglaterra?
– Sí, ¿recuerdas que Sandy me lo sugirió y yo pensé, «bueno, por qué no»? Por lo menos veré qué tal están realmente por allí.
– ¿Y después te permitirán regresar a España? -preguntó Sofía-. Supongo que sí, porque tu marido trabaja aquí.
Barbara titubeó.
– Supongo.
«Pero es que Sandy no es su marido», pensó Harry. De pronto, se le ocurrió una cosa.
– A lo mejor sucede lo contrario, ¿verdad? Quiero decir que, si un inglés tuviera… digamos… una novia española, probablemente le pondrían pegas para llevársela a Inglaterra. En cambio, estando casados, los dejarían entrar a los dos.
– Sí -dijo Barbara-. Por lo menos, así era antes de la guerra. Recuerdo todas aquellas normas de la Cruz Roja. Para trasladar a los refugiados de un país a otro. -Se quedó momentáneamente en blanco-. Hace menos de cinco años. Y parece toda una vida.
. Sofía bajó la voz.
– Y sigue habiendo el peligro de que Franco declare la guerra.
Barbara se quitó las gafas empañadas por el vapor y las limpió con su pañuelo. Sin ellas, su rostro resultaba más atractivo, pero también más vulnerable. Removió cuidadosamente su café y después los miró.
– Seguramente no volveré -dijo, sin la menor inflexión en la voz-. No creo que Sandy y yo podamos seguir juntos.
– Lo siento -dijo Harry-. Supe que no eras feliz.
Barbara dio una calada a su cigarrillo.
– Estoy muy en deuda con él. Me ayudó a recuperarme después… después de lo de Bernie. Sin embargo, creo que ya no me gusta el papel que me asignó. -Se rió avergonzada-. Perdona que te haya soltado todo esto tan de repente. Pero es que no tengo a nadie con quien hablar, ¿sabes? ¿Tiene sentido lo que digo?
– Llega un momento en la vida en que uno se tiene que enfrentar con las cosas -dijo Harry-. Y quitarse la venda de los ojos. -Meneó la cabeza mirando a Sofía-. Ésta es la impresión que me ha dado España. Me ha hecho comprender que el mundo es más complicado de lo que yo pensaba.
Barbara lo miró con aquella extraña manera suya tan perspicaz e incisiva.
– Vaya si lo es.
Hubo unos momentos de silencio.
– ¿Le has dicho que no vas a volver? -le preguntó Sofía.
– No. De todos modos, ya no le importa. Tengo un… un pequeño asunto que resolver aquí y después espero poder irme por Navidad.
– Sandy podría tener algún problema con sus negocios -señaló Harry en tono dubitativo.
– ¿Sabes algo? -le preguntó Barbara.
Harry vaciló.
– Me iba a introducir en… en una de sus empresas. Pero todo se ha quedado en agua de borrajas.
– ¿Qué empresa?
– No sé. Apenas sé nada.
Barbara hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
– Siento parecer desleal -dijo-, pero te he estado observando cuando estabas con él. En realidad, ahora ya no te gusta, ¿verdad? Simplemente conservas la relación por el tema del colegio.
– Bueno… algo así.
– Es curioso, pero él busca tu aprobación. -Barbara se volvió hacia Sofía-. Aquí en España no hay nada comparable a los vínculos que se crean entre hombres que estudiaron en esas escuelas privadas inglesas. -Soltó una carcajada un poco histérica y Sofía se sintió incómoda. Harry pensó: «Está al borde de un ataque de nervios.» Barbara se mordió el labio-. Lo vais a mantener en secreto, ¿verdad? Perdona.
– Faltaría más.
Sofía la miró sonriendo.
– Paco pregunta constantemente por ti. No sé si podrás ir a verlo antes de marcharte a Inglaterra.
Barbara le devolvió la sonrisa.
– Me encantaría. Gracias. A lo mejor, lo podríamos llevar a algún sitio que le guste.
Harry respiró hondo.
– Tengo que hablar con Sandy de un asunto relacionado con aquel negocio. ¿Sabes si hoy estará en su despacho?
– Supongo que sí. -Barbara consultó el reloj-. ¡Oh, Dios mío, me tengo que ir! No os he dejado comer, contándoos todas mis penas. ¡Cuánto lo siento!
– No te preocupes. Oye, a ver si me llamas y organizamos algo para que vayas a ver a Paco.
– Lo haré. Me ha encantado veros a los dos.
Barbara se inclinó para besar a Sofía en la mejilla al estilo español y después se levantó y se encaminó hacia la salida, luego se detuvo un momento para anudarse el pañuelo alrededor de la cabeza. Harry la miró, pero pensando en el matrimonio. ¿Se atrevería a dar aquel paso? ¿Y Sofía lo aceptaría? En la embajada averiguaría más detalles; pero primero tendría que intentar reclutar a Sandy para que Hillgarth le permitiera apuntarse aquel triunfo.
Barbara abrió la puerta y se volvió para despedirse rápidamente con la mano antes de perderse en medio del remolino de los copos de nieve.
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