Книга: Invierno en Madrid
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TERCERA PARTE

FRÍO GLACIAL

35

Una gruesa capa de nieve cubría Tierra Muerta desde hacía casi un mes. Había llegado temprano y se había quedado; los guardias decían que, en Cuenca, la gente comentaba que era el invierno más frío que tenían desde hacía muchos años. Unos días claros y gélidos alternaban con copiosas nevadas, y el viento siempre soplaba desde el noreste. Algunas noches, los pequeños venados de las colinas que captaban el olor de la comida, bajaban y se detenían a escasa distancia del campo. Cuando se acercaban demasiado, los guardias de las atalayas los mataban a tiros y de esta manera disponían de carne de venado para comer.
Ahora, a principios de diciembre, ya se había abierto un trillado camino a través de los ventisqueros entre el campo y la cantera. Cada mañana la cuadrilla de trabajo subía arrastrando los pies a las colinas, donde el panorama de interminables paisajes blancos sólo quedaba interrumpido por las finas ramas desnudas de las carrascas.
Bernie se sentía muy solo. Echaba de menos a Vicente y ahora ningún comunista le dirigía la palabra. Por la noche permanecía silenciosamente tumbado en su jergón. Incluso en Rookwood había tenido siempre a alguien con quien hablar. Pensó en Harry Brett; a veces Vicente le recordaba a Harry, bondadoso y con principios, pese a su irremediable pertenencia a la clase media.
A los prisioneros les resultaba muy difícil resistir el mal tiempo. Todo el mundo estaba resfriado o tosía; ya había habido nuevas muertes y más cortejos fúnebres hasta el anónimo cementerio. Bernie notó que la antigua herida del brazo le estaba causando molestias; a media tarde, el hecho de sostener el pico en la cantera le resultaba extremadamente doloroso. La herida de la pierna del Jarama, que había cicatrizado con gran rapidez y jamás le había vuelto a dar problemas, ahora le volvía a doler.
No había conseguido cambiar de barraca, como Eulalio le había ordenado que hiciera. Había presentado la petición semanas atrás, pero no se había producido ningún cambio. De pronto, una tarde en que regresaba de la cantera le dijeron que Aranda lo quería ver.
Bernie permaneció de pie en la caldeada barraca ante el comandante. Aranda estaba sentado en su sillón de cuero, con su fusta de montar apoyada contra el costado del sillón. Para asombro de Bernie, el comandante lo miró sonriendo y lo invitó a tomar asiento. Después, sacó una carpeta y se puso a hojear su contenido.
– Tengo el informe del doctor Lorenzo -le dijo jovialmente-. Dice que eres un psicópata antisocial. Según él, todos los izquierdistas cultos padecen una forma innata de locura antisocial.
– ¿En serio, mi comandante?
– A mí, personalmente, me parece una tontería. En la guerra, tu bando combatió por vuestros intereses y nosotros lo hicimos por los nuestros. Ahora poseemos España por derecho de conquista. -Aranda enarcó una ceja-. ¿Qué dices a eso, eh?
– Estoy de acuerdo con usted, mi comandante.
– Muy bien. O sea que estamos de acuerdo. -Aranda sacó un cigarrillo de una pitillera de plata y lo encendió-. ¿Te apetece uno? -Bernie vaciló, pero Aranda le ofreció la pitillera-. Vamos, cógelo, te lo ordeno. -Bernie extrajo un cigarrillo y Aranda le ofreció un encendedor de oro. El comandante se reclinó en su asiento y el cuero chirrió-. A ver, ¿qué es eso de que ahora quieres cambiar de barraca?
– Desde que murió mi amigo el mes pasado, me cuesta estar allí.
– También he oído decir que te has apartado de tus amigos comunistas. Y, muy especialmente, de Eulalio Cabo. Es un hombre fuerte y, en cierto modo, hasta lo admiro. -El comandante sonrió-. No te sorprendas tanto, Piper. Tengo oídos entre los prisioneros. -Bernie guardó silencio. Sabía que había confidentes en casi todas las barracas. En la suya se sospechaba de un pequeño vasco, un católico que asistía a los oficios religiosos. Había muerto de neumonía dos semanas atrás-. No es fácil ser prisionero y, encima, no gozar de la simpatía de los demás hombres. Tus amigos comunistas te han abandonado, ¿por qué no vengarte un poquito? -El comandante enarcó las cejas-. Podrías tener todos los cigarrillos que quisieras, y otros privilegios. Te podría sacar de la cuadrilla de la cantera. Debe de hacer mucho frío allí arriba; yo, estas mañanas, me quedo congelado de sólo salir al patio. Si tú te convirtieras en mi confidente entre los prisioneros, yo no te pediría demasiado, sólo un poco de información de vez en cuando. Tener amigos en el campo enemigo facilita mucho la vida.
Bernie se mordió el labio. Pensó que, si se negaba, habría problemas. Contestó muy despacio, procurando que su voz sonara lo más respetuosa posible.
– No daría resultado, mi comandante. Eulalio ya me considera un traidor. Me vigila.
Aranda lo pensó.
– Sí, ya lo veo; pero quizá los problemas con los comunistas serían una buena excusa para que tú te buscaras otros amigos. De esta manera, podrías averiguar cosas.
Bernie vaciló.
– Mi comandante, usted ha hablado antes de la batalla entre nuestros dos bandos…
– Me vas a decir que no puedes cambiar tus lealtades -dijo Aranda sin dejar de sonreír, pero ahora con los párpados entornados. Bernie guardó silencio-. Pensaba que me ibas a decir eso, Piper. Vosotros, los ideólogos, os buscáis muchos problemas. -Aranda meneó la cabeza-. Bueno, pues ya te puedes retirar; ahora estoy ocupado.
Bernie se levantó. Se sorprendió de haber salido tan bien parado. Sin embargo, a veces Aranda esperaba y te pillaba más tarde. El cigarrillo ya se había consumido, por lo que Bernie se inclinó hacia delante para apagar la colilla en el cenicero. Casi esperaba que el comandante levantara la fusta y lo azotara en el rostro, pero Aranda no se movió. Esbozó una sonrisa cínica, regodeándose en el temor que le había provocado, y después levantó la mano haciendo el saludo fascista.
– ¡Arriba España!
– ¡Grieve España! -Bernie abandonó la barraca y cerró la puerta. Le temblaban las piernas.

 

Eulalio se había puesto enfermo. De la sarna, estaba cada vez peor, y ahora sufría una dolencia estomacal y tenía diarrea casi todos los días. Se estaba consumiendo, se había quedado en los puros huesos y se veía obligado a caminar con un bastón; pero, cuanto más debilitado tenía el cuerpo, tanto más brutal y autoritario se volvía.
Pablo había ocupado el jergón de Vicente, aunque tenía orden de no dirigirle la palabra a Bernie. Apartó la cabeza cuando Bernie regresó de su visita a Aranda y se tumbó en su jergón. Eulalio había estado hablando con los demás comunistas al fondo de la barraca, pero ahora se acercó a Bernie fuera del resplandor de la luz de la vela, golpeando el suelo de madera con el bastón. Se detuvo al pie del jergón.
– ¿Qué quería Aranda de ti? -Su voz era un resuello gutural. Bernie contempló el rostro amarillento cubierto de sarna.
– Era por mi petición de cambiar de barraca. Me ha dicho que no.
Eulalio lo miró con recelo.
– Te trata con mucha amabilidad. Como a todos los confidentes. -Hablaba en voz alta, y otros hombres se volvieron para mirarlos.
Bernie también levantó la voz.
– Me ha pedido que informara, Eulalio. Me ha dicho que, si lo hago, me trasladará. ¿Crees que lo haría, ahora que tú ya me tienes aislado? Le he dicho que un comunista no informa.
– Tú no eres un comunista -dijo Eulalio, respirando afanosamente-. Ten cuidado, Piper, te estamos vigilando. -Dicho lo cual, regresó renqueando a su camastro.

 

Al día siguiente, Bernie estaba trabajando con un grupo en la limpieza de la zona antaño ocupada por la cueva. Habían hecho detonar una enorme carga de dinamita en su interior, la habían destruido por completo y dejado en su lugar una gigantesca montaña de escombros. El grupo había recibido órdenes de clasificarlos en trozos de distintos tamaños y de desmenuzar los que fueran demasiado grandes para poder manejarlos. Un camión llegaría por la tarde y se los llevaría; al monumento de Franco, según decían los rumores.
Pablo trabajaba al lado de Bernie. De repente, dejó el pico a un lado y recogió algo.
– ¡Ay, fíjate en eso! -exclamó.
Bernie se volvió, preguntándose qué habría inducido a Pablo a romper la prohibición de hablar con él. Mirando al guardia que tenía más cerca para asegurarse de que éste no lo estuviera observando, se inclinó hacia el lugar donde Pablo sostenía un trozo de piedra aplanado en sus manos agrietadas. La superficie era de color rojo oscuro; en ella figuraba pintada la cabeza de un mamut de color rojo que miraba a dos hombres delgados como palillos y armados con lanzas a punto de atacar.
– Mira -murmuró Pablo-, algo ha sobrevivido.
Bernie acarició la superficie suavemente con los dedos. El tacto era como el de cualquier otra piedra, pero la pintura se remontaba a muchos miles de años de antigüedad.
– Es preciosa -dijo en un susurro.
Pablo asintió con la cabeza y se guardó el trozo de piedra en el bolsillo del viejo poncho de hule que llevaba puesto.
– Lo esconderé. Algún día, enseñaré a la gente lo que aquí destruyeron.
– Pero ten cuidado -le dijo Bernie en voz baja.
La vida en la prisión, Bernie lo sabía muy bien, resultaba más llevadera gracias a las pequeñas victorias contra los captores; aunque, a veces, semejantes victorias podían costar muy caras.

 

Al menos, las jornadas en la cantera eran muy cortas. El silbato sonaba a las cuatro y media cuando empezaban a caer las sombras del atardecer. Había sido uno más de los muchos días fríos, claros y desapacibles que vivían en aquella época del año. Un sol rojo de enorme tamaño se había ocultado en el horizonte, tiñendo las lejanas montañas de un rosado resplandor. El montón de escombros ya casi había desaparecido; dejaba tan sólo un mellado boquete en la ladera de la colina. Mientras el camión enviado para recoger la carga de piedra bajaba traqueteando por el camino de montaña, los hombres devolvieron sus herramientas e iniciaron el lento y cansado regreso al campo.
Aquel día no se veía Cuenca; había demasiada neblina. Últimamente, la divisaban casi todos los días. Bernie se preguntó si los guardias no estarían mandando descansar a la columna en aquel lugar con el deliberado propósito de atormentar a los hombres con una visión lejana de la libertad. A veces, pensaba en las casas colgadas. ¿Cómo debía de ser vivir en una de ellas y contemplar el desfiladero desde tu ventana? ¿Daba vértigo? Aquellos días, teniendo tan poca gente con quien hablar, su mente parecía regresar cada vez más a menudo al pasado. Hasta los que no eran comunistas lo evitaban; suponía que Eulalio les habría dicho que era un confidente.
En el patio, los hombres se incorporaron con gesto cansino a la fila para el acto de pasar lista. El sol, que casi rozaba el horizonte, arrojaba un resplandor rojizo sobre el patio, las barracas y las atalayas. Aranda subió al estrado y empezó a pronunciar nombres. A medio camino, Bernie oyó delante de él un repentino clic, como de algo que hubiera caído al suelo. Vio a Pablo llevarse la mano a los pantalones y bajar la vista. El trozo de piedra se había abierto camino a través del deshilachado tejido de los pantalones y ahora descansaba en el suelo. Uno de los guardias se acercó rápidamente a él. Desde el estrado, Aranda levantó bruscamente la vista.
– ¿Qué pasa aquí?
El guardia se agachó y recogió la piedra. La miró, clavó los ojos en Pablo y después subió al estrado. Él y Aranda inclinaron la cabeza sobre la piedra. Pablo los observó con el rostro muy pálido.
Obedeciendo a un movimiento de la cabeza de Aranda, el guardia volvió a bajar. El y otro guardia sacaron a Pablo de la fila y le ataron las manos a la espalda. Aranda sostuvo la piedra en alto.
– ¡Tenemos entre nosotros a un coleccionista de recuerdos! -gritó-. Este hombre ha encontrado un fragmento de aquellas blasfemas pinturas de la cantera y se lo ha quedado. ¿Alguien más se ha llevado alguna pinturita a su barraca? -Miró hacia la silenciosa hilera de prisioneros-. ¿No? Bueno, pues esta noche todos vosotros seréis registrados y las barracas también. -Meneó tristemente la cabeza-. ¿Por qué no aprendéis a hacer lo que os decimos? Tendré que imponer un castigo ejemplar a este hombre. Que esta noche permanezca incomunicado. Mañana todos lo volveréis a ver. -Los guardias se llevaron a Pablo en volandas.
– Eso significa la cruz -murmuró alguien.
Aranda reanudó el acto de pasar lista, pronunciando los nombres con su voz áspera y bien timbrada.

 

Aquella noche en la barraca, después del registro, Eulalio se acercó al jergón de Bernie. Lo acompañaban cuatro de los restantes comunistas. Se sentó en el camastro vacío de Pablo. Eulalio cruzó las manos sobre la empuñadura del bastón. Bajo la piel reseca se podían ver los tendones moviéndose sobre los huesos.
– Me han dicho que hoy has estado hablando con Pablo en la cantera. ¿Les has dicho tú a los guardias que él se había llevado aquel fragmento de piedra? Se lo has dicho, ¿eh? -Bernie se incorporó y miró a Eulalio a los ojos.
– Tú sabes que no es cierto, Eulalio. Todo el mundo ha visto lo que ha ocurrido… se le cayó del bolsillo.
– Y tú, ¿qué le estabas diciendo? Él tiene prohibido hablar contigo.
– Me enseñó el trozo de piedra que había encontrado. Le dije que tuviera cuidado. Pregúntaselo a él.
– Creo que lo has delatado.
– Se le cayó del bolsillo -dijo Miguel, el viejo tranviario-. Vamos, camarada, todos lo hemos visto.
Eulalio dirigió una mirada perversa a Miguel. Bernie se rió.
– ¿Lo ves?, la gente empieza a ver lo que realmente eres, hijo de puta. Un hombre que saca beneficio de lo que le van a hacer a Pablo.
– Déjalo, Eulalio -dijo Miguel.
El viejo dio media vuelta y los otros tres lo siguieron vacilando. Bernie miró a Eulalio con una sonrisa en los labios.
– A medida que se te va marchitando el cuerpo, Eulalio, te transparenta el corazón.
Eulalio se levantó con gran dificultad, agarrando el bastón.
– Voy a acabar contigo, cabrón -dijo en voz baja.
– Si antes no te mueres -le replicó Bernie a su espalda, mientras el otro se alejaba renqueando.

 

A la mañana siguiente, después del acto de pasar lista, los prisioneros recibieron la orden de permanecer en su sitio sin romper filas. Bernie observó que Agustín se había vuelto a incorporar al servicio. Parecía que tuviera frío de pie allí fuera… debía de ser un cambio tremendo después de haber estado en Sevilla. El hombre cruzó momentáneamente la mirada con la suya y apartó la vista; parecía que lo estuviera estudiando. Bernie se volvió a preguntar si estaría interesado en su trasero, si aquél sería el motivo de que lo hubiera ayudado aquella mañana en la colina. «Tiempos mejores», le había dicho Agustín. Ahora Bernie estuvo casi a punto de reírse en voz alta.
Dos guardias sacaron a Pablo de la barraca donde había permanecido incomunicado y lo llevaron a rastras hasta la cruz que había junto a la barraca del rancho. Bernie vio suspirar a Agustín, como si estuviera cansado. Colocaron a Pablo al lado de aquella cosa mientras la respiración se les congelaba en el aire. Aranda se acercó a ellos a grandes zancadas, golpeándose el muslo con la fusta. Lo acompañaban el padre Jaime y el padre Eduardo, ambos envueltos en unas gruesas capas negras. Habían permanecido junto a él en el estrado durante el acto de pasar lista. El padre Jaime, frío y ceñudo; el padre Eduardo, con la cabeza inclinada. Los tres se detuvieron ante Pablo. Aranda se volvió para dirigirse a los prisioneros.
– Vuestro camarada Pablo Jiménez se va a pasar un día en la cruz, como castigo por su operación de contrabando. Pero primero tenéis que ver esto.
El comandante se sacó del bolsillo el trozo de piedra pintada y lo depositó en el suelo. El padre Jaime dio un paso al frente. Sacó un pequeño martillo del bolsillo, se agachó y empezó a golpear el trozo de piedra. Éste se hizo añicos y las astillas volaron en todas direcciones. El padre Jaime le hizo una seña con la cabeza al padre Eduardo y éste recogió los fragmentos. El padre Jaime se volvió para guardar el martillo en el bolsillo y miró a los hombres con una mueca de satisfacción en su inflexible semblante.
– Así es como la Iglesia militante se ha venido enfrentando con el paganismo desde sus primeros tiempos -dijo, levantando la voz-. ¡A golpes de martillo! Recordadlo… si es que algo puede penetrar en vuestras duras e impías molleras. -Dicho lo cual, se alejó a grandes zancadas seguido por el padre Eduardo, que sostenía en sus manos ahuecadas los fragmentos de piedra.
Los guardias tomaron los brazos de Pablo y los ataron con cuerdas al palo horizontal de la cruz. Lo ataron de manera que sólo las puntas de los pies rozaran el suelo y después dieron un paso atrás. Pablo se aflojó un segundo y luego se volvió a incorporar, apoyándose en los dedos de los pies. La tortura de la cruz consistía en la incapacidad del hombre de respirar con los brazos extendidos por encima de él, a no ser que tuviera la fuerza de elevarse. Al cabo de unas cuantas horas en semejante posición, cualquier movimiento suponía un calvario; pero era la única manera de poder respirar. Subiendo y bajando dolorosamente, subiendo y bajando.
Aranda estudió la posición de Pablo y asintió con semblante satisfecho. Miró a los prisioneros con una torva sonrisa, gritó un «¡Rompan filas!» y regresó a grandes zancadas a su barraca. Los guardias distribuyeron a los hombres en sus distintos grupos de trabajo. Agustín estaba en la cuadrilla de Bernie. Mientras cruzaban la verja, se le acercó.
– Quiero hablar contigo -le dijo en voz baja-. Es importante. Sal de tu barraca esta noche después de cenar, como si fueras a mear. Yo te esperaré en la parte de atrás.
– ¿Qué quieres? -le replicó Bernie en un susurro airado.
A juzgar por la inquieta expresión de su rostro, no parecía que el hombre se lo quisiera follar.
– Más tarde. Tengo que decirte una cosa. -Agustín se apartó.

 

A última hora de la tarde, empezó a caer una copiosa nevada y los guardias ordenaron a los hombres que interrumpieran el trabajo. En el camino de vuelta, Agustín permaneció al otro extremo de la fila, evitando mirar a Bernie. Al regresar al campo, vieron a Pablo todavía atado a la cruz con la nieve arremolinándosele alrededor de la cabeza.
– Mierda -murmuró el hombre que caminaba al lado de Bernie.
– Aún está aquí.
Pablo estaba pálido e inmóvil y, por un instante, Bernie pensó que había muerto; pero después lo vio elevarse empujando el suelo con los dedos de los pies. Respiró hondo y exhaló el aire en medio de un prolongado y chirriante gemido. Los guardias cerraron las verjas y dejaron que los prisioneros regresaran por su cuenta a sus barracas. Bernie y algunos otros se acercaron a Pablo.
– Agua -graznó éste-. Agua, por favor.
Los hombres se agacharon y empezaron a recoger puñados de nieve, acercándoselos para que bebiera. Fue un proceso muy lento. De pronto, se abrió la puerta de la barraca de Aranda y una luz amarilla atravesó la espesa cortina de copos de nieve. Los hombres se pusieron tensos, temiendo que saliera el comandante y les ordenara alejarse; pero el que salió fue el padre Eduardo. Vio al grupo alrededor de la cruz, titubeó un instante y después se acercó a ellos. Los prisioneros se hicieron a un lado para dejarle pasar.
– Yo creía que eran los romanos los que crucificaban a los inocentes -dijo alguien en voz alta.
El padre Eduardo se detuvo un instante y después reanudó la marcha, levantando la mirada hacia Pablo.
– He hablado con el comandante -dijo-. Muy pronto te van a bajar.
La única respuesta de Pablo fue otro ruidoso jadeo mientras se elevaba, empujando una vez más el suelo con los dedos de los pies. El cura se mordió el labio y dio media vuelta para retirarse.
Bernie le cortó el paso. El padre Eduardo lo miró parpadeando, pues tenía los cristales de las gafas cubiertos por una fina capa de nieve fundida.
– ¿Es eso lo que usted quiere decir, cura, cuando habla de los cristianos que comparten los sufrimientos de Cristo en la cruz?
El padre Eduardo se volvió y se alejó muy despacio con la cabeza inclinada. Mientras luchaba contra la nieve que se arremolinaba a su alrededor, alguien le gritó a su espalda.
– ¡Hijo de puta!
Un manotazo en la espalda sobresaltó a Bernie. Se volvió y vio a Miguel.
– Bien hecho, Bernardo -dijo éste-. Creo que has avergonzado al muy cabrón.
Sin embargo, mientras contemplaba la espalda del padre Eduardo perdiéndose en la distancia, Bernie también se avergonzó. Jamás se hubiera atrevido a insultar al padre Jaime de aquella manera, ninguno de los hombres lo habría hecho. Había elegido al representante más débil, al que más fácilmente podía herir; y, en ese caso, ¿qué clase de valor era el suyo?

 

Bernie abandonó la barraca después de cenar, alegando que tenía que mear y su cubo ya estaba lleno. Les estaba permitido hacerlo hasta que se apagaban las luces. Agustín lo había puesto nervioso, pero necesitaba averiguar qué quería de él. Dejó a Pablo tumbado en el jergón de al lado, tapado por una gruesa capa de mantas ofrecidas por los demás hombres, pues estaba congelado y le dolían tremendamente los hombros. Bernie había colocado su manta encima de las demás. El rostro de Pablo estaba muy pálido. Miguel le murmuró a Bernie:
– Es joven y vigoroso, con un poco de suerte lo superará. -Estaba claro que había decidido hacer caso omiso de las órdenes de Eulalio para desairarlo; es probable que otros imitaran su ejemplo.
Fuera había cesado de nevar. Bernie rodeó la barraca para dirigirse a la parte de atrás, donde la luz de la luna arrojaba una sombra alargada. En el interior de la sombra, Bernie vio el rojo resplandor de una colilla de cigarrillo. Se acercó a Agustín. El guardia apagó el cigarrillo aplastándolo con el pie.
– ¿Qué coño quieres? -le preguntó Bernie con aspereza-. Llevas siglos mirándome a hurtadillas.
Agustín lo miró fijamente.
– Tengo un hermano en Madrid que también era guardia, ¿lo recuerdas? Alto y delgado como yo, se llama Luis.
Bernie frunció el entrecejo.
– Se fue hace varios meses, ¿verdad? ¿Qué tiene que ver conmigo?
– Se fue a Madrid en busca de trabajo; en Sevilla no hay. Allí entró en contacto con un periodista inglés que conoce a una amiga tuya. -Agustín vaciló, mirando a Bernie, y después añadió-: Han planeado una fuga para ti.
– ¿Qué? -Bernie se lo quedó mirando-. ¿Y quién es esta amiga?
– Una inglesa. La señora Forsyth.
Bernie meneó la cabeza.
– ¿Quién? Yo no conozco a ninguna señora Forsyth. En el colegio conocía a un chico que se llamaba Forsyth, pero no era amigo mío.
Agustín levantó la mano.
– Tranquilo, hombre, por el amor de Dios. Esta mujer está casada con tu compañero del colegio. Tú la conociste en Madrid durante la guerra. Su nombre era entonces Barbara Clare.
Bernie se quedó boquiabierto de asombro.
– ¿Barbara sigue en España? ¿Y está casada con Sandy Forsyth?
– Sí. Es un hombre de negocios que vive en Madrid. Él no sabe nada, Barbara se lo ha ocultado. Ella es la que nos paga. Mi trabajo aquí está a punto de terminar y no quiero volver a firmar para otro período de servicio. Odio este lugar. El frío y el aislamiento.
– Santo Dios. -Bernie miró a Agustín-. ¿Cuánto tiempo lo lleváis planeando?
– Muchas semanas. No ha sido fácil. Te he estado vigilando desde que regresé. Tienes que andarte con cuidado, te has creado muchos enemigos. No es bueno pasar el invierno en el campo. Todo el mundo tiene frío y evita salir, y el cerebro empieza a inventarse maldades.
Bernie se pasó la mano por la barba enmarañada.
– Barbara. ¡Oh, Dios mío, Barbara! -Experimentó una repentina sensación de debilidad y tuvo que apoyarse contra la pared de la barraca-. Barbara. -Pronunció el nombre en un susurro mientras las lágrimas le humedecían los ojos. Después respiró hondo y se acercó un poco más a Agustín, el cual se echó ligeramente hacia atrás-. ¿Es eso verdad? ¿De veras es cierto?
– Lo es.
– ¿Se casó con Forsyth? -Rompió a reír sin dar crédito-. ¿Y él sabe algo de esto?
– No, sólo ella.
Bernie respiró hondo.
– ¿Cómo se hará? ¿Cuál es el plan?
Agustín se inclinó hacia él.
– Ya te lo diré.
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