Книга: Invierno en Madrid
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Se respiraba una atmósfera inquietante alrededor de la mesa del comedor. Sandy y Barbara fumaban sin cesar y encendían nuevos pitillos entre plato y plato. Sandy se mostraba insólitamente taciturno y se hundía en pequeños silencios, mientras que los intentos de conversación de Bárbara sonaban nerviosos e inseguros, y una o dos veces ésta había mirado a Sandy de una manera muy rara. A Harry le dio la impresión de que ambos estaban muy lejos el uno del otro, singularmente desconectados. El ambiente lo estaba poniendo nervioso y le hacía sentirse incómodo. No podía dejar de estudiar el rostro preocupado y un tanto enfurruñado de Sandy y de preguntarse qué le habría ocurrido a Gómez. «¿Qué le habéis hecho?»
Los espías sabían que lo habían vuelto invitar a cenar en casa de Sandy y que aquella tarde se había entrevistado con Hillgarth. Éste llevaba más de una semana sin verlo. El despacho del capitán estaba en la parte de atrás de la embajada, una zona que Harry jamás había visitado. Una secretaria extremadamente profesional lo acompañó a una estancia espaciosa de techo alto abovedado. Varias fotografías enmarcadas de buques de guerra colgaban en las paredes; en un estante, junto a los anuarios Whitaker's Almanac y Jane's Figbting Ships, había varios ejemplares encuadernados de las novelas de Hillgarth. Harry recordó uno o dos títulos que había visto leer a Sandy en el colegio. La princesa y el perjuro y El belicista.
Hillgarth permanecía sentado a un enorme escritorio de madera de roble. Su rostro mostraba una expresión dura y ceñuda y sus grandes e inquisitivos ojos reflejaban toda la cólera que sentía, por más que el tono de su voz fuera sereno y pausado.
– Tenemos problemas con Maestre -empezó diciendo-. Está furioso. Él y algunos de sus compinches monárquicos espiaban aquella maldita mina, y Gómez trabajaba para ellos. Es una lástima que usted haya delatado a su hombre. De todos modos, Maestre ya no estaba muy contento con usted por el hecho de haber dejado plantada a su hija. Es el final de la operación que estaban llevando a cabo.
– ¿Puedo preguntar qué le ocurrió a Gómez, señor? ¿Está…?
– Maestre lo ignora. Pero no espera volver a verlo. Gómez había trabajado muchos años a su servicio.
– Comprendo. -A Harry se le encogió el estómago.
– Al menos, parece que Forsyth no sospecha de usted. -Hillgarth lo miró fijamente-. Así que siga engañándolo, acceda a invertir y manténgame al tanto de aquellos informes de los que hablaron cuando los reciba. Eso es lo que yo quiero ver.
– Sí, señor.
– Sir Sam está ejerciendo presión en Londres. Puede que se anule esta operación. En caso de que así sea o de que algo falle, tengo un plan de emergencia para Forsyth. -Hillgarth hizo una pausa-. Intentaremos reclutarlo. No le podemos ofrecer lo mismo que él espera conseguir con esta mina, pero es posible que podamos ejercer otra clase de presiones. ¿Sigue estando enemistado con su familia?
– Por completo.
Hillgarth soltó un gruñido.
– O sea, que por ahí no hay nada que nos pueda servir. En fin, ya veremos. -El capitán miró incisivamente a Harry-. Lo veo preocupado. ¿No le gusta la idea de que apretemos las tuercas a Forsyth? Tenía la impresión de que usted lo despreciaba.
Harry no dijo nada. Hillgarth siguió adelante sin quitarle los ojos de encima.
– La verdad es que usted no está hecho para este tipo de trabajo, ¿verdad, Brett?
– No, señor -contestó Harry en tono abatido-. Hice simplemente lo que me pidieron que hiciera. Siento muchísimo lo que le ocurrió al teniente Gómez.
– Es comprensible. Pero nosotros necesitamos que siga haciendo lo que ha hecho hasta ahora, de momento. Después lo enviaremos a casa. Seguramente, muy pronto. -Hillgarth esbozó una media sonrisa-. Confío en que eso sea un alivio, ¿eh?
Pilar llevó a la mesa el plato principal: una paella con mejillones, gambas y anchoas sobre un lecho de arroz. Depositó la bandeja sobre la mesa y se retiró sin mirar a nadie. Barbara tomó una cuchara de servir y llenó los platos.
– Es todo un lujo conseguir pescado fresco -dijo Sandy, aparentemente animado por el aroma del plato. Miró a Harry con una sonrisa-. Cada vez hay menos.
– ¿Y eso?
– Los pescadores reciben una asignación de combustible para sus embarcaciones, pero los precios del petróleo en el mercado negro son tan astronómicos que ellos lo venden a cambio de enormes ganancias y no se molestan en salir a pescar. Esos son los efectos que produce nuestro bloqueo, ¿comprendes?
– ¿Y el Gobierno no los puede obligar a que utilicen el combustible para pescar?
Sandy rió.
– No. Aunque aprueben leyes, no pueden obligar a nadie a cumplirlas. Y, además, la mitad de los ministros están metidos hasta el cuello.
– ¿Cómo va ese proyecto en el que vas a invertir? -preguntó Barbara, dirigiéndole a Harry otra mirada muy rara.
– Bueno…
Sandy lo interrumpió.
– Despacio. De momento, no hay ninguna novedad.
Barbara miró un instante de uno a otro.
– Ayer recibí una carta de Will -dijo Harry-. Ahora se lo pasa muy bien viviendo en el campo.
– Su mujer debe de estar encantada de haberse alejado de las incursiones aéreas -terció Barbara.
– Sí, todo eso ha sido demasiado para ella. -Harry la miró con la cara muy seria-. ¿Te has enterado de lo de Coventry?
Barbara dio una larga calada al cigarrillo. Tras los cristales de las gafas, sus ojos parecían cansados y estaban rodeados por unas ojeras que Harry jamás le había visto anteriormente.
– Sí. Quinientos muertos, según los informes. Todo el centro de la ciudad arrasado.
– Los reportajes del Arriba son exagerados -dijo Sandy-. Siempre hacen que los bombardeos parezcan peores de lo que son. Los alemanes les dicen lo que tienen que escribir.
– Pero eso lo dijeron en la BBC.
– Y vaya si es verdad -convino Harry.
– Coventry se encuentra a sólo veinticinco kilómetros de Birmingham -dijo Barbara-. Cada vez que escucho la BBC, temo enterarme de que ha habido más incursiones. Deduzco de sus cartas que mi madre ya empieza a sufrir los efectos de la tensión. -Lanzó un suspiro y miró a Harry con una sonrisa triste en los labios-. Resulta extraño ver que tus padres se han convertido de repente en unos ancianos atemorizados.
– Tendrías que ir a verlos -dijo Sandy.
Ella lo miró con asombro.
– ¿Por qué no? Llevas años sin verlos. Se acerca la Navidad. Sería una bonita sorpresa para ellos.
Barbara se mordió el labio.
– Es que… no me parece el momento adecuado -dijo.
– No veo por qué no. Yo te podría encontrar plaza en un avión.
– Lo pensaré.
– Como quieras. -Harry miró a Barbara. Se preguntó por qué no quería ir a su casa.
Ella se volvió para mirarlo.
– ¿Y tú qué, Harry, te van a conceder vacaciones por Navidad?
– No creo. Quieren tener a los traductores disponibles por si hubiera alguna emergencia.
– Supongo que te gustaría ver a tu tío y a tu tía.
– Pues sí.
– Sandy dice que te has echado novia -dijo Barbara con falsa jovialidad-. ¿A qué se dedica?
Harry se arrepintió de habérselo comentado a Sandy en el coche el día que ambos habían visitado la mina.
– Pues… trabaja en el sector lácteo.
– ¿Y cuánto tiempo llevas con ella?
– No mucho.
Harry pensó en la víspera, que había transcurrido en el apartamento de Carabanchel. Sofía le había revelado inesperadamente que su familia estaba al corriente de las relaciones entre ambos. Harry se había preguntado cómo reaccionarían. Enrique y su madre lo habían recibido encantados; pero Harry suponía que era porque pensaban que Sofía había pescado a un hombre rico, aunque fuera extranjero. Paco se había mostrado más tranquilo y relajado y hasta había hablado con él por primera vez. Y él, por su parte, se había sentido extrañamente privilegiado.
– La tendrás que traer a cenar -dijo Barbara alegremente-. Formaremos dos parejas.
– Por eso no vas a casa por Navidad -dijo Sandy, señalando a Harry con el dedo-. Qué guardado te lo tenías, pillín. -Se secó la boca con la servilleta-. ¿Dónde está la pimienta? A Pilar se le ha olvidado.
– Voy por ella -dijo Barbara-. Perdón. -Abandonó la estancia. Sandy miró a Harry con la cara muy seria.
– Quería librarme un momento de ella -dijo-. Me temo que hay un problema en el asunto de la mina.
El corazón de Harry se puso a latir con fuerza.
– ¿Qué ha ocurrido?
– Sebastián teme que un extranjero invierta en el negocio. Creo que no va a poder ser.
Parecía sinceramente apenado.
– Qué lástima. -O sea que, al final, no habría ningún informe que presentarle a Hillgarth-. Me sorprende, porque yo pensaba que era Otero el que más dudas tenía.
Sandy jugueteó con su vaso de vino.
– Teme que a este comité de supervisión no le guste la idea de un inversor inglés. Nos están sometiendo… -hizo una pausa- a mucha presión.
– ¿El comité del general Maestre?
– Sí. Nos vigilan más de cerca de lo que nosotros pensábamos. Creemos que saben algo de ti.
Harry quería preguntar por Gómez, pero no se atrevió.
– Entonces, ¿seguís teniendo problemas por falta de fondos?
Sandy asintió con la cabeza.
– El comité está insinuando más o menos la posibilidad de asumir ellos la dirección del proyecto. Y, en ese caso, adiós beneficios. La gente del comité ganará una fortuna, claro.
– Lo siento.
– Bueno, supongo que algo sacaremos. Lamento haberte dejado en la estacada. -Sandy miró a Harry con aquellos ojos castaños tristes y líquidos como los de un perro. Con cuánta rapidez podía cambiar su expresión.
– No te preocupes. Quizá sea mejor que no participe. No estoy muy seguro de que fuera el tipo de negocio más apropiado para mí.
– Menos mal que te lo tomas así. Es una pena, quería hacer algo por ti, en… bueno, en recuerdo de los viejos tiempos.
Sonó el teléfono en el vestíbulo y Harry experimentó un sobresalto. Oyó unas pisadas y la voz de Barbara hablando en inglés. Momentos después, ésta regresó con semblante angustiado.
– Harry, en la embajada quieren hablar contigo. Dicen que es urgente. -Lo miró con inquietud-. Espero que no sean malas noticias de Inglaterra.
– ¿Les diste nuestro número? -Sandy lo miró incisivamente.
– Tuve que hacerlo, esta noche estoy de servicio. Me tendré que ir si hay algo urgente que traducir. Disculpadme. -Salió al vestíbulo. Un braserillo colocado bajo la mesita del teléfono le calentó los pies, arrojando un resplandor amarillo sobre el mosaico del suelo. Descolgó el teléfono.
– Dígame. Harry Brett.
Contestó una cultivada voz de mujer.
– Ah, señor Brett, me alegro de que hayamos podido localizarlo. Tengo una llamada en espera, una tal señorita Sofía Roque Casas. -La mujer vaciló-. Dice que es urgente.
– ¿Sofía?
– Está esperando. ¿Quiere atender la llamada?
– Sí, por favor, pásemela.
Se oyó un clic y, por un instante, Harry temió que se hubiera cortado la comunicación; pero enseguida se escuchó la voz de Sofía. Le pareció raro oírla en el vestíbulo de la casa de Sandy.
– Harry, Harry, ¿eres tú? -Su voz, normalmente serena, parecía asustada.
– Sí, Sofía, ¿qué es lo que ocurre?
– Es mamá. Creo que ha sufrido otro ataque. Enrique ha salido y yo estoy sola. Paco se encuentra fatal, lo ha visto todo. Harry, ¿puedes venir? -Tenía voz de llorar.
– ¿Un ataque?
– Creo que sí. Ha perdido el conocimiento.
– Voy enseguida. ¿Dónde estás?
– Tuve que caminar dos manzanas para encontrar un teléfono. Perdona, no sabía qué hacer. Oh, Harry, está muy mal.
Harry reflexionó un momento.
– De acuerdo. Vuelve al apartamento, iré lo antes posible. ¿Cuándo regresará Enrique?
– Muy tarde. Ha salido con unos amigos.
– Mira, ahora estoy en la calle Vigo. Pediré un taxi y llegaré en cuanto pueda. Vuelve con tu madre y Paco.
– Por favor, date prisa; por favor, date prisa. -Era terrible oírla tan asustada-. Sabía que vendrías -añadió Sofía.
Después se oyó un clic mientras ella colgaba el aparato.
Se abrió la puerta del salón y Barbara asomó la cabeza.
– ¿Qué ocurre? Has dicho que alguien había sufrido un ataque, ¿verdad? ¿Es tu tío?
Harry respiró hondo.
– No, es la madre de Sofía, mi… mi novia. -Siguió a Barbara al comedor-. Ha llamado a la embajada y ellos me la han pasado aquí. Está sola con su madre y un chiquillo que tienen a su cuidado. Me tengo que ir para allá.
Sandy lo miró con curiosidad.
– ¿No pueden llamar a un médico?
– No se lo pueden permitir.
Debió de haber utilizado un tono desabrido, porque Sandy levantó la mano diciendo.
– Bueno, chico, bueno.
– ¿Puedo pedir un taxi desde aquí? -Para trasladarse a casa de Sandy, Harry había cogido un tranvía.
– Tardará siglos a estas horas de la noche. ¿Dónde viven?
Harry vaciló antes de contestar.
– En Carabanchel.
– ¿En Carabanchel? -Sandy enarcó las cejas.
– Sí.
De repente, Barbara intervino en tono decidido.
– Yo te llevo. Si esta pobre mujer ha sufrido un ataque, quizá la pueda ayudar.
– Sofía estudió medicina. Pero tú la puedes ayudar. ¿Te importa?
– Es peligroso circular en coche por allá abajo -dijo Sandy-. Podemos pedir un taxi.
– No me ocurrirá nada. -Barbara se encaminó hacia la puerta-. Ven, voy por las llaves.
Harry la siguió. Al llegar al umbral, se volvió. Sandy permanecía sentado a la mesa. Se le veía furioso y malhumorado. Jamás le había gustado que lo dejaran de lado.
La noche era fría y despejada. Barbara condujo rápido y con pericia por el centro de la ciudad y entre las callejuelas oscuras de los barrios obreros. Parecía alegrarse de haber salido. Miró a Harry con curiosidad.
– No pensaba que Sofía fuera de Carabanchel.
– ¿Esperabas que fuera alguien de la clase media?
– Supongo que, subconscientemente, sí. -Barbara sonrió con tristeza-. Bien sé yo que el hecho de enamorarse de alguien es algo imprevisible. -Volvió a mirarlo con expresión inquisitiva-. ¿Tiene algo de especial?
– Sí. -Harry vaciló-. Al principio me pregunté si no sería… no sé, por una especie de sentimiento de culpa o algo por el estilo, eso de querer averiguar cómo viven los españoles corrientes. -Soltó una tímida carcajada.
– ¿Un deseo de identificarte con la manera de vivir de los nativos?
– Algo así. Pero es simplemente… simplemente amor, ¿sabes?
– Lo sé. -Barbara vaciló-. ¿Y qué piensan en la embajada?
– No se lo he dicho. Quiero reservarme una parte de mi vida para mí mismo. Ya estamos, la siguiente calle.
Aparcaron ante el bloque de apartamentos de Sofía, entraron rápidamente y subieron corriendo por la oscura escalera. Sofía los había oído subir y esperaba en la puerta. Una luz amarillenta se derramaba por el rellano. Se oía desde dentro el llanto histérico de un niño. Sofía estaba muy pálida y un lacio y desgreñado cabello le enmarcaba el rostro. Miró a Barbara.
– ¿Quién es?
– Barbara, la mujer de un amigo mío. Estábamos cenando juntos. Es enfermera y quizá te pueda ayudar.
Sofía encorvó los hombros.
– Demasiado tarde. Mamá ha muerto. Ya había muerto cuando regresé después de haberte llamado.
Los hizo pasar. La anciana yacía en la cama. Le habían cerrado los ojos y su blanco rostro ofrecía un aspecto sereno y tranquilo. Paco se había arrojado sobre el cadáver y lo abrazaba con fuerza, sollozando entre lastimeros gemidos. El niño levantó la cabeza al oírlos entrar y miró a Barbara con expresión atemorizada. Sofía se le acercó y le acarició el cabello.
– Tranquilo, Paco, esta señora es amiga de Harry. Ha venido a ayudarnos. No es de la Iglesia. Anda, apártate. -Lo apartó delicadamente del cadáver y lo abrazó. Ambos se sentaron en la cama, llorando. Harry se sentó a su lado y rodeó a Sofía con el brazo.
Paco se levantó y miró a Barbara, todavía asustado. Ésta se le acercó y, muy suavemente, le tomó aquellas sucias manitas entre las suyas.
– Hola, Paco -le dijo-. ¿Te puedo llamar Paco? -El niño asintió en silencio-. Mira, Paco, Sofía está muy disgustada. Tienes que procurar comportarte como un chico mayor. A ver si puedes, ya sé que es difícil. Mira, ven a sentarte aquí conmigo. -Paco permitió que lo apartara suavemente de la cama. Barbara lo sentó en una desvencijada silla y acercó otra para sentarse a su lado.
Sofía, abrazada fuertemente a Harry, contemplaba el cadáver de su madre.
– Ya pensaba que podía ocurrir y que quizá fuera lo mejor para ella, pero es muy duro. Tendría que pedir que vengan por ella, no sé, una ambulancia tal vez, no podemos dejarla aquí.
– ¿Enrique no querrá verla? -le preguntó Harry.
– Será mejor que no. -Sofía se levantó y fue en busca de su abrigo, colgado tras la puerta.
– Ya voy yo -dijo Harry.
Barbara se levantó.
– No, tú quédate aquí con Sofía. De camino, he visto una cabina telefónica no lejos de aquí.
– No conviene que vaya sola -le dijo Sofía.
– He estado en sitios peores. Por favor, déjeme ir. -Barbara hablaba en tono enérgico y profesional, con deseo de ayudar-. No tardo ni un minuto.
Se fue antes de que pudieran protestar y sus pisadas resonaron escalera abajo. Sofía tomó la mano de Paco y lo acompañó para que se sentara de nuevo en la cama con ellos. Contempló el rostro inmóvil de Elena.
– Estaba muy cansada últimamente -murmuró Sofía-. Y de pronto, esta noche después de cenar lanzó un grito tremendo, como un gemido muy fuerte. Cuando me acerqué, ya había perdido el conocimiento. Después, cuando regresé de llamarte, ya había muerto. Dejé al pobre Paco solo con ella. -Besó la cabeza del niño-. No tendría que haberlo hecho. Me tendría que haber quedado aquí.
– Hiciste lo que pudiste.
– Mejor así -repitió en tono apagado-. A veces, mojaba la cama. Le dolía tanto hacerlo que se echaba a llorar. -Meneó la cabeza-. Tendrías que haber conocido a mamá antes de que se pusiera enferma, era tan fuerte que cuidaba de todos nosotros. Mi padre no quería que fuera a la universidad, pero mamá siempre me apoyó. -Contempló la fotografía de su madre vestida de novia, de pie entre su marido y su hermano, el cura, los tres mirando con una sonrisa a la cámara.
Harry la estrechó con fuerza en sus brazos.
– Pobre Sofía. No sé cómo has podido resistirlo. -Ella correspondió a su abrazo. Al final, se oyeron unas pisadas en la escalera-. Barbara ya está aquí -dijo Harry-. Algo habrá arreglado.
Sofía lo miró.
– ¿La conoces bien?
Harry la besó en la frente.
– Desde hace mucho tiempo. Pero es sólo una amiga.
Barbara entró con el rostro arrebolado a causa del frío.
– He conseguido hablar con el hospital. Van a dar aviso a la morgue y enviar a alguien, pero puede que tarden un ratito. -Se sacó un trozo de papel del bolsillo del abrigo-. He pasado por una bodega y he comprado un poco de brandy para todos. Pensé que nos vendría bien.
– Muy bien hecho -dijo Harry.
Sofía fue por unas copas y Barbara sirvió una generosa medida para todos. Paco sintió curiosidad y pidió probarlo, y ellos le dieron un poco, mezclado con agua.
– Uy -exclamó el pequeño, haciendo una mueca-. ¡Es asqueroso! -Se quebró la tensión y todos se echaron a reír de una manera un tanto histérica.
– No está bien que nos riamos -dijo Sofía en tono culpable.
– A veces no queda más remedio que hacerlo -dijo Barbara. Miró alrededor, contemplando las paredes manchadas de humedad y los muebles maltrechos y, al darse cuenta de que Sofía la estaba estudiando, bajó los ojos avergonzada.
– ¿Es usted enfermera, señora? -preguntó Sofía-. ¿Trabaja aquí como enfermera?
– No, ahora no. Estoy… estoy casada con un hombre de negocios inglés. Fue compañero de colegio de Harry.
– Barbara trabajó como voluntaria en uno de los orfelinatos de la Iglesia -explicó Harry-. Pero no lo pudo resistir.
– No, era un lugar horrible -dijo Barbara, mirando con una sonrisa a Sofía-. Harry me dice que estudió usted medicina.
– Sí, antes de que estallara la Guerra Civil. ¿Tienen ustedes mujeres médico en Inglaterra?
– Algunas. No muchas.
– En mi curso de la universidad éramos tres. A veces los profesores no sabían qué pensar de nosotras. Comprendías que se avergonzaban de ciertas cosas que tenían que enseñarnos.
– ¿Impropias de una dama? -preguntó Barbara, sonriendo.
– Sí. Aunque, en la guerra, todo el mundo las veía.
– Lo sé. Estuve algún tiempo en Madrid, trabajando para la Cruz Roja. -Barbara se volvió hacia Paco-. ¿Tú cuántos años tienes, niño?
– Diez.
– ¿Vas al colegio?
Paco denegó con la cabeza.
– No pudo adaptarse -explicó Sofía-. Además, las nuevas escuelas no sirven para nada, están llenas de ex soldados nacionales sin experiencia docente. Yo intento darle clase en casa.
Se oyeron pisadas en la escalera, unas fuertes pisadas masculinas. Sofía contuvo bruscamente la respiración.
– Debe de ser Enrique. -Se levantó-. Déjenme hablar con él a solas. ¿Quieren acompañar a Paco a la cocina, por favor?
– Vamos, jovencito. -Barbara tomó al niño de la mano y Harry la siguió. Éste encendió la estufa. Barbara señaló un libro que había sobre la mesa para distraer a Paco, mientras se oía desde fuera un murmullo de voces. El libro tenía unas tapas verdes, con la imagen de un niño y una niña que iban a la escuela-. ¿Qué es este libro? -Paco se mordió al labio, prestando atención a las voces del exterior. Harry había oído la voz de Enrique, un grito repentino y doloroso-. ¿Qué es? -insistió Barbara, en un intento de distraerlo.
– Mi viejo libro del colegio. De cuando iba al colegio, antes de que se llevaran a papá y mamá. Me gustaba.
Barbara lo abrió y lo empujó hacia él sobre la mesa. Oyeron que alguien lloraba fuera, el llanto de un hombre. Paco volvió a mirar hacia la puerta.
– Enséñamelo -le dijo dulcemente Barbara-. Sólo unos minutos. Es bueno dejar a Enrique y Sofía juntos un ratito. Recuerdo el libro -añadió-. Los Mera me lo enseñaron una vez. Carmela tenía un ejemplar. -Se le llenaron los ojos de lágrimas y Harry comprendió que, pese a su fingida alegría, estaba al límite de sus fuerzas. Se volvió hacia Paco-. Mira todos los apartados. Historia, geografía, aritmética.
– A mí me gustaba la geografía -dijo Paco-. Mira los dibujos, todos los países del mundo.
Fuera volvía a reinar en silencio. Harry se levantó.
– Voy a ver cómo están. Tú quédate con Paco. -Apretó afectuosamente el hombro de Barbara y regresó a la habitación principal. Enrique estaba sentado en la cama con Sofía. Miró a Harry con una amarga expresión que éste jamás le había visto y que afeaba su pálido rostro surcado por las lágrimas.
– Ya ve usted todos nuestros dramas familiares, inglés.
– Lo siento mucho, Enrique.
– Harry no tiene la culpa -dijo Sofía.
– Si al menos nos viera con un poco de dignidad. Antes teníamos dignidad, ¿lo sabe usted, señor?
Llamaron a la puerta. Sofía suspiró.
– Debe de ser la ambulancia. -Pero, mientras se encaminaba hacia la puerta, ésta se abrió y apareció el rostro chupado de la señora Ávila. Llevaba la cabeza envuelta en un chal negro y se sujetaba fuertemente los extremos.
– Perdón, pero he oído que alguien lloraba, ¿ha ocurrido algo?… ¡Oh! -La mujer vio el cuerpo en la cama y se santiguó-. ¡Oh, pobre señora Roque! ¡Pobre señora! Pero ahora está en paz con Dios. -Después miró a Harry con curiosidad.
Sofía se levantó.
– Señora Ávila, quisiéramos estar solos, por favor. Esperamos a que vengan a llevarse a nuestra madre.
La beata miró alrededor.
– ¿Dónde está Paco, pobrecito?
– En la cocina. Con otra amiga.
– Aquí tendría que haber un sacerdote en estos momentos -dijo la anciana en tono halagüeño-. Voy a avisar al padre Fernando.
Algo pareció romperse con un chasquido en el interior de Sofía. Harry lo percibió casi físicamente, como si hubiera sonado un crujido en la estancia. Sofía se levantó y se acercó a ella a grandes zancadas. La anciana era más alta; pero, aun así, se echó hacia atrás.
– Óigame bien, buitre del demonio, ¡aquí no queremos que venga el padre Fernando! -La voz de Sofía se elevó hasta casi convertirse en un grito-. Por mucho que intente introducirlo en nuestra casa, por mucho que intente apoderarse de Paco, ¡jamás lo conseguirá! No es bienvenida aquí, ¿comprende? Y ahora, ¡largo!
La señora Ávila se irguió en toda su estatura mientras el pálido rostro se le teñía de arrebol.
– ¿Así es como recibes a una vecina que viene a ayudarte? ¿Así es como correspondes a la caridad cristiana? El padre Fernando tiene razón, sois enemigos de la Iglesia…
Enrique se levantó de la cama y se acercó a la señora Ávila con los puños apretados. La beata retrocedió.
– ¡Pues vaya y denúncienos al cura si quiere, bruja maldita! ¡Usted, que disfruta de todo un apartamento para usted sola porque su cura es amigo del jefe de la finca!
– A mi padre lo mataron los comunistas -replicó la beata temblando-. No tenía a donde ir.
– ¡Pues yo escupo a su padre! ¡Fuera de aquí! -Enrique levantó un puño. La señora Ávila lanzó un grito y abandonó a toda prisa el apartamento, cerrando estrepitosamente la puerta a su espalda. Enrique se sentó a los pies de la cama, respirando con entrecortados jadeos. Sofía se sentó a su lado, agotada. Barbara salió y se quedó en la puerta de la cocina-. Lo siento -dijo Enrique-. No tendría que haberle gritado así.
– No importa. Si nos denuncia, diremos que estábamos abrumados por la pena.
Enrique agachó la cabeza y juntó las huesudas manos sobre las rodillas. Desde algún lugar del exterior, Harry oyó una especie de aullido que fue en aumento hasta dar la impresión de proceder de una docena de lugares a la vez.
– ¿Qué demonios es eso? -preguntó Barbara con voz trémula.
Sofía levantó la mirada.
– Los perros. Los perros asilvestrados. A veces, en esta época del año aúllan por el frío. Señal que el invierno ha llegado de verdad.
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