Книга: Invierno en Madrid
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En Tierra Muerta el tiempo había empeorado. Una mañana el campo amaneció enteramente cubierto de nieve, incluso los tejados inclinados de las atalayas. La nieve era tan abundante en el camino de montaña que conducía a la cantera que hasta penetraba a través de las grietas de las viejas botas que calzaban los prisioneros. Bernie recordó a su madre cuando él era chico, diciéndole que procurara no mojarse nunca los pies en invierno, pues era la manera más segura de pillar un resfriado. Se rió en voz alta y Pablo se volvió para mirarlo con extrañeza.
Los hombres se detuvieron a hacer un breve descanso en el pliegue de las colinas desde el cual, si las condiciones eran apropiadas, se podía divisar Cuenca a lo lejos. Aquel día no se podía ver nada, sólo un atisbo del pardo peñasco de la garganta que se abría entre las lomas blancas y el cielo frío y lechoso.
– ¡Vamos, cabrones holgazanes! -gritó el guardia.
Los hombres se levantaron rápidamente para que la circulación fuera restablecida y volvieron a colocarse en fila.
Vicente se estaba muriendo. Las autoridades habían visto ya suficientes muertes para saber cuándo alguien estaba a punto de morir, por cuyo motivo habían cejado en su empeño de intentar hacerle trabajar. Los últimos dos días se los había pasado tumbado en su jergón de la barraca, entrando y saliendo de la conciencia. Siempre que se despertaba, pedía agua y decía que le ardían la cabeza y la garganta.
Aquella noche un fuerte viento empezó a soplar desde el oeste, llevando consigo una intensa corriente de viento que fundió la nieve. A la mañana siguiente, seguía lloviendo a cántaros y el viento empujaba la lluvia a través del patio en cortinas verticales. A los hombres se les comunicó que aquel día no habría cuadrillas de trabajo. «A los guardias no les gusta salir en días como éste», pensó Bernie. La tormenta no cesaba y los hombres se quedaron en sus barracas, jugando a las cartas, cosiendo o leyendo versículos católicos o ejemplares del Arriba, que eran lo único que se les permitía leer.
Bernie sabía que el grupo comunista había celebrado una reunión dos días atrás para discutir su situación. Desde entonces lo evitaban, incluso Pablo; pero no le habían comunicado su decisión. Bernie adivinaba que estaban esperando a que muriera Vicente para concederle un breve período de indulgencia.
El abogado se pasó casi toda la mañana durmiendo, se despertó hacia mediodía. Bernie estaba tumbado en su jergón, pero se incorporó y se inclinó hacia él. Ahora Vicente estaba muy delgado y tenía los ojos profundamente hundidos en el interior de unas cuencas oscuras.
– Agua -graznó.
– Voy por ella, espera un momento.
Bernie se puso su viejo y remendado gabán del ejército y salió a la lluvia del exterior, haciendo una mueca cuando los proyectiles de aguanieve le azotaron el rostro. Las barracas no disponían de agua corriente, y él había limpiado cuidadosamente su cubo de mear y lo había dejado fuera toda la noche para que se llenara de agua de lluvia. Lo trasladó al interior de la barraca, recogió un poco de agua en un recipiente de hojalata y después levantó cuidadosamente la cabeza del abogado para darle de beber. Eulalio, tumbado en el catre del otro lado, soltó una carcajada gutural.
– Ay, inglés, ¿es que estás dando tus orines de beber al pobre hombre?
Vicente volvió a reclinarse; hasta el esfuerzo de beber lo dejaba agotado.
– Gracias.
– ¿Cómo estás?
– Me duele mucho. Ojalá terminara todo de una vez. No hago más que pensar: «Se acabó la cantera, se acabaron las funciones dominicales.» Estoy muy cansado. Preparado para el silencio infinito.
Bernie no contestó. Vicente sonrió con gesto cansado.
– Precisamente ahora soñaba con el primer día que llegamos aquí. ¿Recuerdas aquel camión? ¿Los brincos que pegaba?
– Sí.
Tras su captura, Bernie se había pasado muchos meses en la prisión de San Pedro de Cárdena, donde lo habían sometido a las primeras pruebas psiquiátricas. Para entonces, casi todos los prisioneros ingleses habían sido repatriados a través de vías diplomáticas, menos él. Después, a finales de 1937, lo habían trasladado junto con un grupo de prisioneros españoles y extranjeros considerados políticamente peligrosos al campo de Tierra Muerta. Bernie se preguntaba si su condición de miembro del partido habría sido la causa de que la embajada no hubiera solicitado su puesta en libertad; seguro que su madre habría intentado sacarlo de allí al enterarse de que había sido hecho prisionero.
Los trasladaron a Tierra Muerta en unos viejos camiones del ejército donde Vicente fue esposado a su lado en el banco. Éste le preguntó a Bernie de dónde era y muy pronto ambos se enzarzaron en una discusión acerca del comunismo. A Bernie le gustaba el ácido sentido del humor de Vicente y siempre había sentido debilidad por los burgueses intelectuales.
A los pocos días de su llegada a Tierra Muerta, Vicente fue en su busca. El abogado había sido adscrito al despacho para ayudar a la administración a aligerar la montaña de papeles relacionada con el traslado de prisioneros al nuevo campo. Bernie estaba sentado en un banco del patio. Vicente se sentó a su lado y bajó la voz.
– ¿Recuerdas que me dijiste que los demás prisioneros ingleses se. habían ido a casa y que tú pensabas que tu embajada no quería tomarse ninguna molestia contigo porque eras comunista?
– Sí.
– Pues ése no es el motivo. Hoy he echado un vistazo a tu expediente. Los ingleses creen que has muerto.
Bernie lo miró asombrado.
– ¿Cómo?
– Cuando te capturaron en el Jarama, ¿qué ocurrió exactamente?
Bernie arrugó la frente.
– Me pasé un rato inconsciente. Y después una patrulla fascista se hizo cargo de mí.
– ¿Te preguntaron lo de siempre? ¿Nombre, nacionalidad, filiación política?
– Sí, el sargento que me capturó tomó unas cuantas notas. Era un cabrón. Estaba a punto de pegarme un tiro, pero su cabo lo convenció de que no lo hiciera porque yo era extranjero y podría haber problemas.
Vicente asintió lentamente con la cabeza.
– Creo que fue más cabrón de lo que tú te imaginas. Las embajadas de los prisioneros de guerra siempre tenían que ser informadas de su captura. Pero, según tu expediente, te apuntaron como español. Un tribunal militar te condenó a veinticinco años de prisión bajo un nombre español, junto con todo un grupo de prisioneros. Las autoridades no descubrieron el error hasta más tarde y entonces decidieron dejar las cosas como estaban.
La mirada de Bernie se perdió en la distancia.
– ¿Entonces mis padres me creen muerto?
– Debieron de darte por desaparecido y presuntamente muerto los de tu propio bando. Supongo que el sargento que te capturó facilitó detalles falsos, precisamente para que tu embajada no fuera informada de que habías sido capturado. Con toda la mala intención.
– ¿Y por qué jamás hubo una rectificación?
Vicente extendió las manos.
– Probablemente, por simple inercia burocrática. Cuanto más tardaran en notificarlo, más probable sería que tu embajada armara un escándalo. Sospecho que te convertiste en un estorbo, una anomalía. Y por eso te han enterrado aquí.
– ¿Y si ahora dijera algo?
Vicente meneó la cabeza.
– No serviría de nada. -Lo miró con la cara muy seria-. Puede que te pegaran un tiro para eliminar la anomalía. Aquí no tenemos ningún derecho, no somos nada.

 

Vicente se pasó el resto del día durmiendo, despertando de vez en cuando y pidiendo agua. Al anochecer, el padre Eduardo entró en la barraca. Bernie lo vio cruzar el patio en medio del viento y la lluvia, envuelto en una gruesa capa negra. Entró chorreando agua sobre las tablas desnudas.
El padre Jaime se habría acercado directamente al lecho del enfermo sin prestar atención a los demás, pero el padre Eduardo siempre trataba de establecer contacto con los prisioneros. Miró alrededor con una sonrisa nerviosa en los labios.
– Vaya, menuda tormenta -dijo.
Algunos hombres se lo quedaron mirando fríamente; otros volvieron a su lectura o a su costura. A continuación, el cura se dirigió al jergón de Vicente. Bernie se levantó y le impidió el paso.
– Él no quiere verlo, padre -dijo en tono pausado.
– Tengo que hablar con él. Es mi deber. -El sacerdote se inclinó un poco más-. Mira, Piper, el padre Jaime quería venir, pero yo le he dicho que consideraba que este hombre me correspondía a mí. ¿Prefieres que lo vaya a buscar? No quisiera hacerlo; pero, si me impides el paso, tendré que comunicárselo. El es el sacerdote de mayor antigüedad.
Bernie se apartó a un lado sin decir nada. Se preguntó si habría sido mejor que estuviera allí el padre Jaime; a Vicente tal vez le hubiera resultado más fácil oponer resistencia a aquel hombre tan brutal.
El ruido había despertado al abogado. Éste levantó la vista mientras el sacerdote se inclinaba hacia él. Unas gotas de agua cayeron desde la capa del cura sobre la sábana de arpillera.
– ¿Eso es agua bendita, padre?
– ¿Cómo estás?
– No muerto todavía. Bernardo, amigo mío, ¿me quieres dar un poco más de agua?
Bernie introdujo el recipiente en el cubo y se lo pasó a Vicente. Éste bebió con avidez. El sacerdote contempló con desagrado el cubo de los meados.
– Hijo, estás muy enfermo -dijo-. Debes confesar tus pecados.
Se hizo un silencio absoluto en la barraca. Todos los prisioneros miraban y escuchaban con sus rostros convertidos en círculos borrosos de color blanco bajo la pálida luz de las velas. Todo el mundo sabía que Vicente aborrecía a los curas, sabía que se acercaba aquel momento.
– No. -Vicente consiguió incorporarse un poco. La luz brilló en la barba grisácea de dos días de sus mejillas y en sus ojos cansados y enfurecidos-. No.
– Si mueres sin confesión, tu alma irá derecha al infierno. -El padre Eduardo estaba nervioso y sus dedos retorcían un botón de su sotana. Sus gafas reflejaban la luz de la vela y convertían sus tristes ojos en dos pequeñas hogueras.
Vicente se pasó la lengua por los labios resecos.
– No hay infierno -dijo entre jadeos-. Sólo… silencio. -Se volvió a reclinar, agotado por el esfuerzo.
El padre Eduardo lanzó un suspiro y dio media vuelta. Inclinándose hacia Bernie, le habló en voz baja. Emanaba de él un leve perfume a incienso y óleo sagrado.
– Creo que a este hombre le quedan tan sólo uno o dos días. Volveré mañana. Pero, dime, ¿este cubo de los orines es lo único que tienes para darle de beber?
– Lo he limpiado.
– Aun así, tener que utilizar eso… ¿Y de dónde sacas el agua?
– Es agua de lluvia.
– La lluvia no durará eternamente. Oye, tengo un grifo en la iglesia y también un cubo. Ven mañana y te daré un poco de agua.
– No se va a ganar su confianza de esta manera.
– ¡No quiero verlo sufrir más de lo debido! -replicó el padre Eduardo, súbitamente enojado-. Vengas o no vengas, como quieras; pero hay agua, si quieres.
Dio media vuelta y abandonó a grandes zancadas la barraca para regresar a la tormenta del exterior. Bernie se volvió de nuevo hacia Vicente.
– Se ha ido.
El abogado sonrió amargamente.
– He sido fuerte, ¿verdad, Bernardo?
– Sí. Sí lo has sido. Perdona que no se lo haya podido impedir.
– Has contribuido a distraerlo. Sé que sólo tengo la nada por delante. Y lo acepto. -Vicente emitió un jadeo entrecortado-. Intentaba reunir suficientes gargajos para escupirle. Como vuelva, lo haré.

 

Aquella noche el viento viró al este y volvió a nevar. A la mañana siguiente, hacía un frío espantoso. El viento había amainado, la nieve formaba una espesa capa, los ruidos del campo estaban amortiguados y los pies de los hombres hacían crujir la nieve mientras éstos se colocaban en fila para el acto de pasar lista. A Aranda no le gustaba el frío; se paseaba por allí con un pasamontañas que contrastaba poderosamente con el inmaculado uniforme que vestía.
Estaban a domingo y no había ninguna cuadrilla de trabajo. Después del acto de pasar lista, a algunos prisioneros les encomendaron la tarea de quitar la nieve del patio y amontonarla contra las barracas. Vicente se había despertado con una sed ardiente. Bernie había dejado el cubo fuera antes de irse a dormir y ahora estaba lleno de nieve. Lo miró. Tardaría siglos en fundirse en la gélida barraca y, cuando lo hiciera, sólo habría una cuarta parte de agua en el cubo. Permaneció un momento temblando en la gélida mañana; las viejas heridas del hombro y el muslo le dolían intensamente. Miró hacia Id barraca que albergaba la iglesia, con una cruz pintada en la parte lateral. Dudó y echó a andar hacia ella.
Aranda permanecía de pie a la entrada de su barraca, contemplando la actuación de la cuadrilla quitanieves. Miró a Bernie, mientras éste pasaba por delante de él. Bernie atravesó la iglesia y llamó con los nudillos a la puerta del despacho. Dentro ardía una estufa de gran tamaño y la cálida atmósfera era como un bálsamo. El padre Jaime permanecía de pie junto a ella, calentándose las manos mientras el padre Eduardo trabajaba sentado tras el escritorio. El cura de más edad miró a Bernie con recelo.
– ¿Qué quieres?
– Este hombre y yo hemos mantenido unas cuantas discusiones -explicó el padre Eduardo.
El padre Jaime enarcó sus pobladas cejas.
– ¿Éste? Es un comunista. ¿Ha hecho la confesión?
– Todavía no.
El padre Jaime arrugó la nariz con gesto de desagrado.
– Me he dejado el misal en mi habitación. Tengo que ir a buscarlo. Aquí la atmósfera no es lo que era. -Pasó como una exhalación y cerró ruidosamente la puerta a su espalda.
– Decirle una mentira a su superior, ¿no es un pecado venial o algo por el estilo?
– No ha sido una mentira. Hemos hablado, ¿no? -El padre Eduardo lanzó un suspiro-. Eres implacable, ¿verdad, Piper?
– He venido por el agua.
– Allí la tienes.
El padre Eduardo le señaló el grifo que había en un rincón. Debajo había un cubo limpio de acero.
Bernie lo llenó y después se volvió de nuevo hacia el padre Eduardo.
– Le creo capaz de haber echado una gota de agua bendita en el fondo del cubo y de haberlo bendecido después.
El padre Eduardo meneó la cabeza.
– Sabes muy poco sobre lo que nosotros creemos. Sabes lanzar dardos que hieren, pero no hace falta ser muy listo para eso.
– Por lo menos, yo no amargo las últimas horas de la gente, padre. Adiós. -Bernie dio media vuelta y se fue.
Ahora el patio ya estaba casi limpio de nieve. Los hombres amontonaban las paletadas contra el muro de la barraca del comandante. A medio cruzar el patio, Bernie oyó un grito.
– ¡Oye, tú! ¡Inglés! -Aranda bajó los peldaños de su barraca y se acercó a él. Bernie dejó el cubo en el suelo y se cuadró. El comandante se detuvo delante de él y lo miró con semblante enfurecido-. ¿Qué hay en este cubo?
– Agua, mi comandante. Tenemos a un hombre enfermo en mi barraca. El padre Eduardo me dijo que podía sacar un poco de agua del grifo de la iglesia.
– Ese marica de mierda. Cuanto antes muera el abogado, mejor.
Bernie adivinó que Aranda estaba aburrido y quería provocar su reacción. Bajó la vista al suelo.
– No creo en la blandura. -Aranda propinó un puntapié al cubo con su bota y el agua se derramó sobre la tierra-. Yo digo: «¡Viva la muerte!» Devuélvele este cubo al cura maricón. Ya hablaré yo después de eso con el padre Jaime. ¡Andando!
Bernie recogió el cubo y regresó lentamente a la barraca. Estaba furioso, pero también aliviado. De buena se había librado. Aranda estaba deseando hostigar a alguien.
Le contó al sacerdote lo que Aranda había dicho.
– Dice que presentará una queja contra usted al padre Jaime.
– Es un hombre muy duro. -El padre Eduardo se encogió de hombros.
Bernie dio media vuelta para retirarse.
– Espera -le dijo el cura, mirando todavía a través de la ventana-. Está regresando a su barraca. -Se volvió hacia Bernie-. Mira, lo conozco muy bien. Ahora irá a calentarse junto a la estufa, en la parte de atrás de la barraca. Vuelve a llenar el cubo y vete rápido, no te verá.
Bernie lo miró con los ojos entornados.
– ¿Por qué está usted haciendo todo esto?
– Vi a tu amigo pidiendo desesperadamente agua y quería ayudar. Eso es todo.
– Entonces, déjelo en paz. No le amargue sus últimas horas por la probabilidad de uno contra un millón de que se arrepienta.
El sacerdote no contestó. Bernie volvió a llenar el cubo y abandonó la barraca sin decir ni una sola palabra más. El corazón le latía violentamente en el pecho cuando cruzó el patio. Como Aranda viera que lo había desobedecido, se pondría hecho una fiera.
Llegó sano y salvo a la barraca y cerró la puerta a su espalda. Se acercó al jergón de Vicente.
– Agua, amigo mío -dijo-. Cortesía de la Iglesia.
El sacerdote regresó aquella tarde. Casi todos los hombres que se encontraban en forma, hartos de permanecer encerrados, habían salido fuera a jugar un inconexo partido de fútbol en el patio. Vicente deliraba; al parecer, se imaginaba de vuelta en su despacho de Madrid y pedía repetidamente a alguien que le llevara una carpeta y abriera la ventana porque hacía demasiado calor. Estaba empapado de sudor a pesar del intenso frío que reinaba en la barraca. Bernie se sentó a su lado, secándole el rostro de vez en cuando con una esquina de la sábana. En la cama del otro lado, Eulalio permanecía tumbado fumando en silencio. Ahora raras veces salía de la barraca.
Bernie oyó un murmullo junto a su codo y se volvió. Era el padre Eduardo; debía de haber entrado sigilosamente.
– Está soñando, padre -dijo Bernie en voz baja-. Déjelo, ya está muy lejos de aquí.
El cura depositó una caja encima de la cama, una caja con los santos óleos, supuso Bernie. Se le aceleraron los latidos del corazón; había llegado el momento. El padre Eduardo se inclinó hacia delante y le tocó la frente a Vicente. El abogado hizo una mueca, se echó hacia atrás y abrió lentamente los ojos. Respiró hondo y emitió un estertor.
– Mierda. Otra vez usted.
El padre Eduardo respiró hondo.
– Creo que se acerca su hora. Se ha estado deslizando hacia el sueño y puede que la próxima vez ya no regrese. Pero incluso ahora, señor Vicente, Dios lo acogerá en la vida eterna.
– No lo escuches -le dijo Bernie.
Vicente esbozó un rictus espectral a modo de sonrisa, dejando al descubierto unas pálidas encías.
– No te preocupes, compadre. Dame un poco de agua. -Bernie ayudó a Vicente a beber. Éste ingirió muy despacio unos sorbos, sin quitarle los ojos de encima al sacerdote, y después se volvió a reclinar entre jadeos.
– Por favor. -Se advertía en la voz del padre Eduardo un tono de súplica-. Tiene una oportunidad de alcanzar la vida eterna. No la desprecie.
Vicente empezó a emitir unos gorgoteos a través de la garganta. El sacerdote volvió a hablar.
– Si no aprovecha esta última oportunidad, tendrá que ir al infierno. Eso es lo que está escrito.
La garganta de Vicente estaba trabajando. Gorgoteó y farfulló algo, y Bernie comprendió lo que intentaba hacer. El sacerdote se inclinó hacia delante y Vicente respiró hondo, pero la mucosidad que había estado intentando escupir le resbaló de nuevo al interior de la garganta. Tosió y después se empezó a asfixiar, emitiendo unos jadeos en su desesperado intento por respirar. Se incorporó con el rostro congestionado a causa del esfuerzo y trató de aspirar un poco de aire. Bernie se inclinó hacia él y le dio unas palmadas en la espalda. A Vicente se le desorbitaron los ojos mientras experimentaba un acceso de náuseas y vomitaba. De pronto, un espasmo le recorrió todo el cuerpo devastado y volvió a caer sobre el jergón. Un gorgoteo prolongado y chirriante se escapó de su garganta, una especie de sonido de terrible cansancio. Bernie vio que la expresión huía de sus ojos. Había muerto. El cura cayó de rodillas y empezó a rezar.
Bernie se quedó sentado en la cama. Le temblaban las piernas. Al cabo de un minuto, el padre Eduardo se levantó y se santiguó. Bernie lo miró con frialdad.
– Estaba intentando escupirle, ¿no se ha dado cuenta?
El cura denegó con la cabeza.
– Usted lo amenazó con el infierno, y él trató de soltarle un escupitajo y se atragantó con él. Usted le ha provocado esta muerte.
El sacerdote contempló el cuerpo de Vicente y después meneó la cabeza y dio media vuelta para abandonar la barraca. Bernie le gritó a su espalda.
– No se preocupe, padre, no está en el infierno. ¡Acaba de salir de él!

 

Vicente fue enterrado al día siguiente. Puesto que no había recibido los últimos sacramentos, no se pudo celebrar ninguna ceremonia por la Iglesia. Vicente se habría alegrado. Bernie caminó con paso cansino a través de la nieve, siguiendo a la cuadrilla que llevaba el cadáver cosido en el interior de una vieja sábana hasta la ladera de la colina donde estaban las sepulturas. Contempló cómo lo bajaban a una tumba muy poco profunda que había sido cavada aquella misma mañana.
– Adiós, compañero -murmuró serenamente. Se sentía muy solo.
El guardia que los acompañaba se santiguó e indicó a Bernie con un movimiento del fusil que regresara al campo. La cuadrilla del entierro empezó a llenar la tumba, luchando con la tierra congelada. Se puso otra vez a nevar, unos copos blancos y pesados. Bernie pensó: «El padre Eduardo estará pensando que te quemas en el fuego eterno, pero la verdad es que te van a encajonar en hielo.» El chiste hubiera hecho gracia a Vicente.
Aquella tarde Bernie estaba apoyado contra la pared de la barraca fumando un cigarrillo que le había regalado amablemente un miembro de la cuadrilla del entierro, cuando Pablo se le acercó. Parecía un poco incómodo.
– Me han enviado para hablar contigo en nombre de la célula del partido -dijo. «Porque tú eras mi amigo -pensó Bernie-, para demostrarme que Eulalio es el que mete en cintura a todo el mundo.»-. Se te ha considerado culpable de un incorregible individualismo burgués y de resistencia a la autoridad -dijo Pablo, mirándolo muy envarado-. Se te expulsa del partido y se te advierte de que, si hicieras algún intento de sabotear nuestra célula, se tomarán medidas.
Bernie ya sabía lo que eso significaba; una navaja clavada en la oscuridad, como ya había ocurrido anteriormente entre los prisioneros.
– Soy un comunista leal y siempre lo he sido -dijo-. No acepto la autoridad de Eulalio como dirigente nuestro. Algún día presentaré mi causa al Comité Central.
Pablo bajó la voz.
– ¿Por qué armas jaleo? ¿Por qué eres tan terco? Eres muy terco, Bernardo. La gente dice que te hiciste amigo del abogado sólo para fastidiarnos.
Bernie sonrió amargamente.
– Vicente era un hombre honrado. Y yo lo admiraba.
– ¿A qué vino todo aquel alboroto con el cura? Estas cosas provocan problemas. Es inútil discutir con los curas. Eulalio tiene razón, eso es puro individualismo burgués.
– Pues entonces, ¿qué hacemos? ¿Cómo podemos resistir?
– Debemos mantenernos fuertes y unidos. Algún día el fascismo caerá.
Pablo hizo una mueca y se rascó la muñeca. A lo mejor, era sarna… éste era el riesgo que se corría cuando uno permanecía demasiado rato con Eulalio.
– Otra cosa, Eulalio quiere que te vayas de la barraca. Quiere que pidas un traslado, que digas que no puedes seguir aquí después de la muerte de tu amigo.
Bernie se encogió de hombros.
– Puede que no me lo concedan.
– Eulalio dice que te tienes que largar.
– Lo pediré, camarada.
Bernie subrayó amargamente la última palabra. Pablo dio media vuelta y Bernie lo vio alejarse. «Y, si no me conceden el traslado -pensó-, como probablemente ocurrirá, Eulalio dirá que causaré más problemas si me quedo. Lo tiene todo preparado.» Miró a través de la valla hacia la colina donde Vicente estaba enterrado, un tajo alargado de color marrón en la nieve. Pensó que no le importaría reunirse con él bajo tierra. Pero después apretó los labios. Mientras siguiera con vida, lucharía. Eso era lo que tenía que hacer un verdadero comunista.
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