Книга: Invierno en Madrid
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Sofía y Harry paseaban muy despacio entre la muchedumbre del Rastro. Era domingo, un día frío y nublado, y el principal mercadillo callejero de Madrid estaba lleno a rebosar de gente. Los destartalados tenderetes de madera, con sus toldos, se derramaban por las angostas callejuelas que rodeaban la plaza de Cascorro, atestados de toda suerte de baratijas… vulgares adornos, piezas de maquinaria rotas, canarios en jaulas de madera. Harry habría deseado tomar a Sofía de la mano, pero tal cosa estaba prohibida por inmoral; a no ser que la pareja estuviera casada..Varias parejas de guardias permanecían en los portales, vigilando a la gente con sus miradas frías y duras.
Había transcurrido exactamente una semana desde que ambos hicieran el amor en el apartamento de Harry. Desde entonces, se las habían arreglado para verse casi a diario. Harry disponía de mucho tiempo; no había recibido más instrucciones de los espías. Sofía acudía a su apartamento por la noche y se iba muy pronto, porque empezaba a trabajar muy temprano en la vaquería.
Él, por su parte, se alegraba de estar enamorado por primera vez, de que su mundo tranquilo y ordenado se hubiera trastocado de arriba abajo. Cuando recibió la última carta de Will sobre los problemas que éste tenía para conseguir una asistenta para su casa de campo y escolarizar a los niños, se sintió tremendamente alejado del mundo de su primo; pero, al mismo tiempo, experimentó un cálido torrente de amor hacia él.
Sin embargo, había secretos entre ellos. Harry no deseaba otra cosa que poder hablarle a Sofía de su trabajo como espía y de lo mucho que lo odiaba, o del amigo de la embajada que había resultado ser su vigilante. Pero no podía y no debía. Sofía tampoco había dicho nada a su familia acerca de sus relaciones. Decía que no era el momento oportuno. Cuando a primera hora de la noche dejaba a su madre y a Paco al cuidado de Enrique, le decía a éste que iba a ver a una de las chicas de la vaquería. No le importaba mentir a su hermano. Harry pensaba que quizá familias tan unidas como la de Sofía sólo podían soportar aquella estrecha intimidad a base de secretos.
Aquél era el día que Sofía libraba en la vaquería. Se las había arreglado para que Enrique se quedara en casa al cuidado de su madre y de Paco.
Habían hecho el amor en el apartamento de Harry y después ella había sugerido la visita al Rastro. Mientras se abrían paso entre la multitud, Harry le dijo en voz baja:
– Nunca hueles a leche. ¿Por qué no hueles a leche?
Ella se echó a reír.
– ¿Y a qué huelo?
– Simplemente, a ti. A limpio.
– Cuando entré a trabajar allí, me prometí a mí misma no acabar oliendo como los demás. Allí hay una ducha más fría que el hielo con un suelo de hormigón y un desagüe roto de metal en el que tienes que procurar no caer, pero yo me ducho todos los días.
– Nunca permitirás que nadie te doblegue, ¿verdad?
– No-contestó ella sonriendo-. Eso espero.
Prosiguieron su paseo entre la gente, riéndose de algunos de los objetos extravagantes que había a la venta, hasta llegar a la parte del mercado donde se vendían artículos de alimentación. Casi todos los tenderetes estaban prácticamente vacíos, sólo algunas verduras secas aquí y allá. En un tenderete de carne vendían despojos cuyo olor Harry pudo percibir a dos metros de distancia, pero aun así había cola para comprar. Sofía se percató de su mueca de desagrado.
– Ahora la gente lo compra todo -dijo-. Las raciones no serían suficientes ni para dar de comer a un perro.
– Lo sé.
– Todo el mundo está desesperado. Por eso Enrique aceptó aquel trabajo, ¿sabes? En el fondo es muy bueno; no habría aceptado ser espía.
– No sé si el hecho de ser un mal espía te convierte en un hombre mejor.
– Puede que sí. Las personas que saben engañar a los demás no pueden ser muy buenas, ¿no crees? Él es más feliz trabajando como barrendero.
– ¿Cómo tiene la pierna?
– Muy bien. Se sigue cansando por las noches, pero mejorará. La señora Ávila está decepcionada. Ahora que hay más ingresos en la familia, ya no tiene excusa para acudir al cura y decirle que no nos podemos permitir atender a Paco.
Harry la miró.
– ¿Cómo era tu tío el cura? -preguntó.
Sofía sonrió con tristeza.
– Mi madre y mi padre se trasladaron de Tarancón a Madrid para encontrar trabajo cuando yo era pequeña, y tío Ernesto se fue a una parroquia de Cuenca. Aunque mis padres eran republicanos, se mantenían en contacto con él porque la familia lo es todo en España. Cada verano de mi infancia íbamos a pasar unos días con tío Ernesto. Recuerdo lo mucho que me llamaba la atención su sotana. -Sofía se rió-. Solía preguntarle a mi madre por qué tío Ernesto llevaba vestido. Pero era muy bueno. Me permitía limpiar los candeleros de la iglesia. Dejaba marcadas las huellas de los dedos en ellos, y él decía que no importaba. Después debía de dejar que les sacara brillo alguna de sus beatas. -Miró a Harry-. Desde que terminó la guerra, mamá lleva diciendo que alguno de nosotros tendría que ir a Cuenca para averiguar si está vivo. Pero, aunque nos lo pudiéramos permitir, no lo considero una buena idea. He oído contar historias terribles acerca de lo que les ocurrió a los curas y a las monjas de allí.
– Lo siento.
Aprovechando el gentío que los rodeaba, ella le tomó la mano un momento.
– Por lo menos, yo tenía una familia que me cuidaba. No me enviaron a un colegio como a ti.
La calle se ensanchaba ante ambos. Allí reinaba un especial ajetreo y Harry vio un número insólito de personas elegantemente vestidas alrededor de un tenderete, examinando atentamente la mercancía con el entrecejo fruncido. Una pareja de la Guardia Civil vigilaba desde un portal.
– ¿Qué es lo que pasa aquí? -preguntó Harry.
– Aquí es donde acaban todos los objetos que sacaron de las casas de los ricos en 1936 -contestó Sofía-. Las personas que se los llevaron necesitaban el dinero para comprar comida y por eso ahora los venden a los propietarios de los tenderetes. Los madrileños ricos vienen aquí, a ver si encuentran los bienes heredados de sus familias.
Pasaron por delante de los tenderetes. Había jarrones y vajillas, figuras de porcelana e incluso un viejo gramófono con brazo de plata. Harry leyó la inscripción que figuraba en él: «A don Juan Ramírez Dávila, de sus compañeros del Banco de Santander, 12-07-1919.» Una anciana rebuscaba entre un montón de broches y collares de perlas.
– Jamás lo encontraremos, Dolores -murmuró su marido en tono cansado-. Tienes que olvidarlo.
Harry tomó una figura de mujer vestida al estilo dieciochesco, con la nariz desportillada.
– Algunas de estas cosas debieron de significar mucho para alguien en otros tiempos.
– Pero se compraron con dinero robado a la gente -replicó Sofía con aspereza.
Pasaron por delante de una mesa con un montón de fotografías encima. La gente se apretujaba alrededor y rebuscaba entre las fotografías con semblante triste y afligido, incluso desesperado.
– ¿Y todo eso de dónde viene? -preguntó Harry.
– A las fotografías les quitaban los marcos cuando las vendían. La gente viene aquí en busca de fotografías de sus familiares.
Algunas de las imágenes eran recientes y otras tenían medio siglo de antigüedad. Fotografías de bodas, retratos familiares en blanco y negro o sepia. Un joven vestido de militar, sonriendo a la cámara; una pareja joven sentada delante de una taberna con las manos entrelazadas. Harry comprendió que muchas de aquellas personas ya debían de haber muerto. No era de extrañar que aquella gente buscara con tal ansia. Puede que allí encontraran la única imagen que quedaba de un hijo o un hermano perdido.
– Cuántos han muerto -dijo en voz baja-. Cuántos.
Sofía se inclinó hacia él.
– Harry, ¿conoces a aquel hombre de allí? Nos está mirando.
Harry se volvió y contuvo bruscamente la respiración. El general Maestre se encontraba ante el tenderete de los objetos de porcelana, con su mujer y su hija Milagros. Vestía de paisano, un abrigo grueso y un sombrero de paño. Sin el uniforme, sus rasgos curtidos por la intemperie parecían duros y más viejos. La señora Maestre examinaba un candelabro de plata, pero el general seguía mirando a Harry con expresión ceñuda. Milagros también lo miraba con unos ojos cuya infinita tristeza se extendía a todos los rasgos de su rostro mofletudo. Los ojos de Harry se cruzaron con los suyos y entonces ella se ruborizó y bajó la cabeza. Harry saludó con un movimiento de la cabeza al general. Éste enarcó levemente las cejas antes de inclinar bruscamente la suya en respuesta al saludo.
– Es un alto cargo del Gobierno, el general Maestre -murmuró Harry.
– ¿Y de qué lo conoces? -preguntó Sofía con un tono de voz repentinamente cortante, mirándolo con los ojos muy abiertos.
– Tuve que hacer una traducción para él. Es una situación muy violenta, porque una vez salí con su hija por obligación. Ven, será mejor que nos vayamos.
Pero había tanta gente alrededor del tenderete de las fotografías que tuvieron que salir por el otro lado, en dirección al lugar donde se encontraba Maestre. El general se adelantó, le cortó el paso a Harry y lo saludó sin sonreír.
– Señor Brett, buenos días. Milagros se preguntaba si había desaparecido usted de la faz de la tierra.
– Lo lamento, mi general, pero he estado tan ocupado que…
Maestre miró a Sofía y ésta le correspondió con una fría mirada de enojo.
– Milagros esperaba que usted la volviera a llamar -prosiguió diciendo el general-. Aunque ahora ya lo ha dejado correr. -Se volvió para mirar a su familia-. A mi mujer le gusta venir aquí, a ver si encuentra alguna parte de los tesoros robados a nuestra familia. Pero yo le digo que acabará pillando algo en medio de todas estas putas de los barrios bajos.
Enarcó las cejas mirando a Sofía y después sus ojos recorrieron de arriba abajo su viejo abrigo negro, tras lo cual dio media vuelta para reunirse de nuevo con su mujer y con Milagros, que fingía estar absorta en la contemplación de una pastorcita de porcelana de Dresde. Sofía lo siguió con la mirada, respirando afanosamente con los puños apretados. Harry le rozó el hombro.
– Sofía, perdona…
Ella le apartó la mano y se volvió de cara a la gente. La aglomeración le impedía caminar más rápido, por lo que sólo podía arrastrar los pies y Harry le dio inmediatamente alcance.
– Sofía, Sofía, perdona. -Suavemente la obligó a volver el rostro para mirarlo-. Es un cerdo, un bruto, por haberte insultado de esta manera.
Para su asombro, ella soltó una carcajada áspera y amarga:
– ¿Tú crees que las personas como yo no estamos acostumbradas a los insultos de las personas como él? ¿Crees que me importa lo que diga este viejo de mierda?
– ¿Entonces?
Sofía meneó la cabeza.
– Bueno, es que tú no lo entiendes; hablamos de estas cosas pero tú no lo entiendes.
Harry buscó sus manos y las tomó en las suyas. La gente los miraba, pero a él le daba igual.
– Quiero entenderlo.
Sofía respiró hondo y se zafó de su presa.
– Será mejor que sigamos caminando, estamos ofendiendo la moralidad pública.
– De acuerdo. -Se situó a su lado y Sofía levantó los ojos hacia él.
– He oído hablar de este hombre. El general Maestre. El suyo era uno de los nombres más temidos durante el asedio. Dicen que en un pueblo mandó reunir en la plaza principal a todas las esposas de los concejales socialistas y ordenó a los moros atarlas y cortarles los pechos en presencia de sus maridos. Sé que hubo mucha propaganda falsa, pero yo atendí como enfermera a un hombre de aquel pueblo y me dijo que era verdad. Y cuando tornaron Madrid el año pasado, Maestre tuvo un destacado papel en la tarea de acorralar a los subversivos. No sólo a los comunistas, sino también a gente que sólo quería vivir en paz y disfrutar de una parte de su país. -Harry vio que estaba llorando, y que las lágrimas le rodaban por las mejillas-. La limpieza, la llamaban. Noche tras noche, oías los disparos procedentes del cementerio del este. Y a veces todavía se oyen. Tomaron esta ciudad como si fueran un ejército de ocupación, y así es como la siguen ocupando. Y la Falange presumiendo y buscando camorra por toda nuestra ciudad…
Habían llegado a una zona más tranquila. Sofía, se detuvo de golpe, respiró hondo y se enjugó el rostro con un pañuelo. Harry se la quedó mirando. No sabía qué decirle. Ella le tocó el brazo.
– Sé que tratas de entenderlo -le dijo-. Pero después te veo hablando con aquel personaje. Has venido a visitar este… infierno… desde otro mundo, Harry. Te quedarás algún tiempo aquí y después te irás. Llévame a tu apartamento, Harry, hagamos el amor. Al menos, podemos hacer el amor. Ahora ya no quiero seguir hablando.
Siguieron caminando en silencio hasta llegar a la plaza de Cascorro, donde empezaba el mercado. Mientras se abrían paso para cruzar la plaza, Harry pensó: «¿Y si pudiera sacarla de aquí y llevármela a Inglaterra?» Pero ¿cómo? Ella jamás dejaría a su madre, a Enrique y a Paco; ¿y yo cómo iba a sacarlos también a ellos? Sofía caminaba delante de él, señalando el camino a través de la muchedumbre, fuerte e indómita, pero menuda y vulnerable en aquella ciudad gobernada por los generales que Hoare y Hillgarth manejaban a su antojo por medio de los Caballeros de San Jorge.
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