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Barbara había oído decir que, cuando se amaba a una persona y después se la dejaba de amar, a veces el amor se convertía en odio. Sandy le había dicho que tenía el corazón lleno de una sensiblería empalagosa, pero no era verdad. Ahora estaba lleno de hastío.
Tenía que ocultar sus sentimientos. Era miércoles y se había vuelto a reunir con Luis; Agustín regresaría de su permiso en cuestión de tres semanas, el 4 de diciembre. En cuanto lo hiciera, Luis se trasladaría a Cuenca para disponer todo lo necesario. La fecha de la fuga dependería de los horarios de los guardias, aunque lo más seguro es que se pudiera hacer antes de Navidad. Durante el tiempo que faltaba, ella tendría que procurar que Sandy no sospechara nada.
La casa, con sus estancias espaciosas y su mobiliario costoso e impecablemente limpio, le resultaba cada vez más opresiva. A veces, experimentaba el impulso de descolgar los relucientes espejos de las paredes y estrellarlos contra las enceradas tablas del suelo. Mientras iba de acá para allá, recorriendo con creciente nerviosismo las habitaciones o contemplando a través de las ventanas el jardín invernal, empezó a preguntarse si se estaría volviendo un poco loca.
Después de su discusión acerca del orfelinato, Barbara había vuelto a mostrarse extremadamente amable y sumisa. El domingo siguiente a la discusión, Sandy salió de buena mañana en su coche; asuntos de negocios, alegó. Barbara salió a dar un paseo y compró unas rosas de Andalucía en una lujosa floristería. Costaban mucho dinero, pero eran las preferidas de Sandy. Las llevó a la mesa en un jarrón. Sandy tomó una y olió su perfume.
– Muy bonitas -dijo secamente-. ¿Entonces ya se te ha pasado el enfado? -Seguía estando de muy mal humor.
– Las peleas son absurdas -contestó ella muy tranquila.
– Tu carta a sor Inmaculada ha provocado cierta perplejidad. Una o dos personas me han preguntado si no estaré dando cobijo a una subversiva.
– Mira, Sandy, no te quiero causar problemas con tus socios en los negocios. ¿Por qué no me ofrezco como voluntaria en otro sitio, quizás en algún hospital militar?
Sandy soltó un gruñido.
– Casi todos están dirigidos por la Falange. No quiero que ahora te pelees con ellos.
– Basta con que no vea maltratar a los niños, eso es todo.
La miró con sus ojos sombríos y gélidos.
– Casi todos los niños son maltratados. Así es la vida. A no ser que tengas suerte, como mi hermano. Tú fuiste maltratada y yo también.
– Pero no de esta manera.
– El maltrato es siempre el mismo. -Sandy se encogió de hombros-. Hablaré con Sebastián acerca del hospital militar.
– Gracias. -Barbara procuró fingir agradecimiento. Sandy soltó un gruñido y se inclinó sobre su plato.
No había vuelto a mantener relaciones sexuales con ella desde la pelea. La tarde siguiente, Barbara bajó a la cocina para hablar con Pilar y, desde la escalera, la oyó reírse. Sandy estaba allí apoyado en la mesa, fumando un cigarrillo con una sonrisa lasciva en los labios. Pilar lavaba los platos en el fregadero. Al ver a Barbara, la chica se puso colorada como un tomate y bajó la cabeza.
– Le traigo la lista de la compra, Pilar -dijo Barbara fríamente-. Se la dejo aquí encima de la mesa.
Más tarde no dijo nada, pero él sí lo hizo. Estaban sentados en el salón, cuando él se reclinó en su asiento acunando en sus manos un vaso de whisky con una sonrisa en los labios.
– Buena chica, Pilar. Aunque a veces es un poco descarada.
Barbara siguió enhebrando una aguja en silencio. «Lo hace para castigarme -pensó-, como si ahora me importara.»
– Hay que ver cómo os gusta coquetear con las criadas -dijo alegremente-. Supongo que es una fantasía, una cosa de las escuelas privadas.
– Si tú supieras cuáles son mis fantasías -dijo él-, no te gustarían. -Algo en su tono de voz indujo a Barbara a mirarlo bruscamente. Él le dirigió una fría mirada y tomó otro trago de whisky.
– Tengo que ir a buscar un patrón que mamá me ha enviado -dijo Barbara.
Acto seguido, abandonó la estancia y se quedó en el pasillo respirando afanosamente. A veces, necesitaba apartarse de él. Y pensaba: «Me paso una hora sentada con él y después salgo unos cuantos minutos. De esta manera, me acerco una hora más al momento en que me iré para siempre.»
Subió al dormitorio. No necesitaba el patrón para nada, pero pensó que sería mejor que lo recogiera. Ya allí, abrió el cajón de su escritorio y acarició su libreta de ahorro. Se alegraba de que el escritorio tuviera una buena cerradura; siempre se guardaba la llave en el bolsillo.
Respiró hondo una vez más. Tendría que bajar para intentar suavizar la situación. Le podría preguntar qué tal iban las cosas con Harry; si Harry se iba a incorporar al proyecto, fuera el que fuera. Pero, en el caso de que él insistiera en seguir utilizando a Pilar para burlarse de ella, dejaría que lo hiciera. Fingiría estar dolida y, de esta manera, tendría otra excusa para no hacer el amor cuando él se le volviera a acercar.
Para su alivio, aquella noche Sandy no volvió a mencionar a Pilar. Cuando ella le preguntó por Harry, le contestó que lo había vuelto a invitar a cenar el jueves de la otra semana. Después se levantó, diciendo que tenía que clasificar unos papeles en su estudio. Barbara lanzó un suspiro de alivio cuando la puerta se cerró a su espalda.
Poco después, oyó sonar el teléfono un par de veces y enmudecer de golpe. Sandy debía de haber contestado a través del supletorio de su estudio. Se había puesto ligeramente nerviosa; al poco rato, se volvió a sobresaltar al oír el timbre de la puerta. «Quién demonios será -pensó-, ya es muy tarde.» Dejó la labor.
Oyó que Pilar subía de la cocina y, después, el repiqueteo de sus tacones sobre el mosaico del suelo. Al cabo de un minuto, la chica llamó con los nudillos y entró en el salón. Por muy poco que le importara lo que Sandy pudiera hacer en aquellos momentos, Barbara experimentó una punzada de cólera.
– ¿Quiénes?-preguntó.
Pilar no quería mirarla a la cara.
– Disculpe, señora, es un hombre que quiere ver al señor Forsyth. Parece un poco… -vaciló- extranjero. Ya sé que al señor Forsyth no le gusta que lo molesten en su estudio.
– Voy a ver quién es. -Barbara se levantó y pasó por delante de la chica. Una ráfaga de aire la azotó desde el recibidor; Pilar había dejado la puerta de la entrada abierta de par en par. Un anciano menudo con un abrigo manchado y un sombrero viejo y flexible esperaba en el umbral. Llevaba unas gafas rotas sujetas sobre el caballete de la nariz con esparadrapo. Se quitó el sombrero.
– Perdón, señora, ¿está el señor Forsyth en casa?
Hablaba español muy despacio y con gran esfuerzo, con un marcado acento francés. Barbara le contestó en este idioma.
– Sí. ¿En qué puedo servirlo?
En el rostro del anciano se dibujaron unas arrugas de alivio.
– Ah, habla usted francés. Mi español es muy deficiente. Perdone que la moleste. Me llamo Blanc, Henri Blanc, y tengo que entregarle una cosa al señor Forsyth.
Rebuscó en el interior de su abrigo y sacó una bolsita de lona que emitió un sonido metálico. Barbara lo miró perpleja.
– Disculpe -dijo el hombre-. Tengo que explicarme. Soy uno de los refugiados que el señor Forsyth ha estado atendiendo.
– Ah, comprendo. -Eso explicaba la ropa raída y el acento francés. Era uno de los judíos. Sujetó la puerta para que no se cerrara-. Pase, por favor.
El anciano meneó la cabeza.
– No, no; se lo ruego. No quiero molestar a estas horas. Es que hoy me han dicho que ya tengo mi permiso de traslado a Lisboa. -Sonrió, sin poder disimular su alegría-. Me voy con mi familia mañana a primera hora. -Volvió a ofrecerle el paquete-. Acéptelo, por favor. Dígale que es de máxima calidad, tal como le dije. Llevan en nuestra familia mucho tiempo, pero merece la pena para poder trasladarnos a Lisboa.
– Muy bien. -Barbara tomó el paquete-. Tiene que haber caminado mucho… ¿seguro que no quiere entrar un minuto? -Estudió sus zapatos, los tacones estaban casi totalmente gastados; probablemente, había caminado con ellos desde Francia.
– No, gracias. Tengo que regresar -contestó el hombre, sonriendo-. Pero estaba obligado a cumplir mi promesa. Dele las gracias al señor Forsyth de mi parte. Hemos estado muy preocupados; dicen que los alemanes están enviando a los refugiados republicanos desde Francia y tenemos miedo de que nos pidan a nosotros a cambio. Pero ahora estaremos a salvo gracias a su marido. -Alargó la mano para estrechar la suya, se volvió a poner el sombrero, dio media vuelta y se alejó renqueando ligeramente por el camino particular.
Barbara cerró la puerta. Vio una sombra en lo alto de la escalera del sótano y se dio cuenta de que Pilar había estado escuchando. ¿Sería eso lo que tendría que aguantar a partir de ahora?
– Pilar -llamó, levantando la voz-, ¿me puede preparar una taza de chocolate, por favor?
La sombra pegó un brinco y la chica contestó.
– Sí, señora.
Sus pisadas bajaron rápidamente los peldaños de la escalera de la cocina. Barbara se quedó en el vestíbulo, sopesando la bolsa que sostenía en las manos. No eran monedas, sino algo más liviano. Regresó al salón y tiró de la cinta que cerraba la bolsa. Vació el contenido en la palma de su mano. Había sortijas y collares, un par de broches y algunos objetos de extraña forma que parecían tener una función religiosa. Todos eran de oro, de claro y reluciente oro. Frunció el entrecejo, perpleja.
Pensó que sería mejor que le entregara la bolsa a Sandy. Subió lentamente los peldaños. La calefacción central silbaba y gorgoteaba en el silencioso pasillo. Una luz se filtraba por debajo de la puerta del estudio. Lo oyó hablar, aún debía de estar al teléfono. Estaba a punto de llamar con los nudillos, pero algo en el tono de su voz le impidió hacerlo. Le recordaba su voz de antes, cuando le había mencionado sus fantasías.
– Ya tendría que haber cantado. Lleváis con él todo el día. ¿Qué le habéis hecho? -Una pausa y después de nuevo la voz de Sandy-. Estos viejos soldados de Marruecos aguantan mucho. ¿Sigue diciendo que Gómez es su verdadero apellido? Bueno, supongo que tiene su lógica, han tenido que crear documentación falsa para un nombre falso, y eso es territorio de la Gestapo. -Más silencio, un par de gruñidos en respuesta a lo que el hombre del otro extremo de la línea estaba diciendo y de nuevo la voz de Sandy, cortante e irritada-: Lo dejo en vuestras expertas manos. -Otra pausa antes de añadir-: Hay sitios de sobra por Santa María. Oye, te tengo que dejar. Tengo aquí los papeles de Brett. No, él confía en mí. Sí. Adiós. -Se oyó un clic cuando colgó el aparato.
Las frases resonaban en la cabeza de Barbara. «¿Qué le habéis hecho?» «Territorio de la Gestapo.» Y, en cierto modo, Harry estaba implicado en todo aquello. Se quedó allí con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. Oyó que Sandy abría un cajón de su escritorio y después un gruñido. Tragó saliva y se apartó de la puerta, apretando la bolsa de lona en su mano. Se la daría más tarde.
En el salón, Pilar había dejado la taza de chocolate encima de la mesa de costura. Se sentó pesadamente con la bolsa en el regazo. Pero ¿en qué demonios andaría Sandy metido? Recordó las burlas sobre sus fantasías. «Sería capaz de cualquier cosa -pensó-; jamás he llegado a conocerlo realmente.» Volvió a tragar saliva y depositó la bolsa encima de la mesa de costura. La contempló en silencio con el cuerpo en tensión y el oído atento a sus pisadas al otro lado de la puerta.