Книга: Invierno en Madrid
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Habían acordado que, a la vuelta de la mina, Harry acudiría directamente a la embajada para presentar su informe. Le pidió a Sandy que lo dejara en la puerta de su casa, alegando que tenía que traducir un documento. En cuanto el vehículo dobló la esquina, Harry tomó un tranvía para dirigirse a la calle de Fernando el Santo.
Tolhurst estaba en su despacho, leyendo un ejemplar cuatro días atrasado del Times. Se había producido un corte de electricidad y él se había puesto un jersey grueso con un dibujo muy llamativo para protegerse del frío. El jersey le confería una apariencia más juvenil, como de regordete colegial.
– ¿Cómo ha ido? -le preguntó con ansia.
– Existe una mina, eso seguro. -Harry se sentó y respiró hondo-. Pero algo ha fallado.
El rostro redondo de Tolhurst pareció encogerse.
– ¿Cómo? ¿Sandy desconfía de ti?
– No es eso. Me acompañó en un recorrido por la mina. Está más allá de Segovia; abarca un territorio muy amplio, aunque la producción parece ser que se encuentra en una fase muy inicial. Otero estaba allí y esta vez se mostró muy amable conmigo.
– ¿Y qué más?
– Cuando ya nos íbamos, salió el vigilante para abrirnos la verja y yo lo reconocí. Es un tal Gómez. Trabaja para Maestre; ¿recuerdas que lo conocimos en la fiesta?
– Sí, era su antiguo ordenanza o algo por el estilo.
– Lo saludé sin pensar. Él me reconoció, pero yo comprendí que estaba asustado.
– Mierda. ¿Y cómo reaccionó Forsyth?
– Captó de inmediato el detalle y me preguntó dónde había conocido a Gómez.
– ¿Y tú se lo dijiste?
– Sí; lo siento, Simón, me… me quedé en blanco, no conseguí inventarme ninguna trola en aquel momento. Dije que Gómez trabajaba para Maestre y que quizá lo habían despedido. Fue lo único que se me ocurrió.
– Maldita sea. -Tolhurst cogió un lápiz y empezó a darle vueltas entre las manos. Harry estaba furioso consigo mismo, horrorizado ante las consecuencias que su fallo pudiera tener para Gómez-. Supe que Sandy estaba preocupado. Se detuvo en un pueblo, dijo que tenía que hacer una llamada. Salió con la cara muy seria. Debió de llamar a Otero. ¿Cómo puede Maestre estar metido en todo eso, Simón?
Tolhurst se mordió el labio.
– Pues no lo sé, pero está metido en todas las batallas de monárquicos contra falangistas. Sabíamos que formaba parte del comité de evaluación de la mina de oro, pero el capitán no ha conseguido sonsacarle nada más. Es muy hermético en todo lo que él considera intereses nacionales de España.
«O sea que los Caballeros de San Jorge sólo te llevarán hasta un determinado punto», pensó Harry.
– No tendrías que haber saludado a alguien que sabías que trabajaba para él -dijo severamente Tolhurst-. Tendrías que haber adivinado que quizá se trataba de una tapadera.
– Jamás me había visto obligado a pensar tan rápido. Lo siento. Estaba totalmente concentrado en el emplazamiento de la mina y en tratar de interpretar bien el papel de un inversor auténtico.
Tolhurst soltó el lápiz.
– Forsyth comprenderá que Maestre no puede haber despedido sin más a un antiguo ordenanza suyo al que, encima, utilizaba para acompañar a su hija. Por Dios, Harry, menudo lío has armado. Se lo tendré que decir al capitán. Ahora mismo está reunido con sir Sam, hay una valija diplomática que tiene que salir esta misma noche. Espera aquí.
Tolhurst se retiró y él se quedó allí, mirando tristemente a través de la ventana. Bajó por la calle un mendigo montado en un burrito con los pies casi rozando el suelo a ambos lados. Unos pesados fardos de leña iban atados al lomo del animal. Harry pensó en las tremendas cargas que las bestias de pequeño tamaño se veían obligadas a soportar; parecía que estuviera a punto de rompérsele el espinazo.
Fuera se oyeron unas rápidas pisadas. Harry se levantó en el momento en que Tolhurst, con semblante muy serio, abría la puerta para franquearle la entrada a Hillgarth. Lo acompañaba el embajador. Hoare, con el rostro enjuto congestionado por la furia, se dejó caer en el asiento de Tolhurst, mirando ceñudo a Harry.
– Es usted un maldito insensato, Brett -empezó diciendo Hillgarth-. Pero ¿cómo se le ha ocurrido?
– Disculpe, señor, yo no sabía que Maestre…
Hoare se dirigió a Hillgarth en un tono cortante como el cuchillo.
– Alan, le advertí que esta operación era muy arriesgada. Siempre se lo digo, nada de operaciones encubiertas; tendríamos que habernos limitado a recoger información y nada más. Nosotros no somos el maldito SOE, la Dirección de Operaciones Especiales. Pero no, ¡usted y Winston tenían que montarse sus propias historias! Ahora puede que hayamos puesto en peligro nuestras relaciones con todo el sector monárquico por culpa de este idiota. -El embajador señaló a Harry con el gesto de quien espanta un molesto insecto.
– Vamos, Sam, Maestre nos habría dicho algo si hubiera puesto en práctica su propio plan.
– ¿Y por qué iba a hacerlo? ¿Por qué? Es su maldito país. -Hoare se acercó a la frente una mano trémula de rabia-. Maestre es una de nuestras mejores fuentes. He sudado sangre durante estos últimos cinco meses para convencer a los monárquicos de que tenemos intereses comunes y de que Inglaterra no constituye una amenaza para ellos. He intentado convencer a Winston de que hiciera algún gesto amistoso a propósito de Gibraltar para expulsar a la chusma de Negrín. Y usted ya sabe qué otras cosas he hecho también. Y ahora se enterarán de que habíamos montado una operación secreta que choca con una de las suyas, pese a todas mis promesas de apoyo.
– Si le ocurre algo a este Gómez -dijo Hillgarth-, no se podrá relacionar con nosotros.
– ¡No sea necio! Si Maestre tenía a un hombre en el lugar, seguro que éste habrá metido las narices en sus papeles. Eso es lo primero que haría. ¿Y si hubiera alguna nota acerca de un posible inversor en este proyecto llamado señor H. Brett, traductor adscrito al Servicio Diplomático de su majestad? -El rostro enjuto de Hoare se aflojó como si estuviera profundamente cansado-. Supongo que será mejor que llame a Maestre y lo advierta de que intente limitar los daños.
– Disculpe, señor -se atrevió a decir Harry-. Si hubiera sabido…
Hoare lo miró con rabia mientras el labio superior se le curvaba sobre unos pequeños dientes muy blancos.
– ¿Si lo hubiera sabido? Saber las cosas no es ningún maldito asunto suyo, su misión es mantenerse alerta y parar las pelotas. -Se volvió hacia Hillgarth-. Será mejor que aborte este proyecto. Envíe a este maldito insensato a casa, que se vaya a luchar contra los italianos en el norte de África. Yo dije que, si tuviéramos que hacerlo, lo mejor habría sido abordar directamente a Forsyth y tratar de sobornarlo sin tantas historias de espías y misterios.
Hillgarth tomó serenamente la palabra, aunque en su voz se percibiera un cierto tono de cólera reprimida.
– Señor embajador, decidimos que este camino sería demasiado peligroso, a menos que supiéramos cuánto valía para él el proyecto. Ahora ya lo sabemos, sabemos lo importante que es. Y la tapadera de Brett aún no ha quedado al descubierto; si éste le dijera a Forsyth que conoce al hombre de Maestre, puede que ganara credibilidad.
– Tengo que llamar a Maestre. Hablaremos más tarde. -Hoare se levantó y Tolhurst se apresuró a abrirle la puerta. El embajador le dirigió una mirada asesina al pasar por su lado-. Debería haberlo comprendido, Tolhurst. Hillgarth, lo necesito para esta llamada.
Tolhurst cerró lentamente la puerta a su espalda.
– Será mejor que te vayas a casa, Harry. Se pasarán toda la noche discutiendo.
– Esta noche pensaba ir al teatro. Macbeth. ¿Puedo?
– Supongo que sí.
– Tolly, ¿qué ha querido decir Hoare con eso de que deberías haberlo comprendido?
Tolhurst esbozó una sonrisa irónica.
– Yo soy tu vigilante, Harry. Controlo de cerca todo lo que haces, informo al capitán Hillgarth. Todos los espías inexpertos tienen un vigilante y yo soy el tuyo.
– Ah. -Harry ya lo sospechaba, pero el hecho de saberlo le produjo una sensación de profunda decepción.
– Siempre dije que lo estabas haciendo muy bien; Hillgarth empezaba a perder la paciencia, pero yo le decía que estabas manejando el asunto de Forsyth con sumo cuidado. Y hasta ahora, lo has hecho muy bien. Pero no te puedes permitir ningún error, no en este trabajo.
– Ah.
– No pensaba que pudieras cometer un fallo tan garrafal. Eso es lo malo. Si un sujeto te cae simpático, acabas siendo parcial. -Tolhurst le dirigió a Harry una mirada de resentimiento-. Será mejor que te vayas. Apártate de la vista de Hillgarth. Te llamaré cuando te necesitemos.

 

Harry llegó tarde al teatro. Se había pasado horas caminando de un lado a otro de su apartamento, pensando en su error, en la cólera de Hoare y Hillgarth, en la revelación de que, en cierto modo, Tolhurst había sido su espía. «No estoy hecho para eso -pensó-; jamás quise hacerlo.» Si lo enviaran a casa, no lo lamentaría, aunque fuera una vergüenza y un descrédito para él. Se alegraría de no volver a ver a Sandy jamás. Pero no podía quitarse de la cabeza a Gómez, el súbito terror que había visto en los ojos del viejo soldado.
Se dijo que todo aquello no lo iba a llevar a ninguna parte. Consultó el reloj y experimentó un sobresalto al darse cuenta de lo tarde que era. Tras haberse pasado tanto tiempo pensando en Sofía, se dio cuenta de que aquel día apenas había pensado en ella. Se cambió a toda prisa, tomó el abrigo y el sombrero y salió corriendo.
Sofía ya lo estaba esperando cuando él llegó al teatro, una figura diminuta tocada con una boina y enfundada en su viejo abrigo negro, de pie a la sombra de la entrada mientras elegantes parejas subían los peldaños del teatro. No llevaba bolso de mano; puede que no se pudiera permitir el lujo de tenerlo. Al verla tan menuda y vulnerable, el corazón le dio un vuelco en el pecho. Cuando se le acercó, vio que un mendigo, un anciano en una silla de ruedas de fabricación casera, la estaba atosigando.
– Ya le he dado todo lo que puedo -dijo ella.
– Por favor, sólo un poquito más. Para que pueda comer mañana.
Harry se le acercó corriendo.
– Sofía -dijo casi sin resuello-. Siento llegar con retraso. -Ella lo miró con alivio. Harry dio cincuenta céntimos al mendigo y éste se alejó en su silla de ruedas-. Ha habido un… pequeño conflicto en el trabajo. ¿Lleva mucho rato esperando?
– No, pero es que, por el hecho de verme aquí, ese hombre pensaba que tenía dinero.
– Vaya por Dios, ¿qué puedo decir? -Harry la miró sonriendo-. Me alegro de verla.
– Y yo a usted.
– ¿Cómo está Enrique?
Sofía volvió a sonreír.
– Casi curado.
– Muy bien. -Harry carraspeó-. ¿Entramos?
Le ofreció tímidamente el brazo y ella lo aceptó. El calor de aquel cuerpo contra el suyo lo reconfortó.
Sofía había hecho un gran esfuerzo. Se había rizado elegantemente las puntas del cabello y se había aplicado polvos en la cara y carmín en los labios. Estaba muy guapa. El público que llenaba el vestíbulo lo integraban burgueses muy bien vestidos, y las mujeres lucían pendientes y collares de perlas. Sofía los estudió con expresión de divertido desprecio.
Harry había conseguido unas localidades situadas hacia el centro de la platea llena a rebosar. Alguien en la embajada había dicho que la vida cultural empezaba a renacer y que quien se lo podía permitir estaba evidentemente deseoso de salir una noche.
Sofía se quitó el abrigo. Debajo lucía un largo vestido blanco de corte impecable que realzaba su piel morena, con un escote más pronunciado de lo que en aquellos momentos se consideraba correcto. Harry apartó rápidamente la mirada. Ella lo miró sonriendo.
– Ah, qué calor hace aquí, ¿cómo lo consiguen?
– Calefacción central.
En el entreacto se fueron a tomar unas copas al bar. Sofía se sentía incómoda entre los apretones de la gente y tosió al primer sorbo de vino.
– ¿Se encuentra bien?
Ella rió con una carcajada nerviosa que contrastaba con su habitual confianza.
– Perdón, es que no estoy acostumbrada a tanta gente. Cuando no estoy en casa, estoy en la vaquería. -Sonrió con ironía-. Ahora estoy más acostumbrada a las vacas que a las personas.
Una mujer la miró, enarcando las cejas.
– ¿Y qué tal se está allí? -Harry sabía que las callejuelas de Madrid estaban llenas de pequeñas vaquerías, unos lugares muy poco saludables y con muy poco espacio.
– El trabajo es muy duro; pero, por lo menos, me dan leche para la familia.
– Debe de estar hasta el moño.
– Pero nos ayuda a ir tirando. Los hombres del organismo del Gobierno vienen cada día a llevarse sus cien litros que, una vez bautizados para el racionamiento, se convierten en doscientos.
– Terrible -dijo Harry, meneando la cabeza.
– Es usted un hombre muy extraño -le dijo ella.
– ¿Por qué?
– Su interés por mi vida. Una vaquería maloliente dista mucho de aquello a lo que está usted acostumbrado, supongo. -Sofía se inclinó hacia delante-. Fíjese en todas estas personas que hablan de las cosas que han comprado en el mercado negro y de sus problemas con la servidumbre. ¿No son éstas las cosas de que suelen hablar las personas de su clase? -En su rostro se había vuelto a dibujar la leve sonrisa burlona de antes.
– Sí. Pero yo ya estoy harto.
Sonó un timbre y regresaron a la sala. Durante el segundo acto, Harry se volvió un par de veces para mirarla, pero Sofía estaba tan enfrascada en la representación que no le correspondió con una sonrisa como él esperaba. Llegaron al momento en que lady Macbeth camina como en sueños, torturada por el remordimiento del asesinato que ella ha instado a cometer a su marido. «¿Cómo, jamás podré lavar mis manos?» Harry experimentó un repentino arrebato de pánico al pensar que quizá sería el culpable de la muerte de Gómez y tendría las manos manchadas de sangre. Emitió un jadeo y se agarró con fuerza a los brazos de la butaca; Sofía se volvió para mirarlo. Al término de la función, sonó el himno nacional a través de los altavoces. Harry y Sofía se pusieron en pie, pero no se unieron a las numerosas personas que levantaron el brazo haciendo el saludo fascista.
Al salir al frío de la calle, Harry volvió a sentirse un extraño, más extraño de lo que jamás se hubiera sentido en muchos meses. Le volvían a zumbar los oídos, el corazón le latía muy rápido y se dio cuenta de que le temblaban las piernas. Suponía que era una reacción tardía a todo lo que había ocurrido aquel día. Mientras se dirigían a la parada del tranvía trató de entablar conversación, consciente de que le temblaba la voz. No tomó a Sofía del brazo; no quería que ésta notara su temblor.
– ¿Le ha gustado la obra?
– Sí -contestó Sofía, sonriendo-. No sabía que Shakespeare pudiera ser tan apasionado. Todos los asesinos reciben su justo castigo, ¿verdad?
– Sí.
– No ocurre lo mismo en el mundo real. -Harry no la había oído debidamente y ella tuvo que repetir lo que había dicho.
– Pues no, la verdad.
Llegaron a la parada del tranvía. Ahora Harry temblaba de pies a cabeza y ansiaba desesperadamente apartarse del frío y húmedo aire nocturno. No había ningún tranvía detenido en la parada. Tampoco había gente esperando, lo cual significaba probablemente que un tranvía acababa de marcharse. Necesitaba sentarse. Maldijo su temor; si tenía que experimentarlo, ¿por qué no en el apartamento, cuando estuviera solo?
– ¿Le ocurre algo? -oyó que Sofía le preguntaba.
De nada hubiera servido fingir, ahora se notaba todo el rostro empapado de sudor frío.
– No me encuentro demasiado bien. Perdone, es que de vez en cuando me dan estos pequeños ataques, desde que estuve en los combates de Francia. Ya se me pasará, no se preocupe; perdone, es una tontería.
– No es una tontería. -Sofía lo miró, preocupada:-. Es algo que les ocurre a los hombres en la guerra, lo vi aquí. Debería coger un taxi, lo acompañaré a su casa. No conviene que espere en medio del frío.
– Ya se me pasará, se lo aseguro. -No soportaba exhibir su debilidad de aquella manera, no lo soportaba en absoluto.
– No, voy a buscar un taxi. -De repente, Sofía había asumido el mando de la situación, como había hecho en su casa-. ¿Puede quedarse aquí un momento mientras yo me acerco a la esquina? He visto unos cuantos taxis esperando.
– Sí, pero…
– Sólo será un minuto. -Ella le rozó el brazo, lo miró sonriendo y se alejó. Harry se apoyó en el frío poste de la parada, inspirando hondo a través de la nariz y espirando por la boca como le habían enseñado a hacer en el hospital. Momentos después, se acercó un taxi.
Sentado en medio del calor del vehículo, enseguida se sintió mejor. Miró a Sofía con una triste sonrisa.
– Menuda manera de terminar la velada, ¿eh? Deje que pague yo el taxi para que la lleve a casa.
– No, quiero asegurarme de que se encuentra bien. Está muy pálido -dijo Sofía, estudiándolo con mirada profesional.
Al llegar a su destino, el taxi los dejó. Harry temía necesitar la ayuda de Sofía para subir la escalera, pero ahora ya se encontraba mucho mejor y subió sin ningún problema. Abrió la puerta y ambos pasaron al salón.
– Siéntese en aquel sofá -le dijo ella-. ¿Tiene un poco de alcohol?
– Hay algo de whisky en aquel aparador.
Ella fue por un vaso a la cocina y le preparó un trago. El whisky le hizo experimentar como una especie de pequeña sacudida. Sofía lo miró sonriendo.
– Bueno, ya le está volviendo el color a la cara. -Encendió el brasero y se sentó en el otro extremo del sofá, mirándolo.
– Beba usted también -le dijo Harry.
– No, gracias. No me gusta demasiado. -Estudió la fotografía de los padres de Harry.
– Son mi madre y mi padre.
– Es una fotografía muy bonita.
– Su madre me enseñó la fotografía de su boda el día que acompañé a Enrique a casa.
– Sí. Ella, papá y tío Ernesto.
– Su tío era sacerdote, ¿verdad?
– Sí, en Cuenca. No hemos sabido nada de él desde que empezó la Guerra Civil. Puede que haya muerto; Cuenca estaba en la zona republicana. ¿Le importa que fume, Harry?
– Claro que no. -Harry tomó el cenicero de la mesita auxiliar y se lo pasó. Observó que la mano le seguía temblando ligeramente.
– ¿Fue muy grave? -preguntó Sofía-. La guerra en Francia, quiero decir.
– Sí, una granada estalló justo a mi lado y mató al hombre que estaba conmigo. Me quedé sordo durante algún tiempo y sufría unos tremendos ataques de pánico. Últimamente, me encuentro mucho mejor. Luché contra ellos y pensé que los había derrotado, pero esta noche han vuelto.
– Quizá no se cuida usted lo bastante.
– Me encuentro bien. No me puedo quejar, recibo buenas raciones y vivo en este apartamento tan grande.
– Sí, es bonito. -Sofía miró alrededor-. Pero la atmósfera resulta un poco triste.
– La verdad es que para mí es demasiado grande. Me paseo constantemente de un lado para otro. Pertenecía a un funcionario comunista.
– Aquella gente se daba muy buena vida. -Sofía suspiró.
– A veces, me parece sentir su presencia. -Harry soltó una tímida carcajada.
– Ahora Madrid está lleno de fantasmas.
Todas las luces se apagaron y los sumieron en la más completa oscuridad, salvo por el resplandor del brasero. Ambos soltaron una exclamación y después Sofía explicó:
– Es sólo un corte de electricidad.
– Vaya, hombre, lo que faltaba.
Ambos se echaron a reír.
– Tengo unas velas en la cocina -dijo Harry-. Deme una cerilla para que vea un poco e iré por ellas. ¿A no ser que usted prefiera volver a casa?
– No -contesto Sofía-. Es bueno hablar un rato.
Harry encendió las velas y las colocó en unos platitos. Las velas iluminaron la estancia con una trémula luz amarilla. Allí donde lo iluminaba la luz, Harry observó una vez más que el cabello de la chica no era totalmente negro, sino que tenía unos reflejos castaños. Tenía un rostro muy triste.
– Siempre nos cortan la luz -dijo-. Ya nos hemos acostumbrado.
Harry permaneció en silencio un instante y después dijo:
– He visto aquí más penalidades de las que jamás hubiera imaginado.
– Sí. -Sofía volvió a suspirar-. ¿Recuerda a nuestra beata, la señora Ávila? Ayer vino a vernos. Dice que el cura está preocupado, y teme que no estemos cuidando debidamente a Paco; quiere que lo dejemos ir al orfelinato. El cura no vino personalmente porque nosotros no vamos a la iglesia. Naturalmente, ésta es la verdadera razón de que quieran apartarnos de Paco. Pero no lo van a conseguir. -Su expresión se endureció por un instante-. Enrique pronto podrá volver a trabajar. Puede que haya trabajo para él en la vaquería.
– Yo tengo una amiga, una inglesa, que trabajó durante algún tiempo en uno de esos orfelinatos. Dijo que era un mal sitio. Y se fue.
– Pues yo he oído hablar de niños que se suicidan. Eso es lo que yo temo que ocurra con Paco. Siempre tiene miedo. Apenas habla y sólo lo hace con nosotros.
– ¿Hay alguien que pudiera… no sé cómo decirlo… ayudarlo?
Sofía se rió amargamente.
– ¿Quién? Sólo estamos nosotros.
– Lo siento.
Sofía se inclinó hacia delante mientras sus grandes ojos brillaban a la luz de las velas.
– No tiene por qué sentirlo. Ha sido muy amable. Se preocupa por los demás. Los forasteros y los ricos de aquí cierran los ojos ante la manera en que vive la gente. Y los que no tienen nada están abatidos y se muestran apáticos. Es bueno conocer a alguien que se preocupa. -Sonrió levemente-. Aunque eso lo entristezca. Es usted un hombre bueno.
Harry pensó en Gómez y en el terror de sus ojos. Denegó con la cabeza.
– No, no lo soy. Quisiera serlo, pero no lo soy. -Se sujetó la cabeza entre las manos, lanzó un profundo suspiro y la miró. La muchacha lo miraba sonriendo. Entonces él alargó la mano y tomó la suya-. La buena es usted -dijo.
Ella no apartó la mano y la mirada de sus ojos se suavizó. Harry se inclinó muy despacio hacia ella y le rozó los labios con los suyos. El vestido de Sofía emitió un leve crujido cuando ésta se inclinó hacia delante para besarlo, un beso profundo y prolongado con un fuerte y apasionante sabor a tabaco. Harry se apartó.
– Perdón -dijo-. Usted está sola en mi apartamento y yo no quería…
Sofía sonrió, denegando con la cabeza.
– No. Me alegro. No me costó demasiado comprender lo que sentía. Y llevo pensando en usted desde que visitó nuestra casa y se sentó en el salón con aquella expresión tan desconcertada, pero con deseo de ayudarnos. -La muchacha bajó la cabeza-. No quería sentir lo que siento, ya bastante complicadas son nuestras vidas. Por eso no llamé al médico al principio. Pobre Enrique -añadió sonriendo-. Ya ve usted lo egoísta que soy.
Harry se inclinó hacia delante y le tomó la mano. Era pequeña y cálida y estaba llena de vida.
– Es usted la persona menos egoísta que he conocido. -Algo en él seguía dudando, no podía creer lo que estaba ocurriendo.
– Harry -dijo ella.
– Pronuncia mi nombre como nadie -dijo él, soltando entre dientes una pequeña carcajada.
– Es más fácil de pronunciar que la manera en que los ingleses dicen David.
– ¿El chico de Leeds?
– Sí. Estuvimos juntos algún tiempo. En la guerra hay que aprovechar las oportunidades que se presentan. A lo mejor lo escandalizo. Los católicos dirían que soy una mujer inmoral.
– Eso, nunca. -Harry vaciló, pero después se inclinó hacia ella y la volvió a besar.
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