Книга: Invierno en Madrid
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Sandy se reunió con Harry en la puerta de su casa a primera hora de la mañana. Era un día frío y despejado, el oblicuo sol brillaba en un cielo claro y azul. Sandy bajó de su Packard y le estrechó la mano a Harry. Vestía un grueso abrigo de lana de camello y una bufanda de seda, y la luz del sol arrancaba destellos de su cabello engominado. Se le veía feliz y rebosante de entusiasmo por el hecho de haber salido de casa tan temprano.
– ¡Qué mañana tan estupenda! -dijo, contemplando el cielo-. No solemos disfrutar de muchas mañanas como ésta en invierno. -Abandonaron Madrid en dirección noroeste para subir a la sierra de Guadarrama-. ¿Te apetece venir a cenar a casa un día de éstos? -preguntó Sandy-. Sólo Barbara y nosotros dos. La sigo viendo un poco extraña. Puede que eso la anime.
– Me parece muy bien. -Harry respiró hondo-. Me alegro de que me hayas incluido en este proyecto.
– Faltaría más -contestó Sandy, sonriendo con expresión condescendiente.
Subieron hasta el final de la carretera de montaña; por encima de ellos, las cumbres más altas ya estaban cubiertas de nieve. Después bajaron de nuevo a la desnuda y parda campiña, cruzaron Segovia y giraron al oeste hacia Santa María la Real. Había muy poco tráfico y el campo estaba desierto y en silencio. Harry recordó el día de su llegada y el desplazamiento en automóvil a Madrid en compañía de Tolhurst.
Al cabo de una hora, Sandy enfiló un polvoriento sendero de carros que serpeaba entre las lomas.
– Ahora me temo que tendremos que prepararnos para unos cuantos brincos, nos queda todavía media hora hasta la mina.
En el sendero, las huellas de los cascos de los asnos quedaban tapadas por los surcos profundos de vehículos pesados. El automóvil empezó a experimentar sacudidas, pero Sandy circulaba con absoluta confianza y seguridad.
– No hago más que pensar en Rookwood desde que volvimos a encontrarnos -dijo en tono pensativo-. Piper se trasladó de nuevo a nuestro estudio cuando a mí me expulsaron, ¿verdad? Me lo dijiste en una carta.
– Sí.
– Apuesto a que debió de pensar que había ganado.
– No lo creo. Apenas volvió a mencionar tu nombre, que yo recuerde.
– No me sorprende que se hiciera comunista, siempre había sido un poco fanático. Me miraba como si nada le hubiera gustado más en esta vida que empujarme contra una pared para que me pegaran un tiro. -Sandy meneó la cabeza-. Los comunistas siguen siendo el verdadero peligro para el mundo, ¿sabes? Es contra Rusia contra lo que tendría que combatir Inglaterra, no contra Alemania. Pensaba que eso es lo que ocurriría después de lo de Múnich.
– El fascismo y el comunismo son malos de por sí, tanto el uno como el otro.
– Quita, hombre, por Dios. Por lo menos, con las dictaduras de derechas la gente como nosotros está a salvo; siempre y cuando sigamos las directrices del partido. Aquí apenas hay impuestos sobre la renta, aunque reconozco que el hecho de tener que bregar con la burocracia puede ser un engorro. No obstante, el Gobierno tiene que enseñarle a la gente quién es el que manda. Eso es lo que ellos piensan: conseguir que todo el mundo cumpla estas normas, enseñarles a los españoles el orden y la obediencia.
– Pero la burocracia es completamente corrupta.
– Esto es España, Harry. -Sandy lo miró con afectuosa ironía-. En el fondo, sigues siendo un hombre de Rookwood, ¿verdad? ¿Sigues creyendo en todos aquellos códigos de honor?
– Antes creía en ellos. Ahora ya no sé ni lo que soy.
– En los viejos tiempos, yo te admiraba por eso, ¿sabes? Pero son cosas del colegio, Harry, no es la vida real. Supongo que la vida académica también nos protegía mucho.
– Sí, es verdad, tienes toda la razón. Aquí se me han abierto mucho los ojos acerca de ciertas cosas.
– El mundo real, ¿eh?
– Más bien, sí.
– Ahora todos necesitamos seguridad con vistas al futuro, Harry. Yo te puedo ayudar a conseguirla si tú me lo permites. -Había algo así como una petición de beneplácito en el tono de voz de Sandy-. Y no hay nada más seguro que el oro, sobre todo en los tiempos que corren. Bueno, ya hemos llegado.
Más adelante, una alta alambrada de púas rodeaba una amplia extensión de terreno ondulado. En la tierra amarilla se habían perforado unos grandes hoyos, algunos de ellos parcialmente llenos de agua. Cerca de allí descansaban dos excavadoras mecánicas. El camino terminaba ante una verja con una cabaña de madera en la parte interior. A cierta distancia se podían ver otras dos cabañas, una de ellas bastante grande, y también un fortín de piedra de gran tamaño. Un letrero junto a la verja decía: «Nuevas Iniciativas S. A. Prohibida la entrada. Con el patrocinio del Ministerio de Minas.» Sandy hizo sonar la bocina y un escuálido anciano salió precipitadamente de la cabaña a abrir la verja. El hombre saludó a Sandy mientras el vehículo cruzaba la entrada y se detenía. Ambos bajaron del automóvil. Un viento frío cortaba las mejillas de Harry, que se encasquetó mejor el sombrero.
Sandy se volvió hacia el vigilante.
– ¿Todo bien, Arturo?
– Sí, señor Forsyth. Ha venido el señor Otero, está en el despacho. -El tono del vigilante era de respeto. «El que habría cabido esperar de un empleado más joven para con el jefe», pensó Harry. Aunque le resultaba extraño imaginarse a Sandy como un jefe al frente de una plantilla de empleados.
En un pliegue de las colinas se distinguía una finca de considerable tamaño rodeada de álamos. Unas cabezas de ganado negro pastaban en los campos circundantes. Sandy señaló en la distancia.
– Ese es el terreno que queremos comprar. Alberto ha estado allí en el más absoluto secreto y ha tomado algunas muestras. Por cierto, se alegra mucho de tu visita. Yo lo convencí. Temía confiar en alguien que trabaja en la embajada; pero yo le dije que tu palabra era tu garantía, le aseguré que no dirías nada.
– Gracias. -Harry experimentó una punzada de remordimiento. Procuró concentrarse en lo que Sandy le estaba diciendo.
– El filón de oro llega justo hasta debajo de la finca y allí es todavía más abundante. El ganadero cría toros de lidia. No es demasiado listo, ni siquiera se ha enterado de lo que hacemos aquí. Creo que lo podríamos convencer de que vendiera. -Sandy soltó una repentina carcajada mientras contemplaba los campos-. ¿No te parece maravilloso? Lo tenemos todo allí. A veces, ni yo mismo me lo creo. Y nos haremos con la propiedad de esta finca, no te quepa la menor duda. Le he dicho al ganadero que le pagaremos en efectivo para que se pueda ir a vivir con su hija a Segovia. -Se volvió para mirar a Harry-. Por regla general, se me da muy bien eso de convencer a la gente de que haga las cosas a mi manera, averiguar qué es lo que le interesa y colocárselo delante como un cebo -añadió, esbozando una nueva sonrisa.
Harry se agachó para recoger del suelo un puñado de tierra. Era muy parecida a la tierra de los botes del despacho de Sandy. Se notaba fría al tacto y se deshacía entre los dedos.
– Vamos a tomar un café en el despacho. Así nos calentamos un poquito. -Acompañó a Harry a la cabaña más cercana-. Hoy no hay nadie aquí, sólo el personal de seguridad.
El despacho era de una simplicidad espartana. Un escritorio y unas cuantas sillas plegables. Había un cuadro de una bailaora de flamenco colgado en una pared y una fotografía de Franco presidía el escritorio, detrás del cual permanecía sentado Otero leyendo un informe. Se levantó al ver entrar a Harry y Sandy y estrechó sonriendo la mano de Harry. Su comportamiento era más cordial que unos cuantos días atrás.
– Bienvenido, señor Brett, le agradezco que se haya tomado la molestia de venir hasta aquí. ¿Café para los dos?
– Gracias, Alberto -contestó Sandy-. Aquí fuera se nos han estado congelando los cojones. Siéntate, Harry.
El geólogo se acercó a un rincón donde había una tetera para calentar agua y un hornillo de gas. Sandy se sentó junto a una esquina del escritorio y encendió un pitillo. Tomó el documento que Otero había estado leyendo.
– ¿Es éste el informe sobre las últimas muestras?
– Sí. Los resultados son buenos. La sección junto al río es una de las mejores. Usted perdone, señor Brett, pero sólo tenemos leche en polvo.
– No se preocupé. Veo que es una zona muy grande.
– Sí. Pero los terrenos qué tenemos han sido exhaustivamente inspeccionados. -Otero se volvió para mirar a Harry-. Las nuevas muestras corresponden a la finca dé aquí cerca. -Otero distribuyó las tazas de café y se volvió a sentar-. Todo eso me exaspera. No podemos iniciar labores intensivas hasta que el ministerio nos conceda su autorización. Según la legislación española, los minerales del subsuelo pertenecen al Gobierno y es cuestión de establecer nuestros derechos de explotación, nuestra comisión. El ministerio nos sigue pidiendo más muestras que cuestan más dinero, y necesitamos fondos para poder comprar la finca. En principio, contamos con el respaldo del Generalísimo; pero el ministerio le sigue diciendo que tenga cuidado y él sigue su consejo después del fracaso de Badajoz del año pasado.
– Si Madrid da su visto bueno y ustedes compran la finca, ¿cuánto podrían ganar? Digamos, en un año…
Sandy soltó una carcajada.
– La gran pregunta.
Otero asintió con la cabeza.
– No se puede decir exactamente, pero para mí que unos veinte millones de pesetas. Y, en cuanto la finca estuviera en pleno rendimiento, ¿quién sabe… treinta, cuarenta?
– Eso es más de un millón de libras el primer año -dijo Sandy-. Si tú adquirieras un tres por ciento de las acciones, serían quince mil libras por una inversión de quinientas. Y treinta mil, si invirtieras mil.
Harry tomó un sorbo de café. Era amargo, con unos grumos de leche en polvo que flotaban en la superficie.
Sandy y Otero lo miraron en silencio, mientras unas espirales de humo se escapaban de sus cigarrillos.
– Eso es mucho dinero -dijo Harry al final.
Otero se rió.
– Ustedes, los ingleses, siempre infravalorándolo todo.
– Y Harry, más que nadie. -Sandy soltó una carcajada y se levantó-. Ven, te vamos a enseñar las excavaciones.
Lo acompañaron al terreno, le mostraron de qué manera las mínimas variaciones de color de la tierra indicaban distintos contenidos de oro. Todo el terreno estaba salpicado por pequeños hoyos circulares; Otero explicó que allí se habían recogido las muestras.
Aparecieron unas nubes que se perseguían unas a otras en el cielo.
– Vamos a echar un vistazo al laboratorio -dijo Sandy-. ¿Qué tal va tu oído últimamente? Parece que bien, ¿no?
– Sí, ya casi se ha normalizado.
– Harry resultó herido en Dunkerque, Alberto. En la batalla de Francia.
– ¿En serio?
El geólogo inclinó la cabeza con interés. Llegaron a la cabaña del laboratorio y entraron. Se respiraba en el aire el olor áspero y penetrante de una sustancia química. Unos bancos largos estaban cubiertos por filtros de vidrio, grandes bateas de metal y bandejas llenas de un líquido claro y de una tierra de color amarillo.
– Ácido sulfúrico -explicó Sandy-. ¿Recuerdas las clases de química en el colegio? No toques ninguno de estos recipientes.
Lo acompañaron en un recorrido por todo el lugar, mientras Otero le explicaba los procesos de extracción del oro a partir del mineral. A Harry no le interesó demasiado. Mientras se retiraban, éste volvió a ver el fortín y observó que las ventanitas estaban protegidas por barrotes.
– ¿Qué es eso?
– Aquí guardamos el mineral destinado a la segunda fase del proceso de purificación. Es demasiado valioso para dejarlo por ahí. La llave está en el despacho, pero echa un vistazo a través de los barrotes, si quieres.
El interior estaba oscuro; sin embargo, Harry pudo distinguir más material de laboratorio. Había también toda una serie de grandes recipientes, casi todos ellos a rebosar de tierra amarilla molida hasta dejarla convertida en una especie de polvillo.
Regresaron al despacho donde Otero, cordial como al principio, preparó más café.
– Yo tengo experiencia con los yacimientos de oro de África del Sur -dijo Otero-. Era el lugar adonde iban los geólogos cuando yo era joven. Allí aprendí un poco de inglés, aunque ahora ya se me ha olvidado.
Otero esbozó una sonrisa como de disculpa.
– ¿Y cómo es este lugar en comparación?
Otero se sentó.
– Mucho más pequeño, naturalmente. Los yacimientos de Witwatersrand son los más grandes del mundo. Pero allí la calidad del mineral es inferior y las vetas se encuentran a mucha mayor profundidad. Aquí, en cambio, la calidad es muy alta y el mineral se encuentra en la superficie o muy cerca de ella.
– ¿En cantidad suficiente como para darle a España unos importantes depósitos de oro?
– ¿Quiere decir suficiente para que suponga un cambio significativo para el país? Pues sí.
Sandy miró a Harry por encima del borde de su taza.
– ¿Qué dices ahora?
– Me interesa. Pero me gustaría consultarlo con el director de mi banco de Londres, escribirle sólo en términos muy generales acerca de una inversión en un yacimiento de oro con reservas comprobadas, no diré dónde, en comparación con otro tipo de inversiones, etc.
– Tendríamos que echar un vistazo a la carta -dijo Sandy-. Te lo digo en serio, se trata de un proyecto muy confidencial.
Otero lo miró con la perspicacia que Harry recordaba.
– Como ya dijimos, nadie en la embajada tiene por qué saberlo. Una carta a Inglaterra podría ser abierta por el censor.
– No, si la envío por valija diplomática. Pero no me importa que ustedes la lean antes de que yo la envíe, si quieren.
– El director del banco seguramente te dirá que es una inversión arriesgada -le advirtió Sandy.
Harry sonrió.
– Pero yo no estoy obligado a aceptar su consejo. -Meneó la cabeza-. El tres por ciento de un millón.
– El primer año. -Sandy hizo una pausa para dejar que sus palabras surtieran el debido efecto.
Harry pensó: «Quizá todo eso podría haber sido mío si yo no los estuviera espiando.» Experimentó el repentino impulso de echarse a reír. Sandy se levantó y se dio unas palmadas en las rodillas.
– Bueno, pues. Yo me tengo que ir. Ceno esta noche con Sebastián.
Otero sonrió una vez más mientras estrechaba la mano de Harry.
– Espero que se una usted a nosotros, señor. Es el momento adecuado para invertir. Mil libras nos serían muy útiles para impedir que el ministerio nos machaque. Y, en cuanto a usted… -agitó la mano en el aire- las posibilidades… -Enarcó las cejas…
Mientras Harry y Sandy se dirigían al automóvil, se abrió la verja y apareció otro hombre, menudo y delgado. Para su asombro, Harry reconoció en él al antiguo ordenanza de Maestre, el acompañante de Milagros.
– Teniente Gómez -dijo sin pensar-. Buenos días.
– Buen día -musitó Gómez. Su rostro conservaba la impasible expresión propia de un militar; pero la atormentada e inquisitiva mirada de sus ojos hizo que Harry se detuviera en seco y que a éste se le helara el corazón al darse cuenta de que había cometido un error, y muy grave, por cierto.
– ¿Os conocéis? -preguntó Sandy en tono cortante.
– Sí, nos conocimos en una… una recepción hace algún tiempo, ¿verdad?
– Sí, señor, en una recepción nos conocimos.
Gómez se volvió y abrió la verja manteniendo la cabeza apartada mientras pasaba el vehículo. A través del espejo retrovisor, Sandy lo vio regresar a su cabaña.
– Es nuestro portero -explicó-. Acaba de entrar a nuestro servicio. -Hablaba tranquilamente y como quien no quiere la cosa-. ¿Cómo lo conociste?
– Pues en una recepción, una fiesta.
– ¿Conociste a un portero en una fiesta?
– Era un criado o algo por el estilo. Un sirviente de la familia. A lo mejor, lo sorprendieron robando cucharas. -Harry soltó una carcajada.
Sandy frunció el entrecejo y permaneció un momento en silencio.
– ¿Fue en la fiesta del general Maestre de la que me hablaste? ¿En honor de su hija?
«Mierda -pensó Harry-, mierda.» Qué rápido era Sandy; la fiesta de Maestre era la única de la que él le había hablado y Sandy no tenía más remedio que haberla recordado, siendo Maestre su enemigo. Sandy seguía mirando al portero a través del espejo retrovisor.
– Pues sí. Cuando más tarde acompañé a la hija de Maestre al Prado, él la fue a recoger. Supongo que lo habrán despedido.
– Tal vez. -Sandy hizo una pausa-. Nos vino recomendado, dijo que era un veterano que se había quedado sin trabajo.
– Si lo despidieron, se comprende que no tuviera referencias.
– ¿Has vuelto a ver a la hija? -preguntó Sandy con aparente indiferencia.
– No. Ya te dije que no era mi tipo. He conocido a otra persona -añadió para apartar a Sandy del tema. Pero Sandy se limitó a asentir con la cabeza. Ahora fruncía el entrecejo con semblante pensativo. Harry pensó: «Maestre ha colocado a Gómez aquí como espía y yo lo acabo de traicionar. Mierda. Mierda.»
Atravesaron una aldea. Sandy se detuvo ante un bar. Fuera había dos asnos atados a una verja.
– ¿Esperas un minuto, Harry? -dijo-. Tengo que hacer una llamada rápida, se me ha olvidado una cosa.
Harry esperó mientras Sandy entraba en el bar. Los asnos atados a la verja le hicieron recordar el Lejano Oeste. Tiroteos al amanecer. ¿Qué le harían a Gómez? Era mucho lo que estaba en juego. Tragó saliva. ¿Lo habría enviado Maestre allí para espiar? Un par de chiquillos andrajosos se habían detenido a contemplar el impresionante automóvil americano. Él les hizo señas para que se fueran, y los niños dieron media vuelta y echaron a correr, resbalando con los pies descalzos entre el barro.
Sandy volvió a salir con una expresión fría y reconcentrada, que le hizo recordar a Harry el día en que lo habían castigado en clase y empezó a planear su venganza contra Taylor. Abrió la puerta del vehículo y subió sonriendo con semblante más relajado.
– Cuéntame algo más de esta chica -dijo, mientras ponía en marcha el motor.
Harry le contó la historia de la salvación de un desconocido del ataque de unos perros y del encuentro con su hermana. Las mejores mentiras son las que más se acercan a la verdad. Sandy sonrió asintiendo con la cabeza, pero la fría expresión de su rostro cuando regresaba al vehículo se quedó grabada en la mente de Harry. Habría llamado a Otero, lo habría llamado con toda seguridad. Supo que se había equivocado con respecto a Sandy, se había equivocado al pensar que éste no tenía ni idea de las barbaridades que podían ocurrir, como, por ejemplo, lo de Dunkerque. Pero vaya si la tenía, y él mismo podía cometer barbaridades. Era como en el colegio, le importaba todo un bledo.
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