Книга: Invierno en Madrid
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Había llovido mucho la semana anterior, una lluvia fría que a veces se transformaba en aguanieve. Por el camino de la cantera, los prisioneros chapoteaban a través de un barro pegajoso y rojizo; cada día el límite de la nieve en las lejanas montañas bajaba un poco más.
Aquella mañana había amanecido muy húmeda y cruda. La cuadrilla de trabajo formaba en fila junto a la cantera, moviendo los pies para conservar el calor mientras un par de zapadores del ejército colocaba cuidadosamente unos cartuchos de dinamita en una enorme grieta que discurría a lo largo de una cara rocosa de siete metros. El sargento Molina, de vuelta de su permiso, hablaba con el conductor de un camión del ejército que había transportado los explosivos desde Cuenca.
Bernie pensó en Agustín. Días atrás, éste se había ido de permiso y lo había hecho mientras se pasaba la lista de la mañana; Bernie lo había visto cruzar el patio con una mochila a la espalda. Los ojos de Agustín se cruzaron brevemente con los suyos un segundo antes de que éste apartara rápidamente la cabeza. Se abrió la verja y Agustín desapareció, subiendo por el camino de Cuenca.
– Ésta es una carga muy fuerte -murmuró Pablo. Ahora el compañero comunista de Bernie trabajaba con él en la cuadrilla de la cantera. Era un antiguo minero de Asturias, un experto en explosivos-. Tendríamos que apartarnos más, saltarán astillas por todas partes.
– Tendrían que haberte encomendado a ti la colocación de las cargas, amigo mío.
– Tendrían miedo de que las colocara debajo de su camión, como hicimos el treinta y seis en Oviedo.
– Anda que si les pudiéramos meter mano, ¿eh, Vicente?
– Pues sí.
El abogado permanecía medio tumbado sobre una roca al lado de sus compañeros. Aquella mañana había estado ayudando a Molina con el trabajo de oficina -el sargento, un gordinflón holgazán ascendido a un cargo superior a sus capacidades, apenas sabía escribir y el abogado era para él como una bendición de Dios-; pero lo habían hecho esperar junto a los demás mientras se colocaban las cargas. Vicente se sostenía la cabeza entre las manos. El estado de su nariz había empeorado. Las secreciones habían cesado, pero ahora parecía que el veneno se le había quedado atrapado en los senos nasales. No podía respirar por la nariz y el hecho de aspirar el aire o tragar le resultaba muy doloroso.
– ¡Apartaos! ¡Todavía más! -gritó Molina.
La cuadrilla se retiró arrastrando los pies mientras los zapadores regresaban al camión; Molina y el conductor se reunieron con ellos detrás del camión.
Se oyó una sorda explosión y Bernie retrocedió, pero no volaron astillas por el aire. En su lugar, toda la cara rocosa se vino abajo y se desintegró como un castillo de arena alcanzado por una ola. Una nube de polvo se abrió en abanico hacia fuera y los hizo toser. Una pequeña manada de ciervos que habitaba en Tierra Muerta bajó brincando aterrorizada por la ladera.
Mientras el polvo se iba posando en el suelo, vieron que el derrumbamiento había dejado al descubierto una cueva de aproximadamente un metro y medio de altura detrás de la cara de la roca. Estaba claro que la grieta se ensanchaba por detrás y penetraba en la ladera de la colina. Los zapadores se acercaron a la cueva. Sacaron unas linternas y, agachándose con cuidado, entraron a través de la abertura. Hubo un momento de silencio, después se oyó un repentino grito y los dos hombres volvieron a salir, corriendo hacia el camión con expresión aterrada. Los prisioneros y los guardias contemplaron la escena con asombro.
Los zapadores hablaron con Molina en tono apremiante. El rollizo sargento se echó a reír.
– Pero ¿qué decís? ¡No puede ser! ¡Estáis locos!
– ¡Es verdad! ¡Es verdad! ¡Vaya a verlo!
Molina frunció el entrecejo visiblemente desconcertado y después se dirigió con los zapadores al lugar donde se encontraban Bernie y los demás. El sargento le hizo una seña a Vicente y éste se levantó medio atontado.
– Rueño, abogado, tú eres un hombre instruido, ¿no? Quizá tú puedas entender lo que dice este loco. -Señaló al zapador que tenía más cerca, un muchacho con la cara picada de acné-. Dile lo que has visto.
El chico tragó saliva.
– En la cueva hay pinturas. Unos hombres que persiguen animales, ciervos y hasta elefantes. ¡Parece una locura, pero lo hemos visto!
Un destello de interés iluminó el rostro de Vicente.
– ¿Dónde?
– ¡En la pared, en la pared!
– Algo muy parecido se encontró en Francia hace unos años. Pinturas rupestres realizadas por hombres prehistóricos.
El joven soldado se santiguó.
– Es como estar viendo las paredes del infierno.
A Molina le brillaron los ojos.
– ¿Podrían ser valiosos? -preguntó.
– Creo que sólo para los científicos, mi sargento.
– ¿Las podríamos ver? -preguntó Bernie-. Yo tengo un título de la Universidad de Cambridge -añadió, mintiendo como un bellaco.
Molina lo pensó un momento y luego asintió con la cabeza. Bernie y Vicente lo acompañaron a la cueva. Los zapadores se quedaron donde estaban. Molina señaló bruscamente al hombre que había hablado.
– Enséñaselo.
El hombre tragó saliva y, a continuación, tomó la linterna de su compañero para pasársela a Bernie antes de encabezar a regañadientes la marcha hacia la entrada de la cueva. Los prisioneros contemplaban la escena con interés.
La cueva era estrecha y estaba tan llena de polvo que Vicente se puso a toser dolorosamente. Unos tres metros más allá, la cueva se abría a una amplia caverna circular. Ante ellos, bajo la luz de las linternas, vieron unas figuras en la pared, unos hombres delgados como palillos que perseguían a unos animales enormes, unos elefantes peludos de altas cabezas abombadas, rinocerontes y venados. Pintados en vivos colores rojo y negro, los animales parecían brincar y danzar a la luz de las linternas. Las pinturas llenaban toda una pared de la cueva.
– Vaya -dijo Bernie en voz baja.
– Es como en Francia -murmuró Vicente-. Vi las pinturas en una revista. Pero no tenía idea de que las imágenes pudieran parecer tan reales. Ha hecho usted un hallazgo importante, señor.
– ¿Quién las pintó? -preguntó muy nervioso el soldado-. ¿Por qué pintar figuras en la oscuridad?
– Eso nadie lo sabe, soldado. A lo mejor, era para sus ceremonias religiosas.
Muy impresionado, el zapador recorrió con la luz de su linterna las paredes de la cueva que lo rodeaban e iluminó las estalagmitas y la roca desnuda.
– Pero aquí no se podía entrar -dijo con inquietud.
Bernie señaló unas rocas amontonadas de cualquier manera en un rincón de la cueva.
– Esto puede que fuera una entrada que quedó bloqueada con el tiempo.
– Y todo esto lleva miles de años en la oscuridad -musitó Vicente-. Es más antiguo que la Iglesia católica, más antiguo que Jesucristo.
Bernie estudió las pinturas.
– Son preciosas -dijo-. Es como si las hubieran acabado de pintar ayer. Mira, un mamut peludo. Cazaban mamuts -añadió riéndose con asombro.
– Tengo que salir -dijo el zapador, regresando con sus ruidosas pisadas a la entrada.
Bernie arrojó un último haz de luz sobre un grupo de estilizados hombres que perseguían a un venado enorme, y dio media vuelta.
Al salir, el zapador y Vicente se fueron a hablar con Molina. Un guardia le indicó a Bernie con un movimiento del fusil que regresara junto a los demás prisioneros que formaban filas irregulares, muchos de ellos temblando en medio del frío y la humedad del aire.
– ¿Qué pasó? -le preguntó Pablo a Bernie.
– Unas pinturas rupestres -contestó Bernie-. Pintadas por hombres prehistóricos.
– ¿De verdad? ¿Y cómo son?
– Sorprendentes. Tienen miles de años de antigüedad.
– La época del comunismo primitivo -dijo Pablo-. Antes de que se crearan las clases sociales. Habría que estudiarlas.
Vicente cruzó el terreno irregular, emitiendo unos ásperos jadeos que sonaban a papel de lija.
– ¿Qué ha dicho Molina? -preguntó Bernie.
– Que presentará un informe al comandante. Nos van a desplazar al otro lado de la colina; quieren colocar cargas en otro sitio. -Volvió a sufrir un acceso de tos y la frente se le quedó empapada de sudor-. Ah, es como si estuviera ardiendo. Si al menos tuviera un poco de agua.
Un soldado trepó hasta la boca de la cueva. Se santiguó y permaneció de pie a la entrada, montando guardia.

 

Aquella noche, a la hora de cenar, el estado de Vicente se agravó. A la mortecina luz de las lámparas de petróleo, Bernie vio que temblaba y sudaba profusamente. Cada vez que se tragaba una cucharada de puré de guisantes pegaba un respingo.
– ¿Cómo te encuentras?
Vicente no contestó. Soltó la cuchara y se sostuvo la cabeza entre las manos.
Se abrió la puerta de la barraca del rancho y entró Aranda, seguido por Molina. El sargento parecía asustado. Detrás de ellos entró el padre Jaime, alto y serio en su sotana, con el cabello gris acero peinado hacia atrás desde la frente despejada. Los hombres sentados alrededor de las mesas de tresillo se revolvieron con inquietud mientras Aranda los miraba con semblante severo.
– Hoy en la cantera -empezó diciendo Aranda con su bien timbrada voz- la cuadrilla del sargento Molina ha hecho un descubrimiento. El padre Jaime desea dirigiros la palabra a este respecto.
El sacerdote inclinó la cabeza.
– Los garabatos de unos hombres de las cavernas en las paredes de roca son cosas paganas realizadas antes de que la luz de Cristo iluminara el mundo. Hay que evitarlos y huir de ellos. Mañana se colocarán otras cargas en la cueva y las pinturas serán destruidas. Cualquiera que tan siquiera las mencione será castigado. Eso es todo.
El cura saludó con la cabeza a Aranda, dirigió una mirada de desprecio a Molina y se retiró a toda prisa, seguido por los oficiales.
Pablo se inclinó hacia Bernie.
– Será cabrón. Eso forma parte del patrimonio de España.
– Son como los godos y los vándalos, ¿eh, Vicente?
Vicente emitió un gemido y resbaló hacia delante golpeándose la cabeza contra la mesa. Su plato de hojalata cayó ruidosamente al suelo, haciendo que un guardia se acercara a toda prisa.
Era Arias, un joven recluta despiadadamente brutal.
– ¿ Qué pasa aquí? -preguntó, sacudiendo a Vicente por el hombro.
El abogado emitió un gemido.
– Se ha desmayado -explicó Bernie-. Está enfermo, necesita que lo atiendan.
Arias soltó un gruñido.
– Llevadlo a su barraca. Vamos, cógelo. Ahora tendré que salir, con el frío que hace. -Se pasó el poncho por la cabeza, protestando.
Bernie levantó a Vicente. Era muy liviano, un puro saco de huesos. El abogado trató de mantenerse en pie, pero le temblaban demasiado las piernas. Bernie lo sujetó mientras abandonaban la barraca del rancho, seguidos por el guardia. Cruzaron el patio chapoteando entre los charcos donde el hielo que se estaba condensando brillaba bajo la luz de los reflectores de las atalayas. Una vez en la barraca, Bernie colocó a Vicente en su jergón. Empapado de sudor y en estado semiinconsciente, éste jadeaba sin apenas poder respirar. Arias estudió el rostro del abogado.
– Creo que ha llegado la hora de llamar al cura para éste.
– No, no es tan grave -dijo Bernie-. Ya ha estado así otras veces.
– Yo tengo que llamar al cura cuando un hombre parece que está a punto de morir.
– Sólo está indispuesto. Llame al padre Jaime si quiere, pero ya ha visto usted que está de muy mal humor.
Arenas vaciló.
– Bueno. Déjalo y volvamos a la barraca del rancho.
Cuando los hombres regresaron a la barraca después de cenar, Vicente se había despertado, pero su aspecto era peor que nunca.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó-. ¿Me he desmayado?
– Sí. Ahora tienes que descansar.
– Me arde la cabeza. Está llena de veneno.
Tumbado en la litera del otro lado, Eulalio los miraba con su rostro amarillento y sarnoso monstruosamente iluminado por la luz de una vela de sebo.
– ¡Ay, compañero! Tú has visto las pinturas de los hombres prehistóricos. ¿Cómo eran? Unos hombres estupendos, ¿eh? Los primeros comunistas.
– Sí, Eulalio, eran unos hombres estupendos. Cazaban unos elefantes peludos.
Eulalio lo miró inquisitivamente.
– ¿Cómo iban a ser peludos unos elefantes? No me vaciles, Piper.
El día siguiente era domingo, y la obligatoria ceremonia religiosa se celebró en la barraca que hacía las veces de iglesia, con un lienzo blanco extendido sobre la mesa de tresillo que servía de altar. Durante la celebración, los prisioneros permanecieron sentados como de costumbre, muchos de ellos medio dormidos. El padre Jaime habría pedido al guardia que los sacudiera para despertarlos, pero aquel día el celebrante era el padre Eduardo y éste los dejó dormir. Los sermones de Jaime solían estar llenos de venganzas y llamas infernales; mientras que Eduardo, en tono casi de súplica, hablaba más bien de la luz de Cristo y del gozo que el arrepentimiento llevaba aparejado. Bernie lo estudió cuidadosamente.
Después de la celebración, el sacerdote estaba a disposición de quienquiera que deseara hablar con él. Pocos solían hacerlo. Bernie esperó mientras los prisioneros iban saliendo y después le dijo algo en voz baja al guardia. El soldado lo miró extrañado y después lo acompañó a una pequeña estancia al fondo de la barraca.
Bernie se sintió cohibido al entrar en la habitación del sacerdote. El padre Eduardo se había quitado las vestiduras de oficiante y se había vuelto a poner la sotana negra. Su rostro mofletudo parecía muy joven, como el de un niño al que acabaran de lavar la cara. Miró a Bernie con una sonrisa nerviosa y le indicó la silla que había ante su escritorio.
– Buenos días. Siéntate, por favor. ¿Cómo te llamas?
– Bernie Piper. Barraca 8.
El sacerdote consultó la lista.
– Ah, sí, el inglés. ¿En qué puedo ayudarte, hijo mío?
– Tengo en mi barraca a un amigo que está muy enfermo. Vicente Medina.
– Sí, conozco a este hombre.
– Si fuera posible que lo atendiera un médico, quizá se pudiera hacer algo por él.
El sacerdote denegó tristemente con la cabeza.
– Las autoridades no permitirán la entrada de ningún médico aquí. Yo lo he intentado, lo siento.
Bernie asintió con la cabeza. Ya se lo esperaba. Repasó las palabras que había ensayado durante la ceremonia.
– Señor, ¿usted cree que las conversiones forzadas son un error?
El sacerdote vaciló un instante.
– Sí. La Iglesia enseña que una conversión al cristianismo que no sea auténtica, sino tan sólo una simple sucesión de palabras, carece de validez.
– Vicente es un viejo republicano de izquierdas. Usted sabe que son unos ateos empedernidos.
El rostro del padre Eduardo se puso tenso.
– En efecto. Mi iglesia fue quemada por el populacho en 1931. La policía recibió la orden de no intervenir; Azaña, el republicano de izquierdas, dijo que todas las iglesias de España no valían lo que la vida de un republicano.
– Ahora Vicente ya no puede hacer ningún daño. -Bernie respiró hondo-. Pido que ustedes lo dejen morir en paz cuando llegue el momento. No intenten administrarle la extremaunción. Dadas sus creencias, eso no sería más que una burla.
El padre Eduardo lanzó un suspiro.
– ¿Tú crees que tratamos de influir en los moribundos para que acepten convertirse a la fuerza?
– ¿No es eso lo que hacen?
– Qué malos te debemos de parecer. -El padre Eduardo miró detenidamente a Bernie. Los gruesos cristales de las gafas aumentaban el tamaño de sus ojos de tal manera que éstos parecían flotar detrás de las lentes-. ¿A ti no te educaron como católico, Piper?
– No.
– Veo que eres comunista.
– Sí. -Bernie hizo una pausa-. Pero los cristianos creen en el perdón, ¿verdad?
– Eso es lo más importante de nuestra fe.
– Entonces, ¿por qué no perdonan a Vicente lo que pueda haber hecho su partido y lo dejan en paz?
El padre Eduardo levantó una mano.
– Es que tú no lo entiendes en absoluto. -Su voz volvió a adquirir el tono anterior de súplica-. Por favor, trata de comprenderlo. Si un hombre muere tras haber negado a la Iglesia, va al infierno. En cambio, si se arrepiente y pide perdón, aunque sólo sea al final y después de haber llevado la peor vida posible, Dios lo perdonará. Cuando un hombre se encuentra en su lecho de muerte, se nos ofrece la última oportunidad de salvar su alma. Es entonces cuando un hombre se encuentra al borde de la eternidad. A veces, puede realmente ver su vida y sus pecados por primera vez y elevar sus ojos a Dios.
– Es entonces cuando un hombre se encuentra en su momento de máxima debilidad y de terror. Ustedes saben aprovecharlo. ¿Y si un hombre recibe los sacramentos por simple temor?
– Sólo Dios puede saber si está sinceramente arrepentido.
Bernie se dio cuenta de que había perdido. Había subestimado hasta qué extremo el sacerdote estaba hundido en la superstición. Su natural compasión era sólo una trémula emoción superficial.
– Tiene usted respuesta para todo, ¿verdad? -preguntó en tono abatido-. ¿No cree que eso es torcer interminablemente la lógica?
El padre Eduardo sonrió con tristeza.
– Yo podría decir lo mismo de tu credo. El edificio que construyó Karl Marx.
– Mis creencias son científicas.
– ¿De veras? Me he enterado de lo de la cueva que descubrieron en las colinas con pinturas prehistóricas. Unas figuras de hombres que perseguían a animales ya extinguidos, ¿no es cierto?
– Sí. Probablemente su valor es incalculable y ustedes las van a destruir.
– La decisión no ha sido mía. Pero tú crees que aquellas personas vivían como comunistas, ¿verdad? El comunismo primitivo, la primera fase de la dialéctica histórica. Como ves, me conozco muy bien a mi Karl Marx. Pero es sólo una creencia, tú no puedes saber cómo vivían aquellas personas. Vosotros también vivís de la fe; una falsa fe.
Era como el psiquiatra. Bernie habría deseado hacerle daño al sacerdote, provocar su enfado como había hecho con el médico.
– Esto no es un juego intelectual. Nos encontramos en un lugar en el que a los enfermos se les niega la asistencia médica y en el que un Gobierno apoyado por su Iglesia los mata a trabajar.
El sacerdote lanzó un suspiro.
– Tú no eres español, Piper, ¿cómo vas a comprender realmente la Guerra Civil? Yo tenía amigos, sacerdotes, que quedaron atrapados en la zona republicana. Fueron fusilados, arrojados a precipicios, torturados.
– Y por eso ahora se vengan de nosotros. Yo creía que los cristianos eran mejores que el común de los mortales. -Bernie soltó una carcajada amarga-. ¿Qué dice la Biblia? Por sus frutos los conoceréis.
El padre Eduardo no se enfadó, más bien se entristeció y pareció hundirse en el dolor.
– ¿ Qué piensas tú que supone para el padre Jaime y para mí -preguntó serenamente- el hecho de trabajar aquí entre personas que mataron a nuestros amigos? ¿Por qué crees que lo hacemos? Por caridad, para intentar salvar a los que nos odian.
– Usted sabe que, si es el padre Jaime el que va a ver a Vicente, disfrutará con lo que hace. ¿Su venganza quizá? -Bernie hizo ademán de levantarse-. ¿Puedo irme con su permiso?
El padre Eduardo levantó una mano y después la dejó caer con aire cansado sobre el escritorio.
– Sí. Vete. -Bernie se levantó-. Rezaré por tu amigo -dijo el padre Eduardo-. Por su restablecimiento.

 

Aquella noche Eulalio ordenó una reunión de la célula. Los diez comunistas se congregaron alrededor del jergón de Pablo, al fondo de la barraca.
– Tenemos que fortalecer nuestro credo marxista -dijo Eulalio. Bernie lo miró a la cara mientras utilizaba aquella palabra. Vio que estaba muy serio-. El descubrimiento de estas pinturas me ha dado que pensar. Tendríamos que organizar aulas acerca de la valoración marxista de la historia y el desarrollo de la lucha de clases a lo largo de los años. Algo que nos volviera a unir; lo necesitamos, ahora que se nos echa encima otro invierno.
Uno o dos hombres asintieron con la cabeza, pero otros adoptaron una expresión de hastío. Habló Miguel, un viejo tranviario de Valencia.
– Hace demasiado frío para permanecer sentados por ahí en medio de la oscuridad.
– ¿Y si los guardias se enteran? -preguntó Pablo-. ¿O si alguien se lo dice?
– ¿Quién dirigirá estas aulas? -preguntó Bernie-. ¿Tú? -Comprendió que la reunión se estaba volviendo en contra de Eulalio; éste tendría que haber hecho la sugerencia antes de que las frías noches obligaran a los hombres a encerrarse corriendo en sí mismos.
La escamosa cabeza se volvió en dirección a Bernie, con los ojos encendidos por la furia.
– Sí. Yo soy el jefe de la célula.
– El camarada Eulalio tiene razón -dijo Pepino, un joven obrero del campo de rostro enjuto-. Tenemos que recordar lo que somos.
– Pues yo, por de pronto, no tengo la energía necesaria para escuchar las lecciones del camarada Eulalio acerca del materialismo histórico.
– Ya está decidido, camarada -dijo Eulalio en tono amenazador-. He sido elegido y las decisiones las tomo yo. Éste es el centralismo democrático.
– No, no lo es; yo aceptaré tus órdenes, contrarias a la opinión de este grupo, cuando un Comité Central legalmente constituido del Partido Comunista Español me lo diga. No antes.
– Ya no existe ningún Comité Central -dijo tristemente Pepino^-. Al menos, no en España.
– Exacto.
– Tendrías que cuidar tu lenguaje, inglés -dijo Eulalio en voz baja-. Conozco tu historia. Un hijo de obreros que estudió en un colegio aristocrático, un arribista.
– Y tú eres un petit bourgeois ávido de poder -replicó Bernie-. Crees que sigues siendo capataz de fábrica. Soy leal al partido, pero tú no eres el partido.
– Te puedo expulsar de esta célula.
Bernie se rió por lo bajo.
– Menuda célula. Enseguida comprendió que no tendría que haberlo dicho, los pondría a todos en su contra; pero es que la cabeza le daba vueltas a causa del agotamiento y la rabia. Se levantó y se tumbó en su jergón. Alguien les gritó que se callaran, la gente quería dormir. Poco después, oyó el crujido del jergón de Eulalio en el momento en que éste se tumbaba. Le oyó rascarse y sintió sus ojos clavados en él.
– Vamos a tener que estudiar tu caso, camarada -dijo Eulalio en un susurro.
Bernie no contestó. Oía los jadeos ásperos y los gorgoteos de la respiración de Vicente y hubiera deseado romper a llorar de rabia y dolor. Recordó las palabras de Agustín que tanto lo habían desconcertado. Tiempos mejores. «No -pensó-, fuera lo que fuera lo que me querías decir, te equivocaste.»

 

Aquella noche no pudo dormir. Permaneció tumbado sin dar vueltas en su litera en medio del frío, con la mirada perdida en la oscuridad. Recordó cómo, en Londres, las teorías del Partido Comunista sobre la lucha de clases le habían parecido una revelación, la explicación definitiva del mundo. Al principio, cuando dejó Cambridge, había ayudado a sus padres en la tienda, pero la depresión de su padre y la decepción y las quejas de su madre por el hecho de que hubiera arrojado por la borda todo lo que significaba Cambridge lo asfixiaban de tal manera que decidió irse de casa y buscar alojamiento cerca de allí.
Lo sacaba más que nunca de quicio el contraste entre la opulencia de Cambridge y la pobreza desolada y despreciable del East End donde los parados holgazaneaban por las esquinas de las calles y ya se empezaban a advertir los ligeros movimientos de un fascismo doméstico. Millones de personas estaban en paro, y el Partido Laborista no hacía nada. Se mantenía en contacto con los Mera; la República había sido una decepción y el Gobierno se negaba a subir los impuestos para financiar las reformas, pues tal cosa habría despertado la cólera de las clases medias. Un amigo lo había acompañado a un mitin del Partido Comunista y enseguida había comprendido que allí estaba la verdad y que aquello era explicar en serio cómo funcionaban realmente las cosas. Estudió a Marx y a Lenin; su dura prosa, tan distinta de cualquier otra cosa que hubiera leído anteriormente, le planteó al principio una cierta dificultad; pero, cuando comprendió los análisis que ellos hacían, descubrió que allí estaba la inexorable realidad de la lucha de clases. Más dura que el hierro, le dijo su instructor del partido. Bernie trabajó con gran denuedo por el partido, vendiendo el Daily Mail a la entrada de las fábricas bajo la lluvia, actuando como encargado del orden en los mítines que se organizaban en locales semidesiertos. Muchos de los socios locales del partido eran gente de la clase media, bohemios, intelectuales y artistas. Sabía que, para muchos de ellos, el comunismo era un capricho, un acto de rebelión; pero, al mismo tiempo, se daba cuenta de que se sentía más a gusto con ellos que con los obreros. Con su acento de la escuela privada, éstos lo consideraban uno de los suyos; y precisamente uno de ellos, un escultor, le consiguió su trabajo como modelo. No obstante, una parte de él seguía sintiéndose desarraigada y solitaria. Ni proletaria ni burguesa, sino tan sólo un híbrido inconexo.

 

En julio del treinta y seis, el ejército español se alzó contra el gobierno del Frente Popular y estalló la Guerra Civil. En otoño los comunistas empezaron a pedir voluntarios y él fue a King Street y se apuntó.
Tuvo que esperar. La formación de las Brigadas Internacionales, los itinerarios y los puntos de reunión estaban llevando mucho tiempo. Empezaba a perder la paciencia; hasta que, tras otra visita infructuosa al cuartel general del partido, desobedeció al partido por primera y única vez en su vida. Hizo la maleta y, sin decir ni una palabra a nadie, se fue a la estación Victoria y subió al tren que enlazaba con el barco.
Llegó a Madrid en noviembre; Franco había llegado a la Casa de Campo pero, de momento, contenía su avance y los ciudadanos de Madrid mantenían a raya al ejército español. Aunque el tiempo era frío y desapacible, los ciudadanos que cinco años atrás se mostraban tristes y abatidos parecían haber cobrado nueva vida, y se advertía por todas partes un fervor revolucionario y un entusiasmo ardiente. Los tranvías y los camiones llenos de obreros con monos azules de trabajo y pañuelos rojos al cuello pasaban por las calles en su camino hacia el frente, con las palabras «¡Abajo el Fascismo!» pintadas en tiza en los costados.
Tendría que haberse presentado en la sede central del partido, pero ya era muy tarde cuando el tren llegó y se fue directamente a Carabanchel. Un grupo de mujeres y niños montaba una barricada en una esquina de la plaza de los Mera, levantando para ello los adoquines de la calzada. Al ver a un forastero, alzaron las manos haciendo el saludo del puño cerrado.
– ¡Salud, compañero!
– ¡Salud! ¡Hermanos proletarios, uníos! -«Algún día -pensó Bernie-, eso ocurrirá en Inglaterra.»
Le había escrito a Pedro y ellos sabían que iría, aunque no cuándo. Inés abrió la puerta del apartamento; parecía cansada y abatida, y un desgreñado cabello entrecano le enmarcaba el rostro. Se le iluminó el semblante al verlo.
– ¡Pedro! ¡Antonio! -llamó-. ¡Ya está aquí!
Sobre la mesa del salón había un fusil desmontado, un arma de apariencia muy antigua con una boca enorme. Pedro y Antonio examinaban las distintas piezas. Iban sin afeitar y cubiertos de polvo, con sus monos de trabajo sucios de tierra. Francisco, el hijo tuberculoso, permanecía sentado en una silla sin apenas haber crecido después de cinco años, pálido y delgado como siempre. La pequeña Carmela, que ahora tenía ocho años, estaba sentada sobre sus rodillas.
Pedro se limpió las manos con un trozo de papel de periódico y corrió a abrazarlo.
– ¡Bernardo! Menudo día para llegar. -Respiró hondo-. Mañana Antonio se va al frente.
– Estoy intentando limpiar este viejo fusil que me han dado -dijo Antonio con orgullo.
Inés frunció el entrecejo.
– ¡Pero ahora no sabe cómo armarlo!
– A lo mejor, yo te puedo ayudar.
Bernie había estado en el Cuerpo de Instrucción de Oficiales de Rookwood. Y recordaba haber irritado a los demás alumnos diciendo que los conocimientos militares quizá les fueran útiles cuando estallara la revolución. Así pues, ayudó a sus amigos a recomponer el fusil, después despejaron la mesa e Inés sirvió cocido.
– ¿Has venido para ayudar a matar a los fascistas? -preguntó Carmela, mirándolo con unos ojos llenos de emoción y curiosidad.
– Sí -contestó Bernie, acariciándole la cabeza. Después se volvió para mirar a Pedro-. Mañana me tendría que presentar en la sede central del partido.
– ¿Los comunistas? -Pedro denegó con la cabeza-. Ahora estamos en deuda con ellos. Si al menos los británicos y los franceses hubieran accedido a vendernos armas.
– Stalin sabe cómo librar una guerra revolucionaria.
– Mi padre y yo nos hemos pasado toda la tarde cavando trincheras -dijo Antonio con la cara muy seria-. Después me han entregado este fusil y me han dicho que duerma bien esta noche y me presente mañana para mi incorporación a la acción.
Bernie contempló el rostro chupado y juvenil de Antonio y respiró hondo.
– ¿Crees que podría haber un fusil para mí?
Antonio lo miró con la cara muy seria.
– Sí. Necesitan cuantos más hombres mejor, con tal de que sepan sostener un fusil.
– ¿Cuándo te tienes que presentar?
– Al amanecer.
– Iré contigo. -Bernie experimentó una extraña y jubilosa sensación de emoción y temor. Apretó la mano de Antonio y se echó a reír; al final, ambos acabaron riéndose histéricamente.

 

Pero Bernie estaba asustado cuando se levantó con Pedro y Antonio al amanecer. Al salir, oyó a lo lejos el fuego de artillería. Se estremeció en la fría y grisácea mañana. Antonio le había dado un pañuelo rojo; llevaba la chaqueta y los pantalones con los que había llegado, pero ahora acompañados por el pañuelo rojo alrededor del cuello.
En la Puerta del Sol, unos oficiales enfundados en uniformes caqui invitaban a los hombres a formar en fila y los acompañaban a los tranvías que permanecían alineados uno detrás de otro. Mientras se alejaban del centro de la ciudad, los hombres se empezaron a poner en tensión, sujetando los fusiles entre las rodillas. Cuando el tranvía se detuvo ruidosamente delante de la entrada de la Casa de Campo, Bernie oyó el fragor del fuego de artillería. El corazón le latía violentamente cuando el sargento les ordenó a gritos que bajaran.
Entonces Bernie vio los cuerpos. Media docena de muertos yacían en fila en el suelo, todavía con los pañuelos rojos anudados alrededor del cuello. No era la primera vez que veía un cadáver -su abuela había permanecido en el cuarto de atrás de la tienda antes del funeral-; pero aquellos hombres cuyos rostros estaban tan inmóviles y pálidos como el de su abuela, eran jóvenes. Un chico presentaba un orificio negro en la frente con una gotita de sangre debajo que parecía una lágrima. El corazón le golpeó en el pecho como un martillo, y notó un sudor frío en la frente mientras seguía a Pedro y Antonio para incorporarse al desorganizado grupo de milicianos.
Pedro fue acompañado a un destacamento destinado a la labor de cavar trincheras; mientras que Bernie, Antonio y otros veinte hombres, algunos con fusiles y otros sin ellos, recibían la orden de seguir a un sargento hasta una trinchera a medio cavar donde unos hombres con azadas interrumpieron su labor para permitirles el paso. Unos sacos terreros se habían amontonado en el lado que miraba a la Casa de Campo, desde donde se escuchaban esporádicos disparos. Todo era muy caótico. Los hombres corrían de un lado para otro mientras unos camiones se deslizaban y patinaban sobre el barro. Otros hombres permanecían apoyados en los sacos terreros con expresión perpleja.
– Jesús -le dijo Bernie a Antonio-. Esto no es un ejército.
– Pues es lo único que tenemos -dijo Antonio-. Toma, guárdame esto, voy a echar un vistazo. -Había una escalera de mano al lado de Antonio y, antes de que Bernie se lo pudiera impedir, el chico empezó a trepar por ella.
– Déjalo, insensato, te van a dar. -Bernie recordó a su padre diciéndole que así era como muchos miles de nuevos reclutas habían muerto en el Frente occidental: asomando la cabeza para mirar al otro lado.
Antonio apoyó los brazos sobre los sacos terreros.
– No te preocupes, no me pueden ver. Dios mío, ellos tienen cañones de campaña y todo lo que quieran al otro lado. Aquí no se mueve nada…, Bernie soltó un reniego, posó el fusil en el suelo y subió por la escalera de mano, agarrándose a la cintura de Antonio.
– ¡Baja te digo!
– Bueno, hombre, ya voy.
Bernie subió otro peldaño y agarró a Antonio por el hombro, y fue entonces cuando el francotirador disparó. La bala no le dio a Antonio en la cabeza por muy poco, pero alcanzó a Bernie en el brazo. Este lanzó un grito y ambos rodaron juntos escalera abajo hasta llegar al suelo de la trinchera. Bernie vio que la sangre le traspasaba el tejido de la chaqueta y se desmayó.

 

Un comisario español lo fue a visitar al hospital de campaña.
– Eres un necio -le dijo-. Deberías haberte presentado primero en el Quinto Regimiento; allí te habrían dado un poco de instrucción.
– Mis amigos me dijeron que en la Casa de Campo se necesitaban todos los hombres posibles, lo siento.
El comisario soltó un gruñido.
– Pues ahora te pasarás varias semanas fuera de combate. Y te tendremos que alojar en algún sitio cuando salgas de aquí.
– Mis amigos de Carabanchel cuidarán de mí.
El hombre lo miró de soslayo.
– ¿Son del partido?
– Socialistas.
El comisario soltó otro gruñido.
– ¿Cómo van los combates?
– Los vamos conteniendo. Estamos formando un regimiento que aporte un poco de disciplina.

 

Bernie cambió de posición en la litera para calentarse un poco las piernas. En la cama de al lado Vicente dormía emitiendo un terrible gorgoteo. Recordó sus semanas de convalecencia en Carabanchel. Sus intentos de convertir a los Mera al comunismo habían resultado infructuosos. Decían que los rusos estaban destruyendo la República y que hablaban de colaboración con la burguesía progresista pero al mismo tiempo traían su policía secreta y sus espías. Bernie les dijo que los rumores que corrían sobre la brutalidad rusa eran exagerados y que, en la guerra, uno tenía que ser duro. Pero no era fácil discutir con un veterano como Pedro, con treinta años de lucha de clases a su espalda. A veces, dudaba y no sabía si lo que se decía acerca de los rusos era mentira o no; pero procuraba apartar aquellos pensamientos de su mente porque eran una distracción y, en medio de aquella lucha, tenía que concentrarse.
Pero las dudas volvían en mitad de la fría noche. Necesitaban hombres duros, decían, pero, en caso de que ganaran, ¿el poder iría a parar a las manos de hombres como Eulalio? El cura Eduardo había dicho que el marxismo era una ideología equivocada. Él jamás había comprendido debidamente lo que era el materialismo dialéctico y sabía que muchos comunistas tampoco lo entendían porque era algo muy difícil de comprender. Pero el comunismo no era un credo como el catolicismo… estaba enraizado en una comprensión de la realidad, del mundo material.
Se agitaba y daba vueltas en la cama. Procuraba no pensar en Barbara, le dolía demasiado; pero aquel rostro seguía regresando a sus pensamientos. Los recuerdos que tenía de ella estaban siempre impregnados de remordimiento. La había abandonado. La imaginaba de nuevo en Inglaterra o quizás en Suiza, rodeada de gobiernos fascistas. Le solía decir que ella no entendía nada, pero aquella noche se empezaba a preguntar hasta qué punto él las comprendía. Procuraba evocar una imagen antigua y consoladora que a veces acudía a su mente cuando no podía dormir, la escena de un viejo noticiario del partido que había visto en Londres: unos tractores que rodaban por los interminables trigales rusos, seguidos de obreros que entonaban cantos mientras recolectaban las mieses a manos llenas.
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