Книга: Invierno en Madrid
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Cuando Harry regresó a casa tras haber dejado a Barbara, encontró dos cartas esperándolo. Una era una nota garabateada de Sandy, entregada directamente en mano. Decía que había convencido a Otero y De Salas de que le permitieran visitar la mina y que él mismo acudiría a recogerlo a su casa tres días más tarde, el domingo a primera hora de la mañana, para acompañarlo al lugar. Estaba a sólo tres horas de camino por carretera.
Abrió la otra carta; la dirección estaba escrita en una caligrafía pulcra y menuda que él no reconoció. Era de Sofía e incluía una factura de tratamiento y medicinas extendida por un médico del centro de la ciudad, junto con una carta en español.

 

Estimado señor Brett:
Le incluyo la factura del médico. Sé que los honorarios son razonables. Enrique ya está mejor. Pronto podrá volver a trabajar y entonces las cosas serán más fáciles para todos nosotros. Le da las gracias, y mamá también. Usted le salvó la vida a Enrique y nosotros siempre recordaremos con gratitud lo que usted hizo.

 

Harry sufrió una decepción ante el ceremonioso tono de la carta en el cual parecía encerrarse una despedida.
Le dio vueltas un par de veces entre sus manos; después, se sentó y escribió una respuesta:

 

Me alegro de que Enrique ya esté mejor y mañana mismo pagaré los gastos del médico. Me gustaría volver a verla para entregarle la factura y, de paso, invitarla a tomar un café. Me encantó hablar con usted, porque raras veces tengo ocasión de conversar con españoles de manera informal. Espero que pueda venir.

 

Sugería que ambos se reunieran dos días más tarde en un café que él conocía cerca de la Puerta del Sol a las seis en punto, pues sabía que ella empezaba a trabajar muy temprano.
Cerró la carta. La echaría al correo cuando saliera.
Lo de la factura era un pretexto y ella así lo interpretaría. Bueno, ¿contestaría o no? Se volvió hacia la mesita del teléfono y marcó el número de la embajada. En recepción, pidió que le comunicaran al señor Tolhurst que necesitaba hablar con él sobre el previsto comunicado de prensa relativo a las importaciones de fruta. Era la clave que ambos habían acordado para cuando él tuviera alguna noticia sobre Sandy. Al principio pensaba que aquellas claves eran estúpidas y melodramáticas, pero ahora había comprendido que eran necesarias porque todos los teléfonos estaban pinchados.
El recepcionista se puso de nuevo al aparato para decirle que el señor Tolhurst estaba disponible, por si quisiera hablar con él en aquel momento. No le extrañaba. Tolly se pasaba muchas tardes en la embajada. Harry cogió el abrigo y volvió a salir.
Tolhurst se mostró enormemente encantado cuando Harry le explicó lo ocurrido. Dijo que se lo comunicaría a Hillgarth que, en aquel momento, se encontraba en una reunión pero tendría interés en saberlo. A los pocos minutos, regresó emocionado al pequeño despacho.
– El capitán está muy contento -dijo-. Si hay mucho oro, me parece que se pondrá directamente en contacto con Churchill, y entonces éste dispondrá un endurecimiento del bloqueo para que sólo se permita la entrada de los suministros que se puedan pagar con oro. -Tolhurst se frotó las manos.
– ¿Qué va a decir sir Sam a todo eso?
– Lo que a Churchill le importa es lo que piensa el capitán. -Un arrebol de placer iluminó el rostro de Tolhurst mientras éste pronunciaba el nombre del primer ministro arrastrando aristocráticamente las sílabas.
– Preguntarán por qué se ha endurecido el bloqueo.
– Y probablemente nosotros se lo diremos. Para que sepan que no nos pueden ocultar nada. Y le pegaremos un puñetazo en el ojo al sector de la Falange. Tú dijiste que convendría que practicáramos una política más firme, Harry. Puede que lo consigamos.
Harry asintió con expresión pensativa.
– Eso hará que Sandy se encuentre en apuros. Y puede que acabe teniendo problemas muy serios.
Comprendió que había estado tan concentrado en su misión que apenas había pensado en lo que podría ocurrirle a Sandy. Experimentó una punzada de remordimiento.
Tolhurst le guiñó el ojo.
– No necesariamente. El capitán también se guarda algo en la manga.
– ¿Qué? -Harry lo pensó un poco-. ¿No será que vais a intentar reclutarlo?
Tolhurst meneó la cabeza.
– No te lo puedo decir, todavía no. -Esbozó una sonrisa engreída que irritó a Harry-. Por cierto, el otro asunto, lo de los Caballeros de San Jorge, no se lo habrás dicho a nadie más, ¿verdad?
– Por supuesto que no.
– Es importante que no lo hagas.
– Lo sé.

 

A la mañana siguiente, Harry acompañó a uno de los secretarios de embajada a otra sesión de interpretación con Maestre, con el cual se tenían que revisar unos certificados. El joven intérprete de la Falange también estaba presente y volvieron a repetir la comedia de fingir que Maestre no hablaba inglés. La actitud del general español para con Harry era visiblemente fría y éste comprendió que Hillgarth tenía razón; el hecho de que no se hubiera vuelto a poner en contacto con Milagros se había interpretado como un desaire. Pero él no iba a fingir que quizás hubiera algo entre él y la chica simplemente para que los espías estuvieran contentos. Se alegraba de que fuera viernes, fin de semana. Cuando regresó a casa, encontró una respuesta de Sofía encima del felpudo, sólo un par de líneas accediendo a reunirse con él la tarde del día siguiente. Harry se sorprendió de la emoción que experimentó en su fuero interno.
El café era un local pequeño, alegre y moderno. De no ser por el retrato de Franco colgado en la pared detrás de la barra, habría podido estar en cualquier lugar de Europa. Llegó con cierto adelanto, pero Sofía ya estaba allí, sentada al fondo del local con una taza de café entre sus manos. Vestía el abrigo largo de color negro que llevaba la noche en que él había acompañado a Enrique a su apartamento, algo raído como él pudo ver bajo las luces del local. Su rostro de duendecillo sin asomo de maquillaje estaba muy pálido. Parecía mucho más joven y vulnerable. Levantó los ojos con una sonrisa al verlo acercarse.
– Espero no haberla hecho esperar demasiado -dijo Harry.
– Yo he llegado antes de lo previsto. Es usted muy puntual. -Había algo distinto en su sonrisa. Era sincera y amistosa, pero se advertía en ella cierta perspicacia.
– Voy a buscarle otro café. -Fue a pedir las consumiciones.
– Enrique está mucho mejor -dijo la chica, mientras él se sentaba-. La semana que viene empezará a buscar trabajo.
Harry sonrió con ironía.
– Un trabajo distinto.
– Sí, claro. Algún trabajo de tipo manual, si lo encuentra.
– ¿Le pagó el ministerio… mientras estuvo enfermo?
Por un instante, la sonrisa de Sofía adquirió un aire un tanto cínico.
– No.
– Tengo la factura. -Harry había visitado el consultorio y había pagado los gastos médicos tal como había prometido hacer.
– Gracias.
Sofía dobló cuidadosamente el papel y se lo guardó en el bolsillo.
– Si su hermano tiene algún otro problema, yo tendría mucho gusto en ayudarlo.
– Creo que ahora ya está todo arreglado.
– Muy bien.
– Le decía en mi carta que usted le salvó la vida. Siempre le estaremos agradecidos.
– Faltaría más. -Harry sonrió, pero, de repente, se quedó sin saber qué otra cosa decir.
– ¿Ha sido… -Sofía enarcó ligeramente las cejas- sustituido?
– No, gracias a Dios. Ahora me dejan en paz. Es que yo soy nada importante, ¿sabe? Un simple traductor.
Sofía encendió un pitillo y después se reclinó en su asiento para estudiarlo. Su expresión era inquisitiva, pero ni hostil ni recelosa. Lejos de su apartamento, se la veía mucho más relajada.
– ¿Regresará usted a Inglaterra? -preguntó-. Por Navidad, quiero decir.
– Navidad. -Harry se rió-. Ni siquiera lo había pensado.
– Faltan sólo seis semanas. Creo que, en Inglaterra, ustedes la celebran por todo lo alto.
– Sí, pero dudo que vaya a casa. En la embajada nos necesitan a todos. Ya sabe usted cómo son las cosas. En el mundo diplomático. -Harry se preguntó cómo era posible que conociera aquel detalle acerca de la Navidad inglesa. Quizás a través de aquel chico de Leeds que había conocido durante la Guerra Civil. Se preguntó una vez más si habría sido su amante. ¿Cuántos años tendría? ¿Veinticinco? ¿Veintiséis?
– O sea que no la podrá celebrar con sus padres.
– Mis padres han muerto.
– Qué pena.
– Mi padre murió en la Primera Guerra. Y mi madre murió en la epidemia de gripe que hubo poco después.
Sofía asintió con la cabeza.
– Sí, España no participó en la Primera Guerra, aunque después sufrimos la epidemia. Es una pena perder al padre y a la madre.
– Tengo tías, un tío y un primo. Él me mantiene informado de lo que ocurre en casa.
– ¿Las incursiones aéreas?
– Sí. Son graves, pero menos de lo que la propaganda de aquí quiere dar a entender. -Vio que ella miraba rápidamente alrededor al oír sus palabras y se maldijo a sí mismo por haber olvidado que se encontraban en un país lleno de espías donde uno tenía que vigilar lo que decía-. Perdón.
Sofía volvió a esbozar la sonrisa irónica de antes, extrañamente seductora.
– Nadie nos puede oír. He elegido a propósito una mesa del fondo.
– Comprendo.
– ¿Y no tiene a nadie más en su país? -preguntó ella-. ¿Una esposa quizá?
Aquella pregunta tan directa lo pilló desprevenido.
– No. A nadie. Nadie en absoluto.
– Perdone mi pregunta. Le debo de haber parecido una descarada. Estará pensando, no es la clase de preguntas que hacen las españolas.
– A mí no me importa la franqueza -dijo Harry, contemplando los grandes ojos castaños de Sofía-. Para variar del ambiente que se respira en la embajada. Hace un par de semanas estuve en una fiesta ofrecida por un ministro del Gobierno para celebrar los dieciocho años de su hija. Las normas de etiqueta resultaban asfixiantes. Pobre chica -añadió.
Sofía exhaló una nube de humo.
– Yo vengo de otra tradición distinta.
– Ah, ¿sí?
– De la tradición republicana. Mi padre y los familiares que lo precedieron eran republicanos. Los extranjeros ricos piensan que España es la de las iglesias antiguas, las corridas de toros y las mujeres con mantilla; pero aquí existe otra tradición completamente distinta. En mi familia pensábamos que las mujeres tenían que ser iguales. A mí me educaron en la creencia de que valía tanto como un hombre. Al menos, mi madre. Mi padre tenía unas ideas más anticuadas. Pero a veces tenía la amabilidad de avergonzarse de ellas.
– ¿A qué se dedicaba?
– Trabajaba en un almacén. Por muy poco dinero, como yo.
– Creo que la familia que tuve ocasión de conocer cuando estuve aquí en 1931 también formaba parte de esta tradición. Aunque yo no lo veía en estos términos. -Pensó en la historia que le había contado Barbara, la de Carmela y su burrito.
– Usted los apreciaba -dijo Sofía.
– Sí, eran buena gente -contestó Harry sonriendo-. ¿Su familia también era socialista?
Sofía negó con la cabeza.
– Teníamos amigos socialistas, anarquistas y republicanos de izquierdas. Pero no todos se afiliaron al partido. Los partidos hablaban de utopías comunistas y anarquistas, pero lo único que quiere la mayoría de la gente es paz, pan en la mesa y dignidad. ¿No cree?
– Sí.
Sofía se inclinó hacia delante y clavó sus penetrantes ojos en Harry.
– Usted no sabe lo que fue para nosotros el advenimiento de la República, lo que eso significó. De repente, teníamos importancia. Yo obtuve una plaza en la Facultad de Medicina. También tenía que trabajar mucho en un bar, pero todo el mundo estaba muy esperanzado; al final habría cambios, la posibilidad de vivir con dignidad. -Sofía sonrió de repente-. Perdone, señor Brett, pero me dejo arrastrar por la lengua. Casi nunca tengo oportunidad de hablar de aquellos tiempos.
– No se preocupe. Me ayuda a comprender.
– ¿Comprender el qué?
– España. -Harry vaciló-. A usted.
Ella bajó la mirada a la mesa, alargó la maño hacia la cajetilla de cigarrillos y encendió otro. Cuando levantó la vista, sus ojos reflejaban incertidumbre.
– A lo mejor, tiene que abandonar España antes de lo previsto. Si Franco entra en guerra.
– Esperamos que no lo haga.
– Todo el mundo dice que Inglaterra le dará a Franco todo lo que pida con tal de que se mantenga al margen de esta maldita guerra. Y entonces, ¿qué será de nosotros?
Harry lanzó un suspiro.
– Supongo que mis jefes dirían que tenemos que hacer lo que sea para mantener a España fuera de la guerra, pero… no tenemos muchas cosas de las que enorgullecemos, lo sé.
Sofía sonrió inesperadamente.
– Perdone, lo veo muy triste. Usted ha hecho tanto por ayudarnos y yo aquí, discutiendo con usted, le ruego que me perdone.
– No se preocupe. ¿Le apetece otro café?
Sofía denegó con la cabeza.
– No, creo que ya tengo que volver. Mi madre y Paco me esperan. Voy a ver si encuentro un poco de aceite de oliva.
Harry vaciló. Había visto un anuncio en el periódico de la tarde y había decidido preguntárselo, a menos que aquella tarde hubiera terminado mal.
– ¿Le gusta el teatro? -preguntó de repente, con tal torpeza que Sofía lo miró, momentáneamente desconcertada-. Disculpe -se apresuró a añadir-: pero es que mañana por la noche se estrena Macbeth en el teatro Zara. No sé si a usted le apetecería ir. Me gustaría ver la obra en español.
Ella lo miró indecisa con sus grandes ojos castaños.
– Gracias, señor, pero será mejor que no.
– Es una lástima -dijo Harry-. Es que me gustaría… que fuéramos amigos. No tengo amigos españoles.
Sofía sonrió denegando con la cabeza.
– Ha sido muy agradable conversar con usted, señor, pero vivimos en mundos muy distintos.
– ¿Tan distintos somos? ¿Soy demasiado burgués?
– Todos vestirán sus mejores galas para el Zara. Yo no tengo ropa como la suya. -Sofía lanzó un suspiro y lo volvió a mirar-. Hace unos cuantos años, eso no me hubiera preocupado.
Harry sonrió. -¿Entonces?
– Sólo tengo un vestido que podría llevar. -Venga, se lo ruego. Ella le devolvió la sonrisa.
– De acuerdo, señor Brett -dijo ruborizándose-. Pero sólo como amigos, ¿eh?
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