Книга: Invierno en Madrid
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El despacho de Sandy estaba situado en una mísera plaza llena de tiendas y de pequeños almacenes que anunciaban excedentes de quiebras. Caía una fría y fina llovizna. Desde el refugio de su quiosco, un viejo vendedor de periódicos contemplaba con aire melancólico a Harry mientras éste cruzaba la plaza. Al otro lado, unos hombres que descargaban cajas de un carro lo miraron con curiosidad. Que Harry supiera, en aquellos momentos no lo seguía nadie; pero, aun así, se sentía desprotegido. En el dintel de una puerta de madera maciza sin pintar figuraba una hilera de timbres eléctricos. Y una placa de madera al lado del de arriba decía «Nuevas Iniciativas». Harry pulsó el timbre y esperó.
Sandy lo había llamado a la embajada.
– Perdona que haya tardado tanto; pero, a propósito de esta oportunidad de negocio… ¿podríamos reunimos en mi despacho y no en el café? Quiero enseñarte unas cosas. Barbara se reunirá después con nosotros para tomar un café.
Aquella mañana Harry se había reunido con Tolhurst y Hillgarth en el despacho de Tolhurst para ponerlos al corriente. Hillgarth estaba de muy buen humor, y su rostro melancólico aparecía relajado y satisfecho.
– ¿A ver si será el oro? -preguntó, con expresión risueña.
– Ha estado muy evasivo al respecto -contestó Harry cautelosamente.
Hillgarth se pasó un dedo por la raya de los pantalones y frunció el entrecejo con aire pensativo.
– Sabemos que Franco trata de negociar el envío de suministros alimenticios de Argentina. Digo yo que querrán cobrar, ¿verdad Tolly?
– Sí, señor.
Hillgarth hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se reclinó contra el respaldo de su asiento.
– Ofrezca lo que ofrezca, creo que usted debería picar el anzuelo. -Soltó una risita suave-. No, no exactamente; aquí el anzuelo es usted, y él es el pescado. Muy bien, Tolly. El dinero.
Tolhurst abrió una carpeta y miró con la cara muy seria a Harry.
– Estás autorizado a ofrecer una inversión de hasta dos mil libras en cualquier proposición significativa de negocio de Forsyth. Si pide más, puedes recurrir a nosotros una vez más. Te facilitaremos el dinero, pero tú tendrás que enseñarle a Forsyth tu propia libreta de ahorro para demostrarle que dispones de fondos.
– Aquí la tengo -dijo Harry, empujando la pequeña cartilla de cartulina sobre la mesa.
Hillgarth la estudió con cuidado.
– Eso es mucho dinero.
– Recibí el capital de mis padres al cumplir los veintiún años. No gasto mucho.
– Tendría usted que vivir un poco. Cuando yo tenía su edad, dirigía una mina de estaño en Bolivia… qué no habría yo dado entonces por cinco mil libras.
– Es bueno que Brett las haya conservado -dijo Tolhurst-. A Londres no le gustan las libretas de ahorro falsas.
Los grandes ojos castaños de Hillgarth seguían clavados en Harry. Éste se revolvió un poco en su asiento, recordando que no les había dicho nada sobre Enrique. Había sido una estúpida testarudez por su parte, pero no lo había hecho. ¿Qué mal podía haber en ello?
– Maestre me dice que su hija tiene el corazón destrozado porque usted no se ha vuelto a poner en contacto con ella desde que la acompañó al Prado -dijo Hillgarth.
Harry titubeó antes de contestar.
– Preferiría no volver a verla, con toda franqueza.
Hillgarth se encendió un Gold Flake, y estudió a Harry por encima del encendedor.
– Una señorita encantadora, me deja usted de piedra.
– Es poco más que una niña.
– Lástima. Nos podría ser muy útil desde un punto de vista diplomático.
Harry no contestó. Ya estaba engañando a Sandy y a Barbara, ¿tenía que engañar también a Milagros?
– Supongo que alguien podría decir que es usted un agente ideal, Brett -dijo Hillgarth en tono pensativo-. Incorruptible. No persigue a las mujeres, no le interesa el dinero. Y ni siquiera bebe demasiado, ¿verdad?
– Nos tomamos unas cuantas copas la otra noche -dijo Tolhurst jovialmente.
– Casi todos los agentes son corruptibles. Quieren algo, aunque sólo sea emoción. Pero eso a usted tampoco le entusiasma, ¿verdad?
– Lo hago por mi país -dijo Harry. Sabía que sus palabras sonaban ampulosas y excesivas, pero le daba igual-. Porque me dijeron que sería útil para el esfuerzo bélico. Es otra forma de servir.
Hillgarth movió muy despacio la cabeza en gesto afirmativo.
– Eso es bueno, me parece estupendo. La lealtad. -Hillgarth lo pensó un poco-. ¿Hasta dónde estaría usted dispuesto a llegar por lealtad?
Harry titubeó, pero los modales despectivos de Hillgarth le habían caído tan mal que se envalentonó.
– No lo sé, señor, dependería de lo que se me pidiera.
Hillgarth asintió con la cabeza.
– ¿Habría límites?
– Dependería de lo que se me pidiera -repitió Harry.
– Dudo que Forsyth tenga límites. ¿Usted qué cree?
– Sandy sólo te deja ver lo que él quiere que veas. La verdad es que no sé qué sería capaz de hacer. -Harry hizo una pausa-. Probablemente casi todo. -«Como usted», pensó.
– Bueno, ya veremos. -Hillgarth volvió a reclinarse en su asiento-. En cuanto a hoy, a ver qué es lo que le ofrece; dígale que está de acuerdo y después preséntenos su informe.
– Pero no te lances sin más, Harry -añadió Tolhurst-. Finge dudar y estar preocupado por tu dinero. Dile que necesitas saberlo todo antes de comprometerte.
– Sí -convino Hillgarth-. Ésta es la línea que hay que seguir. La manera de conseguir que le enseñe algo más.
Abrió la puerta una mujer regordeta de cincuenta y tantos años con la cara arrugada y el cabello gris recogido en un moño. -¿Sí? -preguntó. -Tengo una cita con el señor Forsyth. Me llamo Brett.
Lo acompañó, subiendo un angosto tramo de escaleras hasta un pequeño despacho con una máquina de escribir sobre un escritorio maltrecho. Llamó con los nudillos a una puerta y apareció Sandy, sonriendo de oreja a oreja. Vestía un traje de raya diplomática, con un pañuelo rojo en el bolsillo superior de la chaqueta.
– ¡Harry! Bienvenido a Nuevas Iniciativas. -Miró sonriendo a la secretaria, y ésta se ruborizó inesperadamente-. Ya veo que conoces a María, prepara el mejor té de Madrid. Dos tés y dos cafés, María.
La secretaria se retiró de inmediato.
– Vamos.
Sandy acompañó a Harry a una estancia sorprendentemente espaciosa. Una mesa de gran tamaño atestada de mapas y papeles ocupaba toda una pared. Harry se sorprendió al ver relucientes botes metálicos parecidos a termos apilados, también, sobre la mesa. Por encima de la mesa destacaba una reproducción de un lienzo del siglo XIX. Un mar tropical rebosante de vida salvaje, con unos reptiles gigantescos que se atacaban entre sí con sus mandíbulas ensangrentadas mientras en el cielo de arriba unos pterodáctilos circunvolaban la escena. Al otro lado, tras un enorme escritorio de madera de roble, dos hombres vestidos de paisano permanecían sentados fumando.
– A Sebastián de Salas ya lo conoces, claro -dijo Sandy.
– Buenas tardes. -De Salas se levantó e inclinó la cabeza mientras estrechaba la mano de Harry. El otro hombre era bajito, tenía el rostro muy pálido y vestía un traje que le sentaba muy mal. En contraste con la pulcritud de De Salas, parecía un oficinista desastrado.
– Alberto Otero, el cerebro de nuestro equipo.
Otero se levantó brevemente y estrechó la mano de Harry en un húmedo apretón. Estudió a Harry con semblante inexpresivo y sin la menor sonrisa en los labios.
– Ya veo que te ha llamado la atención mi cuadro -dijo Sandy-. Antiguo condado de Dorset, de Henry de la Beche. Pintado en 1830, cuando la gente empezaba a descubrir los dinosaurios.
– Naturalmente, todo es falso -terció severamente Otero-. Los animales están muy desproporcionados.
– Sí, Alberto. Pero tú imagínate lo que debió de pensar la gente al darse cuenta de que, en otros tiempos, su precioso paisaje inglés había estado lleno de reptiles gigantes. -Forsyth sonrió y se acomodó junto a De Salas. Sentado frente a ellos, Harry se dio cuenta de que los tres lucían idénticos bigotitos, el distintivo de la Falange.
Sandy se reclinó en su asiento, cruzando los brazos sobre la barriga.
– Mira, Harry, tú tienes un poco de dinero para invertir y nosotros tenemos un proyecto que necesita más capital. Pero Alberto quiere saber algo más acerca de los fondos disponibles. -Sandy guiñó el ojo-. Son muy precavidos, estos españoles. Y les sobra razón.
– Tengo algo de dinero en el banco -dijo Harry-. Aunque no quisiera invertir demasiado en un solo proyecto.
De Salas hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, pero Otero conservó su semblante inexpresivo.
– ¿Puedo preguntar cuál es su procedencia? -inquirió éste-. No quisiera parecer impertinente, pero tenemos que saberlo.
– Por supuesto. Es el capital de la testamentaría de mis padres. Murieron cuando yo era pequeño.
– Harry es un soso -dijo Sandy-. No gasta demasiado.
– ¿Dónde está el dinero ahora?
– En mi banco de Inglaterra. -Harry sacó la libreta de ahorro-. Pueden echar un vistazo, no me importa. Pensé que les interesaría verlo.
Otero examinó la libreta.
– ¿Y qué me dice de las restricciones monetarias?
– No tienen aplicación en este caso -dijo Sandy-. Personal de la embajada, ¿no es así, Harry?
– Estoy autorizado a invertir en un país neutral.
De Salas lo miró sonriendo.
– ¿Y no le importaría invertir aquí? Estoy pensando en la situación política. Más bien discrepábamos a este respecto la última vez que nos vimos.
– Apoyo a mi país contra Alemania. No tengo nada contra España. Se tiene que construir su propio futuro, como usted mismo dijo.
– Cuando hay dinero de por medio, ¿verdad, señor? -Sebastián miró con una sonrisa a Harry, una sonrisa conspiradora pero también ligeramente despectiva.
– ¿Y si España entra en guerra? -preguntó Otero-. Eso inmovilizaría cualquier inversión británica que se hubiera efectuado aquí.
– En la embajada están bastante convencidos de que Franco no entrará en guerra. Lo bastante para que yo me atreva a correr el riesgo.
Otero hizo una ligera señal de asentimiento con la cabeza.
– ¿Hasta qué extremo es fiable su información? ¿Eso es lo que piensa el embajador?
Semejante información habría valido un montón de dinero, y Harry lo sabía.
– Yo oigo simplemente lo que dicen otros traductores. Como es lógico, no tengo acceso a ningún material secreto. -Dejó que en su voz se insinuara una nota de arrogancia-. Y ni se me ocurriría soltar una sola palabra en caso de que lo tuviera. Yo sólo sé lo que dice la gente en general; probablemente los mensajeros españoles sepan lo mismo.
Sebastián levantó una mano.
– Por supuesto, señor Brett. Disculpe mi curiosidad.
– Harry es leal al rey -dijo Sandy sonriendo.
Otero lo miró inquisitivamente.
– En caso de que le facilitáramos información acerca de este asunto que tenemos entre manos, tendría usted que mantenerlo en un plano absolutamente confidencial.
– Por supuesto.
– No quisiéramos que se comentara en ningún otro sitio. Y mucho menos en la embajada. ¿Cree que allí podrían estar interesados?
– No veo por qué razón -contestó Harry con la mayor inocencia-. En caso de que se trate verdaderamente de un negocio, claro. -Adoptó una expresión preocupada-. Porque no será nada de tipo ilegal, ¿verdad?
Otero sonrió.
– Todo lo contrario. Pero es un tema que podría despertar… un interés considerable.
– Claro que no le diré nada a nadie. -Harry titubeó un instante-. Lo prometo.
– Ni siquiera a Barbara -añadió Sandy-. Palabra de caballero, ¿eh?
– Pues claro.
Sebastián de Salas sonrió.
– Sandy nos ha hablado de las relaciones de honor entre los compañeros de estudios de los colegios públicos. Es una especie de código, ¿verdad?
– Que Harry jamás quebrantaría -añadió Sandy.
– ¿Un código de honor como el que reina entre los soldados de la Legión?
– Sí -contestó Harry-. Sí, eso es.
Otero estudió un poco más a Harry y después se volvió para mirar a Sandy.
– Muy bien. Queda bajo su responsabilidad, Forsyth.
– Respondo por Harry -dijo Sandy sonriendo.
– ¿Cuánto tenía pensado invertir? -le preguntó Otero a Harry.
– Depende. Depende de lo que se me ofrezca.
Llamaron con los nudillos a la puerta y entró María con una bandeja. Les sirvió el té y el café. En medio del silencio, Harry se sintió inesperadamente presa del temor. Notaba las axilas húmedas de sudor. Le estaba resultando muy difícil mantener la ficción con tres personas concentradas en él. La secretaria se retiró y cerró suavemente la puerta a su espalda.
– De acuerdo. -Sandy abrió un cajón de su escritorio. Todos se lo quedaron mirando mientras sacaba una ampolla de cristal llena de un polvo amarillo. Tomó una hoja de papel y le echó cuidadosamente encima una pequeña cantidad del contenido de la ampolla-. Ya está. ¿Qué creen ustedes que es? Adelante, cojan un poco.
Harry se pasó el polvo entre los dedos. Sabía lo que era, pero fingió ignorarlo.
– Es como aceitoso.
Otero soltó una carcajada que más bien parecía un ladrido y meneó la cabeza. Sandy sonreía satisfecho.
– Es oro, Harry. Oro español. Procede de un campo situado a cierta distancia de aquí. Alberto llevaba años buscando por allí, tomando muestras, y esta primavera va y saca el gordo. España tiene algunos pequeños yacimientos de oro, pero éste es grande. Muy grande.
Harry dejó caer nuevamente los granos sobre el papel.
– ¿Éste es el aspecto que tiene el oro cuando lo extraen de la tierra?
Otero se levantó y se acercó a la mesa. Tomó uno de los botes, lo llevó al escritorio y abrió la tapa. Estaba lleno de una tierra blanda de color amarillo anaranjado.
– Esto es el mineral. Se le aplica mercurio y ácido para separar el oro. Dos botes como éste producirían aproximadamente el contenido de la ampolla; el contenido en oro es muy elevado. ¿Se imagina lo que podría valer todo un yacimiento de este mineral? ¿Veinte yacimientos?
Harry se pasó suavemente la tierra grumosa entre los dedos. «Ya está -pensó-. Lo he conseguido.»
– Estos botes van al Ministerio de Minas para su análisis. -Sandy se volvió hacia De Salas-. Es donde trabaja Sebastián, nuestro contacto de allí.
De Salas asintió con la cabeza.
– Como usted sabe, señor Brett, La política económica de España se basa en la autosuficiencia. El Ministerio de Minas concede licencias a empresas privadas para explorar yacimientos. Después, si se encuentran depósitos minerales explotables y los laboratorios del Gobierno se muestran satisfechos con las pruebas, la empresa recibe una licencia de explotación.
– Y las acciones suben -añadió Sandy.
– ¿Y eso es lo que hace Nuevas Iniciativas?
– Exacto. Nosotros tres somos los principales accionistas. Técnicamente, Sebastián no debería ser un miembro de la empresa porque es funcionario del Ministerio de Minas; pero aquí nadie se preocupa por estas cosas. Además, él ha conseguido que algunos compañeros suyos inviertan.
– ¿Y están satisfechos con su mineral?
– Ha habido demoras -contestó De Salas-. Por desgracia, hay política de por medio. ¿Se ha enterado de lo del fracaso de Badajoz?
– Algo he oído decir.
Sandy asintió con la cabeza.
– El año pasado se informó de la existencia de enormes depósitos de oro, pero al final resultó que allí no había nada. Después de que el Generalísimo hubiera anunciado al país en su discurso radiofónico de Navidad que España muy pronto tendría todo el oro que necesitaba. -Sandy sonrió tristemente-. Fue muy embarazoso… como lo de aquel científico austriaco que afirmaba poder fabricar petróleo a partir de la hierba. El Generalísimo buscaba tan desesperadamente todas estas cosas que se volvió, ¿cómo diría?, un poco crédulo. Ahora ha pasado al otro extremo y se ha vuelto excesivamente precavido. Hay un comité que estudia todas las concesiones de importantes depósitos mineros. Las personas que forman parte de él no congenian políticamente con el Ministerio de Minas. Nos ven como un nido de falangistas.
– Pero, si hay auténticos recursos, todo el mundo tendría que estar interesado en desarrollarlos, ¿no?
– Eso es lo que cabría esperar, Harry -convino Sandy-. Lo que cabría esperar.
Otero se encogió de hombros.
– Ciertas personas alargan las cosas y ordenan que se hagan nuevas pruebas, a pesar de que ya se han llevado a cabo suficientes análisis para satisfacer a cualquier cliente razonable. Pruebas hechas con muestras obtenidas en el mismo emplazamiento y en presencia de inspectores del Gobierno.
– Es posible que te podamos mostrar los informes -dijo Sandy-. En plan estrictamente confidencial, naturalmente.
– A mí las pruebas no me importan -prosiguió diciendo Otero-. Es más, por de pronto, he estado efectuando reconocimientos en zonas adyacentes que ofrecen un potencial todavía mejor. Cuando hayamos superado toda esta carrera de obstáculos burocráticos y la cosa pase a dominio público, todo el que esté asociado a esta empresa se va a hacer pero que muy rico. Pero todo cuesta dinero, señor. Obtener muestras, hacer pruebas… e incluso un territorio aledaño que queremos comprar. El precio es superior al que en estos momentos nos podemos permitir.
– No es simplemente una cuestión política -terció De Salas-. A estos generales que integran el comité les gustaría que nos arruináramos, exigiéndonos una prueba tras otra hasta dejarnos en la situación de tener que venderlo todo a otra empresa de prospección. Controlada por ellos, claro.
– En última instancia, todo se reduce al vil metal. -Sandy enarcó las cejas-. Unas quinientas libras, por ejemplo, nos podrían ser muy útiles en este momento. Podríamos costear más prospecciones, preparar muestras y adquirir los derechos de estas nuevas tierras. Si ellos vieran que disponemos de recursos financieros, creo que los obstáculos desaparecerían y entonces ya podríamos empezar a ganar una fortuna.
– ¿Quinientas? -repitió Harry-. Eso es mucho dinero. Parece un poco… arriesgado.
– No es arriesgado -dijo fríamente Otero-. Como ya le he dicho, tengo informes que certifican la calidad de nuestro mineral.
Harry fingió reflexionar, frunciendo los labios. El corazón le latía muy rápido, pero ya no tenía miedo. Olfateaba el éxito.
:-Estos informes, ¿están escritos en lenguaje profano?
– Por supuesto -contestó De Salas, riéndose-. Los tienen que entender los del comité.
– Tienes que venir aquí a leerlos -dijo Sandy-. No los podemos sacar del despacho, pero nosotros te guiaremos en su lectura.
– Es usted un privilegiado, señor Brett -dijo Otero con la cara muy seria-. Muy pocas personas saben algo al respecto.
Harry respiró hondo. De perdidos al río.
– Me gustaría ver la zona. No quisiera hacer las cosas a ciegas.
Otero denegó lentamente con la cabeza.
– La localización es algo muy confidencial, señor. No estoy preparado para llegar tan lejos, no.
– Pero seguramente el Gobierno sabe dónde está.
– Sí, Harry. -La voz de Sandy sonó repentinamente impaciente-. Pero sólo a nivel de estricta confidencialidad.
– Es que, si voy a formar parte de este… -Harry extendió las manos.
– Eso habría que discutirlo. -Sandy se acarició el bigote, mirando de De Salas a Otero. No se les veía muy contentos.
– De acuerdo -dijo Harry.
No era el momento de insistir. Se alegró de haber provocado en ellos una inquietud visible. Y de haber borrado del rostro de Sandy la complaciente sonrisa que lo iluminaba. En caso de que se negaran a enseñárselo, seguiría con ellos de todos modos, pero el hecho de ver el emplazamiento habría sido un auténtico golpe de efecto.
Llamaron con los nudillos a la puerta. Sandy levantó la vista, todavía irritado, y María asomó la cabeza.
– ¿Qué?
– Ha llegado la señora Forsyth, señor. Está fuera.
Sandy se pasó una mano por el cabello.
– Ha venido muy temprano. Mira, Harry, eso lo tendremos que discutir. ¿Por qué no te llevas tú solo a Barbara a tomar ese café? Te llamaremos más tarde.
– Como quieras.
– Muy bien pues. Salgo un momento contigo a saludar. -Sandy se levantó y los españoles hicieron lo propio.
– Hasta nuestro próximo encuentro -dijo De Salas estrechándole la mano seguido por Otero, el cual volvió a dirigirle otra de sus frías miradas.
Sandy lo acompañó fuera. Barbara estaba sentada junto al escritorio de María, la cabeza tocada con un pañuelo estampado empapado de lluvia. Estaba muy pálida y parecía preocupada.
– Hola, Harry.
– ¡Llegas muy temprano! -Sandy señaló con impaciencia el pañuelo de la cabeza-. ¿Y por qué te has puesto eso? Como si no tuvieras suficientes sombreros.
Harry lo miró, sorprendiéndose de su tono de voz. Al ver aquella mirada, Sandy sonrió y tomó a Barbara del brazo.
– Mira, cariño, ha habido un cambio de planes. Hemos celebrado una reunión y ahora tengo que discutir ciertas cosas con unos amigos. ¿Por qué no os vais tú y Harry a tomar un café juntos?
– Sí, me parece muy bien. -Barbara le dirigió a Harry una rápida sonrisa.
– Después te acompañará a casa, ¿verdad, Harry? Buen chico. Mañana te llamo. -Sandy le guiñó el ojo a Harry-. Veré qué puedo hacer con Otero.
Fuera seguía lloviendo y el ambiente era frío y desapacible. Barbara se arregló el pañuelo de la cabeza.
– No le gusta que me ponga estas cosas -dijo-. Cree que son demasiado vulgares. -Sonrió con una tensa frialdad que Harry jamás había visto en su rostro-. ¿Qué habéis estado haciendo… te intenta liar con alguno de sus proyectos?
Harry soltó una carcajada forzada.
– Hay una posibilidad de inversión.
– Oye, ¿te importa que no vayamos a tomar café? Prefiero volver a casa, creo que estoy a punto de pillar un resfriado.
– Claro que no. -Echaron a andar muy despacio. Harry contempló su pálido y tenso rostro-. ¿Te ocurre algo, Barbara?
– No, la verdad es que no. -Barbara lanzó un profundo suspiro-. He ido al cine después de comer para pasar el rato hasta la hora de reunirme contigo. Han dado el noticiario, ya sabes cómo son, pura propaganda proalemana. -Se estremeció con un suspiro-. Han dado la noticia del bombardeo, «Gran Bretaña de rodillas». Han pasado unas imágenes del centro de Birmingham.
– Lo siento. ¿Tan grave ha sido?
– Horrible. Algunos sectores de la ciudad estaban ardiendo. Toda aquella gente muerta en la última incursión aérea y ellos regocijándose de lo ocurrido. -Barbara se detuvo de golpe-. Dios mío, perdona, estoy un poco mareada.
Harry miró alrededor en busca de algún café, pero no había ninguno a la vista, sólo una de las grandes iglesias que salpicaban la ciudad. Sujetó a Barbara por el brazo.
– Ven, vamos a sentarnos un poco aquí dentro. -Subió con ella las gradas.
El interior del templo estaba frío y oscuro, sólo el ornamentado altar cubierto de pan de oro aparecía iluminado. En los bancos en penumbra unas figuras borrosas permanecían sentadas con los hombros encorvados, algunas de ellas murmurando oraciones. Harry acompañó a Barbara a un banco vacío. Había lágrimas en sus mejillas. Barbara se quitó las gafas y se sacó un pañuelo del bolsillo.
– Perdona-dijo en un susurro.
– Lo comprendo. Yo también estoy preocupado por mi primo Will.
– ¿El que está casado con una fiera?
– Sí. Aunque, poco antes de marcharme, descubrí su otra faceta. Nos vimos atrapados en una incursión aérea y tuve que acompañarla a un refugio. Estaba muerta de miedo por sus hijos. No pensaba que los quisiera tanto.
Barbara suspiró.
– Aquí vi algunas incursiones aéreas durante la Guerra Civil, claro, pero verlas en Inglaterra… -Se mordió el labio-. Las cosas ya jamás volverán a ser lo mismo después de todo esto, ¿verdad? ¿En ningún sitio?
Harry contempló la seriedad de su semblante intensamente pálido en medio de la penumbra.
– No. No creo que lo vuelvan a ser.
– Tendría que estar allí. En Inglaterra. Hubo un tiempo en que buscaba seguridad después de lo de Bernie… -hizo una pausa-… cuan do él se fue. Sandy me la ofreció o, por lo menos, yo lo creí. Pero no hay seguridad en ninguna parte, ya no. -Hizo otra pausa-. Y ni siquiera estoy segura de si la deseo.
Harry sonrió con tristeza.
– Me temo que yo sí. No soy un héroe. Si te soy sincero, lo que de veras quisiera es largarme corriendo a casa y disfrutar de una vida tranquila.
– Pero no lo harás, ¿verdad? -Barbara lo miró sonriendo-. Eso sería contrario a tu sentido del honor.
– Es curioso que esta palabra haya surgido en la conversación que acabo de mantener con Sandy. El honor de los colegios privados. Como es natural, eso jamás significó nada para él.
Ambos guardaron silencio un instante. Sus ojos se habían adaptado a la penumbra y Harry observó que casi todas las personas que rezaban eran pobres mujeres vestidas de negro. Algunas sólo tenían un trozo de trapo negro para cubrirse la cabeza. Barbara contempló en una capilla lateral la imagen de Jesús crucificado con la sangre pintada manando de sus heridas.
– Qué religión tan rara -dijo con amargura-. Sangre y tortura;
no es de extrañar que los españoles acabaran matándose los unos a los otros. La religión es una maldición, en eso Sandy tiene razón.
– Pensaba que servía para refrenar los excesos de la gente.
Barbara soltó una carcajada amarga.
– Pues aquí sirve para todo lo contrario, y creo que siempre ha servido para lo mismo. -Volvió a ponerse las gafas-. ¿Recuerdas aquella familia amiga de Bernie? ¿Los Mera?
– Sí, yo estaba con él cuando conoció a Pedro Mera. De hecho, fui a ver… fui a ver si podía localizar su apartamento. -Harry titubeó un poco, no quería decirle a Barbara lo que había descubierto en Carabanchel.
– ¿De veras?
– Sí. ¿Por qué… acaso los has visto? -Harry la miró con ansia.
Barbara se mordió el labio.
– ¿Sabes que trabajo como voluntaria en un orfelinato de la Iglesia? -dijo serenamente.
– Sí.
– Aquello es un infierno. Tratan a los niños como animales. Hace un par de días llevaron allí a Carmela, la hijita de Pedro e Inés. Vivía a la intemperie, como una salvaje. Creo que todos los demás han muerto.
– Dios mío. -Harry recordó a la chiquilla, que lo miraba solemnemente mientras él intentaba enseñarle unas cuantas palabras en inglés. A su hermano Antonio, testigo de cómo los comunistas habían echado a los fascistas con su ayuda y la de Bernie; a Pedro, el corpulento y campechano progenitor; a Inés, la incansable y abnegada madre-. ¿Todos?
– Creo que sí. -Barbara buscó en el interior de su bolso y sacó el maltrecho burro de lana, remendado con un costurón alrededor de la parte central-. La bruja que trabaja conmigo se lo quitó de las manos y lo rompió. Creo que era la última posesión que le quedaba a Carmela. Le prometí que se lo arreglaría, pero esta mañana cuando se lo iba a devolver me han dicho que había hecho varios intentos de fuga y que la han trasladado a un hogar especial para niños rebeldes. Ya te puedes imaginar lo que eso significa. La monja que se encarga de estos menesteres no me ha querido revelar su paradero; ha dicho que no era asunto mío. Sor Inmaculada. -El tono de su voz reflejaba una dolorosa amargura.
– ¿Y no te puedes enterar?
– ¿Cómo? ¿Cómo, si no me lo quieren decir? -Barbara levantó la voz, lanzó un suspiro y apretó los labios-. Ya sé, voy a dejar al burro Fernandito como ofrenda al Señor. Quizás Él cuide de Carmela. Quizá. -Se levantó y se acercó con el juguete a la barandilla de la capilla lateral. Lo arrojó con gesto airado sobre las flores que había ante el Crucificado, después regresó y volvió a sentarse junto a Harry-. No pienso regresar al convento. A Sandy no le gustará, pero tendrá que aguantarse.
– Tú y Sandy… -Harry vaciló-. ¿Va todo bien entre vosotros?
Barbara sonrió con tristeza.
– Eso vamos a dejarlo, Harry. Venga, salgamos de este panteón.
Harry la miró con la cara muy seria.
– Barbara, si alguna vez necesitas… bueno… algún tipo de ayuda, siempre podrás acudir a mí.
Ella le rozó la mano. Una anciana que pasaba por su lado chasqueó la lengua en gesto de reproche.
– Gracias, Harry, pero estoy bien, simplemente he tenido un mal día.
Harry observó que la anciana agarraba a un cura de la manga y los señalaba con el dedo.
– Vamos, Barbara -dijo-. Nos van a detener por inmoralidad en lugar sagrado.

 

Una vez fuera, Barbara se enojó consigo misma por su momentánea debilidad. Tenía que ser fuerte.
Al salir de la iglesia, dejó que Harry la acompañara a un bar. Le preguntó cuáles eran las últimas noticias de la embajada sobre la posible entrada en guerra de Franco. Harry le dijo que en la embajada se creía que la reunión de Franco con Hitler había sido un fracaso. Era un alivio.
Al llegar a casa, se preparó un té y se sentó sola en la cocina, pensando y fumando. Pilar tenía la tarde libre y no estaba. Barbara se alegró, pues jamás se sentía a gusto con la chica cerca. En la previsión meteorológica de la radio, el locutor anunció más frío en Madrid y nevadas en la sierra de Guadarrama. Contempló el jardín barrido por la lluvia y pensó: «Eso significa que en Cuenca también nevará.» Ahora no se podía hacer más que esperar a que el hermano de Luis se tomara su permiso. Volvió a pensar en Harry. Habría deseado contarle algo acerca de Bernie, no soportaba la idea de que siguiera pensando que su viejo amigo había muerto y habría querido decirle la verdad; pero Harry también era amigo de Sandy y lo que ella tenía intención de hacer era ilegal. Era peligroso decirle algo, era peligroso decírselo a cualquiera.
Al cabo de un rato, se fue al salón y le escribió una carta a sor Inmaculada, comunicándole en términos fríamente corteses que sus obligaciones domésticas le impedirían seguir trabajando por más tiempo en el orfelinato. Ya estaba terminando cuando entró Sandy. Parecía cansado. La miró sonriendo mientras posaba en el suelo el maletín, que emitió un tintineo como si contuviera algún objeto metálico. Se acercó y le apoyó una mano en el hombro.
– ¿Cómo estás, cariño? Mira, perdóname por el arrebato de furia del despacho. He tenido un mal día. Acabo de pasar una hora en el Comité de Judíos. -Se inclinó y la besó en el cuello.
En otro momento, semejante gesto la hubiera ablandado, pero ahora sólo fue consciente del cosquilleo de los pelos de su bigote. Se apartó, y él frunció el entrecejo.
– ¿Qué ocurre? Ya te he pedido perdón.
– Es que yo también he tenido un mal día.
– ¿A quién le escribes?
– A sor Inmaculada. Le digo que ya no voy a volver al orfelinato. No soporto ver cómo tratan a esos niños.
– Pero eso no se lo habrás dicho en la carta, ¿verdad?
– No, Sandy, he dicho obligaciones domésticas. No te preocupes, no habrá ningún problema con la marquesa.
Sandy se apartó.
– No hace falta que me contestes así.
Barbara respiró hondo.
– Perdona.
– Bueno, ¿y ahora qué piensas hacer? Te conviene hacer algo.
«Necesito un mes para ayudar a Bernie a salir y escapar de allí», pensó Barbara.
– Pues no lo sé. ¿Podría echar una mano con tus refugiados? ¿Los judíos?
Sandy tomó un trago de whisky y denegó con la cabeza.
– Son muy tradicionales. No les gusta que las mujeres les digan lo que tienen que hacer.
– Yo creía que casi todos ejercían profesiones liberales.
– Pero, aun así, son muy tradicionales. -Sandy cambió de tema-. ¿Qué te ha estado contando Harry?
– Hemos hablado de la guerra. No cree que Franco entre en ella.
– Sí, eso es lo que me ha dicho a mí. Es muy astuto en cuestión de negocios, ¿sabes? -Sandy sonrió con aire pensativo-. Mucho más de lo que imaginaba. -Volvió a mirar a Barbara-. Pero verás, cariño, yo creo que te equivocas en esto del orfelinato. Hay que hacer las cosas a su manera. Donde fueres… Te lo he dicho muchas veces.
– Sí, es cierto. Pero yo no pienso volver allí, Sandy, no quiero participar en la manera que ellos tienen de tratar a los niños.
¿Por qué la provocaba y la hacía enfadar tanto últimamente, cuando ella más necesitaba que todo pareciera normal y se mantuviera en equilibrio? Barbara sabía que él había notado algo raro. Ahora incluso evitaba hacer el amor con él y, cuando él insistía y ella cedía, le resultaba imposible fingir placer.
– Esos niños son muy salvajes -dijo Sandy-. Tú misma lo has dicho. Necesitan disciplina, no animales de juguete.
– Por Dios, Sandy, a veces pienso que tienes una piedra por corazón. -Las palabras se le escaparon sin que ella pudiera evitarlo.
El rostro de Sandy se congestionó de rabia y éste hizo ademán de acercarse a ella. Apretó los puños y Barbara se estremeció mientras el corazón le latía con fuerza en el pecho. Siempre había sabido que Sandy podía ser cruel y perverso cuando estaba enojado, pero hasta aquel momento jamás había temido ninguna acción violenta de él. Respiró hondo. Sandy consiguió controlarse y habló fríamente.
– Yo te he hecho -dijo-. No lo olvides. No eras nada cuando yo te encontré; un desastre, porque a ti lo único que siempre te ha preocupado es lo que la gente piensa de ti. En lugar de corazón, tú lo que tienes es un revoltijo de sensiblería empalagosa. -La miró con rabia, y entonces comprendió claramente por primera vez qué era lo que siempre había querido de ella y en qué había consistido la relación entre ambos desde el principio. Control. Poder.
Barbara se levantó y abandonó la estancia.
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