Книга: Invierno en Madrid
Назад: 24
Дальше: 26

25

Ya habían caído las primeras nieves sobre los picos de la sierra de Valdemeca, allá lejos hacia el noreste. Aquella mañana habían visto por primera vez una blanca capa de escarcha en el patio del campo, una finísima piel de hielo en los pequeños charcos. Los primeros rayos de sol iluminaron la nieve de las lejanas montañas, tiñéndola de un delicado color rosa que a Bernie le pareció hermoso mientras permanecía de pie envuelto en su delgado mono de trabajo, a la espera de que Aranda pasara su lista de la mañana.
A su lado, Vicente se sonó la nariz con la manga e hizo una mueca al ver en ella unos trazos de moco de intenso color amarillo. Algo le ocurría a su nariz; le dolía mucho la cabeza y soltaba constantes mucosidades.
Aranda salió de su barraca con su gabán y sus guantes y se dirigió a la plataforma. Una vez allí, se quitó los guantes, se sopló las manos y miró con semblante enfurecido a los prisioneros. Una brisa gélida soplaba desde la sierra, y alborotaba con sus ásperos dedos el cabello de los prisioneros mientras la voz sonora de Aranda los iba llamando por sus nombres. Había media docena de nuevos prisioneros, republicanos que habían huido a Francia tras la victoria de Franco y habían sido devueltos por los nazis. Ahora contemplaban su nueva prisión sin el menor interés. Uno de ellos dijo que el presidente catalán Companys había sido devuelto a Madrid y enviado a Barcelona para acabar siendo fusilado en el castillo de Montjuic. En la barraca del comedor, Bernie se sentó con algunos de los comunistas a la hora del desayuno. Pablo, un ex minero de Asturias, se desplazó un poco para hacerle sitio en el banco.
– Buenos días, camarada. Hoy hace frío, ¿no?
– Mucho frío. Este invierno ha llegado muy pronto.
Bernie se fue comiendo a cucharadas el líquido puré de garbanzos. Eulalio lo miró desde el fondo de la mesa. Su sarna había empeorado y su cara estaba cubierta de ronchas rojas en las zonas donde se había rascado. Una mancha dura y enrojecida en la muñeca revelaba que la enfermedad había alcanzado la fase de la formación de costras y pústulas bajo las cuales se ocultaban los ácaros y los huevos.
– Compañero Piper, veo que hoy has decidido unirte a nosotros.
– Verás, compañero, a mí me gusta moverme un poco por ahí, de esta manera te enteras de más noticias.
Eulalio lo miró con sus duros y penetrantes ojos grises.
– ¿Y de qué noticias te has enterado por ahí?
– Pues de que uno de los guardias le ha dicho a Guillermo que la piedra de la cantera es para un monumento que Franco está empezando a construir en la sierra de Guadarrama. Al parecer, quiere que sea su sepulcro; tardarán veinte años en terminarlo.
– Si está en la sierra de Guadarrama, ¿por qué quieren piedra caliza de aquí?
– Más apropiada para los adornos monumentales, dice Guillermo.
Eulalio soltó un gruñido.
– A mí todo eso me suena a propaganda. Los guardias siembran todas estas historias para hacernos creer que Franco siempre estará aquí. Deberías analizar un poco lo que te dicen, camarada.
– Ya lo hago, camarada Eulalio.
Bernie le devolvió la gélida mirada. Con su calva abombada y los pelillos que tenía en el cuello, Eulalio le recordaba a las lagartijas que se veían en verano escabullándose entre las rocas. Eulalio sonrió fríamente.
– Confío en que analices muy especialmente lo que te diga este burgués de Vicente.
– Lo hago. Y él analiza a su vez lo que yo le digo.
– ¿Sigues en la cuadrilla de la cantera? -le preguntó Pablo, cambiando de tema.
– Toda esta semana. Preferiría estar en la barraca de la cocina contigo.
El guardia tocó el silbato.
– Vamos, a ver si termináis. ¡Ya es hora de trabajar!
Bernie recogió con la cuchara lo último que le quedaba del puré y se levantó. Con la boca torcida en una mueca de dolor, Eulalio se rascaba las costras de la muñeca.

 

Los prisioneros formaron largas filas en el patio. Ahora el sol asomaba por encima de las pardas y las yermas colinas, y el ambiente era un poco más cálido; el hielo de los charcos se empezaba a fundir. Se abrieron las verjas y la cuadrilla de Bernie salió, formando una larga fila mientras los guardias armados con fusiles ocupaban sus posiciones a cada pocos metros. El sargento Ramírez bajó muy despacio a lo largo de la fila, contemplando con rostro enfurruñado a los prisioneros. Era un gordinflón de cincuenta y tantos años con un desordenado bigote gris, un rubicundo rostro y una bulbosa nariz de borracho. Ofrecía un aspecto decrépito; pero era muy peligroso, un volcán ardiente en cuyo interior se agitaban toda suerte de odios reconcentrados. Era un viejo soldado profesional, de esos que por regla general solían ser los más crueles, pues normalmente, los reclutas preferían tomarse la vida con más calma. Bajo su gabán, se distinguía el bulto de su látigo metido en el cinturón. Llegó al principio de la fila, tocó el silbato y los prisioneros iniciaron el ascenso a las colinas.
Era un paseo de casi cinco kilómetros. El nombre de Tierra Muerta le iba que ni pintado: un territorio raso y pedregoso, unos pocos campos de labranza protegidos por chaparros y arañados en las hondonadas abiertas entre las colinas. Pasaron por delante de una familia de labriegos que trabajaba la tierra pedregosa con un arado de bueyes. Los labriegos no levantaron la vista al paso de la columna; por acuerdo tácito, los prisioneros eran invisibles.
Un poco más allá, coronaron una colina y Ramírez tocó el silbato para anunciar un descanso de cinco minutos. Vicente se sentó en una roca. Estaba muy pálido y respiraba con jadeos entrecortados y ásperos. Bernie miró al guardia más próximo y se sorprendió de que fuera Agustín, el hombre que una semana atrás le había hecho aquel extraño comentario tras su visita al psiquiatra.
– Hoy me encuentro muy mal, Bernardo -dijo Vicente-. Tengo la cabeza a punto de estallar.
– Molina regresa la semana que viene… él dejará que te lo tomes con más calma. -Bernie se inclinó un poco más hacia él-. Trabajaremos juntos, así podrás descansar.
– Eres bueno, para ser un viejo burgués -dijo el abogado en un intento de dárselas de gracioso. Estaba sudando, y la humedad le brillaba en la frente arrugada-. Empiezo a preguntarme de qué sirve seguir luchando. Al final, los fascistas nos van a matar a todos. Eso es lo que quieren, matarnos a trabajar.
– Serán derrotados. Tenemos que resistir.
– Han ganado en todas partes. Aquí, en Polonia, en Francia. Inglaterra será la siguiente. Y Stalin ha firmado un pacto de no agresión con Hitler porque se muere de miedo.
– El camarada Stalin firmó ese pacto con Hitler para ganar tiempo.
Era lo que Eulalio había dicho al enterarse a través de los guardias del pacto nazi-soviético. Bernie no podía aceptar la idea de que aquella guerra contra el fascismo se tuviera que llamar ahora guerra entre potencias imperialistas. Fue entonces cuando empezó a poner en duda por vez primera la línea de conducta del partido.
– El camarada Stalin. -Vicente se rió con una carcajada hueca que acabó convirtiéndose en un acceso de tos.
Muy a lo lejos, allí donde la Tierra Muerta bajaba suavemente hasta perderse en la brumosa distancia, Bernie divisó un espectáculo extraordinario. Por encima de una capa de niebla blanca se distinguía un peñasco en cuya ladera se levantaban unas casas con las ventanas iluminadas por unos radiantes rayos de sol. Parecían muy cercanas, como si flotaran sobre la niebla. Era una jugarreta que la luz gastaba allí algunas veces, como un espejismo del desierto. Bernie le dio un suave codazo a Vicente.
– Mira allí, amigo mío, ¿no te parece un espectáculo por el que merece la pena vivir? Un panorama como éste no se ve muy a menudo.
Vicente atisbo en la distancia.
– No veo nada, no llevo las gafas. ¿Hoy se puede ver Cuenca?
– Se pueden ver nada menos que las casas colgadas; es como si flotaran sobre la niebla que se levanta desde la garganta de más abajo. -Bernie lanzó un suspiro-. Es como contemplar otro mundo.
Delante de ellos, Ramírez tocó el silbato.
– ¡En marcha! -gritó Agustín.
Bernie ayudó a Vicente a ponerse en pie. Mientras reanudaban su camino, Agustín se situó a su lado, acompasando el paso al suyo. Bernie observó que aquel hombre lo estudiaba con disimulo. Se preguntó si estaría interesado en su trasero; cosas que ocurrían en el campo.
La cantera era un inmenso y profundo corte excavado en la ladera de la colina. Se habían pasado varias semanas trabajando allí día tras día, arrancando enormes pedazos de piedra caliza y partiéndolos en trozos de tamaño más reducido que después se llevaban en camiones. Bernie se preguntó si la historia sobre el monumento de Franco sería cierta; a veces se preguntaba, como Vicente, si la extracción de piedras de la cantera no sería una simple excusa para matarlos a todos poco a poco a trabajar en aquel desierto.
Agustín y otro guardia encendieron una hoguera delante del cobertizo levantado a la entrada de la cantera, pero Ramírez no se acercó al calor como lo habría hecho Molina. Permaneció de pie sobre un montón de rocas, con las manos a la espalda mientras uno de los guardias montaba la ametralladora. Otros guardias empezaron a repartir los picos y las palas que se guardaban en el cobertizo. No había la menor posibilidad de que los prisioneros utilizaran las herramientas para atacarlos… el fuego de la ametralladora los habría abatido en menos que canta un gallo.
Bernie y Vicente encontraron un montón de bloques de piedra caliza en el que trabajar, parcialmente oculto por un saliente rocoso que se proyectaba hacia fuera. Allí trabajarían hasta la puesta del sol con sólo una breve pausa a mediodía para comer y beber. Ahora, por lo menos, los días eran cada vez más cortos; en verano, la jornada laboral duraba trece horas. El estruendo y el fragor de la piedra contra el metal resonaban en todos los rincones.
Una hora más tarde, Vicente tropezó y se dejó caer pesadamente sobre las piedras. Volvió a sonarse la nariz, se manchó la manga con un hilillo de mucosidad que parecía pus y emitió un gemido de dolor.
– No puedo seguir -dijo-. Llama al guardia.
– Descansa un poco.
– Es demasiado peligroso, Bernardo. Hay que llamar al guardia cuando alguien está enfermo.
– Calla esa boca burguesa.
Vicente permaneció sentado, respirando entre jadeos. Bernie siguió con su tarea, prestando atención por si oía unas pisadas detrás del saliente. Le dolían los pies dentro de aquellas botas viejas y cuarteadas y había alcanzado el primer grado de la sed cotidiana en el que la lengua se movía incesantemente alrededor de la boca en busca de humedad.
El soldado apareció sin previo aviso, asomando por detrás del saliente con demasiada rapidez para que Bernie pudiera decirle a Vicente que se levantara. Era Rodolfo, un curtido veterano de las guerras de Marruecos.
– ¿Qué haces? -gritó-. ¡Tú! ¡Levántate ahora mismo! -Vicente se levantó temblando.
Rodolfo se acercó a Bernie.
– ¿Por qué permites que este hombre eluda sus obligaciones? ¡Eso es un sabotaje!
– Es que se acaba de poner enfermo, señor cabo. Ahora mismo lo iba a llamar.
Rodolfo sacó el silbato del bolsillo y empezó a tocarlo con fuerza. Vicente encorvó la espalda, presa de la desesperación.
Se oyó el crujido sobre la tierra de unos pies calzados con botas y apareció Ramírez. Inmediatamente después, Agustín se acercó corriendo a su espalda. Ramírez miró enfurecido a Bernie y Vicente.
– ¿Qué cono pasa aquí?
Rodolfo enseguida levantó el brazo haciendo el saludo fascista.
– He sorprendido al abogado aquí sentado sin hacer nada -dijo-. Y el inglés lo estaba mirando tan tranquilo.
– Por favor, mi sargento -dijo Vicente-. Me he sentido indispuesto. Y Piper estaba a punto de llamar al guardia.
– Conque indispuesto, ¿eh?
A Ramírez se le salían los ojos de las órbitas a causa de la rabia. Con la mano enguantada, abofeteó el rostro de Vicente. El sonido resonó en la cantera como un disparo de fusil, mientras el abogado se desplomaba convertido en un guiñapo. Ramírez se volvió para mirar a Bernie.
– Y tú lo dejabas holgazanear, ¿verdad? Inglés comunista, hijo de la grandísima puta. -Dio un paso al frente para acercársele un poco más-. Tú eres uno de esos que mentalmente no se sienten derrotados, ¿verdad? Me parece que necesitas pasarte un día en la cruz.
Ramírez se volvió hacia Rodolfo, el cual sonrió e inclinó la cabeza con expresión sombría. Bernie apretó los labios. Pensó en el daño que le haría el estiramiento en la vieja herida del hombro… bastante le dolía ya después de una jornada de trabajo. Estudió los ojos de Ramírez. Algo en su aspecto debía de haber provocado el enojo del militar. Con una rapidez superior a la que la mirada habría podido seguir, éste sacó el látigo y azotó a Bernie en el cuello. Bernie lanzó un grito y se tambaleó mientras la sangre le brotaba entre los dedos.
Agustín se adelantó y rozó nerviosamente el brazo de Ramírez.
– Mi sargento.
Ramírez se volvió con impaciencia.
– ¿Qué?
Agustín tragó saliva.
– Mi sargento, el psiquiatra está estudiando a este hombre. Creo… creo que al comandante no le gustaría que sufriera algún daño.
Ramírez frunció el entrecejo.
– ¿Estás seguro? ¿Éste?
– Seguro, mi sargento.
Ramírez hizo pucheros como un niño al que acabaran de arrebatar una golosina, y asintió con la cabeza a regañadientes.
– Muy bien. -Se inclinó sobre Bernie y le arrojó a la cara un fétido aliento que apestaba a ajo rancio-. Que te sirva de advertencia. Y tú… -señaló a Vicente con un gesto de la mano-… vuelve al trabajo. -Luego se alejó, con Rodolfo a la zaga. Agustín los siguió apurando el paso, sin volverse para mirar a Bernie.

 

Aquella noche, mientras los hombres permanecían tumbados en sus literas a la espera de que apagaran las luces, Vicente se volvió hacia Bernie. El abogado se había pasado casi toda la tarde durmiendo.
– ¿Te encuentras mejor? -le preguntó Bernie.
Vicente lanzó un suspiro.
– Por lo menos, he descansado. -A la tenue luz de la vela, su rostro estaba arrugado y ojeroso-. ¿Y tú?
Bernie se tocó cuidadosamente la larga herida del cuello. Se la había lavado y confiaba en que no se le infectara.
– Todo irá bien.
– ¿Qué ocurrió esta mañana? -preguntó Vicente en voz baja-. ¿Por qué te soltaron?
– No lo sé, me he pasado todo el día tratando de averiguarlo. -La indulgencia de Ramírez era la comidilla de todo el campo; a la hora de la cena, Eulalio también se lo había preguntado, mirándolo con recelo-. Agustín me dijo que me estaba tratando el psiquiatra, pero yo creo que al psiquiatra le importa un bledo el estado en que yo me encuentre.
– A lo mejor, Agustín te quiere en su cama.
– Lo he pensado, pero no creo. No me mira de esa manera.
– Pues a mí alguien me ha mirado así al entrar -dijo Vicente en voz baja-. Lo he visto.
– ¿El padre Eduardo? Sí, yo también lo he visto.
Bernie había tenido que ayudar al abogado en la última etapa del camino de regreso desde la cantera, sujetándolo para ayudarlo a caminar. Mientras atravesaban el patio, había visto al joven sacerdote saliendo de la barraca de las clases. Se había detenido y los había seguido con la mirada mientras ambos avanzaban renqueando en dirección a su barraca.
– Ahora ya me tiene fichado -dijo Vicente-. Para él sería un buen trofeo.
Назад: 24
Дальше: 26