Книга: Invierno en Madrid
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El dinero llegó el 5 de noviembre, la víspera del día en que Barbara tenía concertada su nueva cita con Luis. Ya desesperaba de recibirlo y se había preparado para suplicarle a Luis que esperara. A medida que su preocupación iba en aumento, Barbara comprendió que estaba cada vez más nerviosa y retraída. Sandy empezaba a preguntarse con toda claridad qué le ocurría. Aquella mañana se había hecho la dormida mientras él se vestía; porque estaba despierta, mirando la almohada mientras recordaba que era el día de Guy Fawkes, en que Gran Bretaña conmemoraba la detención de Guy Fawkes el año 1605 por su intento de hacer saltar por los aires las Cámaras del Parlamento. Aquel año no habría fuegos artificiales en Inglaterra; ya tenían suficiente con las explosiones reales de todas las noches. La BBC informaba de que no se habían registrado más incursiones en la región de los Midlands; en cambio, Londres seguía siendo bombardeada casi cada noche. Los periódicos de Madrid señalaban que buena parte de la ciudad había quedado reducida a escombros, pero ella se decía a sí misma que todo era propaganda.
Cuando Sandy se fue, Barbara bajó a buscar las cartas. Vio un sobre mecanografiado encima del felpudo con la cabeza del rey de Inglaterra en el sello, en lugar de la de Franco y su fría mirada. Lo rasgó para abrirlo. En frío tono oficial, el banco le comunicaba que había transferido sus ahorros a la cuenta que ella había abierto en Madrid. Más de 5.000 pesetas. Comprendió el tono de reproche que emanaba de la misiva por el hecho de haber sacado el dinero al extranjero en tiempo de guerra.
Regresó a la habitación y dejó la carta en su escritorio. Ahora guardaba en él dos guías de Cuenca que había estudiado cuidadosamente. Cerró el escritorio.
Se vistió a toda prisa; tenía que estar en el orfelinato a las nueve. Era su segunda mañana de trabajo allí. La víspera se había presentado con la ropa de costumbre, pero sor Inmaculada le había dicho que era una lástima que ensuciara un buen vestido. A Barbara le pareció un alivio volver a ponerse una falda vieja y un jersey holgado. Consultó su reloj. Ya era hora de irse.

 

Barbara había acordado acudir al orfelinato dos veces por semana, pero ya no estaba muy segura de poder seguir. Había trabajado como enfermera anteriormente, aunque jamás en condiciones como aquéllas.
Recordó con añoranza los pasillos impecablemente fregados del Hospital Municipal de Birmingham mientras se acercaba al orfelinato. Pasó un gasógeno, y el humo maloliente que se escapaba de la pequeña chimenea la hizo toser. Llamó a la puerta y le abrió una monja.
El edificio del siglo XIX era un antiguo monasterio construido alrededor de un patio central con un claustro de columnas. Los muros del claustro estaban cubiertos de carteles anticomunistas. Un ogro fiero con una gorra de la estrella roja se cernía sobre una joven madre y sus hijos; la hoz y el martillo en un montaje con una calavera y la leyenda: «Esto es el comunismo.» La víspera le había preguntado a sor Inmaculada si no temía que los carteles asustaran a los niños. La alta monja había denegado tristemente con la cabeza.
– Casi todos los niños proceden de familias rojas. Hay que recordarles que vivían a la sombra del demonio. Si no, ¿de qué otra manera se podrían salvar sus almas cándidas?
Cuando llegó Barbara, sor Inmaculada, que llevaba una palmeta metida entre el hábito y el cinturón, estaba terminando de pasar lista con una voz clara y bien timbrada que resonaba por todo el patio. Cincuenta niños y niñas de entre seis y doce años permanecían de pie en fila sobre el suelo de hormigón. La monja bajó la tablilla.
– ¡Ya os podéis retirar! -ordenó, levantando inmediatamente el brazo para hacer el saludo fascista-. ¡Viva Franco!
Los niños contestaron en un coro desigual mientras movían vagamente los brazos arriba y abajo. Barbara recordó el concierto y a Franco reprimiendo un bostezo. Se dirigió al dispensario; «España Reconquistada para Cristo», decía una leyenda pintada encima de la puerta.
Su primera tarea del día consistía en examinar el estado de salud de los niños recién llegados por si alguno de ellos necesitaba asistencia médica. En el interior del frío dispensario, con camas de hierro e instrumentos de acero colgados en las paredes, la esperaba la señora Blanco. Era una anciana cocinera retirada, una beata cuya vida giraba en torno a la iglesia. Tenía unos apretados rizos grises y llevaba un delantal de color marrón; su rostro mofletudo estaba arrugado y, a primera vista, parecía amable.
– Buenos días, señora Forsyth. Ya tengo preparada el agua caliente.
– Gracias, señora. ¿Cuántos tenemos hoy?
– Sólo dos. Traídos por la Guardia Civil. Un niño sorprendido robando en una casa y una chiquilla que andaba perdida por ahí. -La mujer meneó la cabeza piadosamente.
Barbara se lavó las manos. Los niños que llegaban al orfelinato vivían casi todos como salvajes y ejercían el robo y la mendicidad. La mendicidad era una molestia y, cuando la policía los pillaba, los solía entregar a las monjas.
La señora Blanco hizo sonar una campanilla y una monja hizo pasar a un niño de unos ocho años envuelto en un grasiento abrigo marrón demasiado grande para él. Sor Teresa era joven y tenía un rostro cuadrado de campesina.
– A esta pequeña fiera la pillaron robando -dijo en tono de amonestación.
– Qué niño más malo -comentó tristemente la señora Blanco-. Quítate la ropa, niño, que te vea la enfermera.
El niño se desvistió con aire malhumorado y se quedó en cueros: le asomaban las costillas a través de la piel y los brazos parecían palillos. Inclinó la cabeza y Barbara lo examinó. Olía a sudor rancio y a orina; su piel estaba fría como la de un pollo desplumado.
– Está muy delgado -dijo en voz baja-. Y tiene liendres, naturalmente. -El niño tenía en la muñeca un corte largo y enrojecido que supuraba-. Qué corte más feo, niño -le dijo con dulzura-. ¿Cómo te lo hiciste?
El niño levantó la cabeza y la miró con sus grandes ojos asustados.
– Un gato -contestó en voz baja-. Entró en mi sótano y entonces yo quise agarrarlo y me arañó.
Barbara sonrió.
– Gato malo. Te pondremos un poco de ungüento. Después te daremos algo de comer, ¿te parece bien? -El niño asintió con la cabeza-. ¿Cómo te llamas?
– Iván, señora.
La señora Blanco apretó los labios.
– ¿Quién te puso este nombre?
– Mis padres.
– ¿Y dónde están tus padres ahora?
– Los guardias civiles se los llevaron.
– I van es un mal nombre, un nombre ruso, ¿lo sabías? Las monjas ya te buscarán otro mejor.
El niño inclinó la cabeza.
– Creo que eso es todo -dijo Barbara.
Hizo una anotación en una tarjeta y se la entregó a la señora Blanco, la cual se retiró con el niño. Sor Teresa se retiró por la otra puerta para ir en busca del siguiente niño.
La beata regresó a los pocos minutos, limpiándose las manos en el delantal oscuro.
– Señor, qué mal olía.
Fuera hubo alboroto. Barbara oyó unos gritos estridentes antes de que la puerta se abriera de golpe. Sor Teresa llevaba a rastras a una escuálida niña morena de unos once años de edad, que forcejeaba violentamente con ella. La monja tenía el rostro arrebolado y, con la toca ladeada, parecía que estuviera borracha.
– Madre de Dios, se resiste más que un cerdo. -Sor Teresa inmovilizó a la niña sujetándola por los brazos y la obligó a estarse quieta-. Basta, si no quieres que te dé con la palmeta. Lleva el diablo dentro. Vivía en una casa abandonada de Carabanchel… los guardias civiles la tuvieron que perseguir por las calles.
Barbara se agachó ante la niña. Ésta respiraba afanosamente, sus labios entreabiertos mostraban una dentadura estropeada y sus ojos parecían tremendamente asustados. Llevaba un sucio vestido azul y sostenía en la mano un burrito peludo, tan sucio y destrozado que apenas se distinguía lo que era.
– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Barbara amablemente.
La niña tragó saliva.
– ¿Usted es monja?
– No, soy una enfermera. Sólo te quiero examinar para ver si te hace falta un médico.
La niña la miró con expresión implorante.
– Por favor, déjeme ir. No quiero que me conviertan en sopa.
– ¿Cómo?
– Las monjas convierten a los niños en sopa y después se la dan de comer a los soldados de Franco. Por favor, por favor, pídales que me dejen ir.
Sor Teresa se echó a reír.
– Ya ve usted quién la ha educado.
La señora Blanco miró a la niña frunciendo el entrecejo.
– Éstas son las mentiras perversas que contaban los rojos. Eres una niña mala por decir estas cosas. Ahora quítate la ropa, que te vea la enfermera. ¡Y dame eso! -Alargó la mano hacia el burrito peludo, pero la niña lo agarró con más fuerza-. Te digo que me lo des. ¡A mí no me desafíes, rojita!
Agarró el juguete y tiró de él. El burrito se rompió por la mitad y el relleno blanco salió volando. La beata perdió el equilibrio y la niña pegó un brinco y huyó chillando. Después corrió a esconderse bajo una cama y allí se quedó acurrucada, con la cabeza del burrito -lo único que quedaba de él- apretada contra su rostro mientras seguía aullando sin descanso. La señora Blanco arrojó el resto del juguete al suelo.
– Pequeña bruja del demonio…
– ¡Quieta! -le gritó Barbara severamente.
La beata pareció ofenderse. Sor Teresa cruzó los brazos y contempló la escena con interés mientras Barbara se agachaba ante la niña.
– Perdona -le dijo en un susurro-. Ha sido un accidente. A lo mejor yo te puedo arreglar el burro.
La niña restregó la cabeza del peluche contra su mejilla.
– Fernandito, Fernandito… ella me lo ha matado.
– Dámelo. Yo te lo volveré a coser. Te lo prometo. ¿Cómo te llamas?
La niña la estudió con recelo, no estaba acostumbrada a ser tratada con amabilidad.
– Carmela -contestó en voz baja-. Carmela Mera Várela.
Barbara se estremeció. Mera. El apellido de los amigos de Bernie. Los que vivían en Carabanchel. Recordó sus visitas allí tres años atrás… el corpulento y cordial progenitor, la madre agobiada de trabajo, el chico enfermo de tuberculosis. Y también había una niña pequeña que entonces debía de tener unos ocho años.
– ¿Tienes… tienes familia?
La niña denegó con la cabeza y se mordió el labio.
– Lanzaron una granada muy grande -dijo-. Después busqué un sótano vacío para mí y Fernandito. -La niña rompió a llorar en atormentados sollozos.
Barbara alargó la mano, pero la niña se escabulló, llorando con desconsuelo. Barbara se levantó.
– Dios mío, debe de llevar años viviendo a la intemperie. -Sabía que no podía decir que la conocía, que conocía a su familia. Una familia roja.
– ¿Le parece que nos la llevemos? -preguntó fríamente la señora Blanco.
Barbara volvió a agacharse.
– Carmela, te prometo que las monjas no te van a hacer daño. Te darán de comer, te podrán ropa abrigada. No te ocurrirá nada si haces lo que te mandan, pero se enfadarán si no obedeces. Si lo haces, te prometo que te arreglaré el burro, te lo coseré. Pero tienes que ser obediente y salir de aquí. -Esta vez la niña dejó que Barbara tirara de ella para sacarla de debajo de la cama-. Muy bien, Carmela. Ahora estate quieta y quítate la ropa para que yo te examine. Eso es, muy bien, dame a Fernandito, yo cuidaré de él. -Los brazos y las piernas de la niña estaban cubiertos de eczema; Barbara se preguntó cómo habría logrado sobrevivir-. Está muy desnutrida. ¿De dónde sacas la comida, Carmelita?
– Pido limosna. -Una mirada de desafío apareció en sus ojos-. Robo cosas.
– ¡Hala! -dijo bruscamente sor Teresa-. Vístete, que vamos a apuntarte en el registro. Y basta ya de bromas. Te darán un poco de comida si te portas bien. De lo contrario, probarás el bastón.
La niña volvió a ponerse el vestido. Sor Teresa apoyó firmemente una mano rechoncha y enrojecida en su hombro. Mientras se la llevaban, Carmela se volvió hacia Barbara y le dirigió una mirada de angustia.
– Te traeré a Fernandito dentro de uno o dos días -le dijo Barbara-. Te lo prometo. -La puerta se cerró a su espalda.
La señora Blanco soltó un bufido.
– Esto es una basura.
Se inclinó y recogió del suelo el resto del relleno de Fernandito. Lo comprimió todo en una bola apretada y lo arrojó a una papelera, junto con la otra mitad del burro peludo. Barbara se acercó, lo volvió a sacar todo y se lo guardó en el bolsillo.
– Le he prometido arreglarlo.
La beata resopló.
– Es una porquería. No le permitirán conservarlo, ¿sabe? -Se acercó un poco más a Barbara y la miró con los ojos entornados-.
Señora Forsyth, con toda mi caridad me pregunto si es usted adecuada para el trabajo que estamos llevando a cabo aquí. Ahora no podemos permitirnos el lujo del sentimentalismo en España. Quizá convendría que lo comentara con sor Inmaculada. -Con un movimiento brusco y arrogante de su ensortijada cabeza, la mujer abandonó el dispensario.

 

Aquella tarde, en casa, Barbara trató de recomponer el burro. Estaba sucio y grasiento, y tuvo que poner mucho cuidado en volver a colocar debidamente el relleno para que no acabara convertido en un objeto sin forma. Utilizó el hilo más fuerte que tenía, pero no estuvo muy segura de que pudiera resistir el constante maltrato de un niño. No podía dejar de pensar en Carmela. ¿Pertenecería a aquella familia, los amigos de Bernie? ¿Habrían muerto todos los demás?
Pilar entró para atizar el fuego y miró a Barbara con extrañeza. Barbara pensó que debía de tener una pinta muy rara, sentada allí en el suelo del salón vestida de aquella manera, cosiendo un juguete infantil con frenética concentración.
Cuando terminó, colocó el burro en el suelo. No había hecho un mal trabajo. Se preparó una tónica con ginebra, encendió un cigarrillo y se sentó a mirarlo. Tenía la expresión humilde y paciente de un burro de verdad.
A las siete entró Sandy. Se calentó las manos a la vera del fuego y la miró sonriendo. Barbara no se había tomado la molestia de encender la lámpara del techo y, exceptuando el charco de luz procedente de la lámpara de lectura en el cual se arremolinaba el humo de su cigarrillo, la estancia estaba en penumbra.
Sandy parecía contento y satisfecho.
– Hace mucho frío en la calle -dijo. Después miró al burro con asombro-. ¿Qué demonios es eso?
– Es Fernandito.
Sandy frunció el entrecejo.
– ¿Quién?
– Pertenece a una niña del orfelinato. Se rompió cuando me la llevaron al dispensario.
Sandy soltó un gruñido.
– Creo que será mejor que no te tomes demasiado a pecho lo de estos niños.
– Pensé que te sería útil que yo trabajara allí. Por la conexión con la marquesa. -Barbara alargó la mano hacia la botella de ginebra que descansaba sobre la mesa de costura y se preparó otro trago. Sandy la miró.
– ¿Cuántos te has tomado?
– Sólo uno. ¿Quieres?
Sandy tomó un vaso y se sentó frente a ella.
– Pasado mañana me volveré a reunir con Harry Brett. Creo que voy a poder introducirlo en algo.
Barbara suspiró.
– No lo metas en ningún asunto turbio, por lo que más quieras. A él no le gustaría. Trabaja en la embajada, tienen que andarse con cuidado.
– Es sólo una oportunidad de negocios. -Sandy la miró inquisitivamente.
– Si tú lo dices. -No solía hablar con él en aquel tono, pero estaba muy cansada y deprimida.
– Parece que no sientes demasiado interés por Harry -dijo Sandy-. Pensé que se había portado muy bien contigo cuando Piper murió.
Ella lo miró fijamente sin contestar. Por un instante, había visto en sus ojos una expresión desagradable, algo cruel y amenazador. Con sus facciones marcadas iluminadas por la lumbre, ofrecía el aspecto de un hombre disoluto de mediana edad. El se revolvió en la silla y luego sonrió.
– Le he dicho que tú te reunirías con nosotros después. Sólo nosotros tres.
– De acuerdo.
Sandy la miró de nuevo sonriendo.
– Harry es un tipo muy curioso -añadió, con tono pensativo-. A veces, no sabes en qué está pensando. Arruga la frente en silencio y te das cuenta de que le está dando vueltas a algo.
– A mí siempre me ha parecido muy sincero. ¿Quieres que encienda la lámpara del techo?
Los ojos oscuros de Sandy se clavaron en ella.
– ¿Qué te ocurre últimamente, Barbara? Pensé que el trabajo de enfermera te animaría un poco, pero te veo más abatida que nunca.
Ella lo estudió. No parecía que sospechara nada, estaba simplemente irritado.
– Si vieras las cosas que yo veo en el orfelinato, tú también estarías abatido. -Barbara lanzó un suspiro. ¿O no lo estaría? Puede que no.
– Vas a tener que dejarlo. Tengo muchas cosas en la cabeza en estos momentos.
– Es que estoy cansada, Sandy.
– Estás descuidando mucho tu aspecto. Fíjate en este jersey raído que llevas puesto.
– Me lo pongo para el orfelinato.
– Bueno, pero ahora no estás en el orfelinato. -Barbara se dio cuenta de que estaba muy molesto con ella-. Me recuerdas la vez que te conocí. Y te tienes que volver a hacer la permanente. Comprendo por qué aquellas niñas te llamaban cuatro ojos con ricitos. Y, además, te sigues poniendo las gafas.
La intensidad de su dolor y su rabia la dejó asombrada. Cuando hacía enfadar a Sandy, éste raras veces contraatacaba con semejante violencia. Sabía cómo herirla. Tuvo que hacer un esfuerzo para controlar el temblor de su voz. Se levantó.
– Voy arriba a cambiarme -dijo.
Sandy la miró con una sonrisa radiante en los labios.
– Eso ya está mejor. Tengo que leer unos papeles… dile a Pilar que cenaremos a las ocho.
Barbara abandonó el salón. Mientras subía al piso de arriba, pensó: «Cuando saque a Bernie de aquí, regresaré a Inglaterra. Lejos de este lugar horrible, lejos de él.»

 

Luis no estaba en el café cuando ella llegó al día siguiente. Miró a través de la luna que daba a la calle y sólo vio a unos cuantos obreros acodados en la barra. Era una tarde grisácea, muy fría y desapacible.
Se acercó a la barra y pidió un café. La gorda la miró inquisitivamente.
– ¿Otro trabajito, señora? -le preguntó, guiñándole el ojo.
Barbara se ruborizó sin decir nada.
– Su amigo es muy guapo, ¿verdad, señora? Aquí tiene su café.
Una pareja de ancianos permanecía sentada a una mesa, contemplando sus tazas vacías. Ya estaban allí la otra vez, pensó Barbara mientras se sentaba a su mesa de costumbre y encendía un cigarrillo. Los estudió. No parecían espías, simplemente una pareja de ancianos que se había ido a pasar un rato en el café porque allí se estaba calentito. Tomó un sorbo de su café; sabía a aguachirle caliente. Ya llevaba diez minutos esperando con creciente nerviosismo, cuando finalmente apareció Luis. Éste entró casi sin resuello y la miró como disculpándose. Pidió un café en la barra y se le acercó presuroso.
– Discúlpeme, señora, es que me he cambiado de casa.
– No se preocupe. ¿Tiene alguna noticia?
Luis asintió con la cabeza y se inclinó hacia ella con expresión anhelante.
– Sí. Hemos hecho progresos. Agustín ya ha conseguido que lo incluyan en los turnos de guardia de la cantera. En el momento oportuno, se pondrá de acuerdo con su amigo para que éste pida ir al lavabo diciendo que… -carraspeó como si le diera vergüenza-… tiene diarrea. Le propinará a Agustín un golpe en la cabeza, le robará las llaves de las esposas y escapará.
– ¿Van esposados? -Era uno de los horrores que había imaginado.
– Pues sí, tendrá que ir al lavabo esposado.
Barbara lo pensó un momento y después asintió con la cabeza.
– Muy bien. -Encendió otro pitillo y le ofreció la cajetilla a Luis-. ¿Cuándo? Cuanto más se prolongue la espera, tanto mayor será el peligro. Y no simplemente a causa de la situación política. Es que ya no aguanto más, mi… marido… se ha dado cuenta de que no soy la misma.
Luis se revolvió en su asiento.
– Me temo que ahí está el problema. Agustín tiene tres semanas de permiso a partir de la semana que viene. No regresará hasta principios de diciembre. Habrá que esperar hasta entonces.
– ¡Pero si todavía falta un mes! ¿No puede cambiar la fecha del permiso?
– Por favor, señora, baje la voz. Piense en lo sospechoso que resultaría si Agustín cancelara de repente el permiso que tenía previsto desde hace varios meses y, estando de servicio, se registrara una fuga.
– Todo esto me parece muy mal. ¿Y si España entra en guerra, y si yo me tengo que ir?
– Llevan desde junio diciendo que vamos a entrar y hasta ahora no ha ocurrido nada, ni siquiera después de la entrevista de Franco con Hitler. Le prometo, señora, que se hará lo antes posible, cuando Agustín regrese al trabajo. Y todo será más fácil cuando los días sean más cortos… la oscuridad favorecerá la fuga de su amigo.
– Se llama Bernie… Bernie. ¿Por qué no puede utilizar su nombre?
– Sí, claro, Bernie.
Barbara reflexionó cuidadosamente.
– ¿Cómo se podrá trasladar desde el campo de prisioneros hasta Cuenca? Irá vestido de paisano.
– Todo es territorio abrupto y rural hasta llegar a la garganta de Cuenca, con sitios de sobra donde esconderse. Y hay un lugar de Cuenca en el que usted se podrá reunir con él. Todo eso lo arreglará Agustín.
– ¿Cuál es la distancia entre el campo de prisioneros y Cuenca?
– Unos ocho kilómetros. Pero, mire, señora, su Bernie es un prisionero fuerte como el que más. Están acostumbrados al trabajo duro y a las largas caminatas invernales. Lo conseguirá.
– ¿Qué sabe Bernie? ¿Sabe que yo estoy intentando ayudarlo?
– Todavía no. Así es más seguro. Agustín sólo le dijo que ya llegarán tiempos mejores. No le quita el ojo de encima.
– Poco lo podrá vigilar desde Sevilla.
– Eso es inevitable. Lo siento, pero no podemos hacer nada más.
– Muy bien. -Barbara suspiró y se pasó una mano por la cara. ¿Cómo podría resistir las semanas que tenía por delante?
– Ahora ya está todo arreglado, señora. -Luis la miró con intención-. Acordamos que yo cobraría la mitad cuando todo estuviera arreglado.
Barbara denegó con la cabeza.
– No exactamente, Luis. Yo le dije que le pagaría la mitad cuando hubiéramos elaborado un plan. Eso significa cuando yo sepa cómo y cuándo se llevará a efecto el plan.
Vio un destello de furia en sus ojos.
– Su amigo tendrá que pegarle a mi hermano un fuerte golpe en la cabeza para que ellos se crean la historia. Después, Agustín se tendrá que quedar quizá varias horas en Tierra Muerta para darle ocasión de escapar. Y ya hay nieve en los picos de la sierra.
Barbara lo miró desde lo alto de su estatura superior.
– Cuando tenga una fecha, Luis. Una fecha.
– Pero…
Se calló de golpe. Dos guardias civiles acababan de entrar en el local con sus tricornios y sus capas cortas brillando cual carapachos de insectos. Las armas resultaban visibles en las fundas amarillas que llevaban al cinto. Se acercaron a la barra.
– ¡Mierda! -exclamó Luis por lo bajo. Hizo ademán de levantarse, pero Barbara apoyó una mano en su brazo.
– Siéntese. ¿Qué van a pensar si nos largamos en cuanto ellos aparecen?
Luis volvió a sentarse. La vieja atendió a los guardias, comentándoles el frío que hacía.
– Demasiado frío para irnos directamente a casa después del servicio, señora. -Tomaron sus cafés y se sentaron. Uno de ellos miró con curiosidad a Barbara y después le murmuró algo a su compañero. Ambos se echaron a reír.
– Vamos, señora, vámonos ahora mismo. -Luis temblaba de inquietud.
– De acuerdo. Pero muy despacio.
Se levantaron y salieron a la calle. Ambos lanzaron un suspiro de alivio cuando la puerta se cerró a su espalda.
– Me ha decepcionado con eso del dinero, señora -dijo Luis con expresión enfurruñada-. Ciertas cosas escapan a mi control.
«¿Se habrá cambiado de casa confiando en el dinero que pensaba cobrar?», se preguntó Barbara. Habría sentido mucho que así fuera.
– Cuando yo tenga una fecha, usted tendrá el dinero.
Luis se encogió de hombros con gesto airado.
– Regresaré a Cuenca este fin de semana, veré a Agustín antes de que se vaya a Sevilla. Podemos volver a reunimos dentro de una semana.
Y después, para asombro de Barbara, le estrechó de nuevo la mano con aquella rígida formalidad tan propia de él antes de dar media vuelta y perderse en la tarde gris. «Más semanas -pensó Barbara-, más semanas de lo mismo.» Apretó los puños. Mientras se alejaba, evitó mirar a los guardias civiles a través de la luna del local, pero observó que los ancianos mantenían las cabezas inclinadas sobre sus tazas de café y miraban furtivamente a los guardias con expresión atemorizada. Ellos también les tenían miedo; no vigilaban a nadie.
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