Книга: Invierno en Madrid
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El lunes siguiente fue un día de mucho ajetreo en la embajada. Harry había acordado reunirse con Milagros Maestre en el Prado a las cuatro, pero tuvo que traducir al español un comunicado de prensa de la embajada acerca de las victorias británicas en el norte de África y llegó con un cuarto de hora de retraso.
La había llamado el fin de semana. No le apetecía, pero no tenía más remedio que hacerlo; habría sido una grosería. Tolhurst le había dicho que Maestre se ofendería y ellos no podían permitírselo. Milagros parecía encantada, así que aceptó la invitación de inmediato.
Harry ya había visitado el Prado anteriormente, una tarde de 1931 con Bernie. Entonces el museo le había parecido un hervidero de actividad; en cambio, ahora, el enorme edificio estaba muy tranquilo. Compró la entrada y cruzó el vestíbulo principal. Apenas había visitantes, menos que los vigilantes que paseaban lentamente por las salas haciendo tintinear las llaves que llevaban al cinturón mientras el eco de sus pisadas resonaba con un rumor sordo. Había muy poca luz, y aquella triste tarde de invierno el edificio producía una impresión de sombrío abandono.
Casi bajó corriendo los peldaños del café donde acababa de reunirse con Milagros. Ella estaba sola, sentada al fondo del café. Harry se sorprendió al ver a un hombre sentado frente a ella. El hombre se volvió y Harry reconoció en él al acompañante de Maestre en el baile, el teniente Gómez. En su rostro severo y cuadrado se observaba una mueca de contrariedad. Milagros sonrió con alivio.
– Ah, señor Brett -dijo Gómez en tono de reproche-. Ya empezábamos a temer que no viniera.
– Les pido disculpas, me han entretenido en la embajada. -Harry se volvió para mirar a Milagros-. Le ruego que me perdone.
– No se preocupe -dijo ella-. Por favor, Alfonso, no es nada.
Lucía un costoso abrigo de pieles y se acababa de ondular el cabello castaño con una permanente. Pese a que iba vestida como una mujer de más edad, Harry reparó una vez más en la apariencia infantil de su rostro mofletudo.
Gómez soltó un gruñido, apagó el cigarrillo y se levantó.
– Les dejo. Milagros, la veré en la entrada a las cinco y media. Buenas tardes, señor Brett.
Su mirada era muy fría cuando le estrechó la mano. Harry recordó el cesto de rosas con aquellas cabezas de marroquíes en el centro que, según decían, Maestre había regalado a las monjas. Se preguntó si Gómez habría estado presente.
Se sentó frente a Milagros.
– Me temo que lo he ofendido.
Milagros denegó con la cabeza.
– Don Alfonso me protege demasiado. Me lleva a todas partes, es mi dama de compañía, mi carabina. ¿Las chicas de Inglaterra todavía tienen carabinas?
– No: Más bien no.
Milagros sacó una cajetilla de cigarrillos del bolsillo. Unos cigarrillos de calidad, Lucky Strike, no los ponzoñosos pitillos que fumaba Sofía. No sabía por qué, pero se había pasado todo el fin de semana pensando en Sofía.
– ¿Usted fuma, señor Brett?
Harry sonrió.
– No, gracias. Y llámeme Harry, por favor.
Milagros exhaló una larga columna de humo.
– Ah, así está mejor. No les gusta que fume, consideran que soy demasiado joven -explicó, ruborizándose-. Piensan que no es apropiado para una chica seria.
– Todas las mujeres que yo conozco fuman.
– ¿Le apetece un café?
– Ahora no, gracias. Quizá cuando hayamos visto los cuadros, ¿le parece?
– Me parece muy bien. Pues entonces, me termino el pitillo. -Milagros esbozó una sonrisa nerviosa-. Me encanta que me vean fumar en público. -Exhaló una nube de humo azulada, apartando el rostro para no arrojársela a Harry a la cara.
A Harry no le importaba visitar galerías de arte, siempre y cuando no tuviera que permanecer en ellas mucho rato; pero la verdad era que tampoco le entusiasmaban. La impresión de cavernoso vacío del Prado se fue intensificando progresivamente a medida que recorrían las salas en las que sólo se escuchaba el eco de sus pisadas. Casi todas ellas estaban vacías. Unos espacios en blanco en las zonas de las paredes antaño ocupadas por cuadros robados o desaparecidos durante la Guerra Civil. En los rincones, unos guardias uniformados de negro permanecían sentados en sillas, leyendo el Arriba.
Milagros era todavía más ignorante en arte que Harry. Se detenían delante de algún cuadro, él o ella hacían algún comentario grandilocuente y seguían adelante.
En la sala de Goya, el horror oscuro de las Pinturas Negras pareció poner muy nerviosa a Milagros.
– Pinta cosas muy crueles -dijo la muchacha en voz baja mientras contemplaba el Aquelarre.
– Había visto muchas cosas de la guerra. Bueno, creo que ahora ya lo hemos visto casi todo… ¿le apetece un café?
Ella le sonrió con gratitud.
– Oh, sí. Gracias.
Las salas estaban muy frías; en cambio, en la cafetería hacía demasiado calor. Cuando él llevó de la barra a la mesa dos tazas de pésimo café, Milagros ya se había quitado el abrigo y en torno a ella se percibía el intenso aroma almizcleño de un perfume muy caro. Se lo había aplicado en exceso. Harry se compadeció repentinamente de ella.
– Me gustaría ver las galerías de arte de Londres -dijo la joven-. Me gustaría ver todo lo que hay en Londres. Mi madre dice que es una gran ciudad.
– ¿La conoce?
– No, pero lo sabe todo de ella. A mis padres les encanta Inglaterra.
A los españoles no les gustaba que sus hijas salieran con extranjeros. Harry lo sabía; pero, en aquellos momentos, un lugar como Inglaterra debía de ser un destino muy apetecible a los ojos de alguien como Maestre. Contempló el rostro serio y mofletudo de la muchacha.
– Todos los países parecen mejores desde lejos.
– Quizá. -Milagros parecía abatida-. Pero tiene que ser mejor que España; aquí todo es tan sucio y miserable, tan inculto.
Harry pensó en Sofía y en su familia mutilada, que vivían en aquel pobre apartamento.
– Su padre tiene una casa muy bonita.
– Pero todo es muy inseguro. Tuvimos que huir de Madrid durante la guerra, ¿sabe? Ahora tenemos esta nueva guerra que se cierne sobre nosotros. ¿Y si lo volvemos a perder todo? -La muchacha pareció entristecerse momentáneamente, pero después volvió a sonreír-. Hábleme más de Inglaterra. He oído decir que la campiña es preciosa.
– Sí, todo es muy verde.
– ¿Hasta en verano?
– Especialmente en verano. Hierba verde y árboles gigantescos.
– Antes Madrid estaba lleno de árboles. Cuando volvimos, los rojos los habían cortado todos para hacer leña. -Milagros lanzó un suspiro-. Yo me sentía más a gusto en Burgos.
– Ahora la situación también es bastante insegura en Inglaterra. -Harry la miró sonriendo-. Recuerdo que en el colegio no había nada más bonito que un largo partido de criquet en una tarde estival.
Evocó las verdes canchas de juego, a los chicos con sus uniformes blancos de criquet y el sonido del bate y la pelota. Era un sueño tan lejano como el mundo de la fotografía en la que sus padres habían quedado atrapados.
– He oído hablar del criquet. -Milagros soltó una carcajada nerviosa que le otorgó, más que nunca, el aspecto de regordeta colegiala-. Aunque no sé cómo se juega. -Bajó la mirada-. Perdone, esta tarde… es que tampoco sé nada de pintura.
– Como yo, la verdad -contestó Harry, un poco avergonzado.
– Tenía que pensar en algún sitio adonde ir. Pero, si usted quiere, otro día podemos ir al campo; lo podría acompañar a ver la sierra de Guadarrama en invierno. Alfonso nos llevaría en coche.
– Sí, sí, tal vez.
Milagros se había vuelto a ruborizar; no cabía ninguna duda, se estaba enamorando de él. «Vaya por Dios», pensó Harry. Consultó el reloj de la pared.
– Ya es hora de marcharnos -dijo-. Alfonso estará esperando. No conviene que lo hagamos enfadar.
La boca de Milagros tembló levemente.
– No.
El viejo soldado esperaba en la escalinata del Prado, vuelto de cara al Ritz del otro lado de la calle, con un cigarrillo en los labios. Empezaba a oscurecer! Se volvió y, esta vez, miró con una sonrisa a Harry.
– Ah, justo a tiempo. ¿Lo ha pasado bien, Milagros?
– Sí, Alfonso.
– Tiene que comentarle a su madre los cuadros que ha visto. El automóvil está a la vuelta de la esquina. -El militar le dio a Harry un apretón de manos-. Puede que volvamos a vernos, señor Brett.
– Sí, teniente Gómez.
Harry estrechó la mano de Milagros. La chica lo miró expectante, pero él no le dijo nada acerca de la posibilidad de volver a verse. El rostro de Milagros reflejó decepción y Harry se sintió culpable; pero no tenía la menor intención de engañarla. Se los quedó mirando mientras ambos se alejaban. ¿Por qué se habría encaprichado aquella chica de él? No tenían nada en común.
– Vaya por Dios -añadió en voz alta.

 

Harry había quedado con Tolhurst para tomar unas copas en el Café Gijón. Pasó por delante del edificio cerrado de las Cortes y, después, del ministerio donde había conocido a Maestre y cuya calle patrullaban unos guardias armados con metralletas. Se subió el cuello del abrigo. El tiempo había vuelto a refrescar; después del sofocante calor del verano y de un otoño fallido, parecía que el invierno se acercaba.
La Gran Vía se había rebautizado con el nombre de «Avenida de José Antonio Primo de Rivera», en memoria del fundador de la Falange; pero era exactamente como Harry la recordaba en 1937: una larga arteria comercial. Las tiendas ya volvían a abrir después de la pausa de la siesta, y la luz amarillenta se derramaba sobre la acera. Incluso allí los escaparates estaban muy mal surtidos. Había oído hablar del Gijón, pero jamás había estado en él. Al entrar en el local adornado con espejos, vio a varias personas repartidas por las mesas. Había individuos con pinta de artistas con barba y bigotes extravagantes, pero no cabía duda de que todos debían de ser partidarios del régimen como lo era Dalí.
– El fascismo es el sueño convertido en realidad -decía un joven, entusiasmado, a su compañero-, lo surrealista hecho realidad.
«Y que lo digas», pensó Harry.
Tolhurst estaba sentado a una mesa, con su corpachón comprimido contra la pared. Harry lo saludó con la mano, después se acercó a la barra para pedir un brandy y se reunió con él.
– ¿Qué tal ha ido la cita? -le preguntó Tolhurst.
Harry tomó un sorbo de brandy.
– Esto está mejor. Bastante mal, en realidad. La chica es muy simpática pero es… cómo diría yo… sólo una niña. Llevaba carabina. El ex ordenanza o lo que sea de Maestre.
– Aquí tienen unas ideas muy anticuadas sobre las mujeres. -Tolhurst lo miró fijamente-. Procura no perderla de vista; es un nexo con Maestre.
– Quiere que vayamos a dar una vuelta por la sierra de Guadarrama.
– Ah -Tolhurst lo miró sonriendo-. Tú y ella solos, ¿eh?
– Con Gómez como chófer.
– Ah, bueno. -Tolhurst se chupó los carrillos mofletudos-. Santo cielo, a veces pienso que ojalá pudiera volver a casa. La echo de menos.
– ¿Echas de menos a tu familia?
Tolhurst encendió un cigarrillo y contempló cómo el humo se elevaba hacia el techo en espiral.
– No exactamente. Mi padre está en el ejército y llevo siglos sin verlo. -Suspiró-. Yo siempre quise vivir en Londres y disfrutar de la refinada existencia de allí. Jamás lo conseguí… primero el colegio y, después, el servicio diplomático. -Volvió a suspirar-. Probablemente ahora ya es demasiado tarde. Con los bombardeos y las ciudades a oscuras, toda esta clase de vida tiene que haber desaparecido. -Meneó la cabeza-. ¿Has echado un vistazo a los periódicos? Siguen comentando lo mucho que congenió Franco con Hitler en Hendaya. Y Sam está en plan muy conciliador; le ha dicho a Franco que Gran Bretaña estaría encantada de que España les arrebatara Marruecos y Argelia a los franceses.
– ¿Qué? ¿Como colonias españolas?
– Pues sí. Está alentando los sueños imperiales de Franco. Supongo que comprende su manera de pensar. Francia está acabada como potencia.
Tolhurst comentaba lo que «Sam» hacía como si fuera el confidente del embajador, era típico de él; aunque Harry sabía que probablemente se limitaba a repetir los chismes que circulaban por la embajada.
– Contamos con el bloqueo -dijo Harry-. Podríamos privarlos de sus suministros de alimentos y petróleo como quien cierra el grifo. Quizá ya va siendo hora de que lo hagamos. Para advertirlos sobre sus coqueteos con Hitler.
– No es tan sencillo. Si los dejamos sin nada que perder, puede que se unan a los alemanes y tomen Gibraltar.
Harry bebió otro trago de brandy.
– ¿Recuerdas la noche del Ritz? Le oí decir a Hoare que aquí no puede haber el menor apoyo británico para operaciones especiales. Tengo presente un discurso que pronunció Churchill poco antes de que yo me fuera. La supervivencia de Gran Bretaña enciende destellos de esperanza en la Europa ocupada. Podríamos ayudar a la gente de aquí en lugar de dar coba a sus dirigentes.
– Calma -dijo Tolhurst, soltando una carcajada nerviosa-. El brandy se te está subiendo a la cabeza. Si Franco cayera, los rojos volverían. Y serían peores que antes.
– ¿Y qué piensa el capitán Hillgarth? Aquella noche en el Ritz me pareció que estaba de acuerdo con sir Sam.
Tolhurst se removió muy inquieto en su asiento.
– Pues mira, Harry, si quieres que te diga la verdad, le molestaría bastante saber que alguien oyó sus comentarios.
– No lo hice a propósito.
– Aun así, yo de eso no sé nada -añadió Tolhurst en tono cansado-. Yo sólo soy el burro de carga. Arreglo las cosas, recibo información de las fuentes y controlo sus gastos.
– Dime una cosa -le preguntó Harry-, ¿tú has oído hablar alguna vez de los «Caballeros de San Jorge»?
Tolhurst entornó los ojos.
– ¿Dónde has oído eso? -preguntó en tono precavido.
– Maestre utilizó esa expresión el primer día que fui con Hillgarth para hacer de intérprete. Se refiere a los soberanos, ¿verdad, Tolly? -Tolhurst no contestó, se limitó a fruncir los labios. Harry siguió adelante, sin preocuparse por los protocolos que pudiera estar infringiendo-. Hillgarth también habló de Juan March. ¿Estamos implicados en una operación de soborno a los monárquicos? ¿Es éste el caballo por el que estamos apostando para mantener a España fuera de la guerra? ¿Por eso Hoare no quiere mantener ningún tipo de trato con la oposición?
– Mira, Harry, no conviene que seamos demasiado fisgones. -La voz de Tolhurst sonaba tranquila como al principio-. No nos corresponde a nosotros pensar en… bueno… los planes de acción. Y, por el amor de Dios, a ver si bajas un poco la voz.
– Entonces estoy en lo cierto, ¿verdad? Te lo leo en la cara. -Harry se inclinó hacia delante y murmuró en tono decidido-. ¿Y si todo fracasa y se viene abajo, y Franco se entera? Entonces nos hundiríamos en la miseria y lo mismo les ocurriría a Maestre y sus compinches.
– El capitán ya sabe lo que hace.
– ¿Y si la cosa da resultado? Estaremos atados a estos cabrones para siempre. Gobernarán España por siempre jamás.
Tolhurst respiró hondo. Estaba furioso y tenía la cara arrebolada por la emoción.
– Por Dios, Harry, ¿cuánto tiempo llevas dándole vueltas a todo eso?
– El otro día adiviné qué podían ser los Caballeros de San Jorge. -Se reclinó contra el respaldo de su asiento-. No te preocupes, Tolly, no diré nada.
– Más te vale no hacerlo, si no quieres ser acusado de alta traición. Es lo que pasa cuando se contratan los servicios de gente perteneciente al mundo académico -dijo Tolhurst-. Sois demasiado entrometidos. -Soltó una carcajada para intentar recuperar el tono amistoso-. No te lo puedo decir todo -añadió-. Eso lo tienes que comprender. Pero Sam y el capitán ya saben lo que hacen. Tendré que decirle al capitán que has descubierto todo esto. ¿Seguro que no se lo has dicho a nadie más?
– Te lo juro, Tolly.
– Entonces, toma otro trago y olvídate de todo.
– De acuerdo -dijo Harry, pensando que ojalá hubiera resistido el impulso de hacerle la pregunta a Tolhurst.
Tolhurst se levantó con cierta dificultad e hizo una mueca cuando la esquina de la mesa se le clavó en el vientre. Harry fijó la vista en el vaso. Experimentó un momento de pánico. Sus creencias acerca del mundo y del lugar que ocupaba en él se volvían a mover como arena bajo sus pies.
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