Книга: Invierno en Madrid
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El uno de noviembre amaneció muy húmedo y frío en Madrid. El apartamento de Harry ofrecía un aspecto sombrío, a pesar de las acuarelas de paisajes ingleses que había pedido prestadas a la embajada para cubrir las paredes desnudas.
A veces pensaba en el comisario desaparecido. Se preguntó qué clase de comisario habría sido Bernie si hubiera vivido y su bando hubiera ganado la guerra. Su misión había consistido en alentar a Barbara a que le hablara de Sandy cuando ambos se reunían y, en tales ocasiones, apenas habían mencionado el nombre de Bernie; lo cual le producía una extraña sensación de vergüenza, como si lo hubieran tachado de sus vidas. «Bernie habría sido un comisario muy competente», pensó; poseía la dureza y la furia necesarias para ello, junto con una conciencia social profunda y compasiva. Sin embargo, no se lo imaginaba convertido en uno de aquellos individuos de quienes había oído hablar y que durante la Guerra Civil condenaban a los soldados a ser fusilados por protestar.
De pie junto a la ventana, se tomó una taza de té de la marca Liptons facilitado por la embajada. Había encendido el brasero y un agradable calor se difundía por toda la estancia desde el pequeño recipiente metálico situado bajo la mesa. La lluvia caía muy despacio desde los balcones de la acera de enfrente. Le había resultado muy desagradable hacer preguntas a Barbara acerca de Sandy y sonsacarle información, y en cambio le había alegrado descubrir que ésta no sabía aparentemente nada. Debía de ser porque él no era gran cosa como espía.
Aquella mañana había actuado como intérprete en una sesión celebrada en el Ministerio del Interior y después se había vuelto a reunir con Sandy en el Café Rocinante. Lo había telefoneado al día siguiente de su paseo con Barbara por la Casa de Campo. Le dijo que en la embajada no tenía mucho trabajo y le preguntó si le apetecería volver a quedar. Sandy había aceptado encantado.
Bajó por la calle para dirigirse al café. Miró atentamente alrededor como de costumbre, pero no se veía la menor señal de que Enrique hubiera sido sustituido por otro espía más eficiente.
Cuando llegó, Sandy ya estaba en el Rocinante, sentado a una mesa y con un pie apoyado en un bloque de madera mientras un desarrapado chiquillo de diez años le lustraba los zapatos. Sandy lo llamó agitando el brazo.
– ¡Estoy aquí! Perdona que no me levante.
Harry se sentó. El local estaba muy tranquilo aquella tarde; a lo mejor, la gente se había quedado en casa por la lluvia y la niebla.
– Qué tiempo más desagradable, ¿verdad? -dijo Sandy alegremente-. Es como si estuviéramos en casa.
– Perdona el retraso.
– No te preocupes. He llegado hace unos minutos. Me temo que ya está aquí el invierno.
El niño se sentó en cuclillas mientras Sandy inspeccionaba sus zapatos.
– Muy bien, niño -dijo Sandy, entregándole una moneda al chiquillo, que inmediatamente desvió sus grandes y tristes ojos hacia Harry.
– ¿Le limpio los zapatos, señor?
– No, gracias.
– Vamos, Harry, son sólo cinco céntimos.
Harry asintió con la cabeza y el niño colocó el bloque de madera bajo sus pies y empezó a sacar brillo a los zapatos negros que él mismo se había lustrado apenas una hora antes. Sandy llamó al camarero por señas, y ambos pidieron café. El niño terminó con los zapatos de Harry, éste le entregó una moneda y entonces el chiquillo pasó a otros clientes, preguntándoles con un triste y lastimero tono de voz:
– ¿ Limpiabotas?
– Pobre criatura -dijo Harry.
– La semana pasada intentó venderme unas postales guarras. Una cosa horrorosa, unas prostitutas maduras que se remangaban las bragas. Como no se ande con cuidado, los guardias civiles lo pillarán.
El camarero les sirvió los cafés. Sandy estudió a Harry con semblante pensativo.
– Dime una cosa -preguntó-, ¿qué te pareció Barbara cuando la viste?
– Bien. Fuimos a dar un paseo por la Casa de Campo.
Pero lo cierto era que no le había parecido bien en absoluto; había en ella un no sé qué de cerrado y reservado que jamás le había visto anteriormente, pero no tenía la menor intención de comentárselo a Sandy. Era una lealtad que podía permitirse el lujo de no traicionar.
– ¿No te pareció inquieta o preocupada?
– Pues la verdad es que no.
Sandy encendió un cigarro.
– Hay algo en ella desde hace unas semanas. Me dice que no es nada, pero yo no estoy tan seguro. -Sandy miró sonriendo a Harry-. En fin, puede que este trabajo de voluntaria la esté agotando demasiado. ¿Te ha hecho algún comentario al respecto?
– Sí. Y me pareció bueno.
– También tuvisteis un encuentro con la Falange en el restaurante.
Sandy arqueó las cejas.
Harry hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
– Una pequeña muestra de grosería.
Sandy se rió.
– Hitler dijo una vez que el fascismo podía convertir un gusano en un dragón. Es lo que les ha ocurrido a unos cuantos gusanos de aquí. Bueno, hay que dejarles soltar su fuego y su humo. Aunque cansa un poco. -Sonrió con repentino afecto-. Resulta agradable ver de vez en cuando un apacible rostro inglés.
– Te debe de resultar extraño trabajar con esta gente. Trabajas sobre todo con el Ministerio de Minas, ¿verdad? Me lo comentabas el otro día.
Sandy asintió con la cabeza y se pasó una mano por el bigote.
– Exacto. Al final, todas aquellas excursiones a la caza de dinosaurios me fueron muy útiles, ¿sabes? Más útiles que el latín con que nos llenaban la cabeza. Sé algo de geología… conocí hace algún tiempo a un ingeniero de minas en el teatro y acabamos yendo directamente al grano.
– Ah, ¿sí? -«Éste es Otero», pensó Harry, procurando disimular su interés.
– La política económica de Franco se orienta a convertir España en un país lo más autosuficiente posible, para no tener que estar a merced de las potencias extranjeras. Conceptos típicamente fascistas. O sea que, si tú te dedicas a prospecciones mineras, las oportunidades son ilimitadas. Hasta te subvencionan los gastos si tú ofreces experiencia a cambio. -Sandy hizo una pausa, estudiando tan intensamente a Harry que, por un instante, éste temió que su amigo supiera algo-. ¿Recuerdas cuando la otra noche te dije que te podría hacer algunas sugerencias sobre negocios?
– Sí.
– Aquí se puede ganar mucho dinero si sabes dónde invertir.
Harry hizo un movimiento afirmativo con la cabeza para animarlo a seguir adelante.
– Yo he ahorrado una parte considerable de mi asignación a lo largo de los años. Algunas veces he pensado que me gustaría hacer algo con mi dinero, en lugar de guardarlo simplemente en el banco.
Sandy se inclinó hacia delante y le dio una palmada en el brazo.
– Entonces soy tu hombre. Me encantaría ayudarte a ganar un poco de dinero. Especialmente, en el sector de la explotación minera, en agradecimiento por haberme acompañado a todas aquellas expediciones a la caza de fósiles. -Sandy bajó la cabeza-. No te aburrían, ¿verdad?
– No, al contrario. Me gustaban.
– A mí me siguen fascinando. Las cosas que hay ocultas en la tierra. -Sandy miró a Harry con expresión juiciosa-. Veré qué puedo hacer. Tendré que andarme con un poco de cuidado; los falangistas del ministerio hacen una excepción conmigo, pero no les gustan los británicos. -En sus labios se dibujó una sonrisa-. Ya se me ocurrirá algo. Me gustaría que vieras el éxito que he tenido. -Hizo una pausa y le dirigió a Harry una de sus perspicaces miradas de siempre-. Tú tenías ciertas dudas al respecto, ¿a que sí?
– Bueno…
– Lo leí en tu cara, Harry. Te preguntabas qué hacía yo con esta gente. Barbara se lo sigue preguntando, también lo he visto en su cara. Pero no hay que tener remilgos en los negocios.
– Lleva tiempo comprender… lo complicadas que pueden ser las cosas aquí.
Sandy le dirigió una mirada rápida e irónica.
– Vaya si lo son. ¿Fuiste a aquella fiesta en casa del general Maestre?
– Sí. Tengo que acompañar a su hija al Prado. -La tendría que llamar aquella noche; lo había estado aplazando.
– ¿Buena chica?
– Muy joven. Todos eran monárquicos en la fiesta. No les gustaba la Falange en absoluto.
– Ellos lo que quieren es una monarquía autoritaria en la que los aristócratas corten el bacalao como hace cincuenta años. Pero todo se volvería a derrumbar.
– Son proaliados.
– No los interpretes mal, Harry. Son más duros que una piedra. Todos combatieron al lado de Franco en la guerra; Juan March, el compinche de los monárquicos, financió la rebelión inicial.
– Últimamente oigo mucho este nombre.
– La Falange cree que está conspirando con los monárquicos y que mantiene vínculos con los Aliados. Dicen que está sobornando a los generales y que compra su apoyo a la idea de mantener España al margen de la guerra.
Y entonces Harry lo vio, fue como si se hubiera encendido una luz en su cerebro. Soborno. De eso habían estado hablando Hillgarth y Maestre aquel día. Los Caballeros de San Jorge eran una clave para designar a los soberanos, la moneda en cuyo reverso figuraba san Jorge matando al dragón. Les pagarían en soberanos. Respiró hondo.
– ¿Te ocurre algo? -le preguntó Sandy.
– No. Es que… acabo de recordar una cosa. -Tomó un sorbo de café e hizo un esfuerzo por regresar al presente-. Por cierto -añadió, por decir algo-, ¿has tenido noticias de tu hermano últimamente?
– Llevo nueve años sin saber nada de él. Cuando me echaron de Rookwood, mi padre ya no me quiso ni ver. Dijo que pertenecía a la categoría de los perdidos, no comprendía que alguien pudiera hacer algo tan perverso como lo que yo hice. -Sandy soltó una sorda carcajada-. Colocar arañas en el despacho de un profesor. Dios mío, si supiera algunas de las cosas que han estado ocurriendo aquí. Sea como fuere, cuando me marché de casa, ya jamás volví a tener noticias de papá ni de Peter, el hijo perfecto. -En su voz se advertía un tono de amargura-. Estoy seguro de que Pete se está comportando como un heroico capellán militar en algún sitio.
Sandy encendió un cigarro.
– Perdona, no quería… / -No te preocupes. Mira, en cuanto al otro asunto, deja que hable con una o dos personas, a ver qué se puede hacer.
– Estaría muy bien. -Harry titubeó-. ¿Me podrías decir algo más al respecto?
Sandy sonrió, meneando la cabeza.
– Todavía no. Cuestión de confidencialidad. -Consultó su reloj-. Ya es hora de que me vaya. Tengo una reunión con mi Comité Judío.
– Barbara me comentó que estabas haciendo un trabajo con los refugiados.
– Sí, no dejan de cruzar los Pirineos. Intentan pasar a Portugal, por si Franco entra en guerra y los entrega de nuevo a Hitler. Algunos de ellos se encuentran en muy malas condiciones cuando llegan… procuramos asearlos y los ayudamos con los papeles. -Esbozó una sonrisita, como si se avergonzara de sus obras benéficas-. Me gusta ayudarlos; supongo que porque siempre me he sentido un poco como un judío errante. -Se incorporó-. Bueno, ahora sí que me tengo que ir. Invito yo. Pero tenemos que volver a vernos. Siempre suelo estar aquí a esta hora.

 

Harry inició el camino de regreso a casa. El ambiente seguía siendo frío y húmedo. La conversación entre Maestre y Hillgarth volvía incesantemente a su mente, junto con la seca orden de Hillgarth de que se olvidara de Juan March y de los Caballeros de San Jorge. ¿Sería posible que la embajada también estuviera implicada en una operación de soborno de ministros? Le parecía una posibilidad descabellada; y, por si fuera poco, peligrosa en caso de que Franco lo descubriera.
Meneó la cabeza; notaba una sensación de presión en el oído malo, otra vez aquel zumbido débil y molesto. A lo mejor, era cosa de la humedad. Volvió a recordar a la señorita Maxse diciéndole que no podían ganar aquella guerra jugando limpio. ¿Qué otra cosa había dicho acerca de las personas que se mezclaban con políticas extremistas? «A veces, es tanto cuestión de sentimiento como de política.» Sandy siempre había disfrutado asumiendo riesgos… ¿sería por eso por lo que había acabado allí? Pensó una vez más en el asunto de los judíos. Sandy tenía su lado bueno. Ayudaba a la gente siempre que podía, como cuando lo había instruido en el tema de los fósiles o como ahora, que parecía estar gobernando la vida de Barbara.
Tendría que regresar a la embajada para informar acerca de sus progresos. Les entusiasmaría la idea de que él pudiera participar en uno de los proyectos de Sandy. Cierto que podía tratarse de otra cosa que no tuviera nada que ver con el oro. Pero él seguía pensando en los Caballeros de San Jorge y preguntándose qué podría significar todo aquello. ¿Y si fracasaran, y si los falangistas consiguieran convencer a Franco y España entrara en guerra? Personas como Maestre podrían correr peligro; tal vez por eso éste deseaba sacar a su hija del país a la menor oportunidad.
Se dio cuenta de que había llegado casi sin querer hasta la Puerta de Toledo. Entonces se detuvo y se quedó un momento contemplando los carros y los destartalados automóviles que pasaban. Algunos de ellos parecían llevar veinte años circulando, y quizás así fuera. Pasó un gasógeno traqueteando. No había tenido noticias de Sofía sobre la conveniencia de buscar a un médico para Enrique, y ya había transcurrido más de una semana. ¿Y si Enrique enfermara de rabia? Harry había oído decir que los chinos sustentan una creencia según la cual, si alguien salva la vida de una persona, quedaba unido a ella para siempre; pero él sabía que era Sofía la que lo inducía a pensar en aquella familia. Titubeó, después cruzó la calle y bajó hacia el barrio de Carabanchel.
La calle de Sofía, como todas las demás de aquella zona, permanecía desierta y en silencio. Empezaba a caer la noche cuando se detuvo ante la casa de vecindad. Dos niños que empujaban una vieja carretilla arriba y abajo cual si fuera un aro se detuvieron a mirarlo. Iban descalzos y tenían los pies enrojecidos por el frío. Harry se avergonzó de su grueso abrigo y de su sombrero de ala ancha.
Franqueó el oscuro portal, dudó un momento y después subió los húmedos peldaños y llamó a la puerta. Mientras lo hacía, se abrió la puerta del otro piso del rellano y apareció una anciana. Tenía un rostro redondo y arrugado y unos ojos fríos y penetrantes. Harry se quitó el sombrero.
– Buenas tardes.
– Buenas tardes -contestó recelosamente la mujer, justo en el momento en que Sofía abría la puerta de su apartamento.
Lo miró asombrada con sus grandes ojos castaños abiertos de par en par.
– Ah, señor Brett.
Harry volvió a quitarse el sombrero.
– Buenas tardes. Perdone que la moleste, sólo quería saber cómo estaba Enrique.
Sofía miró hacia la vecina que seguía estudiando a Harry con descaro.
– Buenas tardes, señora Ávila -le dijo en tono perentorio.
– Buenas -musitó la anciana.
Cerró la puerta de su apartamento y bajó presurosa los peldaños.
Sofía se la quedó mirando momentáneamente y, después, se volvió hacia Harry.
– Pase, señor, por favor -le dijo con la cara muy seria y sin la menor sonrisa en los labios.
Harry la siguió al húmedo y frío salón. La anciana de la cama utilizaba la mano sana para jugar a las damas con el niño. Al ver a Harry, éste se echó hacia atrás y le empezaron a temblar los hombros. La anciana lo rodeó con el brazo sano.
– Buenas tardes -le dijo Harry-. ¿Cómo está?
– Bastante bien, señor, muchas gracias.
Enrique estaba sentado junto a la mesa con la pierna vendada apoyada en un almohadón. Su rostro alargado y chupado mostraba un aspecto febril. Al ver a Harry, se le iluminó el rostro.
– Cuánto me alegro de verlo, señor.
Se inclinó hacia delante y le estrechó la mano.
– ¿Cómo va la pierna?
– Bastante mal, todavía. Sofía me la limpia, pero parece que no mejora.
Su hermana lo miró avergonzada. -Necesita tiempo -dijo.
Sobre la mesa descansaban unos dibujos infantiles. Harry les echó un vistazo y abrió los ojos asombrado. Dos guardias civiles con sus uniformes verdes y sus correas amarillas exactamente del mismo color que los de verdad fusilaban a una mujer de cuyo cuerpo brotaban pequeños chorros de color rojo. Al lado, se podía ver el dibujo de otro guardia civil ahorcado en una farola y a un chiquillo tirando de la cuerda para levantarlo en el aire. Pero el dibujo estaba tachado con unos gruesos trazos negros.
– Los ha hecho Paco -explicó Sofía dulcemente-. Hace estos dibujos, pero después los tacha y se pone muy triste. Sólo mamá lo puede calmar. De tanto ruido como metió esta mañana, pensé que iba a venir la señora Ávila.
Harry miró al niño. No se le ocurría nada que decirle.
– Señor Brett -dijo Sofía con cierto titubeo-. ¿Podría hablar con usted en la cocina?
– Pues claro.
Harry la siguió a una estancia de suelo de hormigón cuyas paredes estaban forradas de armarios baratos. Empezaba a oscurecer; Sofía accionó el interruptor y se encendió una bombilla de pocos vatios que iluminó la estancia con un débil resplandor amarillento. Todo estaba muy limpio, aunque los platos se amontonaban en el fregadero. Sofía siguió la dirección de su mirada.
– Ahora tengo que guisar y limpiar para todos.
– No… yo no quería…
– Siéntese, por favor.
Le indicó a Harry una silla junto a la mesa de la cocina y ella se sentó frente a él con las manos cruzadas delante. Después lo miró con expresión pensativa.
– No esperaba que regresara -le dijo.
Harry la miró sonriendo.
– No he recibido la factura del médico.
– Esperaba que la pierna de Enrique se curara sola. -La joven lanzó un suspiro-. Pero la infección no cede. Creo que sí, que necesita un médico.
– Mi ofrecimiento sigue en pie.
Ella frunció el entrecejo.
– Disculpe, señor, pero ¿por qué tiene usted que ayudarnos? ¿Después de que Enrique lo espiara?
– Me sentí obligado de alguna manera. Por favor, no son más que los honorarios de un médico; en eso la puedo ayudar. Me lo puedo permitir.
– Como la vieja del piso de al lado se entere de que recibo dinero de diplomáticos extranjeros, ya sé yo lo que va a pensar.
Harry se ruborizó. ¿Eso era lo que Sofía pensaba también?
– Disculpe, no quería ponerla en un apuro. -Harry se dispuso a levantarse-. Sólo quería ayudarla.
– No, ya lo veo. Quédese, por favor. -El tono de Sofía era de disculpa. Se sentó y encendió un cigarrillo-. Pero es una sorpresa que un extranjero nos ofrezca ayuda, después de lo que hizo Enrique. -Se mordió el labio-. Creo que mi hermano necesita un poco de esa nueva penicilina.
– Pues entonces, deje que la ayude. Veo que la situación es… difícil.
Sofía sonrió, y después se le iluminó el rostro.
– Muy bien. Muchas gracias.
– Vaya en busca de un médico, compre las medicinas que su hermano necesita y después envíeme la factura de los gastos.
Ella lo miró avergonzada.
– Perdone, señor Brett, usted ha salvado la vida de mi hermano y yo ni siquiera le he dado las gracias como es debido.
– No se preocupe.
– Hoy en día, todo el mundo sospecha de todo el mundo. -Sofía se levantó-. ¿Le apetece un café? No es muy bueno, no será como ése al que usted está acostumbrado.
– Sí, gracias.
Llenó una tetera negra de gran tamaño en el fregadero.
– Esta bruja que ha visto usted en el rellano, ahora que Enrique está enfermo, quiere que entreguemos a Paquito al orfelinato de la iglesia. Pero no lo haremos, no son buenos sitios.
– Ah, ¿no?
Estaba a punto de decirle que conocía a alguien que iba a trabajar como voluntaria en uno de ellos, pero decidió no hacerlo. Sofía le ofreció una taza de café. Harry la miró. ¿De dónde sacaba tanta serenidad y tanta energía? Su cabello negro azabache adquiría reflejos castaños cuando le tocaba la luz.
– ¿Lleva mucho tiempo trabajando en la embajada? -preguntó Sofía.
– En realidad, sólo unas cuantas semanas. Dejé el ejército por invalidez.
– ¿O sea que usted combatió? -preguntó otra vez, con un nuevo tono de respeto en la voz.
– Sí. En Francia.
– ¿Y qué le pasó?
– Sufrí una lesión en el oído cuando estalló una granada. Ya estoy mejor. -Sin embargo, la presión en la cabeza aún no había desaparecido.
– Tuvo suerte.
– Sí. Supongo que sí. -Harry titubeó-. También sufrí neurosis de guerra. Ahora ya no.
Ella preguntó tras dudar un poco:
– O sea que usted ha luchado contra los fascistas.
– Sí. Sí, en efecto. -La miró-. Y lo volvería a hacer.
– Sin embargo, muchos admiran al Generalísimo. Durante la Guerra Civil conocí a un voluntario, un chico inglés. Me dijo que muchos ingleses piensan que Franco es un digno caballero español.
– Pues yo no, señorita.
– Era de Leeds, ese chico. ¿Conoce usted Leeds?
– No, yo soy del norte.
– Mi padre lo conoció en las batallas de la Casa de Campo. Los dos murieron allí.
– Lo siento. -Harry se preguntó si habría sido su amante.
– Ahora tenemos que sacar todo el provecho que podamos de la situación.
Sofía sacó un pitillo y lo encendió.
– ¿No hay ninguna posibilidad de que usted reanude sus estudios de medicina?
Ella denegó con la cabeza.
– ¿Teniendo que atender a mamá y a Paquito? ¿Y también a Enrique?
– Con un tratamiento, quizá pueda volver a trabajar.
– Sí, pero esta vez en otra cosa. -Arrojó con rabia la ceniza del cigarrillo a un platito de postre-. Le dije que no debería haber aceptado este trabajo. -Volvió a mirar a Harry con perspicacia-. ¿Cómo puede ser que hable usted tan bien el español?
– Soy profesor, lector, en Inglaterra; al menos, lo era antes de que estallara la guerra. Nuestra guerra -añadió-. Visité España en 1931, ya se lo dije; supongo que fue entonces cuando nació mi interés.
Ella sonrió con tristeza.
– Nuestro tiempo de esperanza.
– El amigo con quien yo vine aquí en 1931 regresó para combatir en la Guerra Civil. Resultó muerto en el Jarama.
– ¿Usted también era partidario de la República?
– Bernie, sí. Era un idealista. Yo era neutral.
– ¿Y ahora?
Harry no contestó. Sofía sonrió.
– En cierto sentido, me recuerda usted al chico de Leeds; su cara reflejaba el mismo desconcierto. -Sofía se levantó-. Y ahora voy a buscar a un médico. Ahora mismo.
Harry la acompañó de nuevo al salón.
– Enrique, he estado hablando con el señor Brett -le dijo Sofía a su hermano-, voy a buscar a un médico. Ahora mismo. Enrique lanzó un suspiro de alivio.
– Gracias a Dios. Mi pierna no es muy agradable de ver. Gracias, señor. Mi hermana es una pesada.
La anciana trató de incorporarse.
– Es usted muy amable con nosotros.
– De nada -contestó tímidamente Harry.
El niño lo miró con expresión atemorizada. Harry volvió a mirar alrededor, respirando el olor a moho de la atmósfera mientras contemplaba las manchas de humedad bajo la ventana. Se avergonzó de su riqueza y de la seguridad de que él disfrutaba.
– La señora Ávila volvía a fisgonear cuando llegó el señor Brett -le dijo Sofía a su madre.
– Esa beata -musitó la anciana, arrastrando las palabras-. Cree que, si les cuenta suficientes detalles a los curas, Dios la convertirá en una santa.
Sofía se ruborizó.
– ¿Le importaría salir usted primero, señor Brett? Si nos ven salir juntos, correrán rumores.
– Claro -dijo Harry algo azorado.
Enrique se incorporó.
– Gracias una vez más, señor.
Harry se despidió de todos y regresó muy despacio a la parada del autobús de la Puerta de Toledo. Miró al suelo para evitar los baches y los desagües sin tapa que arrojaban un nauseabundo olor a la calle. Si uno no iba atento, se podía romper una pierna.
Le entristeció pensar que ahora quizá sólo recibiría la cuenta de los honorarios de un médico y ya no habría nada más. Ellos no esperarían que regresara. Pero, en cierto modo, él ya había decidido volver a ver a Sofía.
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