Книга: Invierno en Madrid
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El psiquiatra era un hombre alto y delgado, con gafas y cabello plateado. Vestía un traje gris de raya diplomática. Bernie llevaba tres años y medio sin ver a nadie vestido con traje de calle, sólo los monos de los prisioneros y los prácticos uniformes de los guardias, ambos de un triste color verde aceituna.
Al médico lo habían instalado en el cuarto situado bajo la barraca del comandante, detrás de una mesa rayada procedente de los despachos de arriba. Bernie pensó que no le habían dicho para qué se usaba aquel cuarto. El hecho de haberlo colocado allí era muy propio del macabro sentido del humor de Aranda.
Agustín, uno de los guardias, estaba esperando a Bernie cuando su cuadrilla de trabajo regresó de la cantera, con órdenes de conducirlo ante el comandante.
– No tienes por qué preocuparte, no hay ningún problema -le dijo el guardia en voz baja, mientras cruzaban el patio. Bernie había inclinado la cabeza para darle las gracias. Agustín era uno de los mejores, un joven desaliñado que sólo aspiraba a vivir tranquilo. El sol brillaba muy bajo y un frío viento soplaba desde las montañas. Bernie llevaba la cuenta de los días y sabía que estaban a uno de noviembre; el invierno ya se les estaba echando encima y los pastores empezaban a bajar sus rebaños desde los altos pastos. Trabajar en la cuadrilla de la cantera resultaba muy duro, pero por lo menos uno podía captar un poco el sentido de los ritmos del mundo exterior. Se estremeció, envidiándole a Agustín la gruesa capa que llevaba sobre el uniforme.
El comandante Aranda permanecía sentado tras su escritorio. Levantó los duros ojos hacia Bernie, mientras una expresión burlona se dibujaba en su rostro alargado y hermoso adornado con un poblado bigote negro.
– Ah, Piper -le dijo-, tengo una visita para usted.
– ¿Señor? -Bernie se cuadró rígidamente, como Aranda esperaba que hiciera. -Un espasmo de dolor le traspasó el brazo; le dolía la vieja herida tras haberse pasado el día acarreando piedras.
– ¿Recuerda que, en San Pedro de Cardeña, un psiquiatra efectuó una evaluación de su estado?
– Sí, mi coronel.
Había sido una farsa grotesca, una broma de mal gusto. San Pedro de Cardeña era un abandonado monasterio medieval situado a las afueras de Burgos. Miles de presos republicanos habían sido amontonados allí dentro después de la batalla del Jarama. Un día les habían entregado unos largos cuestionaros para que los rellenaran. Les dijeron que era para un proyecto sobre la psicología del fanatismo marxista. Doscientas preguntas que oscilaban entre su reacción a ciertos colores y su grado de patriotismo.
El comandante encendió un cigarrillo y lo estudió con sus fríos ojos color avellana a través de una espiral de humo. Aranda llevaba casi un año al frente del campo de Tierra Muerta. Era un coronel veterano de la Guerra Civil y antes lo había sido en la Legión. Disfrutaba siendo cruel, y ni siquiera Bernie se habría atrevido a mostrarse insolente con él. Como siempre, el comandante vestido iba impecablemente, el uniforme planchado y las rayas del pantalón rectas como el filo de una navaja. Los prisioneros conocían todas las arrugas y las curvas de su rostro hermoso y bronceado con bigote encerado. Cuando fruncía el entrecejo o hacía pucheros como un chiquillo, seguro que alguien estaba a punto de recibir una tanda de azotes.
Aquella tarde, sin embargo, mostraba un semblante risueño. Le arrojó a Bernie una bocanada de humo, y éste experimentó de inmediato su antigua ansia de fumar y se inclinó ligeramente hacia delante para respirar otra vaharada.
– Están haciendo un estudio complementario sobre algunos prisioneros de especial interés. El doctor Lorenzo le espera abajo. Por cierto, Piper, procure colaborar con él, ¿vale?
– Sí, mi comandante.
El corazón de Piper latía con fuerza cuando Agustín lo acompañó al cuarto del sótano y abrió una pesada puerta de madera. Bernie jamás había estado allí, pero había oído describir gráficamente la estancia.
El rostro del psiquiatra era frío.
– Puede retirarse -le dijo éste a Agustín.
– Estaré fuera, señor.
El psiquiatra señaló con la mano una silla de acero colocada ante el escritorio.
– Siéntese.
Bernie se dejó caer en ella. En un rincón había una estufa de petróleo, así que en el cuarto hacía calor. El psiquiatra recorrió con una pluma plateada las columnas de un cuestionario. Bernie reconoció su propia letra. Los piojos de su barba se empezaron a mover, estimulados por el calor.
El psiquiatra levantó los ojos.
– ¿Es usted Piper, Bernard, inglés, de treinta y un años de edad?
– Sí.
– Yo soy el doctor Lorenzo. Hace tres años, cuando estaba en San Pedro, contestó usted a un cuestionario. ¿Lo recuerda?
– Sí, doctor.
– El propósito del estudio era establecer los factores psicológicos que pueden inducir a las personas a abrazar el marxismo. -Su voz era uniforme y monótona-. Casi todos los marxistas son personas ignorantes de la clase obrera, con escasa inteligencia y cultura. Queremos volver a examinar a las personas que no se ajustaban a estos criterios. Usted, por ejemplo. -El psiquiatra estudió detenidamente a Bernie.
– Lo que lleva a las personas hacia el marxismo es muy sencillo -dijo serenamente Bernie-. La pobreza y la opresión.
El psiquiatra asintió con la cabeza.
– Sí, eso es lo que yo esperaba que usted me dijera. Y, sin embargo, es posible que usted no haya estado sometido a ninguna de estas cosas; veo que estudió usted en una escuela privada inglesa.
– Mis padres eran pobres. Yo conseguí una plaza en Rookwood gracias a una beca.
Los ojos de Bernie se desviaron hacia un rincón de la estancia donde había un objeto alto, cubierto con una lona. Lorenzo golpeó bruscamente la superficie del escritorio con la pluma de plata.
/-Preste atención, por favor. Hábleme de sus padres… ¿a qué se dedicaban?
– Trabajaban en una tienda propiedad de otra persona.
– ¿Y quizás usted se compadecía de ellos? ¿Los quería mucho?
Una imagen de su madre acudió a la mente de Bernie, de pie en el salón retorciéndose las manos. «Bernie, Bernie, ¿por qué te tienes que ir a esta guerra tan horrible?»
Se encogió de hombros.
– Que yo sepa, a estas alturas ya podrían estar muertos.
– ¿Les escribiría si pudiera?
– Sí.
Lorenzo hizo otra anotación.
– Este colegio, este Rookwood que le permitió establecer contacto con chicos de una cultura superior. Me interesa el hecho de que usted rechazara aquellos valores., Bernie se rió amargamente.
– Allí no hay cultura. Y su clase era enemiga de la mía.
– Ah, sí, la metafísica marxista. -El psiquiatra asintió con la cabeza y lo miró con expresión pensativa-. Nuestros estudios revelan que, cuando las personas inteligentes y privilegiadas se sienten atraídas por el marxismo, se debe a un defecto de carácter. No comprenden los valores más elevados como la espiritualidad o el patriotismo. Son seres antisociales y agresivos por naturaleza. El comandante me dice que usted, Piper, rechaza, por ejemplo, los intentos de rehabilitación del campamento, ¿verdad?
Bernie se rió por lo bajo.
– ¿Se refiere a la instrucción religiosa obligatoria?
Lorenzo lo estudió como a una rata de laboratorio en el interior de una jaula.
– Sí, parece que usted odia el cristianismo. Una religión que predica el amor y la reconciliación. Sí, esto está muy claro.
– Nos dan también otras lecciones.
El doctor Lorenzo lo miró, perplejo.
– ¿Qué quiere decir?
– Esto es un cuarto de torturas. Este armario que hay a su espalda seguramente está lleno de porras y de cubos para ahogamientos simulados.
Lorenzo meneó suavemente la cabeza.
– Fantasías.
– Pues entonces retire la lona de esa cosa que tiene a su espalda -dijo Bernie-. Hágalo. -Se percató de que su tono era cada vez más insolente y se mordió el labio. No quería que le presentaran una queja a Aranda.
El psiquiatra emitió un leve gruñido de hastío, se levantó y retiró la lona. Las facciones de su rostro se endurecieron al ver la alta estaca de madera con el asiento de metal, las correas de sujeción, el aro para el cuello y el pesado tornillo de latón con sus correspondientes manijas en la parte posterior.
– Las ejecuciones, doctor. Ha habido seis desde mi llegada aquí. Los colocan en fila en el patio y nos obligan a mirar.
El psiquiatra volvió a sentarse. Su voz no se había alterado. Miró fijamente a Bernie y después meneó la cabeza.
– Usted es un antisocial -dijo en tono pausado-. Un psicópata. -Volvió a menear la cabeza-. Los hombres como usted jamás se rehabilitan; sus mentes son anormales, incompletas. Por desgracia, el garrote es necesario para mantener a raya a individuos como usted. -Hizo una anotación en su cuestionario y después levantó la voz para llamar a Agustín-. ¡Guardia! Ya he terminado con este hombre.
Agustín acompañó a Bernie fuera de la estancia. El sol ya se había ocultado tras el horizonte, y un resplandor rojizo bañaba las barracas de madera que bordeaban el patio de tierra. No tardarían en encenderse los reflectores de la atalaya que se levantaba por encima de la alambrada de púas. Pegado al barracón del rancho había un poste enorme de más de metro ochenta del que colgaban unas cuerdas. Parecía un símbolo, pero no lo era: ataban a él a los hombres como castigo. Bernie deseó haber mencionado aquel detalle al psiquiatra.
Ya había llegado la hora de pasar lista; trescientos prisioneros empezaban a formar alrededor de la pequeña plataforma de madera que había en el centro. Agustín se detuvo y se echó el pesado fusil al hombro.
– Esta noche tengo que llevar a otros cinco al loquero -dijo-. Va a ser una noche muy larga.
Bernie lo miró con asombro. Los guardias tenían prohibido hablar con los prisioneros.
– El médico parecía enfadado -añadió Agustín.
Bernie lo miró, pero el guardia mantenía el enjuto rostro apartado.
– Ten cuidado -dijo Agustín en voz baja-. Ya vendrán tiempos mejores, Piper. Ahora no puedo decir más. Pero ten cuidado. Procura que no te castiguen, o te maten.

 

Bernie permanecía de pie junto a su amigo Vicente. El rostro chupado del abogado, enmarcado por una desgreñada mata de cabello gris y una enmarañada barba, ofrecía un aspecto ojeroso y cansado. Miró con una sonrisa a Bernie y después sufrió un acceso de tos mientras, desde lo más hondo de su pecho, se escuchaba una especie de gorgoteo líquido. Vicente sufría infecciones pulmonares desde el verano; parecía que se recuperaba, pero éstas lo volvían a atacar, cada vez con más saña. Algunos guardias le permitían encargarse de trabajos más ligeros a cambio de su ayuda en la tarea de rellenar impresos; sin embargo, aquella semana el sargento encargado de la cuadrilla de la cantera era Ramírez, un hombre brutal que había obligado a Vicente a pasarse todo el día cargando piedras. Parecía que a duras penas podía tenerse en pie.
– ¿Qué te ha pasado? -preguntó a Bernie en un susurro.
– Hay un psiquiatra que anda entrevistando a unos cuantos hombres de San Pedro. Me ha dicho que soy un psicópata antisocial.
Vicente sonrió con ironía.
– Eso demuestra lo que yo siempre he dicho, que eres un buen hombre, aunque seas bolchevique. Si alguien de aquí te dice que eres normal, ya puedes empezar a preocuparte. Te has perdido la cena.
– Resistiré -dijo Bernie.
Tendría que disfrutar de una buena noche de sueño para estar en condiciones de trabajar al día siguiente. El arroz que les daban a los prisioneros era espantoso, las barreduras de algún almacén de arroz valenciano mezcladas con polvo arenoso; pero, para poder trabajar, uno tenía que comer todo lo que pudiera.
Pensó en lo que Agustín le había dicho. No lo entendía. ¿Tiempos mejores? ¿Se habría producido algún cambio político en España? El comandante les había dicho que Franco se había reunido con Hitler y que España no tardaría en entrar en guerra; pero, en realidad, ellos no sabían nada de lo que ocurría fuera de allí.
Aranda salió de su barraca. Sostenía en la mano su fusta de montar y se golpeaba la pierna con ella. Aquella tarde estaba sonriendo y, al verlo, todos los prisioneros se tranquilizaron ligeramente. Subió a la plataforma y empezó a pronunciar nombres con su voz clara y enérgica.
La tarea de pasar lista duró media hora, en cuyo transcurso los hombres se mantuvieron en la rígida posición de firmes. Hacia el final, alguien de unas filas más allá se desplomó. Unos compañeros se inclinaron para ayudarlo.
– ¡Dejadlo! -gritó Aranda-. ¡Vista al frente!
Al final, el comandante levantó el brazo e hizo el saludo fascista.
– ¡Arriba España!
Los primeros días del cautiverio de Bernie en San Pedro muchos prisioneros se negaban a responder; pero, tras el fusilamiento de unos cuantos, optaron por obedecer y contestar con voz áspera y apagada. Bernie había revelado a sus compañeros una palabra inglesa que sonaba casi como «arriba», así que ahora muchos contestaban «Grieve -es decir, "pobre", "triste"- España».
Los prisioneros recibieron la orden de romper filas. El hombre que se había desplomado fue levantado del suelo por sus compañeros y conducido de nuevo a su barraca. Era uno de los polacos. Se movía levemente. Al otro lado de la alambrada de púas, una figura borrosa envuelta en largas y negras vestiduras contemplaba la escena.
– El padre Eduardo -musitó Vicente-. Viene por su presa.
Los prisioneros observaron cómo el joven sacerdote cruzaba la verja y se acercaba a la barraca del polaco mientras su larga sotana levantaba pequeños remolinos de polvo en el patio. El último rayo de sol brillaba en los cristales de sus gafas.
– Hijoputa -murmuró Vicente-. Viene a ver si puede aterrorizar a otro buen ateo, amenazándolo con las penas del infierno para que acepte recibir la extremaunción.

 

Vicente era un viejo republicano de izquierdas, miembro del partido de Azaña. Había ejercido la abogacía en Madrid, ofreciendo ayuda casi gratuita a los pobres de Madrid hasta su incorporación a la milicia en 1936. «Fue un gesto romántico -le había dicho a Bernie-. Era demasiado viejo. Pero hasta los españoles más racionalistas como yo son románticos en su fuero interno.»
Como todos los miembros del partido, Vicente sentía un odio visceral hacia la Iglesia. Era casi una obsesión para los republicanos de izquierdas; una distracción liberal burguesa, decían los comunistas. Vicente despreciaba a los comunistas y decía que habían destruido la República. Eulalio, jefe de los comunistas en la barraca de Bernie, no aprobaba la amistad entre Bernie y Vicente.
– En este campo sólo tus convicciones te ayudan a seguir adelante -le había advertido Eulalio a Bernie en cierta ocasión-. Si se te las comen, pierdes también la fuerza, te rindes y mueres.
Bernie se había encogido de hombros y le había dicho a Eulalio que acabaría convirtiendo a Vicente, pues en el abogado maduraban las semillas de una visión clasista. No sentía el menor respeto por Eulalio, y tampoco lo había votado cuando los veinte comunistas de la barraca lo habían elegido como jefe. Eulalio estaba obsesionado por el control y no soportaba la disidencia. Durante la guerra, la presencia de aquellas personas había sido necesaria, pero allí la situación era otra. Al término de la Guerra Civil, los partidos que integraban la República se odiaban los unos a los otros, pero en el campo los prisioneros tenían que colaborar para sobrevivir. Sin embargo, Eulalio procuraba mantener la identidad propia de los comunistas. Les decía que seguían siendo la vanguardia de la clase obrera y que algún día volverían a tener su oportunidad.
Un par de días atrás, Pablo, uno de los comunistas, le había susurrado al oído a Bernie:
– Procura no mantener demasiado trato con el abogado, compañero. Eulalio se lo está tomando muy a pecho.
– Que se vaya a tomar por culo. De todas maneras, ¿quién es él para impedírmelo?
– ¿Por qué arriesgarte, Bernardo? Es obvio que el abogado no tardará en morir.

 

Treinta prisioneros entraron arrastrando los pies en la desnuda barraca de madera y se tumbaron en los jergones que cubrían las tablas de madera de sus camas, cada uno de ellos envuelto en una manta marrón del ejército. Bernie había elegido la litera situada al lado de la de Vicente al morir su último ocupante. Lo había hecho, en parte, como desafío a Eulalio, el cual permanecía tumbado en su litera de la fila del otro lado, mirándolo fijamente.
Vicente volvió a toser. Se le congestionó la cara y se reclinó hacia atrás entre jadeos.
– Estoy muy mal. Mañana tendré que decir que estoy enfermo.
– No puedes. Ramírez está de servicio y sólo conseguirás que te den una paliza.
– No sé si podré trabajar un día más.
– Vamos, si aguantas hasta que vuelva Molina, él te encomendará una tarea más fácil.
– Lo intentaré.
Guardaron silencio un instante, después del cual Bernie se incorporó sobre un codo y habló en voz baja.
– Oye, antes el guardia Agustín me ha dicho algo muy raro.
– ¿Ese taciturno de Sevilla?
– Sí.
Bernie repitió las palabras del guardia. Vicente frunció el entrecejo.
– ¿Qué habrá querido decir?
– Vete tú a saber. ¿Y si los monárquicos hubieran derribado la Falange? Nosotros no nos habríamos enterado.
– No estaríamos mejor bajo los monárquicos. -Vicente reflexionó un momento-. ¿Ya vendrán tiempos mejores? ¿Para quién? A lo mejor, se refería sólo a ti y no a todo el campo.
– ¿Y por qué me iban a hacer un favor a mí?
– No lo sé. -Vicente volvió a tumbarse con un suspiro que inmediatamente se transformó en un acceso de tos. Se le veía muy enfermo y desdichado.
– Mira -dijo Bernie para distraerlo-, yo le planté cara al muy hijoputa del matasanos. Me dijo que era un degenerado porque no se me podía convertir al catolicismo. ¿Recuerdas la escena de las pasadas Navidades? La del muñeco.
Vicente emitió un sonido a medio camino entre una carcajada y un gruñido.
– ¿Cómo iba a olvidarla?

 

Había sido un día muy frío, con nieve acumulada en el suelo. Los prisioneros fueron obligados a salir al patio donde el padre Jaime, el mayor de los dos sacerdotes que prestaban servicio en el campo, permanecía de pie envuelto en una capa pluvial de color verde y amarillo. Con todas sus galas en medio de aquel desolado patio nevado, parecía un visitante de otro mundo. A su lado, el joven padre Eduardo, vestido con su sotana negra como de costumbre, parecía sentirse algo incómodo, con su rostro redondo enrojecido por el frío. El padre Jaime sostenía entre sus manos un muñeco infantil de madera envuelto en un pañolón. El muñeco llevaba un círculo plateado pintado alrededor de la frente que, por un instante, desconcertó a Bernie hasta que éste se dio cuenta de que pretendía simular una aureola.
Como siempre, el rostro del padre Jaime mostraba una expresión contrariada y arrogante; y su nariz aguileña, con los tiesos pelillos encima, aparecía arrugada, como si le molestara algo más que el olor a rancio que despedían los hombres. Aranda ordenó a los hombres formar en trémulas filas y después subió a la plataforma, golpeándose la pierna con la fusta.
– Hoy celebramos la Epifanía -anunció mientras su aliento formaba unas nubes grises en la gélida atmósfera-. Hoy adoramos al Niño Jesús que vino a la Tierra para salvarnos. Si le rendís homenaje, puede que el Señor se compadezca de vosotros e ilumine vuestras almas con su luz. Cada uno de vosotros besará la imagen de Cristo Jesús que el padre Jaime sostiene en sus manos. No os preocupéis si la persona que tenéis delante está enferma de tuberculosis, el Señor no permitirá que os contagiéis.
El padre Jaime frunció el entrecejo ante la falta de seriedad del tono del comandante. El padre Eduardo se miró los pies. Entonces el padre Jaime alzó el muñeco en gesto amenazador, como si fuera un arma.
Uno a uno, los hombres se aproximaron arrastrando los pies y lo besaron. Algunos no acercaron del todo los labios a la madera y el sacerdote los llamó severamente al orden.
– ¡Otra vez! ¡Besa como es debido al Niño Jesús!
Hubo un anarquista que se negó. Tomás, el constructor naval de Barcelona. Se situó delante del sacerdote, mirándolo a los ojos. Era un hombre corpulento, así que el padre Jaime reculó un poco hacia atrás.
– No pienso besar su símbolo de superstición -dijo-. ¡Le escupo!
Y así lo hizo, dejando un reguero de saliva blanca en la frente de madera de la imagen. El padre Jaime lloró como si el niño fuera de verdad. Uno de los guardias le soltó a Tomás un guantazo que lo derribó al suelo. El padre Eduardo hizo ademán de acercarse a él, pero la mirada severa del padre Jaime se lo impidió. El sacerdote de mayor edad limpió con un pañuelo blanco la frente del muñeco.
Aranda brincó de la plataforma y se dirigió a grandes zancadas al lugar donde el hombre permanecía tumbado en el suelo.
– ¡Has insultado a Nuestro Señor! -gritó-. ¡ La Virgen del Cielo llora porque has escupido a su hijo!
Las palabras eran de indignación, pero el tono seguía siendo de guasa. Aranda tomó la fusta y empezó a azotar metódicamente al anarquista Tomás, empezando por las piernas y terminando con un golpe en la cabeza que lo hizo sangrar. Ordenó a un par de guardias que se lo llevaran y después se volvió hacia el padre Jaime. El sacerdote se había echado hacia atrás, abrazando al muñeco contra su pecho como para protegerlo de la escena.
Aranda inclinó la cabeza.
– Disculpe el insulto, padre. Siga, se lo ruego. Vamos a conducir a estos hombres a la religión, aunque en ello nos vaya la vida, ¿verdad?
Aranda hizo una seña al siguiente hombre de la fila. Bernie se alegró de ver un poco de miedo y cólera en los ojos del padre Jaime mientras el prisionero se acercaba arrastrando los pies e inclinaba la cabeza hacia el muñeco. Nadie más opuso resistencia.

 

– Recuerdo cómo olía el muñeco -le dijo Bernie a Vicente-. A pintura y saliva.
– Esos escarabajos negros son todos iguales. El padre Jaime es un bruto, pero este Eduardo es más taimado. Ahora estará en la barraca del polaco enfermo, tratando de averiguar si está a punto de morir y si es lo bastante débil para dejarse convencer de que acepte la absolución.
Bernie lo negó con un movimiento de la cabeza.
– Eduardo no es tan taimado. ¿Recuerdas que intentó conseguir que asignaran un médico al campo? ¿Y las cruces para el cementerio?
Pensó en la ladera de la loma, fuera del campo, donde se enterraba a los que morían en sepulcros anónimos. Cuando llegó al campo en verano, el padre Eduardo pidió cruces para señalar la localización de las tumbas. El comandante lo había prohibido; quienes estaban en el campo habían sido condenados por los tribunales militares a varias décadas de prisión, pero en la práctica ya estaban muertos. Algún día, el campo se clausuraría, y tanto las barracas como la alambrada de púas se retirarían sin dejar en la desnuda colina azotada por el viento la menor huella de su existencia.
– ¿Qué importan las cruces? -replicó Vicente-. Más símbolos de superstición. La bondad del padre Eduardo es falsa, todo lo que hace tiene un fin. Los escarabajos negros son todos iguales, intentan obligarte a hacer lo que ellos quieren cuando te estás muriendo y te encuentras en tu momento de máxima debilidad.
Fuera ya había oscurecido. En la barraca, algunos jugaban a las cartas o se remendaban los uniformes raídos a la mortecina luz de unas velas de sebo. Bernie cerró los ojos y trató de dormir. Pensó en la paliza que le habían propinado a Tomás; el anarquista había muerto unos días después. Y él mismo había corrido peligro con el psiquiatra aquella tarde. Había tenido suerte de que, por lo visto, el hombre lo considerará un simple ejemplar. Una parte de Bernie deseaba protagonizar un gesto de rebeldía como el de Tomás, pero el resto de su ser quería vivir. Si lo mataban, ellos alcanzarían su definitiva e irrevocable victoria.
Al final, se quedó dormido. Tuvo un sueño muy extraño. Entraba en la barraca con todo un grupo de colegiales de Rookwood a cuyo frente se encontraba el señor Taylor. Los chicos examinaban los jergones de madera y después se situaban alrededor de la mesa hecha con viejas cajas de embalar que había colocada en el centro. Decían que, si aquel era su nuevo dormitorio, pues muy bien, a ellos les daba igual. «No sean tan conformistas -les replicaba Taylor en tono de reproche-. Este no es el estilo de Rookwood.»
Se despertó sobresaltado. La barraca estaba completamente a oscuras y él no podía ver nada. Tenía frío. Empujó la fina manta hacia abajo para cubrirse los pies. Era la primera noche auténticamente fría. Septiembre y octubre eran los meses más fáciles. El calor sofocante del verano se iba desvaneciendo cada semana en unos pocos pero bienvenidos grados y la temperatura, por la noche, era lo bastante agradable para que uno pudiera dormir a gusto. Sin embargo, ahora ya había llegado el invierno.
Permaneció despierto en la oscuridad, prestando atención a las toses y los murmullos de los demás hombres. Se oían unos crujidos cuando algunos se movían inquietos en sus jergones, quizá también a causa del frío. Pronto habría heladas cada mañana; por Navidad, la gente se empezaría a morir.
Oyó un susurro procedente de la litera de al lado.
– Bernardo, ¿estás despierto? -Vicente volvió a toser.
– Sí.
– Presta atención.
La voz sonaba apremiante. Bernie se volvió, pero no vio nada en medio de la espesa oscuridad.
– No creo que aguante todo el invierno -dijo Vicente.
– Pues claro que aguantarás.
– Si no aguantara, quiero que me prometas una cosa. Al final vendrán los escarabajos negros e intentarán darme la absolución. No se lo permitas. Puede que mi determinación se debilite, sé que a muchos les ocurre. Sería una traición a todo aquello por lo que he vivido. Por favor, impídeselo de la manera que sea.
Bernie sintió el escozor de las lágrimas en sus ojos.
– Muy bien -contestó en un susurro-. Si alguna vez se plantea esta situación, te prometo que lo haré.
Vicente alargó el brazo, encontró el de Bernie y lo apretó con su escuálida mano.
– Gracias -le dijo-. Eres un buen amigo. Tú me ayudarás a cumplir mi último desafío.
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