19
Sandy estaba en casa cuando Barbara regresó. Se encontraba en el salón, leyendo el periódico y fumando uno de aquellos enormes cigarros suyos que llenaban la estancia de un humo denso y espeso.
– ¿Acabas de llegar? -le preguntó.
– Sí. Hemos ido a dar un paseo por la Casa de Campo.
– ¿Y qué habéis ido a hacer allí? Todavía está lleno de bombas sin detonar.
– Ahora es un lugar seguro. A Harry le apetecía ir.
– ¿Cómo estaba?
– Un poco deprimido. Creo que lo de Dunkerque lo afectó más de lo que él reconoce.
Sandy sonrió a través de la niebla del humo.
– Tiene que encontrar a una chica.
– Quizá.
– ¿Qué quieres hacer el jueves? ¿Una cena?
– ¿Cómo? -preguntó ella, mirándolo perpleja.
– Es el tercer aniversario del día en que nos conocimos. ¿Acaso lo habías olvidado? -dijo Sandy, aparentemente dolido.
– No… no, claro que no. Vamos a cenar a algún sitio, sería bonito. -Barbara sonrió-. Sandy, estoy un poco cansada, creo que voy a tumbarme un rato arriba antes de cenar.
– De acuerdo, me parece muy bien.
Barbara adivinó que estaba molesto por el hecho de que ella hubiera olvidado la fecha del aniversario. Pero la había olvidado por completo.
Cuando abandonó la estancia, vio que Pilar se acercaba por el pasillo. Ésta la miró con aquellos ojos suyos tan negros e inexpresivos.
– ¿Quiere que encienda el fuego, señora? Hace un poco de frío.
– Pregúntele al señor Forsyth, a ver qué le parece, Pilar. Está en el salón.
– Muy bien, señora.
La chica enarcó levemente las cejas; los asuntos domésticos correspondían a la señora. Pero a Barbara le importaban un bledo. Un profundo cansancio se había apoderado de ella mientras regresaba a casa de su encuentro con Harry, necesitaba tumbarse un rato. Subió y se tumbó en la cama. Cerró los ojos, pero en su mente se arremolinaban toda suerte de imágenes. La visita de Harry a Madrid tras la desaparición de Bernie, el final de la esperanza de que Bernie pudiera estar vivo y, después, Burgos. Burgos, donde había conocido a Sandy.
Había llegado a la capital de la zona nacional en mayo de 1937, cuando ya se acercaba el verano y una brillante luz azulada iluminaba los vetustos edificios de color pardo oscuro. Cruzar las líneas era imposible. Tendría que haber viajado de Madrid a Francia y después cruzar de nuevo la frontera con la España nacional. Por el camino, había leído un discurso del doctor Martí, el venerable delegado de la Cruz Roja a los miembros españoles. «No elijan ningún bando -había dicho éste-, busquen desde un punto de vista exclusivamente clínico la mejor manera de ayudar.» Y esto era lo que ella tenía que seguir haciendo, pensó. El hecho de trasladarse a la España de Franco no era una traición a Bernie; iba allí a hacer su trabajo, como había hecho en la zona republicana.
La pusieron a trabajar en la sección encargada de intentar enviar mensajes entre miembros de familias que la guerra había separado a ambos lados del frente. Buena parte de su labor consistía en tareas de carácter administrativo, muy ligeras comparadas con el trato directo con los prisioneros y los niños. Sabía, por su manera solícita de tratarla, que sus compañeros estaban al corriente de lo ocurrido con Bernie. Le molestaba que fueran tan amables y compasivos, ella que siempre asumía el mando de las situaciones y era una organizadora nata. Así que acabó tratándolos, a su vez, con irritable aspereza.
Jamás les hablaba de Bernie y nunca se habría atrevido a mencionarlo a los españoles que conocía en el trabajo, funcionarios y enfermeras de la clase media y coroneles retirados de la Cruz Roja Española que siempre se le mostraban corteses y hacían gala de una exagerada educación que la inducía a echar de menos el trato informal reinante en la zona republicana; aunque, en las reuniones y recepciones a las que tenía que asistir, a veces también manifestaban desprecio y rabia por las tareas que estaba llevando a cabo.
– No estoy de acuerdo con el intercambio de soldados capturados -le dijo un día un soldado veterano de la Cruz Roja Española-. Los niños sí, los mensajes entre familias separadas sí; pero intercambiar un caballero español por un perro rojo… ¡eso jamás! -terminó diciendo con tal furia que una rociada de su saliva le salpicó la barbilla.
Ella dio media vuelta, se fue al retrete y vomitó.
En el transcurso del verano se fue dando cuenta de que cada vez se sentía más deprimida y más aislada de las personas que la rodeaban, como si se viera envuelta en una fina niebla gris. El verano dio paso al otoño, y unos fríos vientos empezaron a soplar a través de las angostas y oscuras calles donde la gente permanecía sentada en los cafés con los hombros encorvados y donde unos camiones llenos de sombríos soldados circulaban sin descanso. Se entregó en cuerpo y alma a su trabajo, a su deseo de hacer algo, de conseguir algún resultado positivo, y por la noche regresaba muerta de cansancio a su pequeño apartamento.
Durante unos cuantos días de octubre compartió su apartamento con Cordelia, una enfermera voluntaria de Inglaterra que estaba en Burgos de permiso. Era una inglesa perteneciente a una familia aristocrática que había sido novicia en un convento pero al final había descubierto que no tenía vocación.
– Por eso he venido aquí, para intentar hacer un poco el bien -explicó, mientras una seria expresión se dibujaba en su amable y poco agraciado rostro.
– Supongo que yo también he hecho lo mismo -replicó Barbara.
– Por todas las personas que han sido perseguidas por sus creencias religiosas.
Barbara recordó la iglesia convertida en establo que ella y Bernie habían visitado el día en que se estrelló el avión, con las ovejas asustadas y apretujadas en un rincón.
– La gente está siendo perseguida por toda suerte de creencias en ambas zonas.
– Tú estuviste en la zona roja, ¿verdad? ¿Cómo era?
– Sorprendentemente parecida a lo de aquí en muchos sentidos. -Miró a Cordelia a los ojos-. Allí tenía un novio, un brigadista internacional inglés que resultó muerto en el Jarama.
Su intención había sido escandalizar a Cordelia, pero ésta se limitó a asentir con la cabeza con semblante afligido.
– Rezaré por él y le encenderé una vela.
– No lo hagas -dijo Barbara-. A Bernie no le habría gustado. -Hizo una pausa-. Llevo varios meses sin pronunciar su nombre en voz alta. Reza si quieres, eso no puede hacer ningún daño; pero no le enciendas una vela.
– Lo querías mucho.
Barbara no contestó.
– Tendrías que procurar salir un poco -dijo Cordelia-. Pasas demasiado tiempo aquí.
– Estoy demasiado cansada.
– En la iglesia a la que acudo van a organizar una cena de recogida de fondos…
Barbara meneó la cabeza.
– No pienso recurrir a la religión, Cordelia.
– Yo no me refería a eso. Quería decir simplemente que no tendrías que quedarte anclada en el pasado.
– No estoy anclada. Procuro no pensar en él; pero los sentimientos siempre están ahí, por mucho que yo intente reprimirlos. La… -miró a Cordelia a la cara y después gritó-: ¡la maldita rabia que llevo dentro! ¡Mira que abandonarme así, sin más, para dejarse matar de esta maldita manera, el muy cabrón! -Rompió a llorar mientras su cuerpo se estremecía con los gemidos y los sollozos-. Ya está, te he escandalizado -añadió entre lágrimas-, te quería escandalizar. -Soltó una carcajada histérica mientras una mano indecisa se apoyaba en su hombro.
– Suéltalo todo -le oyó decir a Cordelia-. Tienes que procurar sacarlo como sea. Lo sé. Tengo un hermano, se fue por el mal camino, yo lo quería mucho y también me enfadé con él, me puse muy furiosa. No te entierres en todo eso, no lo hagas.
Unas veces, dejaba que Cordelia la llevara consigo; pero se negaba a asistir a las ceremonias de la iglesia. Otras, se sentía torpe y desmañada y no se molestaba en hablar; aunque, de vez en cuando, conocía a alguien amable o con quien le apetecía conversar, y entonces la niebla gris parecía disiparse un poco. El último día de octubre, poco antes de que venciera el permiso de Cordelia, ambas acudieron a una fiesta organizada por un alto ejecutivo de la Texas Oil, la compañía que suministraba combustible a Franco. No se sentía a gusto; era una deslumbrante recepción en el mejor hotel de Burgos donde los ruidosos americanos iban de un lado para otro, disfrutando de las atenciones que les dispensaban los invitados españoles. Pensó en lo que hubiera dicho Bernie, la conspiración capitalista internacional, exhibiéndose con sus plumas de pavo real o algo por el estilo. Cordelia conversaba con un cura español. De pie en un rincón, fumando y bebiendo un vino muy malo, Barbara la observaba. Cordelia no tardaría en marcharse, su permiso estaba a punto de expirar. Barbara había acabado encariñándose con ella; si bien apenas tenían nada en común, excepto la certeza de no estar hechas para ser unas esposas y madres al uso. Mientras la miraba, comprendió que la iba a echar mucho de menos, como también echaría de menos su desinteresada bondad. De repente, se sintió desaliñada entre todas aquellas damas tan bien vestidas y decidió escabullirse discretamente. Cuando dio media vuelta para marcharse, se percató de que había un hombre a su lado. No lo había visto acercarse. La miró con una sonrisa, dejando al descubierto unos dientes grandes y blancos.
– ¿Eran usted y su amiga las que hablaban el inglés que he oído hace un rato?
Barbara sonrió indecisa.
– Sí -contestó, presentándose.
El hombre le pareció un poco vulgar, a pesar de su hermosa sonrisa. Le explicó que se llamaba Sandy Forsyth y que trabajaba como guía para turistas ingleses que recorrían los campos de batalla. Su manera de hablar arrastrando las sílabas como hacía la clase alta le hizo recordar la de Bernie.
– Todo es pura propaganda -le explicó-. Les enseño los campos de batalla y les explico los detalles militares, pero suelto muchas cosas acerca de las atrocidades cometidas por los rojos. Suelen ser unos carcamales bastante memos, muy interesados en cuestiones militares. Son increíblemente ignorantes. Uno me preguntó si era cierto que los vascos tenían seis dedos.
Barbara se rió. Animado por su interés, él le contó la historia del autocar lleno de ancianos turistas ingleses detenidos al borde de la carretera a causa de una avería, pero demasiado finos para vaciar sus vejigas a punto de estallar en los arbustos de los alrededores, que se aguantaron plantados junto al autocar en medio de angustias atroces. Ella se volvió a reír. Llevaba meses sin que nadie la hiciera reír. El hombre la miró sonriendo.
– No sé por qué, pero sabía que le podría contar esta historia sin que usted se escandalizara; aunque, en realidad, no resulta muy apropiada para las damas.
– Soy enfermera, llevo más de un año en España, a ambos lados del frente. Ya nada me escandaliza.
Sandy asintió con la cabeza, mirándola con interés. Le ofreció un cigarrillo y ambos pasaron un rato estudiando a los invitados.
– Bueno -dijo Sandy-, ¿qué opina usted de la Nueva España y sus amigos?
– Supongo que todo parece muy civilizado después de lo de Madrid. Pero se respira una atmósfera excesivamente militar. Un lugar muy duro. -Miró a Cordelia todavía enfrascada en su conversación con el cura-. Puede que la Iglesia ejerza una influencia moderadora.
Sandy exhaló una nube de humo.
– No crea. La Iglesia sabe muy bien lo que le conviene; dejará que el régimen haga lo que le dé la gana. Estas gentes van a ganar, ¿sabe?, cuentan con las tropas y el dinero necesario. Lo saben, y se les nota en la cara. Es sólo cuestión de tiempo.
– ¿Usted cree?
– Sí.
– ¿Es usted católico?
– No, por Dios.
– Aquella amiga mía lo es. Pero sí, tiene usted razón. Van a ganar.
Barbara suspiró.
– Mejor que la alternativa.
– Tal vez.
– Puede que me quede aquí cuando todo termine. Estoy harto de Inglaterra.
– ¿No tiene vínculos familiares?
– No. ¿Y usted?
– Más bien tampoco.
– ¿Le apetece salir a tomar algo cualquier noche de éstas? Ahora estoy sin trabajo, en busca de empleo; pero aquí se siente uno muy solo.
Ella lo miró con asombro, no se lo esperaba.
– Sin compromiso -añadió Sandy-. Sólo para tomar unas copas. Traiga a su amiga Cordelia, si quiere.
– Muy bien, de acuerdo. ¿Por qué no?
Pese a constarle que a Cordelia no le gustaría Sandy.
Cuando llegó la noche de la cita, no le apetecía ir. Cordelia no podía acompañarla porque tenía que asistir a otra ceremonia en la iglesia, y ella se sentía cansada y deprimida después del trabajo. Pero había acordado ir y fue.
Se reunieron en un bar pequeño, tranquilo y oscuro muy cerca de la catedral. Sandy le preguntó qué tal le había ido en el trabajo. La pregunta la molestó un poco; se lo había preguntado como si ella trabajara en un despacho o una tienda.
– No muy bien, la verdad. Me han asignado la tarea de intentar evacuar a unos niños al otro lado del frente. Casi todos ellos son huérfanos. Y eso siempre resulta terriblemente desagradable. -Apartó el rostro mientras las lágrimas asomaban inesperadamente a sus ojos-. Perdone -añadió-. He tenido una jornada muy larga y este nuevo trabajo me trae… muy malos recuerdos.
– ¿Quiere hablar de ello? -le preguntó él con amable curiosidad.
Decidió contárselo. Cordelia tenía razón, de nada servía reprimirlo.
– Cuando trabajaba en Madrid, conocí a un hombre… un inglés de las Brigadas Internacionales. Estuvimos juntos el pasado invierno. Después, él se fue al Jarama. Desaparecido y dado por muerto.
Sandy asintió con la cabeza.
– Lo siento de veras.
– Sólo han pasado nueve meses y cuesta mucho superarlo. -Barbara lanzó un suspiro-. Es una historia muy corriente en estos momentos en España, lo sé.
Él le ofreció un cigarrillo y se lo encendió.
– ¿Uno de los voluntarios?
– Sí, Bernie era comunista. Aunque, en realidad, no pertenecía a la clase obrera; le habían concedido una beca para estudiar en un colegio privado, y hablaba con el mismo acento que usted. Más tarde averigüé que el partido lo consideraba ideológicamente sospechoso por sus complicados orígenes de clase. No era lo bastante duro.
Se fijó en Sandy y le sorprendió ver que éste se había reclinado en su asiento, desde donde la estudiaba con una mirada penetrante e inquisitiva.
– ¿En qué colegio estudió? -preguntó en voz baja.
– Un sitio llamado Rookwood, en el condado de Surrey.
– ¿Su apellido no sería Piper, por casualidad?
– Sí. -Ahora la sorprendida era ella-. Pues sí, exactamente. ¿Acaso usted…?
– Yo estudié en Rookwood durante algún tiempo. Conocí a Piper. No mucho, pero lo conocí. ¿Supongo que no le habló de mí? -Sandy soltó una extraña carcajada que sonó como un ladrido forzado-. La oveja negra de la clase.
– No. No hablaba demasiado de su colegio. Sólo decía que no se encontraba a gusto allí.
– No. En eso coincidíamos, recuerdo.
– ¿Eran ustedes amigos? -A Barbara le dio un vuelco el corazón; era como si una parte de Bernie hubiera regresado.
Sandy titubeó.
– Más bien no. Como ya le he dicho, no lo conocía muy bien. -Meneó la cabeza-. Pero qué coincidencia, Dios mío.
– Es algo así como el destino -dijo Barbara sonriendo-. Conocer a alguien que lo conoció.
El hecho de que Sandy hubiera conocido a Bernie, aunque no hubieran sido amigos, fue lo que atrajo a Barbara. Ambos adquirieron la costumbre de reunirse todos los jueves en el bar para tomarse unas copas. Al final, acabó esperando con ansia aquellas citas. Cordelia había regresado al frente y aquéllas eran ahora las únicas noches que tenía libres. Se fue una mañana, después de darle a Barbara un rápido abrazo y negarse a que ésta la ayudara a llevar las maletas a la estación. Barbara le agradeció que la hubiera ayudado a recuperarse un poco; pero Cordelia sonrió y le dijo que habría hecho lo mismo por cualquier otra persona, pues así se lo exigía su fe y su amor a Dios. Aquella respuesta impersonal le dolió y la hizo volver a sentirse muy sola. Averiguó que Sandy también conocía a Harry y había sido amigo suyo, ya que no de Bernie. En cierto modo, su actitud la desconcertaba. Era enigmático y apenas hablaba de sí mismo. En aquellos momentos no tenía ninguna gira turística a la vista, pero aun así se quedó en Burgos tratando de montar algún negocio, le dijo. Aunque nunca le reveló de qué clase. Iba siempre impecablemente vestido. Barbara se preguntaba si tendría novia en algún sitio, pero él jamás hacía el menor comentario al respecto. Se le llegó a pasar por la cabeza la posibilidad de que fuera marica, aunque no lo parecía.
Un jueves de diciembre, Barbara se dirigió a toda prisa al café bajo una lluvia torrencial que caía implacable desde un cielo encapotado. Al llegar, Sandy ya estaba allí, sentado a la mesa de siempre con un hombre vestido con un uniforme falangista. Ambos estaban inclinados el uno hacia el otro con las cabezas muy juntas y, aunque Barbara no pudo oír lo que decían, adivinó que estaban discutiendo. Se quedó indecisa mientras las gotas de lluvia se deslizaban por su chubasquero hasta caer al suelo. Al verla, Sandy le hizo señas de que se acercara.
– Perdona, Barbara, estaba terminando un asunto de negocios.
El falangista se levantó y la miró. Era un hombre de mediana edad y rostro extremadamente severo. Miró a Sandy desde arriba.
– El negocio tiene que ser para los españoles, señor -dijo-. Negocio español, beneficios españoles.
El hombre saludó a Barbara inclinando levemente la cabeza, dio media vuelta y se retiró haciendo sonar sus tacones sobre las tablas del suelo. Sandy lo miró con semblante enfurecido. Barbara se sentó, algo desconcertada. Sandy se calmó y soltó una carcajada incierta.
– Disculpa -le dijo-. Un plan que yo tenía para un trabajo se ha ido a pique. Aquí parece que no tienen mucha vista para los negocios. -Lanzó un suspiro-. No importa. Supongo que tendré que volver a las giras turísticas. -Fue por una copa para Barbara y regresó a la mesa.
– Quizá convendría que pensaras en la posibilidad de regresar a casa -le dijo Barbara-. Yo he estado pensando en lo que voy a hacer cuando termine la guerra. No creo que me apetezca regresar a Ginebra.
Sandy meneó la cabeza.
– Yo no quiero volver -dijo tranquilamente-. Allí no tengo a nadie. Inglaterra me resulta asfixiante.
– Entiendo lo que quieres decir. -Barbara levantó su copa-. Brindemos por el desarraigo.
Sandy la miró sonriendo.
– Por el desarraigo. Mira, aquella primera noche en que nos conocimos pensé, esta chica se mantiene al margen observándolo todo. Como yo.
– ¿De veras?
– Sí.
Barbara suspiró.
– Es que no me gusto demasiado -dijo-. Por eso me mantengo apartada.
– ¿Porque estás enojada con Bernie?
– ¿Con Bernie? No, no es eso. Él hizo que me gustara un poquito a mí misma. Durante algún tiempo.
Sandy la miró muy serio.
– No tienes que dejarles a los demás la tarea de hacer que te gustes a ti misma. Lo sé porque antes yo también era así.
– ¿Tú? -Barbara lo miró con asombro. Siempre se le veía tan confiado, tan seguro de sí mismo.
– Sólo antes de tener la edad suficiente para pensar por mí mismo.
Barbara respiró hondo.
– Yo lo pasé muy mal en la escuela. Sufrí acoso escolar. -Hizo una pausa, pero él se limitó a asentir con la cabeza, animándola a seguir. Y entonces le contó la historia-. A veces me parece oír sus voces, ¿sabes? No, no las oigo, eso significaría que estoy loca; pero sí las recuerdo. Cuando estoy cansada y cometo errores en mi trabajo. Me digo que soy fea, la cuatro ojos con ricitos que no sirve para nada. Y eso me ocurre cada vez más a menudo desde que Bernie murió. -Inclinó la cabeza-. Nunca hablo de eso. Sólo Bernie lo sabía.
– Entonces, me considero privilegiado porque me lo has dicho.
– Presiento que te puedo contar cosas -dijo Barbara sin levantar la cabeza-. No sé por qué.
– Mírame -dijo Sandy en voz baja-. Mírame, no tengas miedo.
Ella levantó la cabeza y sonrió con valentía, parpadeando para reprimir las lágrimas.
– Diles que se vayan a la mierda -dijo Sandy-. Cuando las oigas, diles que están equivocadas y que tú se lo vas a demostrar. No exteriormente, sino dentro de tu cabeza. Es lo que yo hice. Con mis padres y mis profesores, que me decían que iba a terminar muy mal.
– ¿Y dio resultado? Sí, lo debió de dar… porque tú crees en ti mismo, ¿verdad?
– No queda más remedio. Tienes que decidir lo que quieres ser y lanzarte. No prestes atención a la opinión que tengan los demás de ti. La gente siempre anda buscando a alguien a quien humillar. Eso hace que se sienta segura.
– No todo el mundo. Yo, no.
– Bueno, pues casi todo el mundo. ¿Te puedo decir una cosa?
– Si quieres.
– ¿No te ofenderás?
– No.
– No sacas el mejor partido de ti misma. Es como si no quisieras que los demás te respetaran. Esfuérzate un poco con la ropa que vistes, con tu cabello; podrías ser una mujer muy atractiva.
Barbara volvió a bajar la cabeza.
– Eso es lo otro que pensé la noche en que nos conocimos.
Notó que las puntas de sus dedos rozaban las de los de Sandy y se hizo un momento de silencio. Recordaba con toda claridad la escena en la iglesia. El beso de Bernie. Apartó la mano y levantó los ojos.
– No estoy… no estoy preparada para esto. Después de Bernie, no creo que jamás pueda…
– Vamos, Barbara -le dijo él con dulzura-. No me digas que crees en esta idea tan romántica de que sólo hay una persona para cada cual.
– Pues me parece que lo creo. -Quería irse de allí, el torbellino de emociones que se agitaba en su interior le provocaba mareos. Sandy levantó una mano.
– De acuerdo, pues olvídalo.
– Sólo quiero que seamos amigos, Sandy.
– Necesitas a alguien que cuide de ti, Barbara -dijo Sandy sonriendo-. Siempre he querido tener a alguien de quien cuidar.
– No, Sandy. No. Simplemente amigos.
Sandy asintió con la cabeza.
– Está bien. Está bien. Pero, de todos modos, deja que te cuide un poco.
Ella apoyó la cabeza en la mano y se cubrió el rostro. Fuera la lluvia seguía cayendo con fuerza.
El otoño se convirtió en invierno. Corrían rumores de una nueva ofensiva nacional que pondría fin a la guerra. Durante algún tiempo, Burgos se llenó de soldados italianos; pero, después, éstos volvieron a desaparecer.
Sandy cumplió su palabra; dejó de hacerle insinuaciones románticas. Ella no sentía por él lo mismo que había sentido por Bernie, era imposible. Sin embargo, y muy a pesar suyo, la emocionaba e ilusionaba que otro hombre la encontrara atractiva. Se daba cuenta de que una parte, una pequeña parte, de su pena había sido por sí misma, por el hecho de haber perdido en un santiamén su única oportunidad de amar. Como si la declaración de Sandy hubiera abierto la puerta de algo, Barbara empezó a pensar en él como hombre, un hombre alto y fuerte.
A mediados de diciembre llegó la noticia de que los republicanos se habían adelantado a la ofensiva de Franco y lanzado la suya propia en Teruel, muy hacia el este. El tiempo era frío, las calles de Burgos estaban cubiertas de nieve y en la oficina les habían dicho que a algunos soldados les habían tenido que amputar los pies congelados en el mismo campo de batalla. La oficina de la Cruz Roja se encontraba de nuevo en plena actividad.
– Lo tendrías que dejar -le dijo Sandy cuando ambos se reunieron aquel jueves por la noche-. Te está dejando rendida.
La miró con preocupación, pero también con aquel atisbo de impaciencia que ella le había visto en los últimos tiempos. La semana anterior, por primera vez, Sandy había intentado tomarle la mano al salir del bar. Habían bebido más que de costumbre, porque él se había pasado el rato pidiendo más vino. Ella había retirado la mano.
Barbara suspiró.
– Es mi trabajo. Incluso he anulado el permiso de Navidad para poder echar una mano.
– Pensaba que ibas a regresar a casa. A Birmingham, ¿no?
– Esa era mi intención. Pero la verdad es que no me apetecía, me alegro de tener un pretexto. -Barbara lo miró-. ¿Y tú? Nunca hablas de tu familia, Sandy; lo único que yo sé es que tienes un padre y un hermano.
– Y una madre en algún lugar, si es que vive todavía. Ya te lo dije, rompí con ellos. Pertenecen al pasado. -La miró-. Pero me iré un par de semanas de todos modos.
– Ah, ¿sí? -Se le cayó el alma a los pies; confiaba en que se quedara con ella por Navidad.
– Una oportunidad de negocio. Importación de automóviles desde Inglaterra. No les gusta que los de fuera intervengan en sus negocios, eso ya lo he captado; pero necesitarán a alguien que domine el inglés para poder hacerlo. Y ahora me voy a San Sebastián a echarle un vistazo.
Barbara recordó al falangista con quien Sandy había discutido.
– Comprendo. Parece una buena oportunidad. Pero es una mala época del año para viajar y las carreteras estarán llenas de soldados, con esta batalla que…
– Las del norte, no. Intentaré estar de vuelta para el día de Navidad.
– Sí. Sería bonito que lo pudiéramos celebrar juntos.
– Lo intentaré.
Pero no pudo ser. La llamada a la oficina que ella esperaba jamás tuvo lugar. La afectó más de lo que imaginaba. El día de Navidad salió a dar una vuelta sola por las calles nevadas, contemplando envidiosa las casas con pesebres en los jardines y la gente que entraba y salía de las ceremonias en las numerosas iglesias de Burgos. Experimentó una repentina y enfurecida impaciencia contra sí misma. ¿Por qué no había aceptado lo que Sandy le ofrecía? ¿A qué esperaba? ¿A que llegara la vejez? Pensó en Bernie y la tristeza le volvió a atenazar el corazón; pero Bernie ya no estaba.
Sandy la llamó al despacho dos días después de Navidad.
– Perdona que haya tardado tanto -le dijo.
Barbara sonrió al oír su voz.
– ¿Cómo ha ido?
– Muy bien. Estás hablando con un hombre que dispone de un permiso de importación firmado por el mismísimo ministro de Comercio. Oye, ¿ quieres que nos veamos en el bar esta noche? Ya sé que no es jueves.
Ella se echó a reír.
– Sí, estaría bien. ¿A la hora de siempre?
– Nos vemos a las ocho. Tomaremos un poco de champán para celebrar el acuerdo.
Barbara se había puesto su nuevo abrigo, el verde que Sandy había elegido para ella porque decía que combinaba muy bien con el color de su cabello. Se presentó allí antes que ella, como de costumbre, con un paquete de gran tamaño envuelto en papel de regalo de vistosos colores sobre la mesa. La miró sonriendo.
– Un tardío regalo de Navidad. Para disculparme por haber permanecido tanto tiempo fuera.
Barbara lo abrió. Dentro había un broche en forma de flor, con unas piedrecitas verdes que brillaban en los pétalos.
– Oh, Sandy -dijo ella-. Es precioso. ¿Y esto…?
Él la miró sonriendo.
– Unas esmeraldas. Pero pequeñitas.
– No tendrías que haberlo hecho, te habrá costado un dineral.
– No, si sabes dónde buscar.
– Gracias. -A Barbara le temblaba el labio-. No soy digna de él.
– Pues yo digo que sí. -Sandy alargó la mano y tomó la suya. Esta vez, ella no la retiró.
La miró a los ojos.
– Quítate las gafas -le dijo-. Quiero verte sin ellas.