Книга: Invierno en Madrid
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20

El miércoles, después de su paseo con Harry, Barbara acudió a su tercera cita con Luis. Era un cálido y soleado día de otoño. Mientras bajaba por la Castellana, oyó el crujir de las hojas secas bajo sus pies y notó el leve pero penetrante olor a humo de unas hojas que alguien debía de estar quemando en alguna parte. Barbara paseaba mucho últimamente; eso la ayudaba a pensar y, además, cada vez le gustaba menos quedarse en casa.
No le había llegado el dinero de Inglaterra y ya empezaba a perder las esperanzas de recibirlo alguna vez. Si Luis le facilitara la prueba que ella le había pedido para confirmar la presencia de Bernie en el campo, de algún sitio lo tendría que sacar.
Luis ya estaba en el café. Fumaba una buena marca de cigarrillos, y Barbara se preguntó si parte del dinero que ella le había entregado para el billete de tren a Cuenca la habría gastado en tabaco; no sabía lo que costaba el billete. Como es natural, sólo tenía su palabra de que había estado allí.
Luis se levantó y estrechó su mano tan educado como siempre, y después fue a la barra a buscarle una taza de café. El local estaba muy tranquilo; el veterano cojo con la pernera cosida permanecía acodado solo en la barra.
Barbara encendió un cigarrillo, mirando deliberadamente la cajetilla de Luis.
– ¿Estuvo usted en Cuenca? -preguntó.
– Sí, señora. -Luis la miró sonriendo-. Me volví a reunir con Agustín en la ciudad. -Se inclinó hacia delante-. Agustín ha conseguido echar un vistazo a la ficha de Bernie, pero le aseguro que no fue nada fácil. Me facilitó muchos detalles.
Barbara asintió con la cabeza.
– Sí.
– Nació en un lugar de Londres llamado la Isla de los Perros. Vino a combatir por la República en 1936 y sufrió una herida leve en el brazo en una de las batallas de la Casa de Campo. -Barbara sintió que se le aceleraban los latidos del corazón. No había manera de que Luis o Markby supieran algo de aquella herida si no era echando un vistazo a una ficha oficial-. Cuando se recuperó, lo enviaron al Jarama, donde resultó herido y hecho prisionero.
– ¿Herido? -preguntó Barbara bruscamente-. ¿De gravedad?
– No fue nada serio. Una herida superficial en el muslo. -Luis la miró sonriendo-. Por lo visto, tenía buena estrella.
– No tan buena, Luis, si acabó en el campo de prisioneros.
– Agustín me lo describió -siguió diciendo Luis-. Es un hombre de estatura elevada, hombros anchos y cabello rubio. Probablemente muy guapo, me dijo Agustín; aunque ahora, como es natural, lleva barba de dos días y tiene piojos. -Barbara hizo una mueca-. Tiene fama de ser un hombre difícil y de espíritu indomable. Agustín le ha dicho que tenga cuidado, que es posible que lleguen mejores tiempos, pero de momento sólo eso. -Luis la miró con una sonrisa burlona en los labios-. Dice que su hombre tiene duende. Cree que tiene voluntad de fugarse. Y muchos en el campo han perdido la voluntad o la fuerza necesaria para hacerlo. -El corazón de Barbara latía violentamente en el pecho. Ahora sabía que todo era verdad, estaba segura. Luis ladeó la cabeza-. ¿Está usted satisfecha, señora? ¿Cree que le he dicho la verdad?
– Sí. Sí, lo creo. Gracias, Luis. -Respiró hondo-. Todavía no he recibido el dinero de mi banco de Inglaterra. Cuesta recibir dinero de fuera del país.
El la miró con la cara muy seria.
– Es importante que todo se haga antes de que llegue el mal tiempo. Los inviernos son muy duros allá arriba y empiezan muy pronto. Ya hará frío.
– Y la situación diplomática puede cambiar. Lo sé. Insistiré, hoy mismo les volveré a escribir. ¿Le parece que nos volvamos a reunir aquí dentro de una semana? Para entonces, tendré el dinero como sea. Si lo recibiera antes, ¿hay alguna manera de contactar con usted?
– No tengo teléfono, señora. ¿Quiere que la llame yo?
Barbara lo miró, indecisa.
– Mejor no. No quiero que mi marido descubra nada, bastante preocupado está ya por mí.
– Entonces hasta dentro de una semana. Pero tendremos que empezar con los preparativos. Pronto estaremos en noviembre.
– Sí, lo sé.
Mientras hablaba, pensó: «Ya no hay tiempo para que les vuelva a escribir. ¿Y si le pidiera un préstamo a Harry?» Sabía que éste tenía dinero. Pero era un diplomático, podría ser peligroso para él…
Hizo un esfuerzo por regresar de nuevo al presente.
– ¿El plan sigue siendo el mismo? -le preguntó a Luis-. ¿Agustín lo ayuda a fugarse y yo lo recojo en Cuenca?
– Sí. Puede haber alguna manera de conseguirle ropa de paisano para que no llame tanto la atención. Agustín lo está estudiando. Entonces de usted dependería, señora, sacarlo de allí y llevárselo a la embajada.
– Puede que eso no sea tan fácil. He pasado por allí y siempre hay guardias civiles en la entrada.
– Eso lo tendrá que resolver usted, señora -dijo Luis con una triste sonrisa en los labios. Parecía que la cosa ya no le interesaba; en cuanto Barbara recogiera a Bernie, el problema dejaría de ser suyo.
– Le pagaré una parte cuando hayamos elaborado un plan definitivo, y el resto, cuando todo esté hecho -dijo Barbara-. A todos nos interesa que la empresa llegue a buen puerto.
Luis la miró.
– Usted ya se encargará de que así sea, lo sé.
Barbara volvió a pensar en Harry. Si ella pudiera trasladar a Bernie a Madrid y esconderlo en algún sitio. Lanzó un suspiro. Se dio cuenta de que Luis la estaba mirando con curiosidad.
– ¿Qué ocurre? -le preguntó.
– Disculpe la indiscreción, señora, pero ¿este asunto no tendrá consecuencias para usted y su marido? Si el señor Piper consigue llegar a la embajada, es probable que el asunto pase a dominio público. Por lo menos, se presentarán quejas ante nuestro Gobierno. Y su marido trabaja con el Gobierno, ¿no es cierto? Usted misma me lo dijo en nuestra primera reunión.
– Sí, Luis -dijo Barbara en un susurro-. Puede que haya consecuencias. Tendré que afrontarlas.
Luis la miró con semblante muy serio.
– Es usted una mujer muy valiente al poner en peligro su futuro de esta manera.
Ella lo estudió. Su rostro ofrecía un aspecto muy tenso y cansado. En realidad, era poco más que un muchacho obligado a manejar cosas terribles a una edad excesivamente temprana, como le ocurría a la mitad de los hombres del mundo en aquellos momentos.
– ¿Qué harán usted y su hermano, Luis, cuando esto termine y su hermano abandone el Ejército?
Luis sonrió tristemente.
– Sueño con ir a recoger a mi madre a Sevilla y llevarla a vivir al campo, cerca de Madrid, donde quizá podría cultivar verduras y hortalizas. Es algo que siempre me ha gustado, y una gran ciudad necesita verduras y hortalizas, ¿no cree? Así todos volveremos a ser una familia. -Su rostro se ensombreció-. La familia es importante para los españoles y la guerra separó a muchas… usted, que viene de Inglaterra, no puede comprender lo doloroso que resulta toda esta situación. Por eso tengo que hacer lo imposible con tal de estar juntos otra vez. ¿Lo comprende, señora?
– Sí. Y espero que lo consiga.
– Yo también. -Luis inclinó un momento la cabeza, cerró los ojos y después los volvió a abrir con una sonrisa en los labios-. Hasta la semana que viene, señora.
– Para entonces ya habré conseguido el dinero como sea.

 

Aquella noche, a la hora de cenar, Sandy le dijo que había reservado mesa en el Ritz para celebrar su aniversario la noche del día siguiente.
– Ah -dijo ella, sorprendida.
– ¿Qué tiene eso de malo? -le preguntó él. Aún no le había perdonado el olvido-. Es el hotel más caro de Madrid.
– Lo sé, Sandy. Sólo que estará lleno de alemanes y de sus compinches italianos. Y tú sabes que no soporto verlos.
– Una oportunidad para hacer acto de presencia -dijo Sandy sonriendo.
Barbara se preguntó si Sandy habría elegido deliberadamente el Ritz para provocar su enfado. Lo miró y recordó su ternura la primera vez que se habían visto. ¿Adónde habría ido a parar todo aquello? Se dio cuenta de que lo que disgustaba a Sandy era su malestar ante la vida que él había elegido para ella, un malestar que llevaba mucho tiempo creciendo en su interior pero que, en realidad, sólo había aflorado a la superficie a partir de aquella cena con Markby.
– ¿Recuerdas la primera Navidad después de nuestro primer encuentro? -le preguntó Sandy, mirándola con una expresión dura y burlona en los ojos.
– Sí. Cuando te fuiste por un asunto de negocios y no pudiste regresar hasta pasada la Navidad.
– Exactamente -dijo Sandy sonriendo-. Sólo que sí hubiera podido. Pero comprendí que, si no regresaba, tú te darías cuenta de lo mucho que me necesitabas. Y no me equivoqué.
Ella lo miró, sintiéndose primero escandalizada, y después, tremendamente furiosa.
– O sea que me manipulaste -dijo muy despacio-. Manipulaste mis sentimientos.
El la miró desde el otro lado de la mesa, ahora con la cara muy seria.
– Yo sé lo que quiere la gente, Barbara, lo intuyo. Es un don muy útil en los negocios. Veo lo que hay bajo la superficie. A veces, eso es muy fácil. Los judíos, por ejemplo, sólo quieren sobrevivir, tiemblan y se estremecen en su desesperado afán de sobrevivir. Lo que quieren las personas con quienes yo trabajo suele ser dinero, aunque a veces es otra cosa. Yo trato de complacerlas en lo que sea. Tú me querías a mí y querías seguridad, lo que ocurre es que no acababas de darte cuenta. Yo te ayudé a que lo sacaras a la superficie. -Sandy inclinó la cabeza y levantó su copa.
– ¿Y tú, Sandy? ¿Qué es lo que quieres?
Él la miró sonriendo.
– Éxito, dinero. Saber que puedo estar a la altura de las circunstancias y conseguir que la gente me dé lo que yo quiero.
– A veces eres una mierda, Sandy. ¿Lo sabes? -dijo ella.
Jamás le había hablado en semejantes términos, y él la miró momentáneamente desconcertado. Después, la expresión de su rostro se endureció.
– Últimamente no cuidas mucho tu aspecto, ¿sabes? Estás hecha un desastre. Espero que el hecho de trabajar en ese orfelinato te ayude a serenarte un poco.
Las palabras la azotaron con fuerza y ella se dio cuenta de que Sandy las había elegido para golpearla donde más le dolía. Algo frío y duro acudió a su mente mientras pensaba, «no contestes, hay que guardar las apariencias de momento». Se levantó, dejando cuidadosamente la servilleta sobre la mesa, y abandonó la estancia. Le temblaban las piernas.
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