Книга: Invierno en Madrid
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A Barbara no le apetecía reunirse con Harry. Este había sido amable con ella tres años atrás y a ella le había resultado agradable contemplar un jovial rostro inglés; pero el hecho de volver a ver al mejor amigo de Bernie le parecía, en cierto modo, algo así como tentar al destino. Había considerado la posibilidad de decírselo a Harry, pero lo veía tan afectuoso con Sandy que no le parecía correcto. Además, Harry había cambiado. Se observaba en él una tristeza enfurecida, inexistente tres años atrás. Lo tendría que mantener todo en secreto. Ahora Harry estaba allí y Sandy se había encariñado de él, lo cual la obligaría a afrontar la situación y engañar también a Harry. Era la segunda persona a la que engañaba, y esta vez se trataba del mejor amigo de Bernie.
El sábado se había enterado, a través de la BBC, de un gran bombardeo alemán sobre Birmingham. Cerca de doscientas personas habían resultado muertas. Se quedó horrorizada, sentada junto a la radio. No le había dicho nada a Sandy. Éste la habría consolado, pero ella no lo habría podido soportar, no se lo merecía. Se había pasado dos días preocupada, pero aquella mañana había recibido un telegrama de su padre, informándola de que todos estaban bien y de que las incursiones aéreas habían tenido lugar en el centro de la ciudad. Se puso a llorar de alivio.
Tenía que volverse a reunir con Luis en cuestión de dos días. Temía que el dinero de su banco de Inglaterra no llegara a tiempo. Por más que hubiera dudado del relato de Luis después de su primer encuentro con él, ahora se mostraba más inclinada a creerle. Si éste se presentara en el café con la prueba que ella le había pedido, la cosa estaría resuelta. Se había estado diciendo a sí misma que eso era lo que ella quería creer y que no tenía que abrigar demasiadas esperanzas. Pero ¿y si fuera verdad? ¿Ayudar a Bernie a escapar de la cárcel de un campo de prisioneros y llevarlo a la embajada? En los últimos tiempos había comprendido que, entre el conjunto de sentimientos que Sandy le inspiraba, había un elemento de temor, temor a la crueldad que sabía que formaba parte de él.
La víspera había hecho algo que unas pocas semanas atrás le habría parecido inconcebible. Sandy había salido con unos amiguetes y ella había entrado en su estudio para averiguar cuánto dinero tenía. Se dijo que jamás se atrevería a robarle; pero, en caso de que sus ahorros no llegaran a tiempo, quizá pudiera sacarle dinero con una mentira. Siempre y cuando él tuviera suficiente. Como casi todos los hombres, Sandy no creía que el dinero fuera algo acerca de lo cual las mujeres tuvieran que estar informadas.
Con el corazón galopando en el pecho, consciente de que estaba cruzando para siempre una especie de frontera, Barbara buscó la llave del escritorio que Sandy tenía en su estudio. La guardaba en el dormitorio, en el cajón de los calcetines… Ella lo había visto guardarla allí algunas veces, cuando se iba a la cama después de haberse pasado la noche trabajando. La encontró al fondo del cajón, en el interior de un calcetín doblado. La miró, vaciló un instante y después se dirigió a su estudio.
Algunos cajones estaban cerrados, pero no todos. En uno encontró dos libretas del banco. Una era una cuenta de una sucursal de un banco español que contenía mil pesetas; en ella figuraban ingresos y reintegros regulares que ella supuso que correspondían a sus gastos. Para su sorpresa, la segunda era de un banco argentino. Había varios ingresos pero ningún reintegro y el total era de casi un millón de pesos argentinos; a saber lo que sería. Como es natural, no había manera de que ella pudiera retirar directamente el dinero. Las cuentas estaban exclusivamente a nombre de Sandy. Experimentó una curiosa sensación de alivio.
Abandonó el estudio, deteniéndose en la puerta para asegurarse de que Pilar no estuviera por allí.
Mientras volvía a dejar la llave en su sitio, se dio cuenta de que algo más duro que el acero estaba penetrando en su interior, algo cuya existencia jamás había sospechado.
Había acordado reunirse con Harry en un restaurante de las inmediaciones del Palacio Real, un pequeño local muy tranquilo que servía buena comida procedente del mercado negro. Llegaba con retraso. Su asistenta se había puesto muy nerviosa, porque los guardias civiles le habían pedido la documentación mientras se dirigía al trabajo y ella la había olvidado. Barbara había tenido que escribir una carta, confirmando que la chica trabajaba para ella. Unos cuantos hombres de negocios y algunas parejas acomodadas ocupaban las mesas restantes. Harry se levantó para saludarla.
– Barbara, ¿cómo estás? -Parecía pálido y cansado.
– Pues no del todo mal.
– Hace frío.
– Sí, el invierno está a la vuelta de la esquina.
El camarero tomó su abrigo y dejó los menús delante de ellos.
– Bueno, ¿y tú qué tal? -le preguntó ella jovialmente-. ¿Cómo es la embajada?
– Un poco aburrida. Me dedico, sobre todo, a actuar como intérprete en reuniones con funcionarios. -Se le veía nervioso e incómodo.
– ¿Cómo están los tuyos? ¿Bien?
– Mi tío y mi tía están bien. Allí abajo, en Surrey, casi no parece que haya guerra. La familia de mi primo lo pasó un poco mal en Londres. -Hizo una pausa y la miró con cara muy seria-. Tengo entendido que Birmingham ha sido castigada.
– Sí. Me enviaron un telegrama diciéndome que están todos bien.
– Pensé en ti cuando me enteré. Habrás estado terriblemente preocupada.
– Pues sí, y supongo que habrá más incursiones. -Bárbara lanzó un suspiro-. Pero tú las sufriste durante mucho más tiempo en Londres, ¿verdad?
– Hubo una cuando yo estuve allí hace un mes, en casa de mi primo Will. Pero ahora él está a salvo en el campo, haciendo no sé qué trabajo secreto.
– Debe de ser un alivio.
– Pues sí.
Barbara encendió un cigarrillo.
– Creo que mis padres están procurando seguir adelante, como todo el mundo. ¿Qué otra cosa pueden hacer? Papá y mamá apenas dicen nada en sus cartas.
– ¿Cómo está el padre de Sandy, el obispo?
– Pues mira, no tengo ni la menor idea. No se han puesto en contacto desde que Sandy llegó aquí. Él jamás habla de su padre ni de su hermano. Es triste. -Barbara estudió a Harry. Había cambiado de aspecto y se le veía muy tenso. Era muy guapo cuando ella lo había conocido tres años atrás, aunque no fuera su tipo. Ahora parecía mayor, estaba más grueso y tenía más arrugas alrededor de los ojos. «Toda una generación de hombres está envejeciendo a marchas forzadas», pensó. Titubeó un poco, pero luego preguntó-: ¿Y tú cómo estás ahora? Te veo un poco cansado.
– Bueno, estoy bien. Tuve una neurosis de guerra, ¿sabes? -añadió Harry de repente-. Padecía unas crisis de pánico espantosas.
– Lo siento.
– Pero ahora ya estoy mucho mejor, llevo bastante tiempo sin sufrir ninguna.
– Por lo menos, estás haciendo algo útil en la embajada.
Harry esbozó una sonrisa tensa.
– Te veo muy distinta de la última vez que nos vimos -dijo.
Barbara se ruborizó.
– Sí, con todos aquellos viejos jerséis. Entonces, en el estado en que me encontraba, me importaba un bledo mi aspecto. -Lo miró con una cálida sonrisa en los labios-. Tú me ayudaste.
Harry se mordió el labio clavando en ella sus ojos azules y, por un instante, Barbara pensó: «Oh, Dios mío, ha adivinado algo.» Después, él le preguntó.
– ¿Qué tal se vive aquí? Madrid se encuentra en un estado lamentable. Con tanta pobreza y miseria y con todos estos mendigos. Está peor que durante la Guerra Civil.
Barbara suspiró.
– La Guerra Civil destrozó España y, en especial, Madrid. La cosecha ha vuelto a ser mala y ahora tenemos un bloqueo que limita los suministros de importación. Por lo menos, eso es lo que dicen los periódicos. Aunque no sé… -Barbara sonrió con tristeza-. La verdad es que ya no sé qué creer.
– El silencio es lo que no puedo soportar. ¿Recuerdas lo ruidoso que era Madrid? Es como si le hubieran arrebatado a la gente toda la energía y la esperanza.
– Así es la guerra.
Harry la miró con la cara muy seria.
– ¿Sabes lo que temo? Este año hemos impedido que Hitler invadiera Inglaterra; pero, si lo volviera a intentar el año que viene, es posible que perdiéramos. Lucharíamos como fieras, lucharíamos en las playas y en las calles tal como dijo Churchill, pero podríamos perder.
Me imagino Gran Bretaña terminando como España, un país destrozado y arruinado, gobernado por una pandilla corrupta de fascistas. Eso nos podría ocurrir a nosotros.
– ¿De veras? Sé que la disciplina es muy dura, pero hay personas como Sebastián de Salas que quieren reconstruir el país de verdad. -Barbara hizo una pausa y se pasó una mano por la frente-. Oh, Dios mío -dijo-. Los estoy defendiendo. Es que todas las personas que conozco están de su parte, ¿sabes?
Se mordió el labio. Debería haber comprendido que, en caso de que se reuniera con Harry, toda su confusión y todo su temor aflorarían a la superficie. Pero quizá fuera bueno para ella enfrentarse con ciertas cosas; siempre y cuando no se tocara el tema de Bernie.
– ¿Qué piensa Sandy de ellos? -preguntó Harry.
– Piensa que España está mejor que si hubieran ganado los rojos.
– ¿Y tú estás de acuerdo?
– ¿Quién sabe? -replicó ella con repentina emoción.
Harry sonrió.
– Perdona, hablo más de la cuenta. Cambiemos de tema.
– ¿Echamos un vistazo al menú?
Eligieron los platos y el camarero les llevó una botella de vino. Harry lo cató y asintió con la cabeza.
– Muy bueno.
– Casi todo el vino de ahora es malísimo, pero aquí tienen una bodega muy buena.
– El bueno se consigue cuando uno se puede permitir el lujo de pagarlo, ¿verdad?
Barbara levantó los ojos al oír el amargo tono de su voz.
– Pronto empezaré a trabajar en un orfelinato -dijo.
– ¿Vuelves a tu trabajo de enfermera?
– Sí, quería hacer algo positivo. En realidad, me lo aconsejó el propio Sandy.
Harry asintió con la cabeza y comentó, tras un breve titubeo:
– Lo veo bien. Parece alguien muy próspero.
– Pues sí. La organización se le da muy bien. Es un hombre de negocios.
Hicieron una pausa mientras el camarero les servía la sopa y después Harry dijo:
– Sandy siempre supo abrirse su propio camino. Incluso en el colegio. Se nota que es un triunfador. -Miró a Barbara a los ojos-. Ahora está trabajando en eso del Ministerio de Minas, lo comentó la otra noche, ¿verdad?
Barbara se encogió de hombros.
– Sí, pero yo no sé gran cosa de eso. Dice que es un asunto confidencial. -Sonrió con tristeza-. Me he convertido en una pequeña ama de casa; no me interesan los asuntos de negocios.
Harry asintió con la cabeza. Se abrió la puerta del restaurante y aparecieron tres jóvenes vestidos con el uniforme de la Falange. Se abrió una puerta al fondo, y por ella entró un hombre bajito y rechoncho vestido con una levita cubierta de lamparones que miraba con una sonrisa nerviosa a los visitantes de la camisa azul.
– Buenas tardes, señor -dijo alegremente uno de ellos. Debía de tener aproximadamente la edad de Harry, alto, delgado y con el consabido bigotito-. Una mesa para tres, por favor. -El maître inclinó la cabeza y los acompañó a una mesa libre.
– Espero que no armen demasiado jaleo -dijo Barbara en voz baja.
El falangista miró alrededor y, acto seguido, se acercó a la mesa que ellos ocupaban y, con una amplia sonrisa en los labios, les tendió la mano.
– Ah, ¿visitantes extranjeros? -dijo-. ¿Alemanes?
– No, ingleses -contestó Barbara con una sonrisa nerviosa. -El falangista retiró la mano sin dejar de sonreír.
– Vaya, conque ingleses -dijo, asintiendo alegremente con la cabeza-. Por desgracia, muy pronto se tendrán que marchar; el Generalísimo se va a incorporar a la cruzada del Führer contra Inglaterra. Muy pronto recuperaremos Gibraltar.
Barbara miró nerviosamente a Harry. Éste mostraba un semblante frío e impasible. El jefe de los falangistas se inclinó ante ellos en una reverencia burlona y fue a reunirse con sus compañeros. Harry tenía el rostro arrebolado a causa de la furia.
– Tranquilo -le dijo ella-. No los provoques.
– Ya lo sé -musitó Harry-. Hijos de puta.
El camarero se acercó presuroso con los platos principales y su mirada se desplazó nerviosamente de ellos a los falangistas, pero éstos ya estaban ocupados con sus menús.
– Terminemos cuanto antes y larguémonos de aquí -dijo Barbara-. Antes de que empiecen a beber.
Terminaron rápidamente el resto de la comida. Harry le detalló la fiesta de los Maestre y después volvió a encauzar la conversación hacia Sandy, como si le apeteciera seguir hablando de él.
– Me enseñó una garra de dinosaurio que ha encontrado.
Barbara sonrió.
– Está entusiasmado con sus fósiles. Y cuando está así es como un chiquillo, un encanto.
– En el colegio decía que los fósiles eran la clave de los secretos de la tierra.
– Eso es muy propio de Sandy. -Cuando terminaron de comer, Barbara vio que los falangistas estaban empezando a beber y se reían ruidosamente-. Será mejor que nos vayamos.
– Sí, claro. -Harry pidió la cuenta con una seña. El camarero se la entregó enseguida, sin duda alegrándose de poder librarse de ellos cuanto antes, no fuera a ser que los falangistas empezaran a armar alboroto. Pagaron y se pusieron los abrigos. Una vez fuera, Harry añadió en tono dubitativo-: Me preguntaba si te importaría que fuéramos a ver un momento el Palacio Real, está aquí mismo, justo al otro lado de la calle. Jamás lo he visto de cerca.
– Sí, claro. Vamos. Tengo tiempo de sobra.
Cruzaron la calle. Brillaba un poco el sol, pero la tarde era muy fría. Barbara se abrochó el abrigo. Se detuvieron ante la verja. Estaba cerrada y fuera montaban vigilancia unos guardias civiles. Harry contempló los muros blancos y ornamentados.
– No han pintado «Arriba España» al lado -dijo.
– La Falange no quiso tocar el palacio. Es el símbolo de los monárquicos. Éstos esperan que Franco permita algún día el regreso de la monarquía.
Hizo una pausa para encender un pitillo. Harry llegó al final de la calle. Al otro lado de la verja había una acusada pendiente que bajaba hasta los jardines del palacio. Más allá se podía ver la Casa de Campo, un enmarañado paisaje pardo verdoso.
Barbara se reunió con él.
– El campo de batalla -dijo Harry en voz baja.
– Sí. Y parece que todavía está todo hecho un desastre. Aunque la gente ya vuelve a pasear por allí. Quedan todavía muchas granadas sin detonar, pero se han señalado unos caminos seguros.
Harry miró más allá de los jardines.
– Me gustaría ir a verlo. ¿Te importa?
Barbara titubeó. No quería recordar la guerra ni el sitio.
– ¿Mejor no? -preguntó Harry con dulzura.
Barbara respiró hondo.
– No, vamos. Quizá conviene que lo vea.
Estaba a sólo dos paradas de tranvía. Se apearon y echaron a andar por una corta alameda. Otras personas caminaban en la misma dirección, un joven soldado con su novia y dos mujeres de mediana edad vestidas de negro. Rodearon una pequeña loma y se encontraron de repente ante un erial de terreno desgarrado, punteado aquí y allá por tanques quemados y piezas de artillería rotas y oxidadas. Muy cerca de allí, un muro de ladrillo acribillado a balazos era lo único que quedaba de un edificio. La hierba primaveral había vuelto a crecer en buena parte del terreno, pero numerosos cráteres de granada llenos de agua salpicaban el paisaje y largas hileras de trincheras cortaban la tierra cual si fueran heridas abiertas. Unos caminos permitían cruzar el devastado paisaje, y pequeños letreros de madera colocados a intervalos regulares advertían a los visitantes de la conveniencia de no apartarse de ellos por el peligro que suponían las granadas sin detonar. En la distancia, el blanco palacio destacaba con la nitidez de un espejismo.
Barbara temía que la contemplación de aquel lugar la afectara profundamente, pero sólo experimentó tristeza. Le recordaba las fotografías de la Gran Guerra. Harry, en cambio, parecía más afectado y estaba muy pálido. Ella le tocó ligeramente el brazo.
– ¿Te encuentras bien?
Harry respiró hondo.
– Sí. Por un momento, me ha hecho recordar Dunkerque. Allí también había piezas de artillería por todas partes.
– ¿Quieres que regresemos? Quizás hubiera sido mejor no venir.
– No. Sigamos. Aquí hay un camino. -Caminaron un rato en silencio.
– Dicen que en el norte todavía es peor -dijo Barbara-. Donde se libraron los combates de la batalla del Ebro. Millares de tanques abandonados.
Más adelante, a la izquierda, las dos mujeres vestidas de negro seguían otro camino fuertemente abrazadas la una a la otra.
– Cuántas viudas -dijo Barbara, sonriendo tristemente-. Yo estaba en el mismo barco que ellas, sola y desamparada hasta que me tropecé con Sandy.
– ¿Y eso cómo fue? -preguntó Harry.
Barbara interrumpió la marcha para encender otro pitillo.
– La Cruz Roja me envió a Burgos, naturalmente. Todo era muy distinto de Madrid. Para empezar, estaba muy por detrás de la línea del frente. Es una ciudad muy triste, llena de enormes edificios medievales. En la Cruz Roja local había muchos generales retirados y respetables damas españolas. De hecho, todos eran amabilísimos y mucho menos paranoicos que los republicanos. Pero podían permitirse el lujo de serlo. Ya entonces sabían que iban a ganar.
– Te debió de resultar extraño trabajar con los enemigos de Bernie.
Era la primera vez que mencionaba su nombre. Barbara lo miró e inmediatamente apartó los ojos.
– Yo no compartía sus puntos de vista políticos, tú lo sabes. Era neutral. En la Cruz Roja eso no tiene connotaciones negativas; no ser ni chicha ni limoná se considera positivo, aliviar el sufrimiento ajeno es lo que cuenta. Eso la gente no lo entiende. Bernie no lo entendía. -Barbara se volvió y lo miró a los ojos-. ¿Crees que hice mal? -preguntó de repente-. ¿Irme a vivir con un hombre que es partidario del régimen? Sé que Sandy y Bernie no eran amigos en el colegio.
– No -dijo Harry sonriendo-. Yo también soy neutral por naturaleza.
Barbara experimentó una oleada de alivio al oír su respuesta; no hubiera podido soportar que Harry censurara su conducta. Lo miró y hubiera deseado gritarle: «¡Quizás esté vivo, quizás esté vivo!» Pero se mordió la lengua.
– Tú recuerdas en qué estado me encontraba, Harry. No me importaba la política, realizar mi trabajo me costaba un esfuerzo enorme. Era como si estuviera envuelta en una espesa niebla gris. Tenía que guardar silencio sobre Bernie, naturalmente. No podía esperar que quienes estaban en el bando nacional se mostraran encantados de que yo hubiera salido con alguien contra el cual ellos habían combatido.
– No.
Cruzaron unos tablones de madera tendidos sobre una trinchera. Al fondo se veían unas botas viejas y un montón de latas oxidadas de sardinas con la etiqueta escrita en caracteres cirílicos. Y al borde de la trinchera, un letrero ostentaba una flecha que señalaba en ambas direcciones. «NOSOTROS» y «ELLOS». En la distancia, las dos mujeres seguían caminando muy despacio, todavía abrazadas la una a la otra.
– ¿Y entonces conociste a Sandy? -preguntó Harry, interrumpiendo sus pensamientos.
– Sí. -Barbara lo miró con la cara muy seria-. El me salvó, ¿sabes?
– Me contó que estuvo por allí, haciendo recorridos turísticos por los campos de batalla.
– Sí. Yo me encontraba muy sola en Burgos. Y entonces lo conocí en una fiesta y él… no sé cómo decirte, me prestó su apoyo. Y me dio fuerzas para continuar.
– Qué casualidad, conocer a otro antiguo alumno de Rookwood.
– Sí. Aunque, en realidad, todos los ingleses que se encontraban en el bando nacional acababan conociéndose tarde o temprano. No éramos muchos. -Barbara sonrió-. Sandy dijo que fue el destino.
– Antes creía en el destino. Pero me dijo que ya no.
– Pues yo creo que sigue creyendo, aunque no lo quiera. Es un hombre complicado.
– Sí, lo es. -Habían llegado a otra trinchera-. Cuidado con esos tablones. Dame el brazo.
La tomó de la mano y la guió hasta el otro lado. Otra vez los letreros de «nosotros» y «ellos» señalaban en distintas direcciones.
– Ha sido muy bueno conmigo -dijo Barbara-. Sandy.
– Perdona. -Harry se volvió hacia ella-. No te he oído. Sigo estando un poco sordo de este oído. -La miró con expresión momentáneamente perdida y desconcertada.
– He dicho que Sandy ha sido muy bueno conmigo. Me ha convencido de que me dedique a esta tarea de voluntaria porque sabe que necesito algo nuevo. -Se preguntó con amargura: «¿Será la sensación de culpa la que me induce a defenderlo de esta manera?»
– Bien -dijo Harry en tono precavido y neutral.
Barbara pensó con repentino asombro: «Sandy no le gusta. Pero entonces, ¿por qué ha reanudado su amistad con él?»
– Está intentando ayudar a unos judíos que huyeron de Francia.
– Sí. Ya me lo comentó.
– Durante la invasión alemana, muchos de ellos vinieron aquí huyendo con nada más que lo puesto. Ahora quieren pasar a Portugal y, desde allí, a América. Les tienen pánico a los nazis. Hay un comité que intenta ayudarlos, y Sandy forma parte de él.
– Hace poco hubo una manifestación de la Falange ante la embajada, donde se gritaban lemas antisemitas a pleno pulmón.
– El régimen tiene que seguir la línea de los nazis, pero permite que el comité de Sandy siga actuando siempre y cuando sea discreto.
A lo lejos, las dos mujeres se habían detenido. Una de ellas lloraba mientras la otra la abrazaba. Barbara volvió a mirar a Harry.
– Sandy y yo no estamos verdaderamente casados, ¿te lo dijo?
Harry titubeó antes de contestar.
– Sí.
Ella se ruborizó.
– A lo mejor piensas que eso es terrible. Pero es que nosotros… no estábamos preparados para dar el paso.
– Lo comprendo -dijo Harry en tono avergonzado-. No son tiempos normales.
– ¿Tú sigues con aquella chica… cómo se llamaba?
– Laura. Eso terminó hace siglos. Estoy soltero, de momento. -Harry contempló el Palacio Real a lo lejos-. ¿Crees que te vas a quedar en España? -preguntó.
– No lo sé. No sé qué nos deparará el futuro.
Harry se volvió para mirarla.
– Yo aborrezco todo esto -dijo con repentina vehemencia-. Aborrezco lo que ha hecho Franco. Antes tenía una idea de España, el romanticismo de sus tortuosas callejuelas y sus decrépitos edificios. Y no sé por qué; quizá porque, cuando vine aquí en el treinta y uno, se respiraba esperanza, incluso entre las personas que no tenían nada como la familia Mera. ¿Te acuerdas de ellos?
– Sí. Pero mira, Harry, aquellos sueños, el socialismo… todo eso ha terminado…
– La semana pasada estuve en la plaza donde ellos vivían; la habían bombardeado o cañoneado. Su apartamento ha desaparecido. Había un hombre… -hizo una pausa y después siguió adelante con un destello de rabia en los ojos-… un hombre que fue atacado por unos perros asilvestrados. Yo lo ayudé y lo acompañé a su casa. Vive en un pequeño apartamento con su madre, que ha sufrido un ataque, y no creo que esté recibiendo la menor atención médica, un chiquillo que se volvió medio loco cuando se llevaron detenidos a sus padres y una hermana, una chica muy inteligente, que tuvo que abandonar sus estudios de medicina para trabajar en una vaquería. -Harry respiró hondo-. Ésta es la nueva España.
Barbara lanzó un suspiro.
– Lo sé, tienes razón. Me siento culpable por la manera en que vivimos en medio de todo esto. No se lo digo a Sandy, pero así es.
Harry asintió con la cabeza. Ahora parecía más calmado, su cólera había desaparecido. Barbara estudió su rostro. Adivinaba que su rabia y su desilusión obedecían a algo más que a su encuentro con una pobre familia, pero no comprendía qué podía ser.
De repente, sonrió.
– Perdona que te haya dicho todo esto. No me hagas caso, es que estoy un poco cansado.
– No, haces bien en recordármelo. -Barbara sonrió-. Pero no parece que sigas siendo tan neutral como antes.
Harry soltó una carcajada amarga.
– No. Puede que no. Las cosas cambian.
Habían llegado al Manzanares, el pequeño río que discurría al oeste de la ciudad. Más adelante, había un puente y unas escaleras que conducían a los jardines del palacio.
– Podemos regresar al palacio desde aquí -dijo Barbara.
– Sí, será mejor que regrese a la embajada.
– ¿Seguro que estás bien, Harry? -le preguntó ella de repente-. Pareces… no sé… preocupado.
– Estoy bien. Verás, es todo esto de Hendaya y lo demás. En la embajada, todo el mundo está nervioso. -Sonrió-. Tenemos que volver a comer juntos. Podríais venir a mi apartamento. Ya llamaré a Sandy.
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