Книга: Invierno en Madrid
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La casa del general Maestre era una mansión del siglo XVIII situada en una zona residencial al norte de la ciudad. El general envió un automóvil para recoger a Harry y Tolhurst, un impresionante Lincoln americano; circulaban a gran velocidad por la Castellana, donde ya se habían retirado las banderas nazis. Himmler se había ido, pero la víspera los periódicos habían publicado una noticia aún más sensacional. Hitler y Franco se habían reunido en la ciudad de Hendaya, en la frontera con Francia, para una ronda de conversaciones de seis horas de duración. La prensa vaticinaba que España no tardaría en entrar en guerra.
– En realidad, la reunión no fue bien, o eso es lo que dice Sam -les había dicho Hillgarth a Harry y Tolhurst aquella tarde.
Los había convocado para una reunión en el despacho de Tolhurst. Vestido aquel día de paisano, mostraba una expresión de profundo cansancio. Permanecía sentado con las piernas cruzadas y no paraba de mover el pie libre.
– El embajador tiene una fuente en el entorno de Franco. Dice que Franco le comunicó a Hitler que él sólo entraría en guerra en caso de que Hitler le garantizara enormes cantidades de suministros. Sabe que nosotros no permitiríamos pasar nada a través del bloqueo. Bueno, esperemos que así sea.
Tomó un ejemplar del ABC que descansaba sobre el estrecho escritorio de Tolhurst; el Generalísimo había sido sorprendido en el momento de bajar del tren real para saludar a Hitler, con una ancha sonrisa en los labios y un brillo de emoción en los ojos.
– Franco está que bebe los vientos por Hitler, quiere formar parte del Nuevo Orden. -Hillgarth meneó la cabeza y después miró inquisitivamente a sus dos subordinados-. Van ustedes esta noche a la fiesta, ¿verdad? Intenten averiguar a través de Maestre qué tal lo está haciendo el nuevo ministro de Comercio. El otro día Carceller pronunció un discurso profascista. Puede que Maestre no dure mucho más como subsecretario. En ese caso, habremos perdido a un amigo.
– ¿Leyó usted el informe de nuestro hombre en Gerona, señor? -preguntó Tolhurst-. ¿Trenes cargados de alimentos rumbo a la frontera francesa, con las palabras «Alimentos para nuestros amigos alemanes» pintadas en los costados?
Hillgarth asintió con la cabeza. Se revolvió en su asiento, y dejó de mover el pie.
– Ha llegado el momento de que se concentre en Forsyth, Brett. Averigüe algo más acerca del maldito oro. ¿Y qué me dice de esa tal Clare, qué pinta en todo eso?
– No creo que Barbara sepa nada.
Hillgarth lo miró con perspicacia.
– Bueno, averígüelo -dijo en tono perentorio-. Usted la conoce.
– No muy bien. Pero el lunes comeremos juntos. -La había llamado la víspera; Barbara había aceptado la invitación tras dudar un instante. Harry se sentía culpable pero, al mismo tiempo, lleno de curiosidad acerca de su relación con Sandy. «El hecho de ser espía despierta la curiosidad», pensó-. Creo que la mejor línea de actuación consiste en seguir indagando sobre lo que dijo Sandy a propósito de las oportunidades de negocios -añadió-. Eso me puede ayudar a formarme una idea de lo que está haciendo.
– ¿Cuándo lo volverá a ver?
– Tenía previsto organizar algo cuando me reuniera con Barbara.
El pie de Hillgarth volvió a moverse a sacudidas.
– Eso no puede esperar. Ya tendría que haber organizado algo cuando habló con la mujer.
– No conviene que se nos vea demasiado interesados -terció Tolhurst.
Hillgarth agitó una mano con impaciencia.
– Necesitamos esta información. -Se levantó bruscamente-. Me tengo que ir. Encárguese de ello.
– Sí, señor.
– Está preocupado -dijo Tolhurst, mientras se cerraba la puerta-. Será mejor que organices cuanto antes una reunión con Forsyth. -De acuerdo. Pero Sandy es muy listo. -Nosotros lo tenemos que ser más que él.

 

El baile tenía un tema morisco. Los dos guardias marroquíes que flanqueaban la entrada principal lucían turbantes y largas capas de color amarillo y empuñaban unas lanzas. Harry contempló sus impasibles rostros morenos al pasar por su lado, recordando la terrible fama de los moros durante la Guerra Civil. Dentro, el amplio vestíbulo estaba adornado con tapices moriscos y los hombres vestían de esmoquin. La mampara que separaba el vestíbulo del salón había sido retirada para crear una sala de enormes proporciones. La sala estaba llena de gente. Un sirviente español, pero vestido con fez y caftán, tomó sus nombres e hizo señas a un camarero del otro extremo de la sala para que les sirviera bebidas.
– ¿Conoces a alguien? -preguntó Harry.
– A una o dos personas. Mira, allí está Goach. -El anciano experto en protocolo estaba de pie en un rincón, conversando animadamente con un clérigo de elevada estatura vestido con ropajes morados-. Es católico, ¿sabes? Le encantan los monseñores.
– Fíjate en el disfraz de los criados. Se deben de morir de calor.
Tolhurst se inclinó hacia él.
– Hablando de cuestiones marroquíes, mira allí abajo.
Harry siguió la dirección de su mirada. En el centro del salón, Maestre permanecía de pie en compañía de otros dos hombres vestidos como él, de uniforme. Uno era un teniente. El otro, un general como Maestre, era una figura extraordinaria. De cierta edad, delgado y con el cabello cano, conversaba con tal vehemencia que amenazaba con salpicar a sus interlocutores con el contenido de la copa que sostenía en la mano. La otra manga colgaba vacía. Su cadavérico rostro surcado por una cicatriz tenía un solo ojo, mientras que la cuenca vacía del otro aparecía cubierta con un parche de color negro. Cuando se rió, dejó al descubierto una boca casi desdentada.
– Millán Astray -dijo Tolhurst-. Es inconfundible. El fundador de la Legión. Astray es profascista y está como una cabra, pero sus viejos soldados lo adoran. Franco sirvió a sus órdenes, y lo mismo hizo Maestre. Es el jefe de los novios de la muerte.
– ¿Los qué?
– Así se llaman los soldados de la Legión. Comparados con ellos, los de la Legión Extranjera francesa parecen unos catequistas. -Tolhurst se inclinó hacia delante y bajó la voz-. El capitán me contó una historia acerca de Maestre. Unas monjas de una orden religiosa dedicada al cuidado de enfermos llegaron a Marruecos durante la rebelión de las tribus del Rif. Corre el rumor de que Maestre y algunos de sus hombres las recibieron en el muelle de Melilla y les regalaron una enorme cesta de rosas… con las cabezas de dos jefes rebeldes marroquíes en el centro.
– Parece un cuento chino. -Harry volvió a mirar a Maestre. Los gestos de Millán Astray eran todavía más violentos que antes y Maestre daba la impresión de estar un poco nervioso; pero, aun así, mantenía la cabeza cortésmente inclinada hacia él para escucharle.
– Se la contó el propio Maestre al capitán Hillgarth. Al parecer, las monjas ni siquiera parpadearon. La Legión tiene cierta predilección por las cabezas, y antes solían desfilar con ellas clavadas en las puntas de las bayonetas. -Tolhurst meneó la cabeza con semblante inquisitivo-.
Y las malas lenguas afirman que ahora la mitad del Gobierno está integrada por ex legionarios. Es lo único que mantiene unidos a los bandos monárquico y falangista. El pasado en común.
Millán Astray había posado su copa y estrechaba el hombro del otro compañero de Maestre sin dejar de charlar animadamente con él. Harry observó que hasta aquella mano carecía de dedos. Maestre captó la mirada de Harry y murmuró algo a Millán Astray. El anciano asintió con la cabeza y Maestre y el teniente se acercaron a Harry y Tolhurst. Por el camino, Maestre le dijo algo en voz baja a una mujer menuda y regordeta ataviada con un vestido de flamenca y largos guantes blancos, y entonces ella los siguió.
Maestre le tendió la mano a Harry con una cordial sonrisa de bienvenida en los labios.
– Ah, señor Brett. Cuánto me alegro de que haya podido venir.
Y usted debe de ser el señor Tolhurst.
– Sí, señor. Gracias por invitarme.
– Siempre me alegro de poder saludar a los amigos de la embajada. Debería estar atendiendo a los invitados, pero recordaba viejos tiempos en Marruecos. Mi mujer, Elena. -Harry y Tolhurst se inclinaron ante ella-. Y mi mano derecha de entonces, el teniente Alfonso Gómez.
El otro hombre les estrechó la mano y se inclinó rígidamente. Era bajito y rechoncho, con una cara muy seria de color caoba y unos ojos de mirada penetrante.
– ¿Son ustedes ingleses? -preguntó.
– Sí, de la embajada.
La señora Maestre sonrió.
– Me han dicho que estuvo usted en Eton, ¿no es cierto, señor Tolhurst?
– Un lugar excelente -dijo Maestre, asintiendo con gesto de aprobación-. Donde se educan los caballeros ingleses, ¿verdad?
– Así lo espero, señor.
– ¿Y usted, señor Brett? -preguntó la señora Maestre.
– Estudié en otro colegio público, señora. Rookwood. -Observó que Gómez lo miraba como si lo estuviera evaluando.
La señora Maestre asintió con la cabeza.
– ¿Y a qué se dedica su familia?
Harry se desconcertó ante el carácter directo de la pregunta.
– Pertenezco a una familia con antecedentes militares.
La mujer asintió satisfecha con la cabeza.
– Estupendo, como nosotros. ¿Y dice que es lector en Cambridge? -preguntó, estudiándolo con mirada inquisitiva.
– Sí. En tiempos de paz. Pero sólo como adjunto… no como titular.
Maestre asintió con semblante complacido.
– Cambridge. Qué bien lo pasé allí, como ya sabe el señor Brett. Fue allí donde nació mi amor por Inglaterra.
– Tiene que conocer a mi hija -dijo la señora Maestre-. Jamás ha conocido a un inglés. Sólo italianos, y no son una buena influencia.
Enarcó las cejas y se estremeció levemente.
– Sí, ustedes los jóvenes acompañen a Elena-añadió Maestre. Mientras Harry pasaba por su lado, le rozó levemente el brazo y le dijo en voz baja, mirándolo muy serio con sus perspicaces ojos castaños-. Esta noche está entre amigos. Aquí no hay alemanes ni camisas azules, a no ser por Millán Astray, que es una excepción. Hoy en día tiene poco que hacer, lo hemos invitado por cortesía.
Harry y Tolhurst siguieron a la señora Maestre, que se abría camino entre los invitados, en medio de un revuelo de faldas. Al fondo, tres muchachas permanecían de pie con expresión cohibida, sosteniendo en sus manos unas altas copas de vino de cristal. Dos de ellas lucían vestidos de flamenca; la tercera, bajita y regordeta como su madre, de piel aceitunada y rostro redondo de marcadas facciones, llevaba un vestido de noche de seda blanca. La señora Maestre dio unas palmadas y las muchachas levantaron los ojos. Harry recordó por un instante a las cantaoras flamencas que bailaban en El Toro la vez que él y Bernie habían estado allí nueve años atrás. Pero aquéllas vestían de negro.
– ¡Milagros! -dijo la señora Maestre-. Tendrías que hablar con nuestros invitados. Señor Brett, señor Tolhurst, mi hija Milagros y sus amigas Dolores y Catalina. -Acto seguido, se volvió rápidamente hacia un hombre que pasaba por su lado en aquel momento-. ¡Marqués! ¡Ha venido! -Tomó al hombre del brazo y se lo llevó.
– ¿Es usted de Londres? -le preguntó Milagros a Harry con una tímida sonrisa en los labios. Parecía nerviosa e incómoda.
– De muy cerca de allí. Un lugar llamado Surrey. Simón es de Londres, ¿verdad?
– ¿Cómo?… Ah, sí. -Tolhurst se había puesto colorado y estaba empezando a sudar. Un mechón de cabello le caía sobre la frente y él se lo apartó de manera tan brusca que a punto estuvo de derramar el contenido de su copa.
Las amigas de Milagros intercambiaron unas miradas y se echaron a reír.
– He visto fotografías de su rey y su reina -dijo Milagros-. Y de las princesas, ¿cuántos años tienen ahora?
– La princesa Isabel tiene catorce años.
– Es muy guapa, ¿no le parece?
– Sí, sí que lo es. -Pasó un camarero y les volvió a llenar las copas. Harry miró con una sonrisa a Milagros, tratando de buscar algo que decirle-. O sea que hoy cumple usted dieciocho años.
– Sí, hoy me presentan en sociedad. -Lo dijo con un cierto tono de añoranza; por su infancia, tal vez. Miró a Harry un instante y después sonrió y pareció relajarse-. Mi padre dice que es usted traductor. ¿Lleva mucho tiempo dedicado a eso?
– No, antes era profesor de universidad.
Milagros volvió a sonreír con tristeza.
– Yo no era muy lista en el colegio. Pero ahora esa época ya pasó.
– Sí-dijo alegremente una de sus amigas-. Ahora es la época de encontrar marido. -Ambas se rieron y Milagros se ruborizó. Harry se compadeció de ella.
– Por cierto -terció Tolhurst de repente-. Su nombre, Milagros; y el suyo, Dolores. Suenan un poco raro en inglés. Nosotros a las niñas no les ponemos nombres religiosos. -Se rió, y las chicas lo miraron fríamente.
– Algunas se llaman Charity, Caridad -dijo Harry, tratando de arreglar el estropicio.
– ¿Tiene calor, señor Simón? -preguntó Dolores con picardía-. ¿Quiere un pañuelo para la frente?
El rubor de Tolhurst se intensificó.
– No, no, estoy bien. Yo…
– Mira, Dolores -dijo Catalina con entusiasmo-, allí está Jorge. Vamos.
Las dos muchachas se retiraron entre risas y se acercaron a un apuesto joven vestido con uniforme de cadete. Milagros pareció avergonzarse.
– Disculpen, mis amigas no han sido muy amables.
– No se preocupe -dijo Tolhurst un tanto avergonzado-. Yo… mmm… me voy a buscar algo que comer. -Se retiró con la cabeza gacha.
Harry sonrió tristemente.
– Creo que llevaba algún tiempo sin asistir a un acontecimiento tan importante como éste.
La muchacha sacó un abanico y empezó a agitarlo frente a su cara.
– Pues yo igual, no ha habido ninguna fiesta desde que regresamos a Madrid el año pasado. Pero ahora las cosas empiezan a normalizarse. De todos modos, resulta un poco raro después de tanto tiempo.
– Pues sí. Sí, en efecto. También es mi primera fiesta desde hace bastante.
Desde Dunkerque. Harry se sentía curiosamente apartado, como si una pared de cristal se interpusiera entre él y los demás invitados a la fiesta. A través del oído malo le resultaba difícil captar las palabras en medio de la cacofonía del ruido que lo rodeaba.
Milagros lo miró con la cara muy seria. Harry volvió la cabeza para poder inclinar el oído sano hacia ella.
– No sabe cuánto espero que España se pueda mantener al margen de la guerra de Europa -dijo la chica-. ¿Usted qué cree, señor?
– Yo también lo espero.
Milagros lo volvió a examinar.
– Disculpe la pregunta, pero ¿es usted soldado? En mi familia son soldados desde hace varias generaciones. No podemos evitar darnos cuenta cuando un hombre se siente cohibido como su amigo. En cambio, usted se mantiene firme como un soldado.
– Es usted muy inteligente. Estuve en el ejército hasta hace muy pocos meses.
– Papá estuvo en Marruecos cuando yo era pequeña. Era un lugar terrible. Me alegré de volver a casa. Pero después vino la Guerra Civil. -La muchacha sonrió, haciendo un esfuerzo por mostrarse alegre-. Y usted, señor, ¿estuvo mucho tiempo en el ejército?
– No. Sólo me incorporé cuando empezó la guerra.
– Dicen que los bombardeos de Londres son terribles!
– Sí, vivimos tiempos difíciles. -Recordó la caída de las bombas.
– Es una pena. Y eso que Londres dicen que es muy bonita. Con tantos museos y galerías de arte.
– Sí, han guardado los cuadros para que no sufran los efectos de la guerra.
– En Madrid tenemos el Prado. Ahora están volviendo a colocar los cuadros. Yo jamás los he visto, pero me gustaría ir. -Miró a Harry con una alentadora sonrisa en los labios, aunque también con cierta turbación, y él pensó: «Quiere que la lleve.» Se sintió halagado, pero la muchacha era muy joven, poco más que una niña.
– Bueno, la verdad es que a mí también me gustaría ir, sólo que ahora estoy muy ocupado…
– Sería muy bonito. Tenemos teléfono, podría usted llamar a mi madre para ponernos de acuerdo-Catalina y Dolores regresaron, rodeadas por un grupo de cadetes. Milagros frunció el entrecejo.
– Milagros, quiero presentarte a Carlos. Ya ha ganado una medalla, ha estado combatiendo contra los bandidos rojos del norte…
– Disculpe, será mejor que vaya en busca de Simón.
Inició la huida, hinchando los carrillos de alivio. Era una buena chica. Pero sólo una niña. Tomó otra copa de la bandeja de un camarero que pasaba por su lado. Sería mejor que procurara no pasarse. Pensó en Sofía, como ya había hecho varias veces. Se la veía rebosante de vida y energía. No le había dicho nada a nadie acerca del espía. Cumpliría su promesa.
Tolhurst se encontraba en el centro del salón, conversando con Goach, el cual lo miraba con una ligera expresión de desagrado a través de su monóculo. «Pobre Tolly», pensó Harry de repente. Con su imponente figura, debería haber resultado muy atractivo; pero siempre había en él un no sé qué de lánguido y desgarbado.
Goach se animó al ver acercarse a Harry.
– Buenas noches, Brett. Me parece que será mejor que vigile. El general y su mujer andan en busca de un buen partido para Milagros.
Me lo dijo el hermano del general. Monseñor Maestre. -Señaló con la cabeza hacia el lugar donde el clérigo conversaba con un par de ancianas. En su rostro enjuto y sus modales autoritarios, Harry descubrió un parecido con Maestre.
– ¿Lo conoce, señor?
– Sí, es todo un erudito. Especialista en liturgia de la Iglesia durante el período de la Reconquista. -Goach sonrió e inclinó la cabeza cuando, al oír mencionar su nombre, el monseñor se acercó.
– Ah, George -dijo el clérigo en español-, ya he conseguido unas cuantas suscripciones más. -Su mirada se desplazó hacia Harry y Tolhurst, tan rápida e incisiva como la de su hermano.
– Espléndido, espléndido. -Goach hizo las presentaciones-. Monseñor está al frente de una iniciativa para la reconstrucción de todas las iglesias quemadas de Madrid. El Vaticano ha prestado una gran ayuda, pero la tarea es enorme y se necesita mucho dinero.
Monseñor Maestre meneó la cabeza tristemente.
– En efecto. Pero lo vamos consiguiendo. Sin embargo, nada puede sustituir a nuestros mártires, a nuestros sacerdotes y monjas asesinados. -Se volvió hacia Harry y Tolhurst-. Recuerdo, durante el período más negro de nuestra guerra, que algunas iglesias inglesas nos enviaron sus objetos de oro y plata para compensar lo que habíamos perdido. Fue un gran consuelo, nos hizo sentir que no habíamos sido olvidados.
– Me alegro -dijo Harry-. Debieron de ser unos tiempos muy duros.
– Usted no sabe, señor, las cosas que nos hicieron. Mejor que no lo sepa. Queremos reconstruir las iglesias de La Latina y Carabanchel. -'El clérigo miró a Harry con la cara muy seria-. La gente de allí necesita una guía, algo a lo que aferrarse.
– Hay una iglesia quemada cerca de donde yo vivo -dijo Harry-, en la parte alta de La Latina.
El rostro del monseñor se endureció.
– Sí, y las personas que lo hicieron tienen que saber que no han podido destruir la autoridad de la Iglesia de Jesucristo. Que hemos regresado más fuertes que nunca.
Goach asintió con la cabeza.
– Muy cierto.
Una sonora carcajada indujo a monseñor Maestre a fruncir el entrecejo.
– Lástima que mi hermano haya invitado a Millán Astray. Es tan inculto. Y, encima, falangista. Son todos tan poco religiosos. -Enarcó las cejas-. Los necesitábamos durante nuestra guerra, pero ahora… bueno, gracias a Dios que el Generalísimo es un auténtico cristiano.
– Algunos falangistas lo convertirían en su dios -dijo Goach en voz baja.
– Sin duda.
Harry miró a uno y a otro. Ambos hablaban sin pelos en la lengua. Pero allí todos eran monárquicos, excepto Millán Astray. Ahora el general mutilado peroraba en presencia de un grupo de cadetes; todos parecían estar muy pendientes de sus palabras.
El clérigo tomó a Goach del brazo.
– Venga conmigo, George, le quiero presentar al secretario del obispo. -Saludó a Harry y Tolhurst con una reverencia y se retiró con Goach en medio de un revuelo de faldas rojas.
– Pensaba que nunca iba a terminar. ¿Qué tal te ha ido con la señorita?
– Quería que la llevara al Prado. -Harry miró hacia el lugar donde Milagros conversaba de nuevo con sus amigas. Ella captó su mirada y le dedicó una sonrisa incierta. Se sintió culpable; su repentina retirada debía de haberle parecido una grosería.
– Aquí hay un montón de bomboncitos. -Tolhurst se limpió los cristales de las gafas en la manga-. Supongo que he sido un poco estúpido, burlándome de sus nombres. Pero es que no sé qué me ocurre, no acabo de cogerles al tranquillo a las chicas, al menos en sociedad. -Se tambaleaba ligeramente, algo más que un poco borracho-. Pero es que, verás, estuve tanto tiempo en Cuba que me acostumbré a las putas. -Se rió-. Me gustan las putas, lo malo es que te olvidas de cómo hay que hablar con las chicas respetables. -Miró a Harry-. ¿Entonces la señorita Maestre no es tu tipo?
– No.
– No es una Vera Lynn, ¿verdad?
– Es joven. La pobre chica teme el futuro.
– ¿Acaso no lo tememos todos? Oye, hay un tipo en el gabinete de prensa que conoce una casa de putas cerca del Teatro de la Ópera…
Harry le dio un ligero codazo para que se callara. Maestre se estaba volviendo a acercar a ellos con una ancha sonrisa en los labios.
– Señor Brett, espero que Milagros no lo haya abandonado.
– No, no. Puede estar orgulloso de ella, mi general.
Maestre miró hacia el lugar donde las chicas se hallaban profundamente enzarzadas en una conversación con otros cadetes y meneó la cabeza con indulgencia.
– Me temo que no pueden resistir la tentación de alternar con un joven oficial. Ahora las chicas sólo viven para este día. Tiene usted que perdonarlas.
«Debe de pensar que Milagros me ha plantado», pensó Harry.
Maestre tomó un sorbo, se secó el bigotito y los miró.
– Caballeros -dijo-. Ustedes dos conocen al capitán Hillgarth, ¿verdad? Él y yo somos buenos amigos.
– Sí, señor. -El rostro de Tolhurst adquirió de inmediato una expresión de solícito interés.
– Debería saber -añadió Maestre- que reina un profundo malestar en el Gobierno por la cuestión de Negrín. No fue una buena idea que Inglaterra concediera asilo político al primer ministro republicano. Estos rumores que se escuchan en el Parlamento británico molestan sobremanera a nuestros amigos. -El general meneó la cabeza-. A veces, ustedes los ingleses dejan que aniden las víboras en su pecho.
– Es complicado -dijo Tolhurst con la cara muy seria-. No sé cómo se enteraron en la Cámara de los Comunes de que sir Samuel había recomendado que Negrín fuera invitado a marcharse, pero los laboristas están indignados.
– Ustedes pueden controlar su Parlamento, ¿no es cierto?
– Más bien no -contestó Tolhurst-. Estamos en una democracia -añadió en tono de disculpa.
Maestre extendió las manos, sonriendo perplejo.
– Pero Inglaterra no es una república decadente como era Francia, ustedes tienen una monarquía y una aristocracia, comprenden el principio de autoridad.
– Se lo diré al capitán Hillgarth -dijo Tolhurst-. Por cierto, señor -añadió-, el capitán preguntaba qué tal van las cosas con el nuevo ministro.
Maestre asintió con la cabeza.
– Dígale que no hay ningún motivo de preocupación a este respecto -contestó en un suave susurro.
Se acercó la señora Maestre y le dio a su marido unos golpecitos en el brazo con su abanico.
– Santiago, ¿ya estás otra vez hablando de política? Esto es el baile de cumpleaños de nuestra hija. -Meneó la cabeza-. Tienen que perdonarle.
Maestre la miró sonriendo.
– Claro, cariño, tienes toda la razón.
La mujer miró con una radiante sonrisa a Harry y Tolhurst.
– Tengo entendido que Juan March está en Madrid. Si ha vuelto definitivamente, seguro que organizará algunas fiestas.
– A mí me han dicho que sólo ha sido una visita breve -replicó Maestre.
Harry lo miró. Otra vez Juan March. El nombre que Hillgarth le había ordenado olvidar, junto con el de los Caballeros de San Jorge.
La señora Maestre miró a sus invitados exultante de felicidad.
– Es el hombre de negocios más próspero de España. Tuvo que marcharse bajo la República, naturalmente. Sería bueno que regresara. No se pueden ustedes imaginar qué triste era la vida en la zona nacional durante la guerra. Pero así tenía que ser, claro. Y, cuando volvimos… -Una sombra cruzó fugazmente por su rostro.
– La casa estaba medio en ruinas -dijo Maestre-. El mobiliario se había utilizado como leña. Todo estaba roto o destrozado. Las familias que la República instaló aquí ni siquiera sabían usar el retrete; pero lo peor de todo fue lo que ocurrió con las propiedades de nuestra familia, fotografías vendidas en el Rastro sólo porque estaban enmarcadas en plata. Ahora ya pueden ustedes comprender por qué razón el hecho de que se haya ofrecido una residencia en Londres a Negrín ha provocado el enfado de la gente. -Maestre miró por un instante con expresión de profunda ternura hacia el otro extremo del salón donde estaba su hija-. Milagros es una chica muy sensible, no lo pudo soportar. Y ahora no es feliz. Me temo que sea una planta demasiado delicada para florecer ahora en España. A veces hasta llego a pensar que quizá podría ser más feliz en el extranjero. -Rodeó con el brazo los hombros de su mujer-. Creo que tendríamos que abrir el baile, querida. Pediré a la orquesta que empiece a tocar. -Miró a Harry con una sonrisa-. Sólo lo mejor para Milagros. Le diré que les conceda un baile. Discúlpennos. -Y se retiró con su mujer.
– Dios mío -dijo Tolhurst-, con lo mal que a mí se me da el baile.
– Este Juan March -dijo Harry en tono imparcial- debe de ser un hombre muy importante, ¿verdad?
– Más bien diría que sí. Tiene millones. Un sujeto sin escrúpulos, empezó como contrabandista. Ahora vive en Suiza, se llevó todo el dinero antes de que empezara la Guerra Civil. Partidario de la monarquía. Probablemente, sólo ha venido para arreglar sus asuntos. -Tolhurst hablaba con ligereza, pero Harry vio en su rostro una expresión de alerta que lo indujo a cambiar de tema-. Terrible, lo de las pérdidas de los Maestre; todas las familias de las clases media y alta lo pasaron tremendamente mal. Una cosa que hay que decir en favor de este régimen es que, por lo menos, protege a la gente de… ¿cómo diría?… de nuestra clase.
– Sí, supongo que sí. Nuestra clase. He estado pensando, ¿sabes? En cierta manera, creo que el hecho de que ambos seamos ex alumnos de Rookwood ahora significa más para Sandy que para mí. Él sigue abrigando sentimientos al respecto, aunque sólo sean sentimientos de odio.
– ¿Y tú?
– Pues ya no lo sé, Tolly.
Cuatro hombres vestidos de esmoquin aparecieron con instrumentos musicales en compañía de la señora Maestre, seguidos por un grupo de sirvientes en caftán que empujaban un pequeño escenario de madera. Los invitados aplaudieron y lanzaron vítores. Harry vio que Milagros le hacía señas con su abanico desde el otro extremo del salón. Harry levantó su copa. A su lado, Tolhurst lanzó un suspiro.
– Ay, Dios mío -dijo éste-. Ya estamos.
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