Книга: Invierno en Madrid
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Harry había conocido a Barbara a través de los padres de Bernie. Había pasado la Pascua de 1937 con su tía y su tío. Entonces se encontraba en el primer año de su beca y, desde que se fuera a Cambridge cuatro años atrás, apenas los había visto; curiosamente, este detalle hacía que ellos lo echaran mucho de menos, por lo que, en las pocas visitas que él les hacía, lo recibían con inmenso cariño, ansiosos de escuchar sus noticias.
Una tarde de finales de abril sonó el teléfono en el recibidor de la vieja y espaciosa casa. Tío James entró en el salón donde Harry leía el Telegraph. Parecía preocupado.
– Era la madre de tu amigo Bernie Piper -dijo-. El chico con quien estuviste en España.
Harry llevaba cinco años sin saber nada de Bernie.
– ¿Ha ocurrido algo?
– Costaba entenderla, se le trababa la lengua; no creo que tenga mucha costumbre de hablar por teléfono. Al parecer, el chico se fue a España a combatir en el bando de los rojos -añadió tío James, haciendo una mueca de desagrado-. Ha recibido una carta en la que se les comunica que su hijo ha desaparecido en acto de servicio. Pregunta si tú los podrías ayudar. A mí todo eso me parece un lío. En realidad, le he dicho que no estabas en casa.
Harry experimentó un estremecimiento en la boca del estómago. Recordaba a la madre de Bernie, una mujer nerviosa con pinta de pajarillo. Bernie lo había acompañado a verla en Londres poco antes de que ambos se fueran a España en 1931; quería que Harry la convenciera de que ambos estarían seguros. La mujer había creído en sus palabras, que no en las de su hijo; puede que representara para ella la respetable solidez de Rookwood que Bernie había rechazado.
– No tienen teléfono. Pregunta si podrías ir a verla. Menuda cara. -Tío James hizo una pausa-. Pero, bueno, la pobre mujer debe de estar desesperada.
Harry subió al tren con destino a Londres a la mañana siguiente. Recordó el camino a la pequeña tienda de ultramarinos en la Isla de los Perros, entre las callejuelas por las que deambulaban harapientos hombres sin empleo. La tienda ofrecía el aspecto de siempre: verduras en cajas abiertas en el suelo, artículos baratos enlatados en los estantes. El padre de Bernie permanecía sentado detrás del mostrador. Era tan alto y fuerte como Bernie y debía de haber sido muy guapo en sus tiempos, pero ahora estaba pálido y encorvado y su mirada era triste y apagada.
– Eres tú -le dijo a Harry-. Hola. Madre está allí dentro. -Señaló con la cabeza una cristalera que había detrás del mostrador. No siguió a Harry al interior de la vivienda.
Edna Piper permanecía sentada junto a la mesa del saloncito. Su rostro chupado bajo el desgreñado cabello se iluminó al ver entrar a Harry. Se levantó y estrechó su mano en un huesudo apretón.
– Arry, Arry, ¿cómo estás?
– Muy bien, gracias, señora Piper.
– Me dio mucha pena que Bernie perdiera el contacto contigo y malgastara el tiempo con aquella gente de Chelsea… -La señora Piper dejó la frase sin terminar-. ¿Sabías que se había ido a combatir a España?
– No. Creo que llevo años sin saber nada de Bernie. Perdimos el contacto.
La mujer suspiró.
– Es como si jamás hubiera ido al colegio, dejando aparte su manera de hablar. Siéntate, por favor. ¿Te apetece una taza de té?
– No. No, gracias. ¿Qué… qué ha ocurrido? Me temo que mi tío no me lo supo explicar muy bien.
– Hace un mes recibimos una carta de la embajada británica. Decía que había habido una batalla en febrero y que Bernie había desaparecido en acto de servicio. Era una carta tan corta y tan fría. -Se le llenaron los ojos de lágrimas-. Su padre dice que eso significa que ha muerto, pero que no encontraron su cuerpo.
Harry estaba sentado frente a la señora Piper. Encima de la mesa había un sobre con un vistoso sello español. La señora Piper lo tomó y empezó a darle vueltas en las manos.
– Bernie entró un día del pasado mes de octubre y dijo que se iba a luchar contra los fascistas. Me miró con aire desafiante porque sabía que yo iba a protestar. Pero el más afectado fue su padre. Aunque a Bernie ni se le ocurrió pensarlo, yo vi que se hundía como si se hubiera quedado sin aire cuando nos lo dijo. Esto acabará con él. -Miró a Harry con semblante desolado-. A veces los hijos crucifican a sus padres, ¿sabes?
– Lo siento.
– Tú los perdiste a los dos, ¿verdad?
– Sí.
– Pete no lo podrá resistir, está seguro de que Bernie ha muerto. -Sostuvo en alto la carta-. ¿Le quieres echar un vistazo? Es de una chica inglesa a la que Bernie conoció allá abajo.
Harry extrajo la carta del sobre y la leyó. Estaba fechada tres semanas atrás.

 

Apreciados señor y señora Piper.
Ustedes no me conocen, pero Bernie y yo estábamos muy unidos y por eso quería escribirles. Sé que la embajada les ha escrito diciendo que Bernie ha desaparecido y ha sido dado por muerto. Yo aquí trabajo en la Cruz Roja y quería que ustedes supieran que trabajo duro para tratar de averiguar algo más, si cabe la posibilidad de que todavía esté vivo. Aquí es muy difícil obtener información, pero yo lo seguiré intentando. Bernie siempre fue una persona maravillosa.
Sinceramente suya,
Barbara Clare

 

– No sé qué quiere decir -comentó la señora Piper-. Habla de que, a lo mejor, está vivo, y después de que Bernie siempre fue una persona maravillosa, como si hubiera muerto.
– Es como si esperara contra toda esperanza -dijo Harry. Le pareció que el corazón se le caía a los pies; por primera vez, pareció darse cuenta de que Bernie había desaparecido. Volvió a dejar la carta.
– Bernie nos había escrito por Navidad hablándonos de ella. Decía que había conocido a una chica inglesa allá abajo. Debe de estar destrozada. No quiero ni imaginármela ahí sola.
– ¿Han contestado ustedes a su carta?
– Al momento, pero no ha habido respuesta. -La mujer lanzó un profundo suspiro-. No creo que las cartas lleguen siempre a su destino. Estaba pensando… tú hablas español, ¿verdad? ¿Y conoces el país?
– No he estado en España desde el treinta y uno -contestó Harry en tono vacilante.
– ¿Tú de qué bando estás? -preguntó ella de repente.
Harry meneó la cabeza.
– De ninguno. Creo que todo eso es una tragedia.
– Han estado aquí los del Comité de Ayuda a las familias de los miembros del Batallón Británico de las Brigadas Internacionales; pero yo no quiero dinero, sólo quiero a Bernie. -La señora Piper lo miró a los ojos-. ¿Tú podrías ir allí para localizar a esta chica y averiguar lo que ha ocurrido? -La mujer se inclinó hacia delante y tomó una mano de Harry entre las suyas-. Es mucho pedir, pero los dos erais muy buenos amigos. Si pudieras averiguarlo con certeza, averiguar si hay alguna esperanza…

 

Dos días después de su visita a la señora Piper, Harry subió al tren con destino a Madrid. Había conseguido reservar habitación en un hotel. El agente de viajes le había dicho que estaría lleno de periodistas; eran los únicos que viajaban a España en aquellos momentos.
A través de la ventanilla del tren Harry veía letreros por todas partes que proclamaban la guerra de los «trabajadores». Era una tibia y serena primavera castellana, pero la gente se mostraba amargada y como a la defensiva. Cuando llegó a Madrid, se sorprendió de lo distinto que estaba todo en comparación con lo que él había visto durante su primera visita. Carteles de gran tamaño, soldados y milicianos por todas partes, gente con semblante nervioso y preocupado pese a la propaganda que tronaba a través de los altavoces instalados en el centro. En los periódicos no se hablaba de otra cosa más que del intento de golpe en Barcelona por parte de unos traidores «trotskistas-fascistas».
Se registró en el hotel, muy cerca de la Castellana. Tenía la dirección de Barbara, pero primero quería orientarse un poco. Aquella tarde fue a dar un paseo y atravesó el barrio de La Latina para dirigirse a Carabanchel. Recordó haber bajado por allí con Bernie en 1931 para ir a ver a los Mera, el calor de aquel verano y lo despreocupados y alegres que ambos se sentían entonces.
Cuanto más al sur se desplazaba, menos gente había. Muchas calles estaban cerradas por barricadas, unas toscas estructuras de adoquines con un pequeño hueco para los peatones; las calles, privadas de sus adoquines, eran unos barrizales. Se oía el ruido de la artillería y, de vez en cuando, silbidos y detonaciones a lo lejos. Harry dio media vuelta. Se preguntó, con una sensación de mareo en el estómago, si los Mera estarían todavía en Carabanchel.
Aquella noche en su hotel conoció a un periodista, un individuo cínico y culto llamado Phillips. Le preguntó qué había ocurrido en Barcelona.
– Los rusos están imponiendo su control. -Soltó una carcajada-. Trotskistas una mierda. No hay ninguno.
– ¿O sea que es cierto? ¿Los rusos se han apoderado de la República?
– Vaya si es cierto. Ahora lo gobiernan todo; tienen sus propias cámaras de tortura en un sótano de la Puerta del Sol. Guardan un as en la manga, ¿comprende? En caso de que el Gobierno los desafíe, Stalin podrá decir: «Muy bien, pues ahora interrumpimos los envíos de armas.» Hasta ha conseguido que envíen el oro del Banco de España a Moscú. Y tardarán mucho en volver a verlo.
Harry meneó la cabeza.
– Me alegro de que nosotros seamos partidarios de la no intervención.
Phillips soltó otra carcajada.
– No intervención, un cuerno. Si Baldwin hubiera permitido que los franceses entregaran armas a la República el año pasado, no habrían querido a los rusos ni regalados. La culpa es nuestra. Al final, la República perderá; los alemanes y los italianos lo están inundando todo de armas y de hombres.
– Y entonces, ¿qué ocurrirá?
Phillips saludó brazo en alto a la romana.
– Sieg heil, amigo mío. Otra potencia fascista. Bueno, será mejor que me vaya a la cama. Mañana tengo que elaborar un informe desde la Casa de Campo, mala suerte. Ojalá me hubiera traído mi sombrero de hojalata.
Al día siguiente, Harry se presentó en el cuartel general de la Cruz Roja y preguntó por la señorita Clare. Lo acompañaron a un despacho donde un suizo de aire agobiado permanecía sentado detrás de una mesa de caballete llena de papeles. Ambos se hablaron en francés. El funcionario lo miró con la cara muy seria.
– ¿Conoce personalmente a la señorita Clare?
– No, yo conocía a su amigo. Sus padres me han pedido que me ponga en contacto con ella.
– Está muy afectada. La hemos dado de baja por enfermedad, pero no sabemos si sería mejor que volviera a Inglaterra.
– Comprendo.
– Una lástima, ha sido un pilar de fortaleza en esta oficina. Pero no se irá, no piensa hacerlo hasta que averigüe con toda certeza qué le ha ocurrido a su novio, dice. Sin embargo, puede que jamás lo sepa con certeza. -El hombre hizo una pausa-. Siento haber recibido una queja de las autoridades. Clare se está poniendo pesada. Y nosotros necesitamos mantener buenas relaciones con las autoridades. Si usted pudiera ayudarla a ver las cosas con cierta perspectiva…
– Haré todo lo que pueda. -Harry suspiró-. Aunque aquí parece que no hay demasiada perspectiva, que digamos.
– En efecto. Más bien poca.

 

La dirección correspondía a un bloque de apartamentos. Harry llamó a la puerta y oyó unas pisadas como de alguien que arrastrara los pies. Se preguntó si se habría equivocado de apartamento, parecían las pisadas de una anciana; pero quien le abrió la puerta fue una joven de estatura elevada, desgreñado cabello pelirrojo y rostro hinchado y congestionado.
– ¿Sí? -preguntó sin interés.
– ¿La señorita Clare? Usted no me conoce. Me llamo Brett, Harry Brett. -Ella lo miró sin comprender-. Soy un amigo de Bernie.
Al oír el nombre, la joven cobró vida.
– ¿Hay alguna noticia? -preguntó con ansia-. ¿Tiene usted alguna noticia?
– Me temo que no. Los padres de Bernie recibieron su carta y me han pedido que venga a ver qué se puede hacer.
– Ah. -La joven volvió a hundirse de inmediato, pero sostuvo la puerta abierta-. Pase.
El apartamento estaba revuelto y desordenado y, en el aire, se respiraba un fuerte olor a humo de tabaco. Ella frunció el entrecejo con expresión perpleja.
– Conozco su nombre de algún sitio.
– Rookwood. Estuve allí con Bernie.
Ella sonrió con semblante repentinamente cordial.
– Claro. Harry. Bernie hablaba de usted.
– ¿De veras?
– Decía que usted era su mejor amigo en el colegio. -Barbara hizo una pausa-. Aunque él aborrecía aquel colegio.
– ¿Todavía?
Barbara lanzó un suspiro.
– Todo estaba relacionado con sus ideas políticas. Y ahora parece ser que sus malditas ideas políticas han acabado con él. Perdone, mis modales son horribles. -Retiró unas prendas de ropa de un sillón-. Siéntese. ¿Le apetece un café? Me temo que es bastante malo.
– Gracias, me encantará.
Le preparó un café y se sentó frente a él. Una vez más, la vida parecía haber huido de ella. Se hundió en el sillón, fumando unos fuertes cigarrillos españoles.
– ¿Ha ido a la Cruz Roja? -preguntó.
– Sí. Me dijeron que estaba usted de baja por enfermedad.
– Ahora ya han pasado casi dos meses. -Barbara meneó la cabeza-. Quieren que regrese a Inglaterra, dicen que seguramente Bernie ha muerto. Yo también lo creía al principio, pero ahora no estoy segura, no puedo estar segura hasta que alguien me diga dónde está el cuerpo.
– ¿Ha hecho algún progreso?
– No. Se están cansando de mí, me han dicho que no vuelva. Incluso se han quejado al viejo Doumergue. -Barbara encendió otro cigarrillo-. Había un comisario a quien Bernie conocía de los combates en la Casa de Campo, un comunista que trabajaba en el cuartel general del ejército. El capitán Duro. Era muy amable; trataba de averiguar todo lo que podía, pero se fue de repente la semana pasada. Lo trasladaron o algo por el estilo. Ha habido muchos cambios últimamente. Pregunté si podía ir allí, a las líneas del frente; pero, naturalmente, me dijeron que no.
– Quizá sería mejor regresar a casa.
– No tengo nada por lo que regresar a casa. -Su mirada se perdió como si la hubiera dirigido hacia dentro; pareció olvidarse de la presencia de Harry. Éste se compadeció inmensamente de ella.
– Venga a comer a mi hotel -le dijo.
Ella esbozó una rápida y triste sonrisa y asintió con la cabeza.
Se pasó con ella buena parte de los dos días siguientes. Barbara quería saberlo todo acerca de Bernie, y eso parecía animarla un poco a ratos; aunque constantemente volvía a hundirse en aquella profunda y retraída tristeza de ojos vidriosos. Vestía faldas viejas y blusas sin planchar y no llevaba maquillaje; su aspecto la traía sin cuidado.
Al segundo día Harry acudió a la embajada británica, pero allí le dijeron lo que todo el mundo decía «desaparecido y dado por muerto», lo cual significaba que no habían encontrado ningún cuerpo identificable. Regresó al apartamento de Barbara sin el menor deseo de contarle lo que le habían dicho. Le había prometido visitar el cuartel general del ejército al día siguiente, quizás allí tuvieran más interés por un hombre. Después, ya no sabía qué otra cosa podría hacer. Estaba seguro de que Bernie había muerto.
Llamó al timbre y volvió a escuchar las cansinas pisadas. Barbara abrió la puerta y se apoyó en ella, mirándolo fijamente. Estaba bebida.
– Pasa -le dijo.
Había una botella de vino semivacía encima de la mesa y otra en la papelera. Barbara se dejó caer en una silla junto a la mesa.
– Toma una copa -dijo-. Bebe conmigo, Harry.
Éste dejó que le escanciara una copa. Barbara levantó la suya.
– Por la maldita revolución.
– La maldita revolución.
Le explicó lo que le habían dicho en la embajada. Barbara posó su copa y su rostro volvió a adquirir la ensimismada expresión de costumbre.
– Siempre estaba tan lleno de vida. Era tan divertido. Tan guapo. -Levantó los ojos-. Me decía que algunos chicos de la escuela se enamoraban locamente de él. Y eso a él no le gustaba.
– No. No, no le gustaba.
– ¿Tú te enamoraste de él?
– No. -Harry sonrió tristemente. Recordó la noche en que Bernie se había ido de putas-. Pero a veces le envidiaba la guapura.
– ¿Tienes alguna novia allá en Inglaterra?
– Sí. -Harry vaciló-. Una buena chica. -Llevaba unos cuantos meses saliendo con Laura; se sorprendió al darse cuenta de que apenas había pensado en ella desde su llegada a Madrid.
– Dicen que siempre hay alguien para todo el mundo, y es cierto; pero no te dicen que, a veces, te lo vuelven a arrebatar. Se esfuma. Desaparece. -Barbara se comprimió la frente con el puño y rompió a llorar en ásperos y desgarradores sollozos-. Me estoy engañando, ¿verdad? Se ha ido.
– Me temo que eso parece -contestó serenamente Harry.
– Pero mañana irás al cuartel general del ejército por mí, ¿verdad? Pregunta a ver si está el capitán Duro. Y si no tienen más noticias, yo… me daré por vencida. Tendré que aceptarlo.
– Lo haré. Te lo prometo.
Barbara meneó la cabeza.
– Normalmente no me pongo en este plan. Te he escandalizado, ¿verdad?
Harry se inclinó sobre la mesa y tomó su mano.
– Lo siento -le dijo con dulzura-. Lo siento con toda mi alma.
Barbara le apretó la mano, apoyó la cabeza en ella y lloró con desconsuelo.

 

El soldado de la entrada del cuartel general del ejército no quería franquearle el paso, pero Harry le explicó lo que quería en español y eso facilitó las cosas. Dentro, le dijo a un sargento que había acudido allí para informarse acerca de un soldado desaparecido en el Jarama. Dio el nombre de Bernie y el del comunista que había ayudado a Barbara. El sargento le dijo que lo consultaría con un oficial y lo acompañó a un pequeño despacho sin ventana. Harry se sentó a esperar junto a una mesa. Contempló un retrato de Stalin que colgaba en la pared, con los ojillos entornados, grandes bigotes y una sonrisa que parecía una mueca. Había también un mapa de España en el que unas líneas trazadas a lápiz señalaban las zonas cada vez más reducidas que conservaba la República.
Entró un español con uniforme de capitán, sujetando en la mano una carpeta. Era bajito y moreno, y su rostro cansado ostentaba una barba de dos días. Lo acompañaba otro capitán alto y fuerte y con la cara muy pálida. Ambos se sentaron frente a él. El español inclinó brevemente la cabeza a modo de saludo.
– Tengo entendido que está usted haciendo indagaciones acerca de un tal capitán Duro.
– No, no; estoy tratando de averiguar el paradero de un voluntario inglés, Bernie Pipen Su novia ha estado aquí y dice que el capitán Duro la ha estado ayudando mucho.
– ¿Me permite su pasaporte, si es tan amable?
Harry se lo entregó. El español lo abrió, lo estudió a contraluz. Después soltó una especie de gruñido y lo guardó en la carpeta.
– ¿Me lo podría devolver, por favor? -dijo Harry-. Lo necesito. -El capitán cruzó los brazos encima de la carpeta y se volvió hacia su compañero. El otro inclinó la cabeza.
– Habla usted muy bien el español, señor. -Su acento era extranjero, gutural.
– Es mi especialidad… soy lector… en Cambridge.
– ¿Quién lo ha enviado aquí?
Harry frunció el entrecejo.
– Los padres del soldado Piper.
– Pero su mujer ya ha estado aquí. Consta en las fichas que desapareció y se le dio por muerto. Eso significa que murió, pero no se encontró el cuerpo. Después esta mujer de la Cruz Roja ha estado viniendo aquí día tras día, y ahora usted. Y hablan siempre del capitán Duro.
– Mire, nosotros queremos saber, eso es todo. -Ahora Harry ya empezaba a enfadarse-. El soldado Piper vino a combatir por la República, ¿no le parece que es lo menos que se nos debe?
– ¿Usted es partidario de los nacionales, señor?
– No, no lo soy. Soy inglés, somos neutrales. -Harry se estaba empezando a poner nervioso. Observó que ambos oficiales iban armados con revólveres. El oficial extranjero le arrebató bruscamente la carpeta a su compañero.
– La señorita Barbara Clare, que ha estado aquí muchas veces, veo que pidió permiso para visitar el campo de batalla. Es una zona de acceso limitado. Y ella, que trabaja en la Cruz Roja, debería saberlo. Allí han declinado cualquier responsabilidad por sus investigaciones.
– Ella no venía en nombre de la Cruz Roja. Verá, Bernie Piper era su… bueno, su amante.
– Y usted, ¿qué relación tiene con él?
– Fuimos compañeros de escuela.
El capitán soltó una carcajada, un áspero sonido desde lo más profundo de su garganta.
– ¿Y a eso lo llama usted una relación?
– Bueno, mire -dijo Harry-, yo he venido aquí de buena fe para interesarme por un soldado desaparecido. Pero, si ustedes no me van a ayudar, quizá será mejor que me vaya -añadió, haciendo ademán de levantarse.
– Siéntese. -El oficial extranjero se levantó y le propinó un fuerte empujón en el pecho. Harry perdió el equilibrio y cayó de bruces al suelo, aterrizando dolorosamente sobre la pelvis. El oficial lo miró fríamente cuando se levantó-. Siéntese en aquella silla.
A Harry se le aceleraron los latidos del corazón. Recordó lo que el periodista le había dicho acerca de las cámaras de tortura de la Puerta del Sol. El oficial español contempló la escena con semblante preocupado. Se inclinó y susurró algo al oído a su compañero. Éste meneó la cabeza con impaciencia, sacó una cajetilla de cigarrillos y se encendió uno. Harry miró la cajetilla; el texto estaba escrito con caracteres cirílicos.
El oficial sonrió.
– Pues sí, soy ruso. Ayudamos a nuestros camaradas españoles en asuntos de seguridad. Necesitan ayuda; hay espías fascistas y trotskistas por todas partes. Haciendo preguntas. Inventándose mentiras.
Harry procuró que no le temblara la voz.
– Yo he venido aquí para interesarme por un amigo…
– El soldado Piper no vino aquí a través de los procedimientos establecidos de las Brigadas Internacionales. Se presentó sin más en Madrid el pasado mes de noviembre. Eso no es normal.
– Yo no sé nada de eso. Llevo años sin ver a Bernie.
– ¿Y, sin embargo, ahora viene aquí a preguntar por él?
– Sus padres me lo han pedido.
El ruso se inclinó hacia delante.
– ¿Y quién le ha dicho a usted que preguntara por el capitán Duro?
Harry respiró hondo. Se encontraba en un sótano de una ciudad extranjera bajo la ley marcial. No podría salir de allí, a no ser que lo autorizaran a hacerlo.
– La señorita Clare. Dice que el capitán Duro la atendió la primera vez que ella vino aquí para hacer indagaciones. Ya se lo he dicho, conoció a Bernie en la Casa de Campo. El capitán intentó averiguar algo más. Pero después dijeron que lo habían trasladado. Y ya no hubo nadie más que pudiera ayudarla.
– Ahora nos empezamos a aclarar. En realidad, el capitán Duro no fue trasladado. Fue detenido por saboteador. Le oyeron decir que habríamos tenido que negociar con los rebeldes de Barcelona. -El oficial se reclinó contra el respaldo de su asiento-. Negociar con los saboteadores trotskistas-fascistas.
– Mire, la verdad es que yo no sé nada de todo eso. Sólo voy a permanecer tres días en el país.
– La ficha del soldado Piper dice que, tras resultar herido en los combates de la Casa de Campo, se ofreció para atender a los voluntarios que llegaban desde Inglaterra. Pero se consideró que era un burgués, un sentimental que probablemente no aprobaría algunas de las duras medidas que aquí se imponen. Se consideró que se le debería permitir recuperarse para enviarlo posteriormente al frente. Tenía madera de soldado de a pie, no era la clase de hombre de acero como la que aquí necesitamos ahora.
Harry miró al ruso.
– Esta gente se deja seducir fácilmente por el trotskismo-fascismo. -El ruso se volvió hacia su compañero. El español se inclinó hacia él; Harry captó las palabras «Cruz Roja». El ruso frunció el entrecejo-. Eso ya lo discutiremos fuera. -Se volvió para mirar a Harry-. Usted, señor Brett, se queda aquí.
Harry notó que un escalofrío le recorría toda la espalda y sintió frío a pesar del bochorno que reinaba en la estancia.
Los oficiales se retiraron. Harry oyó un murmullo de voces. Pensó con inquietud en lo que iba a ocurrir en caso de que se lo llevaran a alguna parte. Barbara lo esperaba en el apartamento. Parecía más calmada, después del estallido de la víspera; esperaba que no le hubiera vuelto a dar a la botella. Saldría en su busca en caso de que él no regresara. Le sudaban las manos. Se dijo a sí mismo que tenía que calmarse.
Las voces del pasillo sonaban más fuerte. Oyó los gritos del ruso.
– ¿Quién manda aquí?
Unas pisadas se alejaron y se hizo el silencio, un espeso silencio que casi se podía tocar con las manos. Recordó a los chicos en la escuela, cuando hablaban excitados acerca de las distintas clases de tortura. Lo que hacían el potro, las empulgueras, las nuevas torturas con descargas eléctricas.
Se abrió la puerta y entró el oficial español, solo y con la cara muy seria. Le entregó a Harry su pasaporte.
– Deles las gracias a sus contactos de la Cruz Roja -dijo fríamente-. Dé gracias porque nosotros necesitamos sus medicinas. Puede irse. Lárguese ahora mismo, antes de que el otro cambie de idea. -Miró a Harry a los ojos-. Dispone de veinticuatro horas para abandonar España.
De regreso en el apartamento, Harry le contó a Barbara lo ocurrido. Tenía que abandonar España de inmediato, y ella también convendría que lo hiciera; jamás debería regresar al cuartel general del ejército. Pensó que, a lo mejor, ella no le creería, pero le creyó.
– Sabemos lo que ocurre -dijo en voz baja-. En la Cruz Roja, quiero decir. Las detenciones y las desapariciones. -Meneó la cabeza-. Simplemente, lo había olvidado. Sólo pensaba en averiguar algo acerca de Bernie. He sido muy egoísta. Siento que hayas tenido que pasar por todo esto.
– Yo me ofrecí voluntariamente a hacerlo. Puede que los dos hayamos sido unos ingenuos.
– Pues yo tengo menos excusa, llevo nueve meses aquí.
– Barbara, tendrías que regresar a Inglaterra.
– No. -Barbara se levantó, animada por una nueva determinación-. Regresaré al trabajo, le contaré a Doumergue lo ocurrido. Veré si puedo conseguir un traslado.
– ¿Estás segura de que lo podrás soportar?
– Me encontraré mejor trabajando, eso me ayudará a salir adelante.
Harry hizo el equipaje y después regresó al apartamento de Barbara para cenar. A ninguno de los dos le apetecía cenar fuera.
– Necesitaba un poco de esperanza -dijo ella-. No podía aceptar que Bernie hubiera muerto.
– ¿Qué vas a hacer ahora?
Barbara esbozó una valerosa sonrisa.
– Convenceré a Doumergue de que me traslade a otro sitio. Voy a ayudar a organizar los suministros médicos en Burgos.
– ¿En la zona nacional?
– Sí. -Soltó una sonrisa incierta-. Veré el otro lado de la historia. En Burgos no hay combates, queda muy por detrás del frente.
– ¿Y lo podrás soportar? ¿Eso de trabajar con la gente contra la cual luchaba Bernie?
– Bueno, los nacionales y los comunistas no son mejores los unos que los otros. Lo sé muy bien, yo sólo quiero hacer mi trabajo, ayudar a la gente que se ha quedado atrapada en medio. Así reviente toda la maldita política. Ya todo me da igual.
Harry la miró, preguntándose si tendría fuerzas para cumplir su propósito.
– ¿Sientes la presencia de Bernie? -preguntó ella de repente-. ¿Aquí, en el apartamento?
– No. -Harry esbozó una azorada sonrisa-. Yo no siento nada de todo eso.
– A veces experimento una especie de calor, como si él estuviera aquí. Supongo que eso demuestra que está muerto.
– Pase lo que pase, conservas unos cuantos recuerdos muy buenos. Y eso será un consuelo con el tiempo.
– Supongo. ¿Y tú?
Harry la miró sonriendo.
– Vuelta a casa, a las costumbres de siempre.
– Parece una buena vida. ¿Eres feliz?
– Me conformo, supongo. Quizás eso es lo máximo que podemos esperar.
– Yo siempre quise más. -Por un instante, los ojos de Barbara se perdieron en la distancia-. Bueno, tendré que hacer un esfuerzo para trabajar en Burgos. -Sonrió-. ¿Me escribirás?
– Sí, claro.
– Háblame de Cambridge, mientras yo esté hasta la coronilla de formularios. -Volvió a esbozar su triste y fugaz sonrisita de costumbre.
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