Книга: Invierno en Madrid
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A la mañana siguiente, Harry presentó su informe a Hillgarth. Éste se mostró encantado con sus progresos. Le dijo que procurara volver a reunirse con Sandy lo antes posible, que intentara encauzar la conversación de forma que éste le hablara del oro y que también tratara de conseguir información de Barbara cuando se reuniera con ella.
Ya era casi la hora de comer cuando regresó a su despacho. Había estado traduciendo un discurso del gobernador de Barcelona, pero descubrió que alguien se lo había llevado de su escritorio. Fue a ver a Weaver.
– Se lo he tenido que pasar a Carne -dijo lánguidamente Weaver-. No sabía cuánto tiempo estaría usted reunido con los espías y era algo que se tenía que hacer. -Lanzó un suspiro-. Ahora ya podrá tomarse el resto del día libre, si quiere.
Harry abandonó el edificio y regresó a casa a pie. Sabía que los otros dos traductores estaban molestos por sus constantes ausencias del trabajo, por lo que la frialdad entre ellos era cada vez mayor. «Que se vayan a tomar por saco», pensó Harry. Eran unos estirados sujetos estilo Foreign Office que a él lo traían sin cuidado. Sin embargo, cada vez era más consciente de su soledad; aparte de Tolhurst, no tenía amigos en la embajada.
Al llegar a casa, se comió unos fiambres y después, como no le apetecía quedarse solo en el apartamento toda la tarde, se puso un atuendo más informal y salió a dar un paseo. El tiempo seguía siendo húmedo y frío y una ligera niebla oscurecía el final de la calle. Se detuvo en la plaza sin saber adónde ir y luego bajó por la calle que conducía al barrio de La Latina, más allá del cual se encontraba Carabanchel, un lugar que Tolhurst había calificado de mala zona aquella primera tarde.
Recordó a los Mera, los amigos de Bernie, y se preguntó si todavía estarían en algún sitio de por allí.
Mientras atravesaba La Latina, pensó en Barbara. No le entusiasmaba demasiado la tarea que tenía por delante, eso de hacer preguntas inquisitivas acerca de las actividades de Sandy sin que se notara en exceso. Barbara había cambiado tanto que prácticamente resultaba irreconocible. Pese a lo cual, él comprendió que no era feliz. Se lo había comunicado a Hillgarth, pero después se había arrepentido de haberlo hecho.
Bajó hasta la Puerta de Toledo. Más allá se encontraba Carabanchel. Dudó unos momentos y después cruzó el puente y se adentró en el populoso barrio de las altas casas de vecindad. Aquella fría y húmeda tarde el barrio estaba casi desierto y sólo se veían unos pocos viandantes. «Cuánto debimos de llamar la atención aquí Bernie y yo en el treinta y uno, tan pálidos e ingleses con nuestras camisas blancas», pensó. Algunos edificios parecían a punto de derrumbarse y estaban apuntalados con tablones de madera; en las calles abundaban los baches y las losas rotas y, de vez en cuando, se veía algún que otro cráter de bomba así como muros medio derruidos asomando por encima de montones de cascotes cual dientes rotos. Harry se echó hacia atrás al ver que una enorme rata salía de un edificio bombardeado y cruzaba corriendo la calzada por delante de él.
De pronto, oyó el sonido regular de unas pisadas a su espalda y soltó una maldición por lo bajo. Otra vez su espía, probablemente debía de estar esperando en las inmediaciones de su apartamento. En su inquietud, había olvidado comprobar su posible presencia; no había ejercido bien su oficio. Entró en el portal del edificio más próximo. La puerta estaba cerrada y él alargó la mano hacia el pomo y se perdió en un oscuro zaguán. Caía agua desde algún sitio y se respiraba un fuerte olor a orines. Entornó la puerta y dejó sólo un resquicio para mirar alrededor.
Vio pasar al pálido joven arrebujado en su abrigo. Esperó unos minutos y luego salió y dobló la esquina de una calle. El lugar le resultaba familiar. Un grupito de hombres de mediana edad lo miró fríamente al pasar por delante de la esquina donde ellos conversaban. Recordó con una punzada de tristeza lo amable que era la gente nueve años atrás.
Dobló la esquina de una plaza. Dos lados de la plaza habían sido bombardeados y reducidos a escombros, los edificios se habían derrumbado y un caos de muros destrozados se elevaba por encima de un mar de ladrillos rotos y empapados jirones de ropa de cama. La maleza había crecido entre las piedras, unos altos y ásperos hierbajos de color verde oscuro. Unos huecos cuadrados en el suelo, llenos de espumajosa agua de color verdoso señalaban la antigua ubicación de los sótanos. La plaza estaba desierta y las casas que quedaban en pie ofrecían un aspecto abandonado, con todas las ventanas rotas.
Harry jamás había visto una destrucción de semejante calibre; los cráteres de las bombas de Londres parecían pequeños en comparación con todo aquello. Se acercó un poco más para contemplar la destrucción. La plaza debía de haber sido objeto de intensos bombardeos. Cada día se recibían noticias acerca de nuevas incursiones aéreas en Inglaterra… ¿Ofrecería Londres ahora el mismo aspecto que el de aquella plaza?
Después vio un rótulo en una esquina, Plaza del General Blanco, y experimentó una terrible sacudida en el estómago. Era la plaza donde vivía la familia Mera. Volvió a mirar a su alrededor para tratar de orientarse y entonces se dio cuenta de que el bloque de viviendas donde vivía la familia había desaparecido y ahora sólo quedaban los escombros. Permaneció allí en pie, boquiabierto de asombro. Percibió un repentino movimiento y se sobresaltó cuando un perro pegó un brinco y saltó a lo alto de lo que quedaba de una pared y se lo quedó mirando desde allí. Era un pequeño mestizo de color canela y rabo de pelo rizado; debía de haber sido la mascota de alguien, pero ahora estaba muerto de hambre y se le marcaban las costillas a través del pelaje medio comido por la sarna.
El animal soltó dos ladridos secos y entonces una docena de formas emergieron desde detrás de los muros y a través de la maleza, unos perros flacos y sarnosos de todas las formas y tamaños. Algunos no eran más grandes que el mestizo, pero había tres o cuatro de gran tamaño, incluido un pastor alemán. Los perros se juntaron para mirarlo. Harry retrocedió recordando lo que Tolhurst le había dicho el primer día acerca de los perros asilvestrados y la rabia. Miró angustiado alrededor, pero, además de los perros, no había la menor señal de vida en la brumosa y devastada plaza. El corazón le empezó a latir con fuerza al tiempo que notaba un silbido en el oído malo.
Los perros avanzaron hacia él sobre los escombros y se desplegaron lentamente en abanico en medio de un silencio pavoroso. El pastor alemán, que debía de ser el jefe, se adelantó y le enseñó los dientes. Con qué facilidad aquel levantamiento del labio podía convertir un perro en un animal salvaje.
No tienes que manifestar temor. Eso es lo que se decía de los perros.
– ¡Vete! -le gritó al perro.
Para su alivio, los perros se detuvieron a unos diez metros de distancia de él. El pastor alemán le volvió a enseñar los dientes.
Harry retrocedió sin apartar los ojos de ellos. Estuvo a punto de tropezar con un ladrillo roto y agitó los brazos para no perder el equilibrio. Mirando al pastor alemán a los ojos, se agachó para recoger el ladrillo. Los perros se pusieron tensos.
Lo arrojó contra el pastor alemán, soltando un grito. Alcanzó al animal en una de sus sarnosas caderas y éste se retorció emitiendo un aullido.
– ¡Vete! -le volvió a gritar Harry.
Los perros vacilaron un instante, pero después dieron media vuelta y echaron a correr en pos de su jefe.
La jauría se detuvo lejos de su alcance y se lo quedó mirando en actitud vigilante. A Harry le temblaban las piernas. Recogió otro fragmento de ladrillo y se retiró muy despacio. Los perros se quedaron donde estaban. Se detuvo en el extremo más alejado de la plaza con la espalda apoyada contra una pared. Un maltrecho cartel republicano seguía fijado a la misma, un soldado con casco de acero que saltaba ante el fuego de artillería.
Harry volvió lentamente sobre sus pasos sin apartarse de las paredes, vigilando por si hubiera algún movimiento desde el cráter de la bomba. Los perros habían desaparecido entre los escombros, pero él sintió su mirada y no volvió la espalda hasta llegar a la calle que desembocaba en la plaza. Se apoyó contra la pared, respirando afanosamente. De pronto, oyó un grito, un alarido de puro terror. Lo siguió otro todavía más fuerte. Dudó un instante y después corrió de nuevo a la plaza.
Su espía se encontraba al borde del cráter de la bomba. Los perros lo habían rodeado y se le habían echado encima. Un mestizo de gran tamaño lo sujetaba por la espinilla y lo sacudía para derribarlo al suelo mientras el hombre volvía a gritar. La pernera de su pantalón y el hocico del perro estaban manchados de sangre. Mientras Harry contemplaba la escena, uno de los perros más pequeños pegó un brinco y apresó el brazo del hombre, haciendo que se tambaleara. El hombre se desplomó, soltando otro grito. Entonces el pastor alemán se le arrojó al cuello. El hombre consiguió cubrirse la garganta con el brazo, pero el pastor alemán le apresó el brazo. La jauría emitió unos gruñidos de excitación y el hombre estuvo casi a punto de desaparecer debajo de ellos.
Harry cogió otro trozo de ladrillo y lo arrojó. Cayó entre los perros y éstos se apartaron enseñando los dientes sin dejar de gruñir. Cruzando la plaza medio agachado, recogió piedras y fragmentos de ladrillo y los arrojó con ambas manos, sin dejar de gritar contra los perros. Una vez más, apuntó especialmente al jefe, el pastor alemán. Los perros vacilaron y Harry pensó que ahora irían también por él, pero el pastor alemán retrocedió y echó a correr. Renqueaba; el ladrillo que Harry le había arrojado anteriormente le debía de haber hecho un poco de daño. Los otros perros lo siguieron y se perdieron una vez más entre la maleza.
El hombre permanecía tumbado, despatarrado sobre los adoquines rotos, apretando el brazo contra la garganta. Miró a Harry con la boca abierta, respirando entre jadeos sonoros. La pernera del pantalón estaba rasgada y cubierta de sangre.
– ¿Se puede levantar? -le preguntó Harry. El hombre lo miró con los ojos desorbitados a causa del terror-. Tenemos que irnos de aquí -añadió dulcemente Harry-. Podrían volver, ahora ya han probado su sangre. Vamos, yo lo ayudo.
Sujetó al hombre por las axilas y lo ayudó a levantarse. Era muy liviano, sólo piel y huesos. Apoyando el peso del cuerpo en una pierna, el hombre puso el otro pie en el suelo y lo volvió a levantar, haciendo una mueca. El pastor alemán había regresado y los observaba desde lo alto de una montaña de escombros. Harry le pegó un grito y el perro se retiró una vez más. Después, ayudó al hombre a abandonar la plaza, echando la vista hacia atrás a cada pocos segundos. Cuando ya se encontraban a un par de calles de distancia, lo dejó en el peldaño de la entrada de una casa de vecindad. Una mujer los miró desde una ventana y después cerró las persianas…
– Gracias -dijo el espía casi sin resuello-. Gracias, señor.
La pierna le seguía sangrando y ahora también había sangre en los pantalones de Harry. Éste pensó en la rabia… Si los perros estuvieran infectados, el espía moriría.
– Pensaba que lo había despistado -dijo Harry.
El espía lo miró horrorizado.
– ¿Lo sabe? -Abrió enormemente los ojos. Era todavía más joven de lo que Harry pensaba, poco más que un niño. Ahora su pálido rostro estaba blanco como la cera a causa del sobresalto y el temor.
– Lo sé desde hace algún tiempo. Pensé que me había librado de usted.
El hombre lo miró con tristeza.
– Siempre lo pierdo. Lo perdí cuando salió esta mañana. Más tarde lo vi cerca de su apartamento, pero se me volvió a escapar antes de llegar a la plaza. -Miró a Harry con una leve sonrisa en los labios-. En eso es usted mejor que yo.
– ¿Cómo se llama?
– Enrique. Enrique Roque Casas. Habla usted muy bien el español, señor.
– Soy traductor. Aunque supongo que eso usted ya lo sabe.
El joven pareció avergonzarse.
– Me ha salvado la vida. Créame, señor. Yo no quería hacer este trabajo, pero necesitamos el dinero. Ahora me avergüenzo. -Se apoyó la mano en la pierna y la retiró cubierta de sangre. Le empezaban a castañetear los dientes.
– Vamos, lo acompañaré a casa. ¿Dónde vive?
La respuesta fue un susurro que él no pudo captar, le silbaba el oído malo. Inclinó el sano hacia él y repitió la pregunta.
– A unas pocas calles de aquí, cerca del río. En Madre de Dios… había oído hablar de esos perros, pero lo olvidé. No quería tener que informar de que lo había vuelto a perder. La verdad es que no están muy satisfechos conmigo. -Ahora Enrique estaba temblando y ya empezaba a experimentar los efectos del choque.
– Vamos -dijo Harry-. Póngase mi abrigo.
Se lo quitó y rodeó con él aquellos escuálidos hombros. Sujetándolo, Harry siguió las instrucciones de Enrique a través de las angostas callejuelas, sin prestar atención a las miradas de los viandantes. «Esto es ridículo», pensó, pero no podía abandonar sin más al muchacho; se encontraba en estado de choque y necesitaba que le examinaran la pierna.
– Bueno, ¿entonces para quién trabaja? -le preguntó bruscamente.
– Para el Ministerio de Asuntos Exteriores, señor. El jefe de nuestro bloque me consiguió el trabajo. Me dijeron que tenía que seguir a un diplomático británico y comunicarles adónde iba.
– Ya.
– Mandan seguir a todos los diplomáticos, menos a los alemanes. Incluso a los italianos. Dijeron que usted era traductor, señor, y que probablemente sólo iría a la embajada y a los buenos restaurantes de la ciudad; pero yo lo tenía que seguir y anotarlo todo.
– Puede que consiguieran alguna información útil. Si yo acudiera a un burdel, por ejemplo, me podrían someter a chantaje.
Enrique asintió con la cabeza.
– Sé cómo funciona la cosa, señor.
«Lo sabes demasiado bien», pensó Harry.
Se detuvieron ante una ruinosa casa de vecindad.
– Ésta es mi casa, señor -dijo Enrique.
Harry abrió la puerta de un empujón y entró en el húmedo y oscuro zaguán.
– Vivimos en el primer piso -dijo Enrique-. Si usted me pudiera ayudar…
Harry lo ayudó a subir el tramo de escalera. Enrique sacó una llave y abrió la puerta con mano temblorosa. La puerta daba a un recibidor pequeño y oscuro. Se respiraba en el aire un penetrante olor a moho. Enrique abrió otra puerta y entró renqueando en un saloncito. Harry lo siguió y se quitó el sombrero. Debajo de una mesilla ardía un brasero, pero la estancia seguía estando muy fría. Un par de sillas de madera arañadas rodeaban una mesa junto a la cual permanecía sentado un delgado chiquillo de unos ocho años, dibujando una y otra vez al pastel unas oscuras formas en un ejemplar del periódico Arriba. Al ver a Harry, el niño se levantó de un salto y se acercó corriendo a una combada cama individual que había en un rincón. La rodeaban unas cortinas que en aquel momento estaban descorridas. Una anciana de fino cabello gris, arrugado rostro torcido hacia un lado en una siniestra mueca y ojo semicerrado, descansaba en ella recostada sobre unas almohadas. El niño se encaramó a la cama de un salto y se acurrucó contra el costado de la anciana. Harry se sorprendió al ver el temor y la rabia que reflejaba su rostro.
La anciana se incorporó apoyándose en un brazo.
– Enrique, ¿qué ha pasado, quién es éste? -Hablaba arrastrando muy despacio las palabras, y Harry se dio cuenta de que había sufrido un ataque.
Enrique pareció recuperar el dominio de sí mismo. Se acercó y besó a la mujer en la mejilla mientras le daba al niño una palmada en la cabeza.
– Tranquila, mamá. He sufrido un accidente, unos perros me atacaron y este hombre me ha acompañado a casa. Por favor, señor.
Acercó una de las desvencijadas e inseguras sillas de madera y Harry se sentó. La silla chirrió bajo su peso. Enrique volvió a acercarse renqueando a la anciana. Se sentó en la cama y tomó su mano.
– No te preocupes, mamá, no pasa nada. ¿Dónde está Sofía?
– Ha ido a comprar.
La anciana se inclinó hacia delante para acariciar al niño. Este había hundido el rostro en su brazo izquierdo, muy blanco y arrugado. El niño se incorporó y señaló la pierna de Enrique.
– ¡Sangre! -chilló-. ¡Sangre!
– Tranquilo, Paquito, es sólo un corte, no es nada -dijo Enrique, tratando de serenarlo.
La anciana acarició la cabeza del chiquillo.
– No es nada, niño. -Después miró a Harry-. ¿Extranjero? -le preguntó a su hijo en voz baja-. ¿Es alemán?
– Soy inglés, señora.
Ella lo miró con inquietud y Harry comprendió que sabía con qué se ganaba la vida su hijo. Harry contempló los pantalones desgarrados y manchados de Enrique.
– Habría que lavar esta pierna.
La anciana asintió con la cabeza.
– Agua, Enrique, trae agua.
– Sí, mamá.
Enrique inclinó la cabeza y se acercó renqueando a la puerta. Harry se levantó para echarle una mano, pero Enrique rechazó su ayuda con un gesto de la mano.
– No. Quédese aquí, señor, por favor. Ya ha hecho suficiente.
Tomó un cubo que había en un rincón y se retiró dejando a Harry allí sin saber qué hacer. Este pensó que ya podría marcharse, pero no quería parecer grosero. Recordó cómo el pastor alemán había tirado del brazo del espía, en un intento de morderle la garganta, y se estremeció.
La mujer y el niño lo miraban fijamente desde la cama. Era difícil leer la expresión del rostro de la anciana, pero la del niño reflejaba rabia y temor. Harry esbozó una torpe sonrisa. Miró alrededor. Todo estaba muy limpio, pero, si la mujer se pasaba allí todo el día, era lógico que no se pudiera evitar aquel olor a moho que se respiraba en el aire. Había unas flores secas en unos jarrones y unos cuadros baratos de escenas campestres en las paredes destinados a alegrar un poco la estancia. Sin embargo, Harry observó que la pared de debajo de la ventana presentaba unas oscuras estrías de hongos en la parte donde el agua goteaba desde un antepecho podrido sobre una manta doblada. Apartó la mirada. Vio también unas cuantas fotografías prendidas en la pared. La anciana señaló una de ellas con el dedo.
– Mi boda -graznó.
Harry asintió cortésmente y se levantó para echarle un vistazo, mientras el niño se ponía tenso al verle cruzar el cuarto. La fotografía mostraba a una joven pareja de pie ante el pórtico de una iglesia y, a su lado, un joven y sonriente sacerdote. A juzgar por la ropa, la fotografía parecía corresponderse más o menos con la época de la boda de sus padres. La mujer sonrió con la mitad del rostro que todavía podía mover.
– Días más felices -dijo en un susurro.
– Sí, más felices, señora.
– Por favor, tome asiento, señor.
Harry volvió a sentarse. La mujer acarició el cabello del niño. Éste miraba a Harry con semblante asustado.
Se abrió la puerta y entró una muchacha envuelta en un grueso abrigo, con una bolsa de la compra. Era una veinteañera menuda y morena, con la cara en forma de corazón y grandes ojos castaños. Al ver a Harry, se detuvo en seco. Éste se levantó.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó bruscamente la chica-. ¿Quién es usted?
– Tranquila -dijo la anciana-. Es que unos perros han atacado a Enrique. Este hombre lo ha acompañado a casa. Tu hermano ha ido por un poco de agua.
La chica dejó la bolsa en el suelo, frunciendo el entrecejo con inquietud.
– Siento haberla asustado -dijo Harry.
– ¿De dónde es usted?
– Soy inglés. Me llamo Harry Brett. Trabajo en la embajada.
La chica lo miró boquiabierta de asombro.
– Entonces… ¿usted es el que…?
– Pues… sí. -O sea que la chica también sabía con qué se ganaba la vida su hermano.
– ¿Y ahora qué es lo que ha hecho? -preguntó mirando a Harry con dureza. Acto seguido, dio media vuelta y abandonó la estancia.
– Mi hija -dijo la anciana sonriendo-. Mi Sofía, corazón de mi vida.
Se oyeron unas voces en la escalera; la de la chica, enojada, la de Enrique y un murmullo como de disculpa. Éste entró renqueando, seguido de la chica que llevaba el cubo de agua. Enrique se sentó en una silla frente a Harry y la chica sacó unas tijeras de un cajón y miró al niño.
– Paquito, ve a la cocina, anda. Enciende el horno para calentar.
El niño obedeció, se levantó de la cama y se retiró, dirigiéndole a Harry una última mirada de temor.
– Creo que lo de la pierna es lo peor -dijo Harry-. Pero también lo han mordido el brazo. ¿La puedo ayudar?
La chica levantó la cabeza.
– Ya me las arreglo yo sola. -Después se volvió hacia su hermano-. Tendrás que buscarte otros pantalones en algún sitio. -Empezó a cortar la pernera, mientras Enrique se mordía el labio para ahogar un grito de dolor. La pierna estaba hecha un desastre, llena de señales de mordeduras que se alargaban hasta formar desgarros allí donde los perros habían tirado violentamente de la carne. La chica le quitó la chaqueta a su hermano y cortó la manga de la camisa, dejando al descubierto otras mordeduras. Sacó un frasco de yodo de un cajón-. Esto te va a picar mucho, Enrique; pero, si no lo hacemos, las heridas se te van a infectar.
– ¿Hay alguna señal de rabia? -preguntó Enrique con voz trémula.
– Eso no se puede saber -contestó ella en un susurro-. ¿Alguno de los perros se comportaba de una manera extraña, se tambaleaba o parpadeaba?
– Uno se tambaleaba, el pastor alemán -contestó Enrique con inquietud-. ¿Verdad, señor?
Sofía miró a Harry con semblante preocupado.
– Es que yo le había arrojado una piedra cuando antes me había querido atacar a mí. Por eso se tambaleaba. Ninguno de los perros parecía enfermo.
– Menos mal -dijo Sofía.
– Esos perros son un peligro -dijo Harry-. Habría que sacrificarlos.
– Sería un milagro que el Gobierno hiciera algo por nosotros. -Sofía siguió lavándole la pierna a su hermano. Harry observaba con asombro su habilidad y su fría profesionalidad.
– Sofía iba para médico -graznó la anciana desde la cama.
Harry se volvió para mirarla.
– ¿De veras? -preguntó con fingido interés.
Sofía no levantó la vista.
– La guerra acabó con mis estudios. -Empezó a cortar un trozo de tela en tiras.
– ¿No convendría que a su hermano lo viera un médico?
– No podemos permitirnos ese gasto -contestó secamente-. Procuraré mantener las heridas limpias.
Harry vaciló.
– Yo lo podría pagar. A fin de cuentas, lo he rescatado y tendría que encargarme de él hasta el final.
La chica lo miró.
– Hay otra cosa que usted podría hacer por nosotros, señor, algo que no le costaría dinero.
– Cualquier cosa que yo pueda hacer…
– No diga nada. Mi hermano me ha dicho en la escalera que usted ya llevaba algún tiempo sabiendo que él lo seguía. Sólo lo hacía porque necesitamos el dinero.
Harry miró a Enrique; allí sentado con sus improvisados vendajes parecía un muchacho muy cansado y asustado.
– El jefe del bloque, el representante de la Falange responsable de este edificio, sabía que lo estábamos pasando muy mal y dijo que le podría conseguir un trabajo a Enrique. No nos hizo mucha gracia cuando nos enteramos de lo que era, pero necesitamos el dinero.
– Lo sé -dijo Harry-. Ya me lo ha dicho su hermano.
La chica entornó los párpados.
– ¿O sea que usted le preguntó a qué se dedicaba?
– ¿Acaso usted no lo hubiera hecho?
La chica frunció los labios.
– Quizá. -No le quitaba los ojos de encima. Estaba muy seria, pero su expresión no era de súplica; Harry intuyó que no era una persona capaz de suplicar nada.
– Menos mal que Ramón no estaba abajo -dijo Enrique.
– Sí, eso nos da una oportunidad. Podemos decir que Enrique fue atacado por unos perros, pero no que usted estaba presente; incluso puede que le paguen hasta que se ponga mejor.
– Y, cuando ya esté mejor, usted no tendrá que preocuparse de que alguien lo siga, señor, porque sabrá que soy yo -añadió Enrique-. Diré que sólo pasea por las calles para tomar el aire; cosa que, de hecho, es lo único que le he visto hacer.
Harry se echó a reír y meneó la cabeza. Enrique también se rió muy nervioso. Sofía frunció el entrecejo.
– Lo siento mucho -dijo Harry-. Lo siento de veras, pero es que todo ha sido muy extraño.
– Éste es el mundo en el que vivimos constantemente -replicó la chica con aspereza.
– Pero usted sabe que yo no he provocado la situación -dijo Harry-. De acuerdo, no diré nada.
– Gracias. -Sofía lanzó un suspiro de alivio. Sacó una cajetilla barata de cigarrillos y le pasó uno a Enrique antes de ofrecerle la cajetilla a Harry.
– No, gracias, no fumo.
Enrique dio una larga calada. Se oyó un sonoro ronquido desde la cama; la anciana se había quedado dormida.
– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Harry.
La chica miró tiernamente a su madre.
– Se pasa todo el rato durmiendo. Sufrió un ataque cuando papá murió combatiendo con los milicianos.
Harry asintió con la cabeza.
– ¿Y Paquito es su hermanito?
– No. Vivía en el piso de enfrente con sus padres. -La chica miró al niño sin pestañear-. Eran activistas sindicales. Un día del año pasado, al volver a casa, vi la puerta del piso abierta y sangre por las paredes. Se habían llevado a sus padres y a él lo habían dejado. Lo acogimos en casa para que no lo llevaran a las monjas.
– Desde entonces, no anda muy bien de la cabeza -añadió Enrique.
– Lo siento.
– Sofía trabaja en una vaquería -prosiguió diciendo Enrique-. Pero no es suficiente para mantenernos a los cuatro, señor, por eso acepté este trabajo.
Harry respiró hondo.
– No diré nada. Lo prometo. Puede estar tranquilo.
– Pero, por favor, señor -añadió Enrique, en un intento de hacerse el gracioso-. No me vuelva a llevar a aquella plaza.
Harry sonrió.
– No lo haré.
Experimentaba una extraña sensación de parentesco con Enrique; otro como él, obligado por las circunstancias a trabajar a regañadientes como espía.
– Es un sitio un poco raro para que un diplomático vaya a pasear por aquel lugar -terció Sofía, mirándolo con perspicacia.
– Es que allí vivía una familia que yo conocía. Hace años, antes de la Guerra Civil. Vivían en la plaza donde ahora están los perros. Su casa fue bombardeada. -Harry suspiró-. No sé qué habrá sido de ellos.
– Allí ya no queda nadie -dijo Sofía. Miró a Harry con curiosidad-. ¿O sea que usted conocía España antes de… todo esto?
– Sí.
Ella asintió con la cabeza, pero no dijo más. Harry se levantó.
– No diré nada de Enrique. Y, por favor, permítanme que pague la atención de un médico.
Sofía apagó el pitillo.
– No, gracias, ya ha hecho usted suficiente.
– Se lo ruego. Envíeme la cuenta. -Sacó un trozo de papel, anotó su dirección y se la entregó. Ella se levantó y la cogió. Entonces Harry cayó en la cuenta de que Enrique ya sabía dónde vivía.
– Ya nos veremos -dijo Sofía en tono evasivo-. Gracias, señor… Brett, así es cómo se dice, ¿verdad? -añadió, acentuando la erre.
– Sí.
– Brett. -La chica asintió con la cabeza, mirándolo con semblante muy serio-. Yo me llamo Sofía -añadió, tendiéndole una mano cálida y delicada muy bien proporcionada-. Estamos en deuda con usted, señor. Adiós.
Era una despedida. Para su sorpresa, Harry se dio cuenta de que no deseaba marcharse. Le apetecía quedarse y averiguar algo más acerca de sus vidas. Pero se levantó y recogió su sombrero.
– Adiós.
Abandonó el apartamento y bajó por la escalera a oscuras hasta la calle. Mientras regresaba a la Puerta de Toledo, advirtió que le temblaban un poco las piernas y que le volvían a zumbar los oídos. Volvieron a su mente la plaza en ruinas y los perros. ¿Habrían muerto todos los miembros de la familia Mera?, se preguntó. ¿Como Bernie?
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