14
Harry bajó por la Castellana, donde las banderas nazis que ondeaban en los edificios destacaban a través de la niebla que cubría la ciudad. Vestía abrigo y sombrero; ahora ya estaban a finales de octubre y las noches eran más frías. Se dirigía a la parada del tranvía para trasladarse a la calle Vigo del barrio de la Arganzuela donde estaba invitado a cenar en casa de Sandy y Barbara.
Aquella tarde, él y Tolhurst habían vuelto a hablar un poco más acerca de Barbara.
– Ha sido un golpe de suerte -le había dicho Tolhurst-. Jamás supimos dónde vivía Forsyth, ¿sabes? Nuestra fuente nos informó de que vivía con una chica, pero pensamos que debía de ser alguna putilla española.
– Me gustaría saber cómo acabó Barbara arrejuntándose con Sandy. -Harry meneó la cabeza-. Me pareció que iba por mal camino cuando la vi en el treinta y siete. Después le escribí, pero no me contestó o no recibió mis cartas.
– No le interesaba la política, ¿verdad? No se le contagiaron las ideas de aquel novio rojo que tenía, ¿no es cierto?
– No. Trabajaba en la Cruz Roja y era una persona de temperamento muy práctico y juicioso. No sé qué pensará ahora del régimen.
Lo averiguaría aquella noche. Mientras caminaba, Harry experimentó un repentino cansancio al pensar en la tarea que le esperaba. Pero se había comprometido, tenía que seguir.
Oyó unas pisadas a su espalda, un ruido débil a través de la niebla. Demonios, otra vez el sujeto que le pisaba los talones. No había visto al hombre durante el fin de semana, pero ahora parecía que ya había vuelto. Giró rápidamente a la izquierda y después a la derecha. Vio el portal abierto de un edificio de apartamentos, pero no así al portero que debía de estar por allí cerca. Eran unos apartamentos de clase media muy bien cuidados, el aire olía a líquido de fregar los suelos. Harry entró, se situó detrás de la puerta y atisbo. Oyó unas pisadas, un repiqueteo y el crujido de unas hojas secas. Un instante después apareció el joven que le había estado pisando los talones. Permaneció de pie y miró arriba y abajo en medio de la calle desierta, frunciendo el entrecejo de su rostro pálido y delicado. Harry escondió rápidamente la cabeza. Esperó unos minutos y volvió a salir. En la calle no había nadie, excepto una mujer que paseaba su perro envuelta en un abrigo de pieles. La mujer le dirigió una mirada recelosa. Desanduvo el camino, meneando la cabeza. La verdad era que aquel hombre no lo estaba haciendo demasiado bien.
El espía no lo había asustado; pero, aun así, mientras subía por el camino particular de Sandy media hora más tarde, experimentó aquella momentánea embriaguez que algunas veces se apoderaba de él. No le había comentado a Sandy sus crisis de pánico después de lo de Dunkerque, a pesar de que los espías le habían dicho que semejante detalle no lo podría perjudicar. El orgullo le había impedido hacerlo, pensaba. La casa era un enorme chalet rodeado de un amplio jardín. Harry permaneció de pie un momento en el peldaño de la entrada, para serenarse; luego respiró hondo y llamó al timbre.
Una joven sirvienta le abrió la puerta. Era agraciada, pero de aspecto ligeramente tristón. Lo acompañó a través de un pasillo decorado con varias piezas de porcelana china que descansaban encima de dos mesitas, hasta llegar a un salón espacioso con la chimenea encendida. Todo era cómodo y muy caro.
Sandy se acercó y le estrechó la mano con un firme apretón. Su esmoquin estaba inmaculado y el cabello le brillaba a causa de la gomina.
– Harry, cuánto me alegro de que hayas podido venir. Bueno, a Barbara ya la conoces.
Se encontraba de pie, fumando junto a la repisa de la chimenea con una copa de vino en la mano. Estaba completamente distinta. Sus viejos cárdigans y su despeinado cabello habían sido sustituidos por un costoso vestido de seda que realzaba la belleza de su tez y de su figura; su rostro había adelgazado, e iba impecablemente maquillada para acentuar sus pómulos pronunciados, sus brillantes ojos verdes y su largo cabello de puntas rizadas. A pesar de los cambios, se la veía tensa y cansada; lo cual no le impidió esbozar una sonrisa cordial en el momento de estrecharle la mano.
– Harry, ¿cómo estás?
– Muy bien. Has cambiado mucho.
– Jamás he olvidado lo amable que fuiste conmigo hace tres años. Entonces me encontraba fatal.
– Hice simplemente lo que pude. Eran tiempos muy duros.
– Sandy me ha dicho que intentaste escribirme. Lo siento, pero jamás recibí tus cartas. La Cruz Roja me trasladó a Burgos. Necesitaba alejarme de Madrid después de… Hizo un gesto con la mano.
– Sí. Te escribí a Madrid, y supongo que las cartas no se entregaban a través de las líneas del frente.
– La culpa es mía -dijo Barbara-. Tendría que haber procurado mantener el contacto.
– Muchas veces me preguntaba qué tal estarías. Tengo entendido que ya no trabajas en la Cruz Roja, ¿verdad?
– No, lo dejé cuando conocí a Sandy. La verdad es que tuve que hacerlo porque no estaba en condiciones. Pero puede que muy pronto me dedique a algún trabajo de voluntariado con unos huérfanos.
Harry meneó la cabeza sonriendo.
– Y entonces te encontraste con Sandy. Estupendo.
– Sí. Él me ayudó a recuperarme.
Sandy se acercó a ella y le rodeó los hombros con el brazo, estrechándola en ademán protector. A Harry le pareció que Barbara se echaba un poco hacia atrás.
– Y tú, Harry -añadió Barbara-, ¿cómo estás? Sandy me dijo que estuviste en Dunkerque.
– Sí, pero ahora ya estoy bien. Sólo me ha quedado una pequeña sordera.
– ¿Qué tal van las cosas en casa? Recibo cartas de mi familia, pero no me explican muy bien qué tal lo lleva la gente. Los periódicos españoles dicen que la situación es bastante mala.
– La gente resiste muy bien. La batalla de Inglaterra fue una inyección de moral.
– Me alegro. Estando tan lejos, no me preocupaba demasiado la falsa guerra; pero, desde que empezaron los bombardeos… supongo que tú en la embajada te enteras de todo. Aquí todos los periódicos están censurados.
Sandy se echó a reír.
– Sí, hasta censuran los desfiles de moda del Daily Mail. Si les parece que los vestidos son demasiado escotados, les ponen encima una franja negra.
– Bueno, la situación es muy dura, pero no tanto como los periódicos de aquí dan a entender. El estado de ánimo de la gente es asombroso, Churchill ha conseguido unir a todo el mundo.
– Toma una copa de vino -dijo Sandy-. Comeremos algo más tarde, cuando lleguen los demás. Oye, ¿por qué nos os reunís los dos una tarde para charlar un poco más acerca de la situación en vuestro país? A Barbara le sentará bien.
– Pues sí; sí, lo podríamos hacer.
Barbara inclinó la cabeza en señal de asentimiento, pero Harry percibió una cierta desgana en su voz.
– Estaría muy bien. -Harry se volvió hacia Sandy-. ¿Tú qué haces ahora exactamente? El otro día no me lo acabaste de explicar.
Sandy esbozó una ancha sonrisa.
– Bueno, toco varias teclas.
Harry miró a Barbara sonriendo.
– Sandy se ha abierto camino en el mundo.
– Pues sí. -A Barbara pareció molestarle la mención de los negocios. Harry se alegró. Si no supiera nada, no tendría nada que contar.
– Ahora mismo me ocupo, sobre todo, de un proyecto respaldado por el Gobierno -contestó Sandy-. Extracción de minerales. Todo muy aburrido, simples tareas de exploración. Pero requiere cierta organización.
– Así que explotación de minas, ¿eh? -dijo Harry. Debía de ser lo del oro. Seguía estando de suerte. Se le aceleraron los latidos del corazón. «Tranquilo -se dijo-, tómatelo con calma»-. Recuerdo que en el colegio querías ser paleontólogo. Los secretos de la tierra, solías decir.
Sandy se rió.
– Bueno, ahora no se trata de dinosaurios. -Sonó el timbre de la puerta-. Disculpa. Tengo que ir a recibir a Sebastián y Jenny. -Se retiró.
Barbara permaneció en silencio un instante y después sonrió con cierta inseguridad.
– Me alegro de volver a verte.
– Y yo a ti también. Tienes una casa muy bonita.
– Sí, creo que he caído de pie. -Barbara hizo una pausa y después se apresuró a preguntar-: ¿Crees que Franco entrará en guerra?
– Nadie lo sabe. Corren toda suerte de rumores. Si ocurre, será de repente.
Ambos se callaron cuando Sandy apareció en compañía de una pareja muy bien vestida. El hombre tenía treinta y tantos años, era bajito y delgado y resultaba muy atractivo desde un moreno y sureño punto de vista español. Vestía el uniforme de la Falange, atuendo militar oscuro y camisa azul. La mujer era más joven y también muy atractiva, rubia y de facciones redondeadas y suaves y expresión arrogante.
– Harry -dijo Sandy en español-, permíteme presentarte a Sebastián de Salas, un colega mío. Sebastián, te presento a Harry Brett.
El español estrechó la mano de Harry.
– Encantado, señor. Hay muy pocos ingleses en Madrid. -Se volvió hacia su acompañante-. Jenny ve a muy pocos compatriotas suyos.
– ¡Hola! -La voz de la mujer era cortante como el cristal, y sus duros ojos miraban con expresión de complacencia. Se volvió para dirigirle a Barbara una fría y ceremoniosa sonrisa-. Hola, Babs, qué vestido más bonito.
– ¿Te apetece una copa de vino? -El tono de Barbara era tan frío como el suyo.
– Más bien prefiero un gin-tonic. Me he pasado toda la tarde en el club de golf.
– Vamos todos -dijo Sandy jovialmente-. A sentarse.
Los cuatro se acomodaron en unos mullidos sillones.
– Bueno, Harry, ¿usted a qué se dedica? -preguntó Jenny de repente.
– Soy traductor en la embajada.
– ¿Ha conocido a alguien interesante?
– Sólo a un subsecretario.
– Jenny es una aristócrata, Harry -explicó Sandy-. Y Sebastián, también.
El español soltó una carcajada como de disculpa.
– Más bien pequeño. Tenemos un castillito en Extremadura, pero se está desmoronando.
– No te rebajes, Sebastián -dijo Jenny-. Yo soy prima de lord Redesdale. ¿Lo conoce?
– No. -Harry hubiera deseado reírse. Aquella mujer era ridícula.
Jenny tomó la copa que Barbara le ofrecía.
– Vaya, muchas gracias. Mmm, delicioso -dijo, apoyándose en De Salas.
– ¿Cuánto tiempo lleva usted en Madrid, señor Brett? -preguntó De Salas.
– Algo más de una semana.
– ¿Y qué le parece España?
– Veo que la Guerra Civil ha provocado… muchos trastornos.
– Pues sí. -De Salas asintió tristemente con la cabeza-. La guerra hizo mucho daño y ahora nos enfrentamos con las malas cosechas. La gente lo está pasando muy mal. Pero nos esforzamos por mejorar la situación. El camino es arduo, pero ya hemos dado el primer paso.
– Sebastián pertenece a la Falange, como puedes ver -dijo Sandy en tono neutral, pero mirando a Harry con cierta guasa. De Salas sonrió y Harry lo miró con una sonrisa imparcial. Sandy apoyó una mano en el brazo de Barbara-. Barbara, ve a ver qué hace Pilar, ¿te importa?
Barbara inclinó la cabeza y se retiró. «La esposa obediente», pensó Harry. La idea le dolió por una razón inexplicable.
– Señor Brett -dijo De Salas cuando Barbara se retiró-: ¿puedo preguntarle una cosa? El caso es que me temo que muchos ingleses no comprendan lo que es la Falange.
– A menudo resulta difícil comprender la política de los países extranjeros -contestó cuidadosamente Harry, recordando los gritos de la horda que había rodeado el vehículo y al chico que se había mojado los pantalones.
– En Inglaterra tienen ustedes una democracia, ¿verdad? Por eso luchan ustedes, por el sistema.
– Sí.
«Estupendo -pensó Harry-, va directamente al grano.»
De Salas sonrió.
– Comprenda, por favor, que no es mi intención ofenderlo.
– No, desde luego.
– La democracia ha funcionado bien en Inglaterra y en Estados Unidos, pero no funciona en todas partes por igual. En España, la democracia trajo el caos y los derramamientos de sangre bajo la República. -De Salas sonrió con tristeza-. No todos los países son aptos para sus libertades, se rompen en pedazos. A veces, la vía autoritaria resulta ser la única válida.
Harry asintió, recordando que tenía que evitar la política en la medida de lo posible.
– Lo comprendo perfectamente. Es sólo que supongo que cabría preguntarse a quién deberían rendir cuentas los gobernantes.
De Salas se echó a reír y extendió las manos.
– Pues mire, señor, las rinden a toda la nación. A toda la nación representada por un solo partido. Eso es lo bonito de nuestro sistema. Oiga, ¿sabe usted por qué la Falange viste camisas azules?
– No me digas que es porque todos los demás colores ya estaban ocupados -terció Sandy riéndose.
– Porque el azul es el color de los monos de los obreros. Nosotros representamos a todo el mundo en España. La Falange es un camino intermedio entre el socialismo y el capitalismo. Ha dado resultado en Italia. Sabemos lo dura que es ahora la vida en España, pero haremos justicia a todo el mundo. Denos tiempo -añadió De Salas, sonriendo con la cara muy sería.
– Así lo espero -dijo Harry. Estudió a De Salas. Su expresión era abierta y sincera. «Se lo cree», pensó Harry.
Barbara regresó.
– Ya podemos pasar -dijo.
Sandy se levantó y se situó entre Harry y De Salas, apoyando una mano en los hombros de cada uno de ellos.
– Tendríamos que reanudar esta charla en otro momento. Pero ahora cambiemos de tema, ¿eh?, por deferencia a las señoras. -Les dirigió a los dos una paternal sonrisa y Harry se preguntó cómo podía ser que pareciera un hombre de mediana edad, mucho mayor de lo que era. Antes se había compadecido de Sandy, pero ahora éste le empezaba a resultar ligeramente repulsivo.
En el comedor se había dispuesto un bufet frío. Los cuatro se llenaron los platos y se los llevaron a la mesa de madera de roble. Sandy abrió otra botella de vino. Jenny tenía consigo la botella de ginebra.
– Sandy -dijo De Salas-, deberías haber invitado a una señorita para el señor Brett.
– Sí, Sandy, nos falta una persona -convino Jenny-. Malas maneras.
– No ha habido tiempo.
– No se preocupen -dijo Harry-. Seguramente tendré ocasión de conocer a muchas señoritas el jueves que viene. Me han invitado a mi primera fiesta española.
– ¿Y dónde va a ser? -preguntó De Salas.
– En casa del general Maestre. Su hija cumple dieciocho años.
De Salas miró a Harry con renovado interés.
– Conque en casa de Maestre, ¿eh?
– Sí. Intervine como intérprete en una reunión entre él y uno de nuestros diplomáticos.
De repente, Sandy habló en tono perentorio.
– No, Sebastián, nada de negocios esta noche.
De Salas asintió con la cabeza y se volvió hacia Barbara.
– ¿Cómo van sus planes de trabajar con los huérfanos, señora? ¿La marquesa la ayudó?
– Sí, gracias. Espera poder organizar algo.
– Me alegro. ¿Le gustará volver a trabajar como enfermera?
– Me gustaría hacer algo útil. En realidad, lo considero un deber.
– Jenny también es enfermera, como Barbara -explicó De Salas a Harry-. La conocí cuando vino aquí para ayudar durante la guerra.
– ¿Cómo? -Jenny levantó la cabeza con el rostro arrebolado. Harry vio que estaba bebida-. No lo he entendido. ¿Por qué soy como Barbara?
– Estaba diciendo que tú fuiste enfermera.
– ¡Ah, sí! ¡Sí! -Jenny se rió-. Aunque no soy propiamente una enfermera. Nunca estudié. Pero, cuando vine, me encomendaron la tarea de ayudar en las operaciones. Después de la batalla del Jarama. Menos mal que no soy aprensiva.
Barbara inclinó la cabeza sobre su plato. Sandy le dirigió una mirada solícita.
– Harry -dijo después-, prueba este estupendo tinto. Me ha costado un riñón. Un escándalo.
De Salas miró a Harry con una sonrisa.
– Supongo que la embajada cuenta con sus propias provisiones.
– Recibimos raciones. No están demasiado mal.
De Salas preguntó:
– ¿Es cierto que hay muchas privaciones en Inglaterra? ¿Y que los alimentos están racionados?
– Sí. Pero todo el mundo recibe lo suficiente.
– ¿De veras? Pues no es lo que se lee por aquí. -De Salas se inclinó hacia delante, sinceramente interesado-. Pero dígame, por favor, porque de veras me interesa. ¿Por qué siguen ustedes adelante con la guerra? Ya los derrotaron en Francia, ¿por qué no rendirse ahora?
No había manera de que abandonara el tema. Harry miró a Barbara.
– Eso es lo que piensan todos los españoles -le dijo ésta.
– Hitler les ha ofrecido a ustedes la paz. Y yo he visto tantos muertos en España que desearía que cesaran las matanzas en Europa.
Sandy se inclinó hacia delante.
– Tiene razón, ¿sabes? Inglaterra tendría que rendirse ahora que tienen unas buenas condiciones sobre la mesa. No es que no sea patriota, Harry, sólo quiero lo mejor para los intereses de mi país. Llevo fuera casi cuatro años y, a veces, las cosas se ven más claras desde lejos. E Inglaterra no puede ganar.
– La gente está firmemente decidida.
– A defender la democracia, ¿eh? -dijo De Salas sonriendo con tristeza.
– Sí.
– Quizás Hitler nos permitiría conservar la democracia -apuntó Sandy-. A cambio de nuestra renuncia a seguir luchando.
– No tiene un historial muy bueno en este sentido -dijo Harry, repentina y visiblemente dominado por la cólera. Él había luchado contra los alemanes, mientras que Sandy se había quedado allí sentado ganando dinero. Si Sandy había acompañado a la gente en recorridos por los antiguos campos de batalla, Harry había combatido en uno auténtico.
– Ya no queda demasiada democracia en Inglaterra, por lo que me cuentan -terció Jenny, levantando la voz-. A Oswald Mosley lo metieron en chirona simplemente por haberse puesto al frente del partido equivocado.
Barbara le lanzó una mirada rebosante de veneno. De Salas carraspeó.
– Creo que quizá nos estamos acalorando demasiado -dijo con torpeza.
La fiesta no duró demasiado. De Salas no tardó en decir que tenían que marcharse y se retiró llevándose a rastras a una Jenny que casi no se tenía en pie.
– No la vuelvas a invitar, Sandy, por favor-dijo Barbara cuando se fueron.
Sandy arqueó las cejas, mirando a Harry mientras se encendía un cigarro.
– Jenny se pasó toda la Guerra Civil trabajando aquí como enfermera. Antes era bastante alocada, al parecer se fugó del colegio de Roedean. Por lo visto, no sabe adaptarse a la paz, se pasa la vida borracha. Sebastián está pensando en quitársela de encima.
– Es asquerosa -dijo Barbara. Se volvió hacia Harry-. Perdona, no he estado muy amable esta noche.
– Pero don Sebastián parece bastante civilizado -dijo Harry-. A su manera.
– Sí. -Sandy asintió con la cabeza-. El fascismo español no es como el nazismo, Harry, tienes que recordarlo. Se parecen más bien a los italianos. Yo, por ejemplo, llevo a cabo una labor de beneficencia con refugiados judíos. Sin embargo, hay que hacerlo con cierta discreción, porque temen molestar a los alemanes; pero la verdad es que las autoridades hacen la vista gorda. -Miró a Harry con una sonrisa-. No hagas caso de lo que antes he dicho acerca de la rendición británica. Ha sido una simple… conversación. Aquí es el tema del día, como puedes imaginar. Les encantaría que terminara la guerra; ya ha habido demasiados derramamientos de sangre, como bien ha dicho Sebastián.
Barbara se encendió un cigarrillo.
– Estoy de acuerdo en que aquí no tienen esas ideas nazis sobre la pureza racial. Pero son todos bastante brutos.
Sandy enarcó las cejas.
– Pensaba que estabas de acuerdo en que, al final, Franco había puesto un poco de orden.
Barbara se encogió de hombros.
– Puede ser. Voy a decirle a Pilar que recoja, Sandy, y después subo arriba. Os dejo con vuestras copas. Perdona, Harry, no estoy muy brillante esta noche. Me duele un poco la cabeza. -Lo miró con una leve sonrisa en los labios-. Te llamaré, a ver si nos vemos.
– Sí, por favor. Si me llamas a la embajada, seguramente me encontrarás. Cualquier día de esta semana quizá.
– Quizá.
Harry volvió a percibir cierta desgana en su voz. «¿Por qué?», se preguntó.
Una vez solos, Sandy llenó sendos vasos de whisky y se encendió un cigarro. Al parecer, su aguante era tremendo. Harry lo había observado beber despacio para mantener la cabeza despejada.
– ¿Le ocurre algo a Barbara?
Sandy hizo un gesto como de rechazo con la mano.
– Bueno, no. Simplemente está cansada y preocupada por lo que ocurre en Inglaterra. Los bombardeos y todo lo demás. Oye, cuando te llame, llévala a comer a un buen restaurante. Aquí está demasiado sola.
– De acuerdo.
– España es un lugar muy curioso, pero hay muchas oportunidades de negocios. -Sandy se echó a reír-. Mejor será no decir que me conoces cuando acudas al baile de la niña de Maestre. El Gobierno es un nido de rivalidades, y el bando en el que yo trabajo y el de Maestre no se llevan bien.
– ¿Ah, no? -Harry hizo una pausa y después preguntó con la mayor inocencia-. Maestre es monárquico, ¿verdad?
Los ojos entornados de Sandy lo miraron a través del humo del cigarro con expresión calculadora.
– Pues sí, en efecto. Menudos fanáticos están hechos. -Sandy miró a Harry con la cara muy seria-. Por cierto, ¿recuerdas lo que dije en el café acerca de la posibilidad de salir de España?
– Sí.
– No le comentes nada a Barbara, por favor. En caso de que decida irme, tardaré algún tiempo en hacerlo. Yo se lo diré cuando llegue el momento.
– Pues claro. Entendido.
– Todavía tengo algunos negocios que terminar aquí. Y dinero que ganar. -Sandy miró a Harry con una sonrisa-. Confío en que tengas invertido tu dinero en cosas seguras.
Harry vaciló. El rostro de Sandy había vuelto a recuperar su expresión calculadora.
– Sí. Mis padres me dejaron algún dinero, y mi tío lo invirtió en valores seguros. Lo tengo todo donde él lo colocó. A veces pienso que demasiado seguro. -Se echó a reír en tono dubitativo. En realidad, pensaba que el dinero nunca estaba demasiado seguro, pero quería ver adonde quería ir a parar Sandy.
– El dinero siempre puede generar más dinero si sabes dónde invertirlo.
– Sí, supongo que sí.
Para decepción de Harry, Sandy se levantó.
– En cualquier caso, quiero enseñarte una cosa. Acompáñame arriba.
Harry lo siguió hasta un pequeño y cómodo estudio del piso de arriba, lleno a rebosar de obras de arte.
– Mi refugio. Subo aquí para trabajar tranquilo.
La mirada de Harry se desplazó hacia el escritorio cubierto de carpetas de cartón y papeles, pero no alcanzó a ver qué eran.
– Fíjate en eso. -Sandy encendió la pequeña lámpara que iluminaba la figura del hombre tumbado de cualquier manera sobre el caballo distorsionado, cruzando el desierto medio muerto de cansancio-. Creo que es un Dalí-dijo-. ¿No te parece asombroso?
– Inquietante -dijo Harry.
Casi todas las piezas que se exhibían en la estancia tenían cierto carácter perturbador. La mano de una mujer que asomaba desde una manga de encaje exquisitamente labrada en plata; un jarrón japonés con una cruenta escena guerrera pintada con unos colores extraordinarios.
– En el Rastro puedes encontrar las cosas más sorprendentes -dijo Sandy-. Cosas que los rojos sacaron de las casas de los ricos durante la guerra. Aquí está, eso es lo que quiero enseñarte. -Abrió un cajón del escritorio y sacó una bandeja. Estaba llena de fósiles de piedras con los huesos de extrañas criaturas atrapados en su interior-. Mi colección. Las mejores piezas, en cualquier caso. -Señaló una piedra oscura-. ¿La recuerdas?
– Dios mío, sí. El amonites.
– Me lo pasaba muy bien con nuestras cazas de fósiles… Como dije el otro día, son las únicas cosas buenas que recuerdo de Rookwood.
Esbozó una torpe sonrisa, y Harry se sintió extrañamente conmovido y repentinamente culpable por lo que estaba haciendo.
– Y ahora -dijo Sandy-, echa un vistazo a esto. -Se arrodilló y levantó la tapa de una alargada y plana caja de madera que descansaba junto al escritorio. Dentro había una piedra ancha y plana de color blanco-. La encontré allá abajo por Extremadura hace unos meses. -Incrustados en la piedra se podían ver los huesos de una pata muy larga cuyos tres dedos terminaban en unas garras curvadas. Una garra era mucho más grande que las otras dos y tan larga como la mano de un hombre-. Bonita, ¿verdad? Principios del Cretáceo, más de cien millones de años de antigüedad. -Un sincero asombro le iluminó el rostro; por un instante, volvió a ser un colegial.
– ¿Qué especie es?
– Eso es lo más interesante. Creo que puede ser un nuevo ejemplar. Cuando vuelva a casa, la voy a llevar al Museo de Historia Natural. Si todavía sigue en pie. -Sandy contempló el fósil-. Por cierto, otra cosa cuando veas a Barbara. Le dije que no era muy amigo de Piper, pero lo que no le dije fue que no nos llevábamos bien en absoluto. Preferí no decírselo.
– Lo comprendo.
– Gracias. -Sandy esbozó una sonrisa avergonzada-. Aborrecía tanto aquel colegio.
– Lo sé. Pero te ha ido muy bien. -Harry se echó a reír-. ¿Recuerdas que, cuando te fuiste, me dijiste que pensabas que estabas destinado a ser siempre el chico malo, el perdedor?
Sandy se rió.
– Sí. Me dejaba machacar por los muy hijos de puta. Recibí una educación mucho mejor en las pistas de las carreras de caballos. Allí aprendí que tú mismo puedes crearte tu propio futuro y ser lo que tú quieras.
– A veces yo mismo me lo pregunto.
– ¿Qué?
– Si Rookwood nos daba una imagen distorsionada del mundo. Una imagen complaciente.
Sandy asintió con la cabeza.
– Como te dije en el café, el mundo pertenece a la gente que puede alargar la mano y apoderarse de la vida. Jamás tendríamos que permitir que el pasado nos frenara. Y eso que se llama el destino no existe.
Miró inquisitivamente a Harry. Éste contempló a su vez la extremidad del dinosaurio. Observó que las garras estaban curvadas; como si, en el momento de morir, la criatura hubiera estado a punto de atacar.