Книга: Invierno en Madrid
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El martes Barbara acudió a una nueva cita con Luis. Era un día espléndido, tranquilo y apacible, y las hojas de los árboles caían suavemente al suelo. Barbara iba a pie, porque la Castellana estaba cerrada al tráfico; el Reichsführer Himmler bajaría más tarde por allí en su camino hacia el Palacio Real para celebrar su encuentro con el Generalísimo.
Tuvo que cruzar la Castellana. La cruz gamada ondeaba en todos los edificios y colgaba de unas cuerdas tendidas de uno a otro extremo de la calle. Las banderas rojas con la cruz de brazos doblados en ángulo recto contrastaban fuertemente con los edificios grises. Unos guardias civiles jalonaban la calle a intervalos, algunos de ellos acunando unas metralletas en sus brazos. Cerca de allí, un grupo de las Juventudes Falangistas permanecía alineado a lo largo del bordillo de la acera, sosteniendo en sus manos unas banderitas con la cruz gamada. Barbara apuró el paso y desapareció en el laberinto de calles que conducían al centro.
Cuando ya estaba cerca del café, el corazón le empezó a palpitar con fuerza. Luis ya había llegado, Barbara lo vio a través de la ventana. Permanecía sentado en la misma mesa, sosteniendo en sus manos una taza de café. La expresión de su rostro era sombría. Barbara reparó una vez más en su andrajoso aspecto; llevaba la misma chaqueta raída y calzaba unas alpargatas baratas de suela de esparto. Respiró hondo y entró. La propietaria la saludó con la cabeza desde debajo del retrato de Franco; estaba por todas partes, ahora incluso en los sellos.
Luis se levantó, esbozando una sonrisa de alivio.
– Buenos días, señora. ¡Pensaba que no iba a venir!
– Lo siento -contestó ella, sin responder a su sonrisa-. He tenido que venir a pie y he tardado más de lo que pensaba. Por la visita de Himmler.
– No importa. ¿Un café?
Barbara dejó que fuera a por una taza de aguachirle. Encendió un cigarrillo, pero esta vez no le ofreció ninguno a él. Respiró hondo y lo miró a los ojos.
– Señor Luis, antes de seguir adelante con el asunto, hay algo que quiero preguntarle.
– Faltaría más.
– La última vez usted me dijo que había dejado el ejército en primavera.
– Sí, en efecto. -Luis la miró perplejo.
– Pero también me dijo que se había pasado dos inviernos allí. ¿Eso cómo es posible? Cuenca estaba en manos de los rojos, hasta la rendición del año pasado.
Luis tragó saliva. Después esbozó una sonrisa triste.
– Mire, señora, yo le dije que pasé dos inviernos en la meseta, no en Cuenca. El año anterior, yo me encontraba en otra zona. Un puesto en Teruel. ¿Recuerda el nombre?
– Sí, claro. -Había sido una de las batallas más salvajes de la guerra. Barbara trató de recordar exactamente qué palabras había utilizado Luis.
– Teruel se encuentra a más de cien kilómetros de Cuenca, pero sigue estando prácticamente en la meseta. Alta y fría. Durante la batalla, a muchos hombres se les congelaron las extremidades y hubo que sacarlos de las trincheras para amputarles los pies. -Ahora Luis parecía casi enfadado.
Barbara volvió a respirar hondo.
– Comprendo.
– Usted temía que yo no le dijera la verdad -dijo bruscamente Luis.
– Tengo que asegurarme, señor Luis. Me arriesgo mucho. Tengo que estar segura de todo.
Luis asintió lentamente con la cabeza.
– Muy bien. Lo comprendo. Sí, es bueno que tenga cuidado. -Extendió los brazos-. Pregúnteme lo que se le ocurra y siempre que quiera.
– Gracias. -Barbara encendió otro pitillo.
– Fui a Cuenca el último fin de semana -dijo Luis-. Tal como le prometí.
Barbara asintió con la cabeza y volvió a mirarlo a los ojos. Eran inescrutables.
– Permanecí en la ciudad hasta que Agustín fue a verme. Me confirmó que en el campo hay un prisionero llamado Bernie Piper. Lleva allí desde que lo abrieron.
Barbara bajó la cabeza para que Luis no viera la impresión que le había causado la mención del nombre de Bernie. Tenía que conservar la calma y el control. Sabía, por su labor con los refugiados, hasta qué extremo se aferraban las personas a las esperanzas, por pequeñas que éstas fueran.
Levantó la vista y miró fijamente a Luis.
– Como usted comprenderá, señor, necesitaré pruebas. Necesito que su hermano le diga algo más acerca de él. Cosas que yo no le he dicho ni a usted ni a Markby, cosas que usted no podría saber. No que es rubio, por ejemplo; eso lo puede ver usted en la fotografía.
Luis se apoyó contra el respaldo de la silla, frunciendo los labios.
– No es una petición absurda -dijo Barbara-. Millares de brigadistas internacionales murieron en la guerra, y usted sabe lo escasas que son las posibilidades de que hayan sobrevivido. Necesito pruebas antes de poder seguir adelante.
– Y yo soy pobre y me podría estar inventando una historia. -Luis volvió a asentir con la cabeza-. No, señora, no es absurda. En qué mundo vivimos. -Reflexionó un instante-. Entonces ¿se supone que debo pedir a Agustín que me diga todo lo que sabe sobre este hombre y, luego, facilitarle los detalles a usted?
– Sí.
– ¿Ha vuelto a hablar con el señor Markby?
– No. -Lo había intentado, pero aún estaba fuera.
Luis se inclinó hacia delante.
– Volveré a Cuenca; aunque no puedo ir muy a menudo a visitar a mi hermano, porque la gente podría sospechar. -Ahora el joven se había puesto en tensión. Se frotó la frente con la mano-. Supongo que podría decir que nuestra madre ha empeorado. No se encuentra muy bien. -Levantó la vista-. Pero el tiempo puede ser importante, señora Clare, si usted quiere que hagamos algo. Ya conoce los rumores que circulan. Si España entrara en guerra, usted se tendría que ir. Y su brigadista, si fuera comunista, podría ser entregado a los alemanes. Es lo que ocurrió en Francia.
Cierto, pero Barbara se preguntó si Luis la quería asustar para que se diera prisa.
– Si usted tuviera que hacer algo -repitió-. ¿Quiere decir -Barbara bajó la voz-… «escapar»? -Sintió los fuertes latidos de su corazón.
Luis asintió con la cabeza.
– Agustín cree que se puede hacer. Pero será peligroso. -Se inclinó hacia delante y bajó la voz-. Permítame explicarle cómo funciona el campo. Está cercado por una alambrada de púas. Hay atalayas con ametralladoras.
Barbara se estremeció involuntariamente.
– Perdone, señora, pero le tengo que explicar cuál es la situación.
– Lo sé. Siga.
– Es imposible que alguien del interior del campo pueda salir. Pero hay destacamentos de obreros forzados que salen todos los días… para arreglar carreteras, instalar tuberías y trabajar en una cantera de lo alto de las colinas. Piper se ha pasado algún tiempo trabajando en la cantera. Si Agustín pudiera conseguir un puesto de vigilante en aquel destacamento de prisioneros, quizá consiguiera ayudar a su amigo a escapar. Quizá se podría inventar alguna excusa para escoltar a Piper hasta un lugar un poco apartado; allí, Piper podría simular un ataque contra Agustín y escapar. -Luis frunció el entrecejo-. Eso es todo lo que hemos podido planear hasta ahora.
Barbara asintió con la cabeza. Al menos, parecía factible.
– Ésta es la única manera que se nos ocurre. Pero, cuando se descubra la fuga, Agustín será interrogado. Si se sabe la verdad, será fusilado. Lo hará sólo por dinero. -Luis la miró con semblante muy serio-. Hablando con toda franqueza.
Barbara asintió y procuró respirar hondo varias veces para que se le calmara el corazón sin que Luis se diera cuenta.
– El período de servicio de Agustín termina en primavera y él no quiere verse obligado a renovarlo. A algunos de allí les gusta este trabajo, pero a Agustín no. Lo hace sólo para mantener a nuestra madre en Sevilla.
– ¿Cuánto, entonces?
– Dos mil pesetas.
– Eso es mucho -dijo Barbara, a pesar de ser menos de lo que ella temía.
– Agustín tiene que arriesgar su vida.
– Si aceptara, tendría que conseguir el dinero de Inglaterra. No sería fácil, dadas las restricciones monetarias. -Barbara volvió a respirar hondo-. Pero, si usted pudiera convencerme de que Bernie se encuentra en este campo, entonces ya veríamos.
– Tendríamos que concretar la cuestión del dinero, señora.
– No. Primero necesito una prueba. -Dio una calada al cigarrillo y lo miró a través de una nube de humo-. Otra visita a Cuenca no será peligrosa. Le pagaré el precio del billete. -Y entonces pensó: «¿Te volveré a ver?»
Luis titubeó un instante y después asintió con la cabeza. Barbara dio gracias a Dios por sus años de negociaciones con funcionarios corruptos. Luis se reclinó contra el respaldo de la silla con aire cansado. Barbara pensó: «Está menos acostumbrado que yo a esta clase de cosas.»
– ¿Le dijo algo Agustín acerca de él… de Bernie, de cómo está? -Se le trabó la lengua al pronunciar el nombre.
– Está bien. Pero los inviernos son muy duros para los prisioneros. -Luis la miró con el semblante muy serio-. Si lo hacemos, usted tendría que desplazarse a Cuenca y llevárselo a la embajada británica en Madrid. ¿Dispone de automóvil?
– Sí, sí, eso ya lo arreglaré.
Luis la miró inquisitivamente.
– ¿Su marido sabe algo?
– No. -Barbara levantó la cabeza-. Yo sólo quiero rescatar a Bernie y llevarlo a la embajada británica para que ellos lo puedan enviar a casa.
– Muy bien. -Luis lanzó un suspiro cansado.
Barbara encendió otro cigarrillo y le ofreció uno a él.
– ¿Entonces nos volveremos a ver? -preguntó-. ¿La semana que viene?
– A la misma hora. -Luis la miró como avergonzado-. Me tendrá que pagar el precio del billete ahora.
Volvieron a salir a la calle para la entrega del dinero. Cuando Barbara le entregó el sobre, Luis soltó una carcajada amarga.
– Antes los españoles éramos un pueblo orgulloso. Hay que ver las cosas que tenemos que hacer ahora. -Dio media vuelta y apuró el paso hasta que su andrajosa figura se perdió calle arriba.
Barbara se topó con más calles cortadas en su camino de vuelta a casa y tuvo que bajar por la calle de Fernando el Santo y pasar por delante de la embajada británica. Contempló el edificio. Probablemente, Harry Brett se encontraba allí dentro; lo vería aquella misma noche. Harry, el amigo de Bernie.
Al final de la calle, unos guardias civiles impedían a los peatones el paso a la Castellana.
– Disculpe, señora. No se puede pasar hasta dentro de una hora. Medidas de seguridad.
Inclinó la cabeza y retrocedió. Un pequeño grupo de personas se había congregado en las inmediaciones. Calle arriba, unas voces juveniles lanzaron vítores al paso de un Mercedes negro que circulaba a poca velocidad escoltado por soldados motorizados. En la cubierta del motor ondeaba un banderín con la cruz gamada. Barbara distinguió en la parte de atrás un rostro pálido y mofletudo aparentemente separado del cuerpo por efecto del uniforme negro y la gorra. Un destello de sol se reflejó en los cristales de las gafas y a Barbara le pareció que, por un instante, Heinrich Himmler se volvía para mirarla. Después, el vehículo desapareció en medio de un remolino de hojas otoñales. Se oyeron nuevos vítores de las Juventudes Falangistas situadas más adelante. Barbara se estremeció y dio media vuelta.
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