Книга: Invierno en Madrid
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El comedor del Ritz estaba iluminado por resplandecientes arañas de cristal. Harry tomó asiento a la larga mesa reservada para el personal de la embajada. Tolhurst se sentaba a su lado; al otro, Goach, el anciano que lo había instruido en cuestiones de protocolo, se acomodó cuidadosamente en su asiento. Era calvo, lucía unos grandes bigotes blancos de guías caídas, tenía una voz muy suave y utilizaba un monóculo sujeto por un largo hilo de color negro. El cuello de su esmoquin estaba salpicado de caspa.
A Harry le apretaba el cuello de pajarita cuando miraba alrededor de la mesa; un par de docenas de miembros del personal de la embajada habían acudido allí para hacer acto de presencia. A la cabecera de la mesa se sentaba Hoare en compañía de su esposa lady Maud, una corpulenta mujer de aspecto anodino. A su otro lado estaba Hillgarth, con su uniforme de marino resplandeciente de medallas.
Harry había informado a Hillgarth tras su encuentro con Sandy. Tolhurst también había estado presente en la reunión. Hillgarth se había mostrado satisfecho de sus progresos, especialmente de la invitación a cenar, y le había manifestado su interés por Barbara.
– Procure conseguir que le hable un poco más de sus negocios -le había dicho Hillgarth-. ¿No sabe quiénes serán los otros invitados?
– No. No lo pregunté. No quería mostrarme demasiado insistente.
Hillgarth asintió con la cabeza.
– Muy bien. ¿Y qué me dice de su pareja? ¿Podría tener conocimiento de sus planes?
– No lo sé.
Harry frunció el entrecejo.
– Ustedes eran simplemente amigos, ¿verdad? -preguntó bruscamente Hillgarth.
– Sí, señor. Pero es que no quiero mezclarla en el asunto, a menos que no haya más remedio. Aunque creo que podría ser necesario -añadió-. Es curioso que terminaran juntos… Sandy no se llevaba bien con Bernie.
– Me pregunto si se interesó por la chica porque ésta era la novia de su enemigo -terció Tolhurst con expresión pensativa.
– No lo sé. -Harry meneó la cabeza-. Cuando yo conocí a Sandy, éste era sólo un niño. Ha cambiado. Todo en él parecía falso, ostentoso. Excepto su alegría al verme, ésa sí fue auténtica. -Harry volvió a fruncir el entrecejo.
– Aprovéchela. -Hillgarth miró a Harry con la cara muy seria-. Lo que usted está haciendo es importante. El negocio del oro encaja dentro de un cuadro mucho más amplio, la cuestión de cómo podemos manejar al régimen. Reviste una gran importancia.
Harry miró a Hillgarth a los ojos.
– Lo sé, señor.

 

El camarero depositó delante de él un menú de color blanco de proporciones considerables. Los platos podrían ser de antes de la guerra. Harry se preguntó si en el Ritz de Londres tendrían todavía platos tan buenos como aquéllos. Aquella mañana había recibido una carta de Will. Lo iban a trasladar a un nuevo puesto en el campo, allá por los Midlands; Muriel estaba encantada de poder alejarse de las bombas, aunque temía que pudieran entrar ladrones en la casa. Las noticias de su país habían llenado a Harry de una añoranza casi insoportable. Levantó la vista del menú lanzando un suspiro y se quedó de piedra al ver a cuatro militares vestidos con uniformes grises tomando asiento a la mesa, un poco más allá de los bien trajeados madrileños. Las voces ásperas y cortantes de los militares resultaron inmediatamente reconocibles.
– Aquí están los alemanes -dijo Tolhurst en voz baja-. Asesores militares. Los de la Gestapo visten de paisano. -Uno de los alemanes captó la mirada de Harry, arqueó una ceja y apartó los ojos-. Es que el Ritz se ha convertido en una guarida de alemanes e italianos -añadió Tolhurst-. Por eso a sir Sam le gusta dar muestras de patriotismo de vez en cuando. ¿Preparado para mañana? -preguntó en un susurro-. ¿Para la cena con nuestro amigo?
– Sí.
– No sé si la chica sabrá algo -dijo Tolhurst, mientras en sus ojos se encendía un destello de curiosidad.
– Pues no lo sé, Tolly.
Harry miró hacia el fondo de la mesa. La cena de aquella noche también tenía su agenda oculta. Habían recibido instrucciones de mostrarse animados y relajados y de no dar a entender su preocupación por los cambios en el Gabinete. Todo el mundo bebía sin recato y soltaba carcajadas sonoras. Era como una cena en un club de rugby. Los secretarios de embajada, allí presentes para llenar el cupo, parecían sentirse un tanto incómodos.
Los camareros, con sus blancas chaquetas almidonadas, empezaron a servir el vino y la comida. La comida era excelente, la mejor que Harry había saboreado desde su llegada al país.
– Se están recuperando los antiguos niveles de calidad -dijo Goach, rozándolo con el codo.
Harry se preguntó qué edad tendría; decían que llevaba en la embajada desde los tiempos de la guerra americano-española. Habían transcurrido cuarenta años. Al parecer, no había nadie que supiera más que él acerca del protocolo español.
– Por lo menos en el Ritz, a juzgar por la comida -contestó Harry.
– Bueno, y en otros lugares también. Están volviendo a abrir los teatros, el Teatro de la Ópera. Recuerdo la conversación que tuve allí con el antiguo rey. Fue encantador. Te hacía sentir a gusto. -Goach suspiró-. Creo que el Generalísimo desearía restaurar la monarquía, pero la Falange no quiere. Menudo desastre. El jueves le arrojaron harina, ¿verdad?
– Sí, en efecto.
– Maldita gentuza. Tenía la típica mandíbula de los Habsburgo, ¿sabe? Prominente.
– ¿Cómo?
– El rey Alfonso. Pero sólo un poco. Gajes de la realeza. El duque de Windsor pasó por Madrid el pasado mes de junio. Cuando huyó de Francia. -Goach meneó la cabeza-. Lo hicieron pasar rápidamente por la embajada y lo enviaron a Lisboa. Sin recepción oficial ni nada. Pero, hombre, por Dios, un ex rey. -Volvió a menear tristemente la cabeza.
Harry miró de nuevo alrededor de la mesa. Se preguntó qué habría pensado Bernie de todo aquello.
– ¿En qué piensas? -preguntó Tolhurst.
Harry se volvió para mirarlo.
– A veces tengo la sensación de encontrarme en el País de las Maravillas -dijo en voz baja-. No me sorprendería ver aparecer un conejo blanco vestido.
Tolhurst lo miró perplejo.
– ¿Qué quieres decir?
Harry se echó a reír.
– Aquí no tienen ni idea de cómo es la vida ahí afuera. -Señaló con la cabeza hacia la ventana-. ¿Tú nunca piensas en toda la maldita miseria que se ve por la ciudad, Simón?
Tolhurst frunció el entrecejo con expresión pensativa.
En medio de la conversación, Harry captó la enérgica voz del embajador.
– Esta bobada de las Operaciones Especiales es una locura. Tengo entendido que utilizan a republicanos españoles exiliados para adiestrar a los soldados británicos en la guerra política. Malditos comunistas.
– Van a prender fuego a toda Europa -replicó Hillgarth.
– Pues sí, una de las típicas frases de Winston. Retórica pura. -Hoare levantó la voz-. Sé cómo son los rojos, estaba en Rusia cuando cayó el zar.
Hillgarth bajó la voz, pero Harry lo oyó.
– Muy bien, Sam. Estoy de acuerdo contigo. No es momento para eso.
Tolhurst salió de su ensimismamiento.
– Supongo que ya estoy acostumbrado. La pobreza. En Cuba ocurre lo mismo.
– Pues yo no me acostumbro -dijo Harry.
Tolhurst reflexionó un instante.
– ¿Has estado alguna vez en una corrida de toros?
– Estuve una vez en el treinta y uno. No me gustó. ¿Por qué?
– La primera vez que fui, me puse enfermo, con toda aquella sangre cuando pican al toro, la aterrorizada expresión de su rostro todavía ensangrentado cuando después llevaron la cabeza al restaurante. Pero tuve que ir; formaba parte de la vida diplomática. La segunda vez ya no lo pasé tan mal; pensé, bueno, es sólo un animal. La tercera vez empecé a valorar la habilidad y la valentía del matador. Cuando eres diplomático, tienes que cerrar los ojos ante la parte negativa de un país, ¿comprendes?
«O cuando eres un espía», pensó Harry. Con el tenedor, trazó una línea sobre el mantel blanco.
– Pero así es como siempre se empieza, ¿verdad? Nos anestesiamos para protegernos y, de esta manera, dejamos de ver la crueldad y el sufrimiento.
– Supongo que, si empezamos a pensar en todas estas cosas tan horribles, acabamos imaginando que nos ocurren a nosotros. Lo sé, porque a mí me sucede algunas veces -dijo Tolhurst, soltando una carcajada nerviosa.
Harry miró mesa arriba y abajo y observó el carácter forzado de las sonrisas y el áspero tono de las carcajadas.
– Creo que no estás solo -dijo.
Alguien situado al otro lado de Tolhurst lo agarró del brazo y empezó a contarle en voz baja que dos funcionarios habían sido sorprendidos juntos en un armario de material de escritorio.
– ¿Julián, marica? No me lo puedo creer.
Harry se volvió de nuevo hacia Goach.
– Está bueno el salmón.
– Excelente.
– ¿Cómo? -Harry no había captado la respuesta del anciano. En medio de la gente, su sordera podía seguir siendo un problema. Por un instante, se sintió desorientado.
– He dicho que es excelente -repitió Goach-. Verdaderamente excelente.
Harry se inclinó hacia delante.
– Usted lleva mucho tiempo en el servicio diplomático, señor. El otro día oí un comentario acerca de los Caballeros de San Jorge. ¿Tiene alguna idea de lo que eso significa? Pensé que, a lo mejor, era una especie de jerga de la embajada.
Goach se ajustó el monóculo y frunció el entrecejo.
– No creo, Brett; jamás he oído hablar de semejante cosa. ¿Dónde oyó el comentario?
– En algún lugar de la embajada. Me pareció extraño.
Goach meneó la cabeza.
– Lo siento, no tengo ni idea. -Miró a Hoare un instante y, después, dijo-: El embajador es un buen hombre. Pese a todos los defectos que pueda tener, conseguirá mantener a España al margen de la guerra.
– Así lo espero -dijo Harry. A continuación, añadió-: Si España se mantiene al margen y nosotros ganamos, ¿qué ocurrirá después con el país?
Goach soltó una leve carcajada.
– Primero ganemos la guerra. -Reflexionó un momento-. Aunque, si Franco se mantiene al margen y consigue controlar el elemento fascista del Gobierno, creo que tendríamos motivos para estarle agradecidos, ¿no le parece?
– ¿Usted cree que en el fondo es un monárquico?
– Estoy seguro. Si analiza usted cuidadosamente sus discursos, verá que le interesa todo lo relacionado con las tradiciones españolas y sus antiguos valores.
– ¿Y sus gentes?
Goach se encogió de hombros.
– Siempre han necesitado mano dura.
– Pues eso ya lo tienen.
Goach inclinó la cabeza y bajó la vista a su plato. Se escucharon unas risotadas desde el otro extremo de la mesa, seguidas de unas sonoras carcajadas de los alemanes que no tenían la menor intención de pasar inadvertidos.
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