Книга: Invierno en Madrid
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El día en que el avión alemán se estrelló contra la casa de la calle Vigo, Barbara y Bernie tomaron un tranvía y regresaron al pequeño y bonito apartamento de Barbara, situado en las inmediaciones de la calle Mayor donde ambos se abrazaron, cubiertos de polvo. Ya en el apartamento, se sentaron el uno al lado del otro en la cama de Barbara, tomados de la mano.
– ¿Seguro que estás bien? -le preguntó Bernie-. Estás más blanca que la cera.
– Es sólo un corte. El polvo hace que parezca peor de lo que es. Tendría que darme un baño.
– Pues hazlo. Entre tanto, yo prepararé la comida. -Bernie le apretó la mano.
Cuando Barbara salió del cuarto de baño, él ya había preparado la comida. Comieron garbanzos con chorizo sentados a la mesita. Ambos guardaron silencio, todavía bajo los efectos del shock. A media comida, Bernie alargó la mano bajo la mesa y tomó la de Barbara.
– Te quiero -le dijo-, te quiero de verdad. Lo digo en serio.
– Yo también a ti. -Barbara respiró hondo-. Yo… yo no te podía creer. Cuando era jovencita… es tan difícil de explicar…
– ¿El acoso en la escuela?
– Parece una tontería; pero, cuando la cosa se prolonga a lo largo de los años, con estas constantes humillaciones… ¿por qué los niños se ensañan con la gente, por qué necesitan a alguien a quien odiar? A veces, me escupían. Sin ningún motivo, simplemente porque era yo.
Bernie le volvió a apretar la mano.
– ¿Por qué aceptas la opinión que ellos tienen de ti? ¿Por qué no aceptas la mía en su lugar?
Barbara rompió a llorar. Bernie rodeó la mesa, se arrodilló a su lado y la abrazó con fuerza. Ella experimentó una sensación de liberación.
– Sólo he estado una vez con un hombre -dijo en voz baja.
– Ahora no tienes por qué hacerlo. Nunca he querido nada que tú no quisieras. Jamás.
Ella lo miró a los ojos color aceituna oscuro. El pasado pareció alejarse y desvanecerse por el pasillo de su mente. Sabía que regresaría; pero, por ahora, estaba muy lejos. Lanzó un profundo suspiro.
– Lo quiero. Lo quise desde el día en que te conocí. Quédate conmigo, no vuelvas a Carabanchel esta noche.
– ¿Seguro que ahora no necesitas irte a dormir?
– No. -Barbara se quitó las gafas. Él la miró sonriendo y se las quitó dulcemente de las manos.
– Me gustan -le dijo con dulzura-. Te dan un aire más inteligente.
Ella le devolvió la sonrisa.
– O sea que no me elegiste simplemente para convertirme al comunismo.
Él meneó la cabeza sonriendo.

 

Se despertó en mitad de la noche sintiendo en el cuello la caricia de sus dedos. Estaban a oscuras y ella sólo podía distinguir el perfil de su cabeza, pero notaba la presión de su cuerpo contra el suyo.
– No puedo creer que esté ocurriendo -dijo en un susurro-. Y mucho menos contigo.
– Te quise desde el primer día que te vi -dijo Bernie-. Jamás he conocido a nadie como tú.
Ella soltó una carcajada nerviosa.
– ¿Como yo? ¿Y eso qué significa?
– Viva, compasiva y sensual; aunque tú finjas no serlo.
Las lágrimas asomaron a sus ojos.
– Pensaba que eras demasiado guapo para mí. Eres el hombre más guapo que he visto en mi vida. Pensaba que, si alguna vez estuviéramos los dos juntos desnudos -añadió bajando la voz-, me moriría de vergüenza.
– Pero qué tonta eres. Qué tonta. -Bernie la volvió a estrechar entre sus brazos.
No les parecía decoroso ser tan felices en la ciudad sitiada. Los combates seguían en el norte, y el bando republicano ofrecía resistencia a las fuerzas de Franco. El Gobierno había huido a Valencia y Madrid estaba gobernado por unos comités que, según decían, estaban controlados por los comunistas. Los altavoces instalados en el centro de la ciudad advertían a los ciudadanos de la posible presencia de traidores entre ellos.
Barbara seguía trabajando en el intercambio de prisioneros y en las investigaciones acerca de personas desaparecidas; pero, junto con la sensación de impotencia ante el caos reinante, experimentaba en su fuero interno una cálida sensación como de alivio. «Le quiero -se decía, y después, casi con asombro, añadía-: y él me quiere a mí.»
Él la esperaba todos los días a la salida del trabajo para irse juntos a su casa, al cine o a un café. Los médicos decían que el brazo de Bernie se estaba recuperando muy bien. En cuestión de aproximadamente un mes volvería a ser apto para el servicio. Él había vuelto a pedir que le permitieran ayudar al partido con nuevos reclutamientos para las Brigadas Internacionales, pero le habían dicho que ya tenían suficiente gente.
– Ojalá no tuvieras que volver al frente -le había dicho ella una noche.
Faltaban pocos días para Navidad y, a la salida del cine, se habían ido a sentar un rato en un bar del centro. Habían visto un documental soviético acerca de la modernización del Asia central y, después, una película de gánsteres protagonizada por Jimmy Cagney. Así era el desordenado mundo en el que ahora vivían. Algunos días las tropas nacionales de la Casa de Campo disparaban su artillería contra la Gran Vía cuando la gente salía de los cines, pero no aquella noche.
– Soy un soldado del Ejército Republicano -contestó Bernie-. Tendré que volver cuando me lo digan. De lo contrario, me podrían fusilar.
– Ojalá pudiéramos regresar a casa. Lejos de todo esto. Es lo que durante muchos años hemos temido en la Cruz Roja. Una guerra en la que no se diferencia entre soldados y civiles. Una ciudad llena de gente atrapada en medio. -Barbara lanzó un suspiro-. Hoy he visto a un anciano por la calle con pinta de haber ejercido una profesión liberal. Llevaba un grueso abrigo, pero muy polvoriento y gastado, y buscaba con disimulo algo que comer en los cubos de la basura. Al ver que yo lo miraba, se ha muerto de vergüenza.
– Dudo que lo esté pasando peor que los pobres. Seguro que le dan las mismas raciones. ¿Por qué iba a ser peor para él por el simple hecho de pertenecer a la clase media? Esta guerra se tiene que combatir. No queda más remedio.
Ella tomó su mano y lo miró a los ojos.
– Si ahora te permitieran regresar a casa conmigo, ¿lo harías?
Bernie bajó la mirada.
– Tengo que quedarme. Es mi deber.
– ¿Para con el partido?
– Para con la humanidad.
– A veces pienso que ojalá tuviera tu fe. Entonces puede que no lo pasara tan mal.
– No es cuestión de fe. Me gustaría que intentaras comprender el marxismo, que es precisamente el que deja al descubierto los huesos de la realidad. ¡Oh, Barbara!, no sabes cuánto desearía que vieras las cosas con claridad.
Ella soltó una carcajada cansina.
– No, eso jamás se me ha dado muy bien. No vuelvas al frente, Bernie, por favor. Si ahora te vas, no estoy muy segura de poder resistirlo. Ahora, no. Por favor, por favor, volvamos a Inglaterra. -Alargó la mano y tomó la suya-. Tienes un pasaporte británico, te podrías ir. Podrías acudir a la embajada.
Bernie guardó silencio un instante.
Después, Barbara oyó que una voz de fuerte acento escocés lo llamaba por su nombre.
Se volvió y vio a un joven rubio saludándolo con la mano desde la barra donde permanecía acodado en compañía de un grupo de hombres uniformados y con aspecto cansado.
– ¡Piper! -El escocés levantó su vaso-. ¿Qué tal el brazo?
– Muy bien, McNeil. ¡Mucho mejor! Pronto volveré.
– ¡No pasarán!
Bernie y el soldado intercambiaron el saludo del puño cerrado. Luego Bernie se volvió hacia Bárbara y bajó la voz.
– No puedo hacerlo, Barbara. Te quiero, pero no puedo. Además, no tengo pasaporte, lo tuve que entregar al ejército. Y… -Lanzó un suspiro.
– ¿Qué?
– Me avergonzaría toda la vida. -Señaló con la cabeza a los soldados de la barra-. No los puedo dejar. Sé que a una mujer le resulta difícil comprenderlo, pero no puedo. Tengo que volver aunque no quiera.
– ¿Y tú no quieres?
– No. Pero soy un soldado. Lo que yo quiera no importa.

 

Los combates en la Casa de Campo se hallaban en punto muerto, una guerra de trincheras como la del Frente Occidental en la Gran Guerra. Sin embargo, todo el mundo decía que Franco reanudaría la ofensiva en primavera, probablemente en algún lugar de los descampados al sur de la ciudad. Seguían produciéndose muchas bajas; Barbara veía cada día a los heridos que eran devueltos desde el frente en carros o camiones. El estado de ánimo de la población había cambiado, y el ardiente afán otoñal de combate estaba dando paso al desánimo. Por si fuera poco, había escasez de alimentos; la gente ofrecía un aspecto enfermizo, y a todo el mundo le salían forúnculos y sabañones. Barbara se avergonzaba de la calidad de los artículos alimenticios de la Cruz Roja que compartía con Bernie. Su felicidad se alternaba con el temor a perderlo, y también con la rabia que sentía por el hecho de que él hubiera entrado en su vida y la hubiera transformado para acabar finalmente alejándose de ella sin más. A veces, la rabia se convertía en un cansancio desesperado y temeroso.
Dos días más tarde, ambos se dirigían a pie desde el apartamento de Barbara a su lugar de trabajo. Era un día frío y despejado, con un tímido sol y escarcha en las aceras. Las colas para el racionamiento diario empezaban a las siete; una larga cola de mujeres vestidas de negro aguardaba en el exterior de las oficinas del Gobierno de la calle Mayor.
Repentinamente, las mujeres dejaron de hablar y miraron hacia el principio de la calle. Barbara vio acercarse un par de carros tirados por caballos. Al pasar éstos por su lado, respiró el olor alquitranado de la pintura recién aplicada y vio que los carros contenían unos pequeños ataúdes de color blanco destinados a los niños cuyas almas aún no estaban manchadas, según las prácticas católicas todavía en vigor. Las mujeres los contemplaron en desolado silencio. Una de ellas se santiguó y después se echó a llorar.
– La gente ya ha llegado al límite de sus fuerzas -dijo Barbara-. No podrá resistir mucho tiempo. ¡Tantos muertos! -Y rompió a llorar allí mismo, en mitad de la calle. Bernie la rodeó con su brazo, pero ella lo rechazó-. ¡También te veo a ti en un ataúd! ¡A ti!
Bernie la sujetó por los hombros, la mantuvo a distancia y la miró a los ojos.
– Si Franco entra en Madrid, habrá una matanza. Y yo no los abandonaré. ¡No pienso hacerlo!

 

Llegó el día de Navidad. Comieron un grasiento estofado de cordero en el apartamento de Barbara y después subieron al dormitorio de arriba. Allí permanecieron un rato charlando, tumbados en la cama el uno en brazos del otro.
– Ésta no es la Navidad que yo esperaba -dijo Barbara-. Pensaba que estaría en Birmingham y que iría con papá y mamá a ver a mi hermana y su familia. Siempre me pongo nerviosa a los dos días y me entran ganas de largarme.
Él la estrechó con fuerza.
– ¿Por qué te inculcaron este mal concepto de ti misma?
– No lo sé. Simplemente ocurrió.
– Tendrías que estar dolida con ellos.
– Jamás comprendieron por qué me fui a trabajar con la Cruz Roja. -Deslizó un dedo por su pecho-. Les habría gustado verme casada y con hijos como Carol.
– ¿Te gustaría tener hijos?
– Sólo cuando ya no haya guerras.
Bernie encendió un par de cigarrillos para los dos, buscando a tientas en medio de la oscuridad. Su rostro estaba muy serio bajo el rojizo resplandor.
– Yo he decepcionado a mis padres. Creen que he arrojado por la borda todo lo que Rookwood me enseñó. Ojalá jamás hubiera ganado la maldita beca.
– ¿No obtuviste ningún beneficio del colegio?
Bernie rió con amargura.
– Como decía Calibán, me enseñaron la lengua y, por consiguiente, sé soltar maldiciones.
Barbara buscó su corazón y apoyó la mano para percibir los suaves latidos.
– Puede que eso sea lo que nos ha unido. Dos decepciones. -Hizo una pausa-. Tú crees en el destino, ¿verdad, Bernie?
– No. En el destino histórico.
– ¿Y cuál es la diferencia?
– Tú puedes influir en el destino, puedes ponerle obstáculos o acelerar su curso. Puedes hacer lo que quieras para modificar el curso del destino.
– Ojalá mi destino estuviera a tu lado. -Notó que el pecho le subía y bajaba bruscamente al respirar hondo.
– Barbara.
– ¿Qué?
– Tú sabes que ya estoy prácticamente recuperado. Dentro de un par de semanas me enviarán al nuevo campo de instrucción de Albacete. Me lo dijeron ayer.
– ¡Oh, Dios mío! -Barbara se hundió en el desánimo.
– Lo siento. Esperaba el momento adecuado para decírtelo; pero no lo hay, ¿verdad?
– No.
– Creo que antes no me importaba vivir, pero ahora sí. Ahora que vuelvo al frente.

 

Durante las dos semanas que siguieron a la marcha de Bernie, Barbara no recibió ninguna noticia. Acudía al trabajo y pasaba el día como podía; pero, cuando regresaba a su apartamento y él no estaba allí, el silencio parecía resonar como un eco, como si él ya hubiera muerto.
La primera semana de febrero se recibió la noticia de una ofensiva fascista al sur de Madrid. Pretendían rodear rápidamente la capital y dejarla completamente aislada, pero les cerraron el paso junto al río Jarama. La radio y la prensa hablaron de la heroica defensa gracias a la cual el avance de Franco había quedado interrumpido antes de empezar. Las Brigadas Internacionales habían desempeñado un papel destacado en los combates. Dijeron que había habido numerosas bajas.
Todas las mañanas, antes de acudir al trabajo, Barbara pasaba por el cuartel general del ejército en la Puerta del Sol. Al principio, el personal se mostraba receloso; pero, cuando ella volvió al segundo día y al tercero, empezaron a mostrarse más amables con ella. Barbara descuidó su aspecto, adelgazó, tenía unas ojeras oscuras bajo los ojos y su dolor resultaba claramente visible para todo el mundo.
El cuartel general era un lugar caótico. Los funcionarios uniformados iban de un lado para otro con papeles en las manos, mientras los teléfonos sonaban por todas partes. Barbara se preguntó si algunas de aquellas líneas telefónicas estarían conectadas con el frente, si habría alguna conexión entre uno de aquellos ruidosos timbrazos y el lugar donde Bernie se encontraba en aquellos momentos. Ahora lo hacía constantemente, establecía conexiones mentales. «El mismo sol nos ilumina a los dos, la misma luna, sostengo en mis manos el libro que él sostenía en las suyas, me acerco a la boca el tenedor que él se acercaba a la suya…»
Se registraron fuertes combates en la segunda y la tercera semanas de febrero, pero ella seguía sin recibir noticias. Tampoco había recibido ninguna carta, aunque ya le habían dicho que las comunicaciones eran difíciles. Hacia finales de febrero, los combates disminuyeron y la situación se volvió a estancar. Barbara abrigó la esperanza de recibir noticias.
Se enteró el último día de febrero, un frío día de principios de primavera. Había acudido como de costumbre al cuartel general antes de ir al trabajo, y esta vez un funcionario uniformado le dijo que esperara en una sala contigua. Comprendió de inmediato que le iban a dar una mala noticia. Se sentó en un pequeño y mísero despacho con un escritorio, una máquina de escribir y un retrato de Stalin en la pared. Se preguntó, de manera totalmente improcedente: «¿Cómo consigue mantener arreglados estos bigotes tan grandes?»
Se abrió la puerta y entró un hombre enfundado en un uniforme de capitán. Sostenía un papel en la mano y la expresión de su rostro era sombría. Barbara sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo, como si hubiera caído a unas aguas oscuras a través de un agujero. No se levantó para estrechar la mano del hombre, se limitó a permanecer sentada donde estaba.
– Señorita Clare. Buenas tardes. Tengo entendido que ha venido usted aquí muchas veces.
– Sí. Para tener noticias. -Tragó saliva-. Ha muerto, ¿verdad?
El militar levantó una mano.
– No lo sabemos con certeza. No con certeza. Pero figura en la lista de desaparecidos presuntamente muertos. El Batallón Británico estuvo enzarzado en duros combates el día trece.
– Desaparecidos presuntamente muertos -repitió ella, sin la menor inflexión en la voz-. Sé lo que eso significa. Simplemente no se ha encontrado el cuerpo.
El hombre no contestó, se limitó a inclinar la cabeza.
– Combatieron espléndidamente bien. Durante dos días enteros, ellos solos impidieron el avance fascista. -El capitán hizo una pausa-. Muchos no pudieron ser identificados.
Barbara notó que se caía de la silla. Mientras se desplomaba, empezó a llorar sin remedio y se comprimió contra las tablas del suelo sólo porque debajo de ellas se encontraba la tierra, la tierra donde ahora Bernie estaba enterrado.
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