Книга: Invierno en Madrid
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Las puertas del Teatro de la Ópera estaban abiertas de par en par y la luz de las arañas de cristal llegaba hasta la plaza de Isabel II. Aquella noche de octubre era muy fría, y los guardias civiles acunaban las armas en sus brazos alrededor de la plaza, entre las sombras del anochecer. Una alfombra roja cubría los peldaños de la entrada y bajaba hasta el bordillo de la acera, a la espera del Generalísimo. El resplandor de las luces indujo a Barbara a parpadear mientras se acercaba del brazo de Sandy.
La noche anterior había llegado un poco más lejos en su engaño a Sandy. Tenía unos ahorros en Inglaterra y había escrito a su banco para que le enviaran el dinero a España. También se había vuelto a pasar por la oficina del Express y les había pedido que enviaran un telegrama a Markby diciéndole que necesitaba hablar con él, pero allí nadie sabía dónde estaba.
Esperó en el salón a que Sandy regresara a casa. Había pedido a Pilar que encendiera la chimenea y ahora la estancia resultaba cómoda y acogedora, con una botella de su whisky preferido y un vaso en una mesita al lado de su sillón. Se sentó a esperar, como hacía casi todas las noches.
Sandy regresó a las siete. Barbara se había quitado las gafas al oír sus pisadas; pero, aun así, vio que estaba muy contento por algo. Sandy la besó cariñosamente.
– Mmm. Me encanta este vestido que llevas puesto. Realza la blancura de tu piel. Oye, ¿a que no te imaginas a quién me he encontrado hoy en el Rocinante? No lo adivinarías ni en un millón de años. Esto es Glenfiddich, ¿verdad? Delicioso. Jamás lo adivinarías. -Su entusiasmo era propio de un colegial.
– No lo sabré si no me lo dices.
– Harry Brett.
Se quedó tan sorprendida que tuvo que sentarse.
Sandy asintió con la cabeza.
– Ni yo mismo me lo podía creer. Apareció en persona. Resultó herido en Dunkerque, y ahora lo han enviado aquí.
– Dios bendito. ¿Está bien?
– Eso parece. Le tiembla un poco la mano. Pero es el mismo Harry de siempre. Muy serio y ceremonioso. No sabe cómo interpretar lo que está ocurriendo en España.
Sandy sonrió, meneando comprensivamente la cabeza. Barbara lo miró. Harry. El amigo de Bernie. Hizo un esfuerzo por sonreír.
– Erais buenos amigos en el colegio, ¿verdad?
– Sí. Es un buen chico.
– Pues mira, es la primera persona de Inglaterra de quien hablas con afecto.
Sandy se encogió de hombros.
– Lo he invitado para el martes por la noche. Me temo que Sebastián vendrá con la muy inaguantable de Jenny. ¿Te pasa algo?
Barbara se había ruborizado intensamente.
– Sí, es que ha sido una sorpresa. -Tragó saliva.
– Puedo cancelar la invitación, si lo prefieres. Si eso te trae malos recuerdos.
– No, no, será maravilloso volver a verle.
– Bueno, entonces subo arriba a cambiarme.
Abandonó la estancia. Barbara cerró los ojos, recordando aquellos terribles días después de que a Bernie lo hubieran dado por desaparecido. Entonces Harry la había ayudado, pero había sido Sandy quien la había salvado. Volvió a avergonzarse de su conducta.

 

El vestíbulo estaba prácticamente lleno y se oía el murmullo de conversaciones animadas. Barbara miró alrededor. Todo el mundo lucía sus mejores galas; hasta las mujeres vestidas de riguroso luto iban ataviadas con prendas de seda negra, y algunas se habían puesto unas mantillas de encaje que les caían sobre la frente. Los hombres iban de etiqueta, vestidos con uniforme militar o bien con el uniforme de la Falange. Había también algún que otro eclesiástico con sotana o ropajes morados. Barbara se había puesto un vestido blanco de noche con un broche verde que realzaba el color de sus ojos, y una estola blanca de piel.
El vestíbulo se había restaurado para la primera representación después de la Guerra Civil. Las paredes y las columnas blancas y estriadas estaban recién pintadas y los asientos se habían vuelto a tapizar elegantemente de rojo. Sandy se encontraba en su elemento, mirando con una sonrisa a sus amistades. Saludó con una inclinación de cabeza a un coronel cuando éste pasó por su lado en compañía de su mujer.
– Saben montar un espectáculo cuando quieren -dijo en voz baja.
– Supongo que eso es señal de que las cosas empiezan a normalizarse.
Sandy leyó el programa.
– Tocan obras de Weber, Wagner, Brahms y Strauss. Al parecer, el director es una joven promesa alemana de poco más de treinta años. Se llama Herbert von Karajan y ha dirigido la Filarmónica de Berlín. Vete a saber, tal vez desean celebrar las buenas relaciones entre el régimen español y el alemán, ahora que Franco se reúne con Hitler en Hendaya. Por cierto -dijo, cambiando de tema-, tenemos que ir un día de éstos a ver los jardines de Aranjuez, ¿no te parece?
– Será bonito.
El teatro empezaba a llenarse. La orquesta ensayaba y unos retazos de música traspasaban el aire. La gente levantaba los ojos hacia el vacío palco real.
– El Generalísimo aún no ha llegado -dijo Sandy en voz baja.
Hubo un revuelo de actividad cuando dos soldados acompañaron a una pareja vestida de noche hasta sus asientos en un palco de allí cerca. Ambos eran muy altos, la escultural mujer llevaba el cabello rubio suelto y el hombre era calvo y de nariz aguileña. Lucía un brazalete con la cruz gamada en la manga de su traje de etiqueta. Barbara reconoció su rostro de haberlo visto en los periódicos. Von Stohrer, el embajador alemán.
Sandy le dio un codazo con disimulo.
– No mires, cariño.
– Aborrezco este emblema.
– España es neutral, cariño. No hagas caso. -La tomó del brazo y le indicó, sentada allí cerca, a una mujer alta y de mediana edad vestida de negro que conversaba tranquilamente con otra mujer-. Es la marquesa. Vamos a presentarnos. -La acompañó pasillo abajo-. Por cierto -añadió en un susurro-, no le hables para nada de su marido.
Los braceros de una de sus fincas se lo dieron de comer a los cerdos en el treinta y seis. Muy desagradable.
Barbara se estremeció levemente. Sandy solía hablar con indiferente ligereza acerca de los horrores que había sufrido la gente durante la Guerra Civil.
Sandy se inclinó ante la marquesa. Barbara no sabía cómo saludarla y optó por hacerle una reverencia que fue acogida con una leve sonrisa. La marquesa debía de tener unos cincuenta años, con un afable rostro que debió de ser bonito en otros tiempos pero que ahora aparecía surcado por unas arrugas de tristeza.
– Señora -dijo Sandy-, permítame que me presente. Alexander Forsyth. Ésta es mi esposa, Barbara. Disculpe la impertinencia, pero el señor Cana me dijo que estaba usted buscando voluntarias para su orfelinato.
– Sí, ya me lo comentó. Tengo entendido que es usted enfermera, señora.
– Me temo que llevo años sin ejercer mi profesión.
La marquesa la miró con la cara muy seria.
– Esas habilidades jamás se olvidan. Muchos de los niños de nuestro orfelinato están enfermos o resultaron heridos durante la guerra. Hay muchos huérfanos en Madrid. -La marquesa meneó tristemente la cabeza-. Sin progenitores ni casa ni escuela, muchos de ellos se dedican a mendigar por las calles.
– ¿Dónde está el orfelinato, señora?
– Cerca de la calle de Atocha, en un edificio que nos ha cedido la Iglesia. Las monjas nos echan una mano con la enseñanza, pero necesitamos más ayuda médica. La atención sanitaria les lleva todavía mucho tiempo.
– Naturalmente.
– ¿Cree usted que nos podría ayudar, señora?
Barbara pensó en los descalzos pilludos de rostro desencajado que solía ver vagando por las calles.
– Sí, me gustaría.
La marquesa se llevó una mano a la barbilla.
– Disculpe que se lo pregunte, señora, pero usted es inglesa. ¿Y católica?
– No, no, me temo que no. Fui bautizada en el credo anglicano. -Barbara soltó una avergonzada carcajada. Sus padres jamás habían ido a la iglesia. ¿Qué pensaría la marquesa si supiera que ella y Sandy no estaban casados?
– Tal vez haya que convencer a las autoridades religiosas. Pero necesitamos enfermeras, señora Forsyth. Hablaré con el obispo. ¿Podría telefonearla?
Sandy extendió los brazos.
– Lo entendemos perfectamente.
– Veré qué se puede hacer. Sería estupendo que usted nos pudiera ayudar. -La marquesa inclinó la cabeza para dar a entender que la entrevista había terminado. Barbara le hizo otra reverencia y siguió a Sandy por el pasillo.
– Lo hará -dijo Sandy-. La marquesa tiene mucha influencia.
– No entiendo por qué mi religión tiene que ser un problema. La Iglesia de Inglaterra no es nada de lo que uno tenga que avergonzarse.
Sandy se volvió para mirarla súbitamente enojado.
– Porque, a ti no te educaron en el meollo de lo que es eso -replicó-. Y no tuviste que aguantar a esos hipócritas un día sí y otro también. Por lo menos, con los católicos sabes qué terreno pisas.
Barbara había olvidado que la Iglesia era para Sandy como un nervio en carne viva. Como la mención de su familia, era un tema capaz de provocar su enfado repentino.
– Bueno, bueno, perdona.
Sandy había vuelto la cabeza y estaba mirando a un hombre medio calvo que se encontraba muy cerca de ellos vestido con uniforme de general y los estudiaba con expresión de reproche. El general enarcó levemente las cejas y se alejó. Sandy tuvo la sensación de haber caído en una trampa y se volvió hacia Barbara con semblante enfurecido.
– Mira lo que has hecho -murmuró-. Me has dejado en ridículo delante de Maestre. Lo ha oído.
– ¿Qué quieres decir? ¿Quién es Maestre?
– Un enemigo de mi proyecto del Ministerio de Minas. No importa. Perdona. Mira, cariño, tú ya sabes que el tema de la Iglesia me ataca los nervios. Vamos, quieren que nos sentemos.
Unos lacayos vestidos con uniformes del siglo XVIII se abrieron paso entre la gente, instando a todo el mundo a ocupar sus asientos. Ahora el teatro ya estaba lleno. Sandy llegó a su fila situada hacia el medio de platea y se colocó junto a un hombre vestido con uniforme de la Falange. Barbara lo reconoció. Otero, uno de los socios de negocios de Sandy. Era algo así como ingeniero de minas. Tenía un rostro redondo de burócrata, pero sus ojos color verde aceituna miraban por encima de la almidonada camisa azul con penetrante dureza. No le gustaba.
– Alberto -dijo Sandy, apoyando la mano en su hombro.
– Hola, amigo. Señora.
Se oyó un murmullo entre los presentes. Al fondo de la sala se abrió una puerta y un grupo de lacayos se inclinó ante una pareja de mediana edad. Barbara había oído decir que Franco era un hombre bajito, pero ahora se sorprendió al ver lo menudo e incluso frágil que parecía. Vestía uniforme de general con un fajín ancho rojo y alrededor de la amplia cintura. La calva de la coronilla le brillaba bajo las luces. Doña Carmen, que caminaba a su espalda, era ligeramente más alta que su marido y lucía una tiara de brillantes sobre el cabello negro azabache. Su rostro alargado y altivo estaba hecho como a medida para la regia expresión que exhibía. En cambio, el pétreo rostro del Generalísimo tenía un algo de artificial, con aquella boca pequeña tan apretada bajo el bigotito y aquellos ojos tan sorprendentemente grandes mirando directamente hacia delante mientras avanzaba con aire marcial ante el escenario.
Los falangistas mezclados entre el público se pusieron en pie y lo saludaron brazo en alto. «¡Jefe!», gritaron. El resto del público y los componentes de la orquesta hicieron lo propio. Sandy rozó ligeramente a Barbara con el codo. Ella lo miró, no esperaba tener que hacer eso, pero él le volvió a tocar el codo con insistencia. Se puso en pie a regañadientes y levantó el brazo, sin poder asociarse a los gritos.
– ¡Je-fe! ¡Je-fe! ¡Fran-co! ¡Fran-co!
El Generalísimo no correspondió a los saludos y siguió avanzando como un autómata hasta llegar a una puerta del otro extremo. Los lacayos la abrieron y la pareja desapareció al otro lado. Los gritos arreciaron y la gente saludó brazo en alto, mirando hacia el palco real mientras Franco y doña Carmen hacían nuevamente su aparición y contemplaban por un instante la platea. Ahora doña Carmen sonreía; en cambio, el rostro de Franco seguía tan frío e inexpresivo como antes. Éste alzó levemente un brazo y los gritos cesaron de inmediato. El público se sentó. El director de orquesta extranjero se levantó y se inclinó en dirección al palco real.
A Barbara le gustaba la música clásica. Cuando vivía en Inglaterra, la prefería al jazz que tanto entusiasmaba a su hermana y, a veces, acudía a algunos conciertos en compañía de sus padres. Jamás había prestado atención a la música romántica alemana, y de hecho el nombre de Weber no le sonaba de nada, pero le gustó. Vio que la gente se relajaba, sonreía y asentía con la cabeza.
Pronto pasaron a Wagner. El alegro fue subiendo hasta alcanzar el clímax, e inmediatamente empezó el adagio. Ahora la música era más lenta y el sonido transmitía una tristeza pura y fluida. La gente rompió a llorar por todo el teatro, primero una o dos mujeres, y después más y más, y también algunos hombres. Se oían ahogados sollozos en todos los rincones. Casi todos los presentes habían perdido a alguien en la Guerra Civil y aquella música parecía hablarles a todos de batallas y de héroes, sí, pero también de muerte y melancolía. Barbara miró a Sandy; él le dedicó una sonrisa tensa y avergonzada.
Levantó la vista hacia el palco real. Carmen Polo mostraba un semblante apacible y sosegado. En cambio, el Generalísimo fruncía levemente el entrecejo. De pronto, Barbara observó una trémula contracción muscular alrededor de su boca. Pensó que él también se iba a echar a llorar, pero después los rasgos se volvieron a relajar y ella se percató de que el Generalísimo había reprimido un bostezo. Apartó la mirada con una súbita y violenta sensación de repugnancia.
En un momento dado perdió la noción del tiempo, pero más tarde el sonido de un piano le hizo evocar a Barbara una desierta y desolada llanura. Sabía que el tal Luis era probablemente un embustero, pero también cabía la posibilidad de que Bernie estuviera encarcelado en algún lugar mientras ella permanecía allí sentada. Sus dedos se doblaron con fuerza alrededor de la estola, hasta hundirse en la suave piel.
Las notas de piano se intensificaron para dar paso a los violines con los que la música alcanzó un clímax desgarrador. Barbara sintió que algo se quebraba y se desbordaba en su interior, y también rompió a llorar, mientras las lágrimas le bajaban por las mejillas. Sandy la miró inquisitivamente y después le tomó la mano y se la oprimió con recelo.
Cuando terminó la música, hubo un prolongado momento de silencio antes de que el público estallara en ensordecedores aplausos que se prolongaron durante varios minutos. Las lágrimas brillaban en el rostro del director de orquesta. Sandy se volvió hacia Barbara:
– ¿Te ocurre algo?
– No. Perdona.
Sandy lanzó un suspiro.
– Antes no debería haber perdido los estribos. Pero tú ya sabes que ciertas cosas me atacan los nervios.
Barbara percibió un velado tono de irritación por debajo de sus tranquilizadoras palabras.
– No es eso. Es que… todo el mundo ha perdido muchas cosas. Todo el mundo.
– Lo sé. Anda, sécate las lágrimas. Ya estamos en el descanso. ¿Te quedas aquí? Si quieres, pido que te traigan un brandy.
– No, estoy bien. Te acompaño. -Barbara miró alrededor y vio que Otero la estudiaba con curiosidad. Él captó su mirada y esbozó una rápida e hipócrita sonrisa.
– Buena chica -dijo Sandy-. Vamos, pues.
En la barra, Sandy le pidió una tónica con ginebra. Era fuerte, pero ella lo necesitaba. Notó que se le encendían las mejillas mientras bebía. Otero se reunió con ellos en compañía de su mujer, la cual era sorprendentemente joven y agraciada.
– Qué música más triste, ¿verdad? -le dijo ésta a Barbara.
– Sí, pero muy bonita.
Otero se arregló el nudo de la corbata.
– Un gran director. Tiene que sentirse muy orgulloso de haber tocado en presencia del Generalísimo.
– Sí, ¿lo ha visto usted? -le preguntó con entusiasmo la mujer de Otero a Barbara-. Yo estaba deseando verlo. Un genio de la cabeza a los pies.
– Sí-dijo Barbara, esbozando una tensa sonrisa.
Oyó que Otero hablaba en voz baja con Sandy.
– ¿Alguna noticia sobre los últimos judíos?
– Sí. Harán lo que sea con tal de evitar que los envíen de nuevo a Vichy.
– Muy bien. Necesitamos exhibir algo más. Yo puedo conseguir que parezca un hecho positivo.
Otero se dio cuenta de que Barbara estaba escuchando y le dirigió otra de sus miradas penetrantes.
– Bueno, señora Forsyth -dijo-. No sé si este Von Karajan conseguirá ser recibido por el Generalísimo. Al parecer, tuvo un problema y se equivocó en un concierto de gala el año pasado y Hitler juró que no volvería a dirigir.
– Estoy segura de que la música al menos le habrá encantado -contestó ella en tono imparcial.
Un hombre se abrió paso entre la gente. Era el general cuya mirada había inquietado previamente a Sandy. Otero apretó los labios, y sus ojos penetrantes miraron parpadeando alrededor; pero Sandy inclinó la cabeza y miró al militar con una cordial sonrisa en los labios.
– General Maestre.
El general lo miró fríamente a los ojos.
– Señor Forsyth -dijo-. Y mi viejo amigo el capitán Otero… que pertenece a la Falange.
– Sí, señor. -Maestre asintió con la cabeza.
– Tengo entendido que su proyecto marcha viento en popa. Material de construcción requisado por aquí y sustancias químicas por allá.
– Sólo pedimos lo que necesitamos, señor. -Se advertía un tono de desafío en la voz de Otero-. El propio Generalísimo lo ha…
– Aprobado. Sí, lo sé. Un proyecto para ayudar a España en su camino hacia la prosperidad. Y para que usted gane dinero, naturalmente.
– Soy un hombre de negocios, señor -dijo Sandy, con una sonrisa en los labios.
– Sí. Usted nos ayuda y, al mismo tiempo, se hace rico.
– Así lo espero, señor.
Maestre asintió lentamente un par de veces con la cabeza. Estudió un momento a Barbara con los ojos entornados, después inclinó bruscamente la cabeza y se retiró. Mientras se volvía, Barbara le oyó pronunciar en voz baja la palabra «sinvergüenza».
Otero miró a Sandy; Barbara intuyó que el falangista estaba asustado.
– No te preocupes -le dijo Sandy-. Todo está controlado. Mira, mañana hablamos de eso.
Otero vaciló un instante.
– Algo va mal -murmuró-. Vamos -dijo bruscamente a su mujer. -Ambos se incorporaron al goteo de personas que se dirigía lentamente hacia la salida. Sandy se acodó en la barra, haciendo girar entre sus dedos el pie de su copa vacía con expresión pensativa.
– ¿Qué es todo eso? -preguntó Barbara-. ¿Qué ha querido decir con eso de que algo va mal?
Sandy se acarició el bigote.
– Es una vieja, a pesar de toda su parafernalia falangista.
– ¿Qué has hecho para incomodar al general? Aquí no se incomoda a un general así como así.
Sus ojos entornados la miraron con expresión pensativa.
– Maestre forma parte del comité de suministros para nuestro proyecto del Ministerio de Minas. Es un monárquico. -Sandy se encogió de hombros-. Todo política. Intrigas encaminadas a asegurarse el puesto.
– ¿Al general no le gusta vuestro proyecto porque cuenta con el apoyo de la Falange?
– Exacto. Pero, a la hora de la verdad, Maestre no pinta nada porque nosotros contamos con la bendición de Franco.
Sandy se levantó, alisándose las solapas.
– ¿Qué decía Otero sobre los judíos?
Sandy volvió a encogerse de hombros.
– Eso también es confidencial. Tenemos que mantener en secreto las actividades del comité. Si los alemanes se enteraran, se armaría un follón.
– Me desagrada que se agasaje a los nazis.
– Les encanta que los halaguen. Pero eso es todo lo que hay. Juegos diplomáticos. -Ahora la voz de Sandy denotaba impaciencia. Apoyó una mano en la parte inferior de su espalda-. Vamos, ahora viene Strauss. Procura olvidar la guerra. Nos queda muy lejos.
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