9
El Café Rocinante se encontraba en una callejuela de las inmediaciones de la calle Toledo. Al salir de la embajada, Harry vio al pálido joven español pisándole una vez más los talones. Soltó una maldición… Habría deseado volverse, pegarle un grito y arrearle un guantazo. Dobló un par de esquinas y consiguió despistarlo. Siguió adelante rebosante de satisfacción; pero, en cuanto vio el café y cruzó la calle, sintió que el corazón se le salía del pecho. Respiró hondo varias veces mientras abría la puerta. Repasó todo lo que habían preparado en Surrey con vistas a aquel primer encuentro. «Dé por sentado que se mostrará desconfiado -le habían dicho-; procure parecer cordial e ingenuo como corresponde a un recién llegado a Madrid. Muéstrese receptivo y dispuesto a escuchar.»
El café estaba muy oscuro; la luz natural que penetraba a través de la pequeña y polvorienta ventana sólo contaba con la ayuda de unas cuantas bombillitas de quince vatios distribuidas por las paredes. Casi todos los parroquianos eran hombres de mediana edad de la clase media, tenderos y pequeños comerciantes. Permanecían sentados a las mesitas, bebiendo café o chocolate y hablando, sobre todo, de negocios. Un escuálido muchacho de diez años se paseaba entre las mesas vendiendo los cigarrillos de una bandeja que llevaba atada alrededor del cuello con una cinta. Harry se sentía incómodo y miraba con disimulo en torno a sí para no llamar la atención. O sea que aquello era ser espía. Notaba una especie de silbido y de sordo zumbido en el oído malo.
Aparte de un par de mujeres de mediana edad que comentaban lo caras que se estaban poniendo las cosas en el mercado de estraperlo, sólo había otra mujer fumando en soledad con una taza de café vacía delante. Era una treintañera delgada y nerviosa, envuelta en un vestido desteñido. Miraba constantemente a los restantes clientes y sus ojos se movían con la rapidez de un rayo de una mesa a otra. Harry se preguntó si sería alguna especie de confidente. Llamaba demasiado la atención, pero la verdad es que también la llamaba su «espía».
Vio inmediatamente a Sandy, sentado solo a una mesa leyendo un ejemplar del ABC. En la mesa había una taza de café y un enorme cigarro apoyado en un cenicero. Si no hubiera visto las fotografías, no lo habría reconocido. Con su impecable traje a medida, su bigote y su cabello engominado peinado hacia atrás, poco le quedaba del compañero de colegio que Harry recordaba. Estaba más grueso, aunque no de grasa sino de músculo, y ya tenía unas cuantas arrugas en el rostro. Sólo le llevaba a Harry unos cuantos meses, pero aparentaba cuarenta años. ¿Cómo podía parecer tan mayor?
Se acercó a la mesa. Sandy no levantó la mirada y él se quedó allí de pie un instante, sintiéndose un poco ridículo. Carraspeó y entonces Sandy dejó el periódico y lo miró con semblante inquisitivo.
– ¿Sandy Forsyth? -Harry fingió sorprenderse-. Eres tú, ¿verdad? Soy Harry Brett.
Sandy se quedó momentáneamente en blanco, pero enseguida cayó en la cuenta. Se le iluminó todo el rostro y esbozó la ancha sonrisa que Harry recordaba, dejando al descubierto unos blancos dientes cuadrados.
– ¡Harry Brett! Eres tú. ¡No puedo creerlo! ¡Después de tantos años! Pero, Dios mío, ¿qué estás haciendo aquí? -Se levantó y estrechó con firmeza la mano de Harry. Harry respiró hondo.
– Trabajo como intérprete en la embajada.
– ¡Dios bendito! Sí, claro, te matriculaste en idiomas en Cambridge, ¿verdad? ¡Menuda sorpresa! -Se inclinó hacia delante y le dio una palmada en el hombro-. Jesús, has cambiado muy poco. Siéntate, ¿te apetece un café? ¿Qué haces en el Rocinante?
– Vivo muy cerca de aquí, a la vuelta de la esquina. Decidí salir a dar un paseo.
Se le hizo un nudo momentáneo en la garganta al soltar la primera mentira; pero, al ver la ingenua y jovial expresión de sorpresa en el rostro de Sandy, comprendió que éste se había tragado la trola. Experimentó una punzada de remordimiento, y después, de alivio al ver la alegría de Sandy, aunque ello no contribuyera precisamente a facilitarle las cosas.
Sandy chasqueó los dedos y un anciano camarero envuelto en una chaqueta blanca cubierta de lamparones se acercó de inmediato. Harry pidió chocolate caliente. El humo del cigarro se elevó en espirales desde la boca de Sandy, mientras éste estudiaba a Harry.
– Bueno, bueno, hay que ver. -Sandy meneó la cabeza-. Han pasado… ¿cuántos?… quince años. Me asombra que me hayas reconocido.
– Bueno, un poco sí que has cambiado. Al principio, no estaba seguro…
– Años atrás pensé que me habías olvidado.
– Esos días jamás se olvidan.
– Te refieres a Rookwood, ¿eh? -Sandy meneó la cabeza-. Has engordado un poco.
– Creo que sí. Te veo en muy buena forma.
– El trabajo me mantiene alerta. ¿Recuerdas aquellas tardes buscando fósiles? -Sandy volvió a sonreír con una expresión repentinamente rejuvenecida-. Fueron para mí los mejores momentos en Rookwood. Los mejores. -Lanzó un suspiro y su rostro pareció cerrarse mientras se reclinaba contra el respaldo de su asiento. Seguía sonriendo, pero su mirada revelaba un cierto recelo-. ¿Cómo terminaste trabajando para el Gobierno de su majestad?
– Me hirieron en Dunkerque.
– Sí, claro, la guerra. -Sandy hablaba como si fuera algo que ya hubiera olvidado y no tuviera nada que ver con él-. Nada grave, espero.
– No, ahora ya estoy bien. Me ha quedado un pequeño problema de oído. Sea como fuere, después ya no quise regresar a Cambridge. El Foreign Office estaba buscando intérpretes y me aceptaron.
– Conque Cambridge, ¿eh? ¿O sea que, al final, no te presentaste a la Oficina de Colonias? -Sandy soltó una carcajada-. Sueños juveniles. ¿Recuerdas que tú ibas a ser un funcionario territorial en Bongolandia y yo un cazador de dinosaurios? -Ahora la expresión de Sandy se había vuelto a relajar y mostraba un semblante risueño. Alargó la mano hacia el cigarro y le dio una larga calada.
– Pues sí. Es curioso cómo cambian las cosas. -Harry procuró que su tono sonara relajado-. ¿Y tú qué haces aquí? He notado una especie de sacudida al verte. Yo a éste lo conozco, he pensado, pero ¿quién es? Y entonces te he reconocido. -Ahora las mentiras le salían con la mayor fluidez.
Sandy dio otra calada a su cigarro y exhaló nuevas volutas de áspero humo.
– Vine a parar aquí hace tres años. Hay muy buenas oportunidades de negocios. Estoy aportando mi granito de arena a la reconstrucción de España. Aunque no descarto marcharme a otro sitio dentro de un tiempo.
El anciano camarero se acercó y depositó una tacita de chocolate delante de Harry. Sandy le hizo una seña al pequeño que vendía cigarrillos Lucky Strike a la flaca.
– ¿Te apetece un cigarro? Le daremos una alegría a Roberto. Tiene un par de habanos escondidos por aquí dentro. Un poco secos, pero no están mal.
– Gracias, no fumo.
Harry miró a la mujer. Ni siquiera se molestaba en disimular que vigilaba a los clientes. Su rostro demacrado ofrecía un aspecto un tanto oficinesco.
– Tú nunca caíste, ¿verdad? Recuerdo que jamás te reunías detrás del gimnasio con nosotros, los chicos malos.
Harry se echó a reír.
– Nunca me gustó. Las dos veces que lo probé, me mareé. -Alargó la mano hacia la tacita de chocolate y observó que no le temblaba.
– Vamos, Brett, tú lo censurabas. -Ahora la voz de Sandy había adquirido un matiz irónico-. Siempre fuiste un hombre de Rookwood de la cabeza a los pies. Siempre cumplías las normas.
– Es posible. Pero llámame Harry, hombre.
Sandy sonrió.
– Como en los viejos tiempos, ¿eh? -Ahora la sonrisa de Sandy era auténticamente cordial.
– Sea como fuere, Sandy, la última vez que supe de ti aún estabas en Londres.
– Necesitaba largarme. Algunas personas del ambiente de la hípica llegaron a la conclusión de que yo no les gustaba. Mal asunto, lo de las carreras de caballos. -Sandy miró a Harry-. Fue entonces cuando perdimos el contacto, ¿verdad? Lo sentí mucho porque me encantaba recibir tus cartas. -Lanzó un suspiro-. Tenía un proyecto muy bueno, pero a algunos peces gordos les molestaba. De todas maneras, aprendí unas cuantas lecciones. Después, un conocido mío de Newmarket me comentó que la gente de Franco buscaba personas para trabajar como guías turísticos de los campos de batalla de la Guerra Civil. Personas con unos antecedentes adecuados para conseguir unas cuantas divisas y buscar en Gran Bretaña un poco de apoyo a los nacionales.
Y así me pasé un año acompañando a viejos coroneles de Torquay en un recorrido por los campos de batalla del norte. Más tarde, me metí en un par de negocios. -Sandy extendió los brazos-. Y acabé quedándome. Llegué a Madrid el año pasado, inmediatamente después de la entrada del Generalísimo.
– Comprendo. -«Mejor no hacer demasiadas indagaciones», pensó Harry. Demasiado prematuro-. ¿Sigues en contacto con tu padre?
El rostro de Sandy se endureció.
– Ya no. Mejor así, porque nunca nos llevamos bien. -Sandy guardó silencio un instante y después volvió a sonreír-. En fin. ¿Tú cuánto tiempo llevas en Madrid?
– Sólo unos días.
– Pero tú ya habías estado aquí antes, ¿verdad? Viniste con Piper después de la escuela.
Harry lo miró asombrado. Sandy soltó una risita y lo señaló con el extremo del cigarro.
– ¿A que no sabías que yo lo sabía?
A Harry le dio un vuelco el corazón. ¿Cómo se habría enterado?
– Pues sí. En tiempos de la República. Pero ¿cómo…?
– Y después regresaste, ¿verdad? -Harry lanzó un suspiro de alivio al ver que Sandy lo miraba con semblante risueño, lo cual no habría sido posible de haber conocido éste el verdadero propósito de su presencia allí-. Viniste para intentar averiguar su paradero tras haber sido dado por desaparecido en el Jarama y entonces conociste a su novia. Barbara. -Ahora Sandy rió de buena gana-. No te sorprendas tanto. Lo siento. Es sólo que conocí a Barbara en Burgos cuando trabajaba como guía, la Cruz Roja la envió allí cuando Piper se fue al oeste. Ella me lo contó todo.
Así que era eso. Harry lanzó un suspiro y se volvió a reclinar contra el respaldo de su asiento.
– Le escribí a través de la oficina de la Cruz Roja en Madrid, pero jamás obtuve respuesta. Seguramente las cartas no se llegaron a enviar.
– Probablemente, no. Por aquel entonces, todo era muy caótico en la República.
– Pero ¿cómo demonios os conocisteis vosotros dos? Menuda casualidad.
– No tanta. Había muy pocos ingleses en el Burgos del treinta y siete. Fue una coincidencia que ambos nos encontráramos en la zona nacional, supongo. Nos conocimos en una fiesta organizada por la Texas Oil para los exiliados. -Sandy sonrió de oreja a oreja-. De hecho, nos fuimos a vivir juntos. Ahora está conmigo, vivimos en una casa de la calle Vigo. Seguro que no la reconocerías.
– El otro día me pareció verla cruzando la Plaza Mayor.
– ¿De veras? ¿Qué estaría haciendo allí? Quizá buscando alguna tienda donde hubiera algo que mereciera la pena comprar.
Sandy sonrió.
«Esto es una complicación -pensó Harry-. Barbara.» ¿Cómo demonios se habría liado con Sandy?
– ¿Sigue trabajando con la Cruz Roja? -preguntó.
– No, ahora es ama de casa. Lo de Piper la afectó mucho, pero ya está bien. Intento convencerla de que trabaje un poco como voluntaria.
– El hecho de que mataran a Bernie la dejó destrozada. Jamás averiguamos dónde estaba su cuerpo.
Sandy se encogió de hombros.
– A los rojos les daba igual lo que les ocurriera a sus hombres. En todas aquellas ofensivas fallidas que ordenaron los rusos. Sólo Dios sabe cuántos de ellos quedaron enterrados en la sierra. Pero ahora Barbara está bien. Estoy seguro de que se alegrará de verte. El martes tendremos un par de invitados, ¿por qué no vienes tú también?
Era la clase de acceso que a Harry le habían dicho que intentara conseguir, ofrecido en bandeja.
– ¿No será perjudicial… para Barbara? No quisiera despertarle… malos recuerdos.
– Le encantará verte. Sandy bajó la voz-. Por cierto, siempre decimos a todo el mundo que estamos casados; aunque no sea cierto. Es más fácil, estos del Gobierno son unos puritanos.
Harry se fijó en que Sandy lo miraba a la espera de su reacción. Sonrió, inclinando la cabeza.
– Entiendo -dijo con torpeza.
– Durante la Guerra Civil todo el mundo vivía a salto de mata; claro, nadie sabía el tiempo que le quedaba. -Sandy sonrió-. Sé que Barbara agradeció mucho la ayuda que tú le prestaste.
– ¿De veras? Ojalá hubiera podido hacer algo más. Pero gracias, iré con mucho gusto.
Sandy se inclinó hacia delante y le dio otra palmada en el hombro.
– Y ahora, cuéntame algo más de ti. ¿Cómo están aquellos ancianos tíos tuyos?
– Pues como siempre. Ellos no cambian.
– ¿No te has casado?
– No. Hubo alguien, pero no salió bien.
– Pues aquí hay montones de señoritas muy guapas.
– De hecho, estoy invitado a una fiesta la semana que viene, por parte de uno de los subsecretarios al que serví como intérprete. Los dieciocho años de su hija.
– Ah, ¿y quién es? -preguntó Sandy con interés.
– El general Maestre.
Sandy entornó los ojos.
– Nada menos que Maestre. Te estás moviendo en ambientes muy exclusivos. ¿Qué tal es?
– Muy amable. ¿Lo conoces?
– Me lo presentaron brevemente una vez. Tenía muy mala fama durante la Guerra Civil. -Sandy hizo una pausa como de reflexión-. Vas a tener ocasión de conocer a mucha gente del Gobierno en tu profesión.
– Supongo que sí. Yo voy simplemente donde me mandan.
– Me han presentado a Carceller, el nuevo jefe de Maestre. He tratado con algunas personas del Gobierno. Incluso he conocido al Generalísimo -añadió Sandy con orgullo-. Durante una recepción que ofreció a hombres de negocios extranjeros.
«Quiere impresionarme», pensó Harry.
– ¿Y cómo es?
Sandy se inclinó hacia delante y bajó la voz.
– No como tú te imaginas al verlo pavonearse en los noticiarios. Parece más un banquero que un general. Pero es listo, como buen gallego. Seguirá aquí cuando gente como Maestre lleve tiempo desaparecida. Y dicen que es el hombre más duro del mundo. Firma las sentencias de muerte mientras se toma el café de la noche.
– ¿Y si ganamos nosotros la guerra? Seguro que Franco cae, aunque no se haya aliado con Hitler. -Le habían dicho que se mantuviera al margen de la política, pero Sandy había sacado el tema a colación. Era una oportunidad para averiguar lo que éste opinaba del régimen.
Sandy meneó confiadamente la cabeza.
– No entrará en guerra. Le da demasiado miedo el bloqueo naval. El régimen no es tan fuerte como parece; si los alemanes marcharan sobre España, los rojos empezarían a salir de sus escondrijos. Y, si ganamos nosotros -Sandy se encogió de hombros-, Franco nos será muy útil. No hay nadie más anticomunista que él. -Sonrió con ironía-. No te preocupes, no estoy ayudando a un enemigo de Inglaterra.
– Lo dices muy seguro.
– Es que lo estoy.
– Pues aquí la situación parece desesperada. La pobreza. Se respira una atmósfera auténticamente sombría.
Sandy se encogió de hombros.
– España es así. Como siempre ha sido y siempre será. Necesitan mano dura.
Harry inclinó la cabeza.
– Jamás habría imaginado que te gustara la idea de recibir órdenes de una dictadura, Sandy.
Sandy se echó a reír.
– Lo de aquí no es una auténtica dictadura. Es demasiado caótico para eso. Hay muy buenas oportunidades de negocio si mantienes alerta los cinco sentidos. Tampoco es que tenga intención de quedarme aquí para siempre.
– Podrías irte a otro sitio.
Sandy se encogió de hombros.
– Quizás el año que viene.
– Aquí parece que la gente está al borde de la inanición.
Sandy lo miró con la cara muy seria.
– Las dos últimas cosechas han sido desastrosas a causa de la sequía. Y la mitad de las infraestructuras fueron destruidas en la guerra. Gran Bretaña tampoco está ayudando mucho, francamente. Sólo se autoriza la entrada de la gasolina necesaria para mantener el transporte en marcha. ¿Has visto los gasógenos?
– Sí.
– Todo eso es una pesadilla burocrática, naturalmente; pero el mercado triunfará. Personas como yo les mostramos el camino. -Sandy miró a Harry a los ojos-. Y eso les servirá de ayuda. Porque yo quiero ayudar de verdad a esta gente.
La mujer los miraba. Harry se inclinó sobre la mesa y dijo en voz baja:
– ¿Has visto a la de aquella mesa? Se ha pasado el rato mirándonos desde que yo entré. Temo que sea una confidente.
Sandy se quedó momentáneamente en blanco y después echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Los demás clientes se volvieron para mirarlos.
– ¡Oh, Harry, Harry, eres increíble!
– ¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
– Es una puta, Harry. Siempre está aquí, buscando negocio.
– ¿Cómo?
– Tú te pasas el rato mirándola, cruzas la mirada con la suya y después apartas los ojos, y la pobre chica está que no se aclara. -Sandy la miró sonriendo. La mujer no comprendió sus palabras, pero se ruborizó al ver la burlona expresión de sus ojos.
– De acuerdo, pues no lo sabía. Pero no tiene pinta de puta.
– Muchas no la tienen. Probablemente es la viuda de algún republicano. Muchas se tienen que prostituir para llegar a fin de mes.
La mujer se levantó. Rebuscó en su bolso, dejó unas monedas encima de la mesa y salió. Sandy la vio alejarse sin dejar de sonreír en plan de guasa ante su visible azoramiento.
– De todos modos, hay que vigilar -añadió Sandy-. Hace poco tuve la sensación de que me seguían.
– ¿De veras?
– No estoy seguro. Pero después pareció que se largaban. -Sandy consultó su reloj-. Bueno, tengo que regresar a mi despacho. Deja que te invite.
– Gracias.
Sandy volvió a sonreír, meneando la cabeza.
– No sabes cuánto me alegro de verte. -Su voz denotaba sincero afecto-. Ya verás cuando se lo diga a Barbara. ¿Puedo ir a recogerte a la embajada el martes?
– Sí. Pregunta por el departamento de traducción.
Ya en la calle, Sandy le estrechó la mano a Harry.
– Inglaterra ha perdido la guerra, ¿sabes? Yo tenía razón… todas aquellas ideas de Rookwood, todo aquello del Imperio y de que si noblesse oblige y de que hay que participar en el juego, no son más que bobadas. Le pegas una patada y todo se desploma. La gente que se crea sus propias oportunidades, que se hace a sí misma, es el futuro. -Meneó la cabeza-. En fin. -Casi pareció lamentarlo.
– Aún no ha terminado.
– No del todo. Pero casi. -Sandy esbozó una sonrisa compasiva, después dio media vuelta y se fue.