Книга: Invierno en Madrid
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Aquella misma tarde Barbara salió a dar un largo paseo. Estaba nerviosa y preocupada, como le venía ocurriendo desde su encuentro con Luis. El tiempo era bueno después de la lluvia, pero todavía frío, por lo que, por primera vez desde la llegada de la primavera, se había puesto el abrigo.
Se fue al parque del Retiro; lo habían remozado desde el final de la guerra y habían plantado nuevos árboles para sustituir los que se habían cortado durante el sitio para que sirvieran de combustible. El parque volvía a ser lugar de encuentro para las mujeres respetables de Madrid.
Había refrescado y sólo las mujeres más valientes y solitarias se sentaban a conversar en los bancos. Barbara reconoció a la esposa de uno de los amigos de Sandy y la saludó con un movimiento de la cabeza, pero siguió adelante en dirección al zoo situado en la parte de atrás del parque; quería estar sola.
El zoo estaba casi desierto. Se sentó cerca del foso de los leones marinos, encendió un cigarrillo y se los quedó mirando. Había oído decir que los animales habían sufrido terriblemente durante el sitio; muchos habían muerto de hambre, pero ahora había un nuevo elefante donado por el Generalísimo. Sandy era aficionado a los toros, pero por mucho que él le hablara de la habilidad y el valor que todo ello suponía, Barbara no soportaba ver aquel animal fuerte y enorme atormentado hasta morir, los caballos moribundos y cubiertos de sangre, dando coces en la arena. Había visto un par de corridas y se negaba a volver. Sandy se había reído y le había dicho que no lo comentara delante de sus amigos españoles; la considerarían una inglesa sentimental de la peor clase.
Retorció el asa de su bolso de piel de cocodrilo. Unos pensamientos angustiosos a propósito de Sandy acudían incesantemente a su mente.
No era justo; aquel engaño lo ponía en peligro y podía destruir su carrera en el caso de que se llegara a descubrir lo que ella estaba haciendo. Se debatía entre el sentimiento de culpabilidad y la cólera que le producía la existencia limitada que llevaba desde hacía tiempo y la manera en que Sandy pretendía dirigirlo todo.
Al día siguiente de su reunión con Luis, había acudido al despacho del Express en la Puerta del Sol y había preguntado por Markby. Le dijeron que se había ido al norte para informar de que algunos oficiales alemanes cruzaban la frontera con Francia para comprar de todo.
Tal vez tuviera que interrogar a Luis. ¿Por qué le había dicho que había permanecido dos inviernos en Cuenca? ¿Acaso los estaba engañando tanto a ella como a Markby a cambio de dinero? A lo largo de toda la entrevista se había mostrado nervioso y preocupado, pero muy firme a la hora de exigir, el dinero que quería.
Se acercó una mujer envuelta en un abrigo de piel con un niño de unos ocho años al lado que vestía el uniforme de un pequeño «flecha», la sección más joven de la Falange Juvenil. Al ver los leones marinos, se apartó de su madre y se dirigió corriendo al foso, apuntando a los animales con su fusil de madera.
– ¡Bang! ¡Bang! -gritó-. ¡Muerte a los rojos, muerte a los rojos!
Barbara se estremeció. Sandy le había dicho que los de la Falange Juvenil eran una especie de boy-scouts españoles, pero a veces ella tenía sus dudas.
Al verla, el niño se acercó ella y levantó el brazo haciendo el saludo fascista.
– ¡Buenos días, señora! ¡Viva Franco! ¿La puedo ayudar en algo?
– No, gracias, estoy muy bien -repuso Barbara.
La mujer tomó al niño de la mano.
– Vamos, Manolito, el elefante está por allí. -Sacudió la cabeza, mirando a Barbara-. Qué agotadores son los niños, ¿verdad?
Barbara sonrió con recelo.
– Pero son el regalo que nos hace Dios -añadió la mujer.
– ¡Vamos, mamá, a los elefantes, a los elefantes!
Barbara los vio alejarse. Sandy no quería tener hijos; a sus treinta años, probablemente ya no los tuviera jamás. Hubo un tiempo en que habría deseado tener un hijo de Bernie. Su mente regresó a aquellos días de otoño con él, en el Madrid rojo. Sólo habían pasado cuatro años, pero parecía otra era.
Aquella primera noche en el bar, Bernie se le había antojado una criatura extraordinaria y exótica. No era sólo su belleza. La incongruencia entre su refinado acento de ex alumno de colegio privado y su tosco uniforme de soldado había contribuido a acrecentar la sensación de irrealidad.
– ¿Cómo se hizo esa herida en el brazo? -le preguntó ella.
– Me alcanzó un francotirador en la Casa de Campo. Se me está curando muy bien; no es más que una muesca en el hueso. Estoy de permiso por enfermedad, vivo en casa de unos amigos en Carabanchel.
– ¿No es el barrio que bombardean los nacionales? Tengo entendido que ha habido combates por allí.
– Sí, en la zona más apartada de la ciudad. Pero la gente que vive más allá no quiere irse. -Bernie sonrió-. Son extraordinarios y tremendamente fuertes. Conocí a la familia cuando estuve aquí hace cinco años. El hijo mayor está con la milicia de la Casa de Campo. Su madre le lleva comida caliente todos los días.
– ¿Nunca le han entrado deseos de volver a casa?
– ¿A mí? No. Me quedaré hasta que todo termine -respondió Bernie con expresión seria-. Hasta que convirtamos Madrid en la tumba del fascismo.
– Parece ser que los rusos van a enviar más pertrechos.
– Sí. Conseguiremos repeler a Franco. Y usted, ¿qué está haciendo aquí?
– Trabajo en la Cruz Roja. Ayudo a localizar a personas desaparecidas, negocio intercambios. Sobre todo, de niños.
– Cuando yo estuve en el hospital, el material sanitario procedía de la Cruz Roja. Sólo Dios sabe lo mucho que lo necesitaban. -La miró fijamente a los ojos y añadió-: Pero ustedes también facilitan material a los fascistas, ¿verdad?
– Tenemos que hacerlo. Estamos obligados a ser neutrales.
– No olvide cuál fue el bando que se levantó para acabar con un gobierno libremente elegido.
Ella cambió de tema.
– ¿En qué parte del brazo lo alcanzaron?
– Por encima del codo. Me han asegurado que pronto quedará como nuevo. Y entonces volveré al frente.
– Un poco más arriba y le habrían dado en el hombro. Ahí la cosa ya podría ser más complicada.
– ¿Es usted médico?
– Enfermera. Aunque llevo años sin ejercer. Ahora soy una burócrata -respondió Barbara, y soltó una carcajada.
– No lo desprecie, el mundo necesita organización.
Ella volvió a reír.
– Me parece que eso jamás se lo he oído decir a nadie. No importa lo útil que sea el trabajo que haces, la palabra burocracia siempre inspira recelo.
– ¿Cuánto tiempo lleva en la Cruz Roja?
– Cuatro años. Ahora no voy mucho a Inglaterra.
– ¿Tiene familia allí?
– Sí, pero hace dos años que no los veo. No tenemos demasiadas cosas en común. Y usted, ¿a qué se dedicaba antes de venir a España?
– Bueno, antes de irme trabajaba como modelo de escultor.
Barbara estuvo a punto de derramar el vino.
– ¿Como qué?
– Posaba para algunos escultores de Londres. No se preocupe, no es nada vergonzoso. Es un trabajo como cualquier otro.
– Se debe de pasar mucho frío -comentó ella por decir algo.
– Sí. Hay estatuas con piel de gallina por todo Londres.
En ese momento se abrió la puerta ruidosamente y entraron unos milicianos vestidos con monos de trabajo, entre ellos varias chicas del Batallón de Mujeres. Todos se agruparon alrededor de la barra entre gritos y empujones. Bernie se puso muy serio.
– Nuevos reclutas que mañana mismo marcharán hacia el frente -dijo-. ¿Quiere ir a algún otro sitio? ¿Qué le parecería ir al Café Gijón? Tal vez coincidamos con Hemingway.
– ¿No es ese que está cerca de la central telefónica que los nacionales tratan constantemente de bombardear?
– No tema, es un sitio bastante seguro.
Se acercó una miliciana que no debía de tener más de dieciocho años y pasó un brazo por los hombros de Bernie.
– ¡Salud, compañero! -Lo estrechó con más fuerza y dijo a sus camaradas algo que los hizo reír y vitorearla. Barbara no entendió nada, pero Bernie se ruborizó.
– Mi amiga y yo tenemos que irnos -dijo en tono de disculpa.
La miliciana puso cara de decepción. Bernie cogió a Barbara por el brazo con la mano sana y la condujo hacia la salida, abriéndose paso entre la gente.
Fuera, en la Puerta de Sol, siguió sujetándola por el brazo. Barbara notó que se le aceleraba el pulso. El sol poniente arrojaba un resplandor rojizo sobre los carteles de Lenin y Stalin. Los tranvías cruzaban ruidosamente la plaza.
– ¿Ha entendido lo que decían? -preguntó Bernie.
– No, mis conocimientos de español no dan para mucho.
– Pues quizá sea mejor así. Los milicianos son bastante desinhibidos. -Bernie se echó a reír un tanto avergonzado-. ¿Cómo se las arregla en su trabajo si no domina el idioma?
– Bueno, tenemos intérpretes. Y mi español ya mejorando. Me temo que en el despacho formamos una pequeña Babel. Franceses y suizos, en su mayoría. Yo hablo francés.
Entraron en la calle Montera. Un tullido alargó la mano desde un portal.
– Por solidaridad -dijo.
Bernie le entregó una moneda de diez céntimos.
Mientras cruzaban la Gran Vía, oyeron un rugido sordo por encima de sus cabezas. Alarmada, la gente miró hacia arriba. Algunas personas dieron media vuelta y echaron a correr. Barbara miró muy nerviosa alrededor.
– ¿No tendríamos que buscar un refugio antiaéreo?
– No se preocupe. Es sólo,un avión de reconocimiento. Venga.
El Café Gijón, un lugar de reunión de bohemios radicales antes de la guerra, era un local extremadamente moderno, con su típica decoración estilo art déco. Casi todas las paredes estaban revestidas de espejos. Junto a la barra se apretujaban los oficiales.
– No veo a Hemingway -dijo ella con una sonrisa.
– No importa. ¿Qué va a tomar?
Barbara pidió una copa de vino blanco y se sentó a una mesa. Mientras Bernie se acercaba a la barra, movió la silla buscando una posición donde no hubiera espejos, pero los muy condenados estaban por todas partes. No soportaba ver su imagen reflejada. Bernie regresó, sosteniendo en el brazo sano una bandeja con dos copas.
– Sujétela, si es tan amable.
– Sí, perdón.
– ¿Le ocurre algo?
– No. -Barbara jugueteó con sus gafas-. Es que no me gustan demasiado los espejos.
– ¿Y eso?
Ella apartó la mirada.
– La verdad es que no lo sé. ¿Es usted admirador de Hemingway?
– En realidad, no. ¿Usted lee mucho?
– Pues sí, dispongo de mucho tiempo por las noches. A mí tampoco me gusta Hemingway. Creo que le encanta la guerra, y yo la aborrezco. -Levantó la vista, preguntándose si habría sido demasiado vehemente; pero él se limitó a ofrecerle un cigarrillo, mirándola con una alentadora sonrisa en los labios.
– Han sido un par de años muy malos para alguien que trabaja en la Cruz Roja. Primero Abisinia, y ahora, esto.
– La guerra no acabará hasta que el fascismo sea derrotado.
– ¿Hasta que Madrid se convierta en su tumba?
– Sí.
– Y habrá otras muchas tumbas.
– No podemos huir de la historia -dijo Bernie, citando una frase.
– ¿Es usted comunista? -le preguntó Barbara de repente.
Bernie sonrió y levantó su copa.
– Sección Central de Londres. -Sus ojos brillaron con un destello de picardía-. ¿Se sorprende?
Ella se echó a reír.
– ¿Después de dos meses aquí? ¡Ya estoy curada de espantos!

 

Dos días más tarde, fueron a dar una vuelta por el Retiro. Habían colocado una pancarta sobre la verja principal. ¡NO PASARÁN!, rezaba. Los combates eran cada vez más encarnizados, y las tropas de Franco habían penetrado por la zona universitaria, al norte de la ciudad, pero las habían repelido. Los rusos enviaban más armamento. Barbara había visto una hilera de tanques bajando por la Gran Vía y levantando los adoquines de la calzada en medio de los vítores de la multitud. Al caer el sol las calles permanecían a oscuras para protegerlas de los bombardeos nocturnos, pero se podían ver los incesantes fogonazos blancos de artillería desde la Casa de Campo, en medio de retumbos y rugidos semejantes a los truenos de una tormenta interminable.
– Siempre he aborrecido la idea de la guerra, ya desde pequeña -le dijo Barbara a Bernie-. Perdí a un tío mío en el Somme.
– Mi padre también estuvo allí. Nunca ha sido el mismo desde entonces.
– De pequeña solía ver a personas que habían pasado por todo aquello, ¿sabe? Su comportamiento parecía normal, pero se las veía marcadas.
Bernie ladeó la cabeza.
– Ésa es una manera de pensar muy sombría para una niña pequeña.
– Pues yo siempre lo pensaba. -Barbara se echó a reír como si quisiera disculparse-. Me pasaba muchas horas sola.
– ¿Es hija única como yo?
– No, tengo una hermana cuatro años mayor que yo. Está casada y lleva una vida muy tranquila en Birmingham.
– Todavía se le nota un poco el acento.
– Oh, no, no me lo diga.
– Es bonito -dijo Bernie, imitando su tono-. Mis padres son unos londinenses de clase obrera. Es muy duro ser hijo único. Depositaron muchas esperanzas en mí, sobre todo cuando me dieron la beca para ir a estudiar a Rookwood.
– De mí nadie esperó nunca nada.
Bernie la miró con curiosidad y, de repente, hizo una mueca y se sujetó el brazo herido con el otro.
– ¿Le duele?
– Un poco. ¿Le importa que nos sentemos?
Ella lo ayudó a acomodarse en un banco. A través del tejido áspero de su gabán, su cuerpo se notaba duro y firme, y Barbara se sintió inmediatamente atraída por él.
Encendieron sendos cigarrillos. Estaban sentados delante del estanque, y el agua que brillaba a la luz de la luna constituía un reclamo para los bombarderos. Un leve olor a podrido se elevaba desde el barro que había al fondo. Un árbol había sido talado allí cerca y unos hombres lo estaban cortando a hachazos; hacía frío y escaseaba el combustible. Al otro lado del estanque, seguía en pie la estatua de Alfonso XII con su enorme columnata de mármol; muy cerca de allí, la boca de un gigantesco cañón antiaéreo representaba un extraño contraste.
– Si aborrece la guerra -dijo Bernie, reanudando la conversación-, seguro que es antifascista.
– Odio todas esas tonterías nacionalistas acerca de la raza superior. El comunismo también es algo demencial… La gente no quiere tenerlo todo en común con los demás, no es natural. Mi padre es propietario de una tienda. Pero ni es rico ni explota a nadie.
– Mi padre también regenta una tienda, pero no es el propietario. He ahí la diferencia. El partido no está en contra de los tenderos ni de otros pequeños comerciantes, reconocemos que la transición al comunismo va a ser muy larga. Por eso pusimos fin a lo que los ultrarrevolucionarios hacían aquí. A lo que somos contrarios nosotros es al gran capital, a los que apoyan el fascismo. Gente como Juan March.
– ¿Y ése quién es?
– El máximo financiador de Franco. Un hombre de negocios sin escrúpulos natural de Mallorca que ganó millones con el sudor de la frente de los demás. Corrupto hasta la médula.
Barbara apagó el cigarrillo.
– No se puede decir que todo lo malo corresponde a un bando en esta guerra. ¿Qué me dice de todas las personas que desaparecieron, que fueron detenidas de noche por las fuerzas de seguridad y a las que jamás se volvió a ver? Y no me niegue que eso esté pasando. Nosotros atendemos constantemente a mujeres angustiadas que se presentan en nuestras oficinas diciendo que sus maridos han desaparecido. Nadie les informa de dónde están.
– Los inocentes quedan atrapados en la guerra -repuso Bernie con serenidad.
– Precisamente. Miles y miles de ellos. -Bárbara volvió la cabeza. No quería discutir con él, por nada del mundo lo hubiera querido. Notó una cálida mano sobre la suya.
– No discutamos -pidió Bernie.
El contacto fue como una descarga eléctrica, pero Barbara apartó la mano y se la metió en el bolsillo. No lo esperaba; creía que él la había invitado a salir por segunda vez porque se sentía solo y no conocía a ningún otro inglés. «A lo mejor, necesita una mujer, una inglesa -pensó-; de lo contrario, ¿por qué me habría mirado?» Notó que se le aceleraba el pulso.
– ¿Barbara? -Bernie se inclinó hacia delante, tratando de que sus miradas se cruzasen. Inesperadamente, hizo una mueca, bizqueó y sacó la lengua. Ella rió y lo apartó-. No quería disgustarla -añadió-. Perdone.
– No… es que… No me coja la mano. Seré su amiga, pero no haga eso.
– De acuerdo. Disculpe.
– Sería mejor que no habláramos de política. Cree que soy una estúpida, ¿verdad?
Bernie negó con la cabeza.
– No. Ésta es la primera conversación decente que mantengo con una chica desde hace siglos.
– No conseguirá convertirme, ¿sabe?
Bernie la miró con expresión desafiante.
– Deme tiempo -dijo.
Al cabo de un rato, se levantaron y continuaron andando. Bernie le habló de la familia en cuya casa se hospedaba, los Mera.
– Pedro, el padre, es capataz de una obra. Gana diez pesetas al día. Tienen tres hijos y viven en un apartamento de dos habitaciones. Pero la acogida que nos dispensaron a mi amigo Harry y a mí cuando estuvimos aquí en el treinta y uno fue algo nunca visto. Inés, la esposa de Pedro, me cuidó cuando salí del hospital; no quiso ni oír hablar de que me fuera a otro sitio. Es indomable, una de esas mujeres españolas menudas que son puro fuego. -Bernie clavó sus grandes ojos en Barbara y añadió con una sonrisa-: Podría presentárselos, si quiere. Les encantaría conocerla.
– ¿Sabe que nunca he tratado con una familia española corriente? -Barbara suspiró-. A veces, si la gente me mira por la calle, creo que hay algo que no les gusta. No sé el qué. Quizá me esté volviendo un poco paranoica.
– Va usted demasiado bien vestida.
Ella se miró el viejo abrigo con incredulidad.
– ¿Yo?
– Sí. Es un buen abrigo y además lleva un broche.
– Es viejo. Y en cuanto al broche, no es más que vidrio de colores. Lo compré en Ginebra.
– Aun así, se considera una ostentación. La gente de aquí está viviendo un infierno. Ahora la solidaridad lo es todo, tiene que serlo.
Barbara se quitó el broche.
– Pues fuera con él. ¿Así le parece mejor?
– Está muy bien. Una persona entre tantas.
– Claro que usted, por ir de uniforme, siempre debe de conseguir lo mejor.
– Soy un soldado. -Bernie pareció ofendido-. Visto de uniforme para demostrar mi solidaridad.
– Disculpe. -Barbara se maldijo por haber vuelto a meter la pata. ¿Por qué demonios se interesaba Bernie por ella?-. Hábleme de ese colegio al que asistió.
Bernie se encogió de hombros.
– Rookwood hizo de mí un comunista. Al principio, me encantaba: lleno de hijos del Imperio, el criquet, un juego de caballeros, el viejo y querido himno de la institución… Pero muy pronto comprendí lo que había debajo de todo eso.
– ¿Se sintió a disgusto allí?
– Aprendí a ocultar mis sentimientos. Eso es lo único que te enseñan. Cuando me fui y regresé a Londres, me pareció… una liberación.
– Pues no le queda el menor acento de Londres.
– No, ésta es la única cosa que Rookwood me arrebató para siempre. Si ahora intento hablar cockney, sueno estúpido.
– Pero debió de tener amigos allí, ¿verdad? -No se lo imaginaba sin ningún amigo.
– Tenía a Harry -contestó Bernie-, que estuvo aquí conmigo hace cinco años. Me caía bien. Tenía el corazón donde hay que tenerlo. Ahora hemos perdido el contacto -añadió con tristeza-. Seguimos caminos distintos. -Hizo una pausa y se apoyó contra el tronco de un árbol-. Muchas personas excelentes acaban abrazando la ideología burguesa.
– Supongo que me considera una burguesa.
– Usted es otra cosa. -Bernie le guiñó el ojo.

 

Noviembre dio paso a diciembre, y unas lluvias frías y torrenciales bajaron desde la sierra de Guadarrama. Los fascistas habían quedado incomunicados en la Casa de Campo. Habían intentado abrir una brecha por el norte, pero allí también los habían repelido. El fuego de mortero seguía como siempre; en cambio, la crisis de desesperación ya se había superado. Ahora había bombarderos rusos en el cielo, unos rápidos monoplanos de morro achaparrado gracias a los cuales, en caso de que se aproximara algún bombardero alemán, éste era inmediatamente perseguido y obligado a alejarse. A veces se producían combates aéreos sobre la ciudad. Muchos decían que los rusos se habían apoderado de todo y que la República estaba a merced de ellos. Ahora los funcionarios gubernamentales se mostraban más antipáticos que antes y, en ocasiones, hasta parecían asustados. Los niños de los orfelinatos habían sido trasladados, de la noche a la mañana, a un campamento del Estado situado en algún lugar de las afueras de Madrid, por supuesto sin consultar con la Cruz Roja.
Bernie seguía viéndose con Barbara, la cual se pasaba casi todas las tardes con él en el Gijón o bien en algunos de los bares del centro. Los fines de semana se iban a pasear por la zona oriental de la ciudad, más segura, y a veces salían al campo que se extendía más allá. Ambos compartían el mismo sentido irónico del humor y se reían hablando de libros y de política y de sus infancias solitarias, cada una a su manera.
– La tienda en que trabaja mi padre es una de las cinco que posee el propietario -le explicó Bernie a Barbara un día. Estaban sentados en el murete divisorio de un campo de labranza de las afueras, aprovechando el sol en un día insólitamente templado. Las nubes se perseguían unas a otras y sus sombras se cernían sobre los campos. Costaba creer que el frente se encontrara a escasos kilómetros de distancia-. El señor Willis vive en Richmond, en una casa enorme, y le paga una miseria a mi padre. Sabe que éste jamás podría conseguir otro trabajo, ya que la guerra lo dejó muy… tocado. Mi madre es la que se encarga de casi todo, con la ayuda de una chica.
– Supongo que, en comparación con eso, yo estaba mejor -dijo Barbara-. Mi padre tiene un taller de reparación de bicicletas en Erdington. Siempre le ha ido muy bien. -Sintió la tristeza que siempre la embargaba al recordar su infancia; casi nunca hablaba de ella, pero de pronto se lo estaba contando todo a Bernie-. Cuando nació mi hermana, soñó con un hijo que algún día pudiera hacerse cargo del negocio, pero me tuvo a mí. Y después mi madre ya no pudo tener más hijos. -Encendió un cigarrillo.
– ¿Se lleva bien con su hermana? A menudo he pensado que me habría gustado tener una.
– No. -Barbara volvió el rostro-. Carol es muy guapa y siempre le ha encantado exhibirse. Sobre todo, delante de mí. -Miró a Bernie, y éste le dirigió una sonrisa de aliento-. Pero yo era más inteligente, la que pudo seguir estudiando.
Se mordió el labio inferior al pensar en los recuerdos que aquellas palabras le hacían evocar, y después volvió a mirarlo y decidió que lo mejor era seguir adelante. Por mucho que le doliera, le contó que había sido víctima del acoso de sus compañeras desde el primer día de clase hasta el último, a los catorce años.
– El primer día se burlaron de mis gafas y mis rizos, y yo me puse a llorar -continuó-. Así empezó todo, ahora lo comprendo. Supongo que eso me señaló como alguien a quien se podía atormentar y hacer llorar. Allí donde fuera, las niñas se burlaban de mí. -Lanzó un profundo suspiro y se estremeció-. Las niñas pueden ser muy crueles.
De pronto Barbara se sintió fatal y pensó que no debería habérselo contado, que había sido una estupidez. Bernie levantó la mano como para tomar la suya, pero después la dejó caer de nuevo.
– En Rookwood ocurría lo mismo -dijo-. Si tenías algo que se salía un poco de lo corriente y no contraatacabas, te elegían como víctima. Empezaron conmigo cuando llegué, a causa de mi acento; «plebeyo», me llamaban. Tumbé a unos cuantos y la cosa se resolvió. Pero me pareció curioso que esas cosas ocurrieran precisamente en las escuelas privadas. -Sacudió la cabeza-. Y en los colegios de chicas también, ¿eh?
– Sí. Ojalá les hubiera dado una paliza, pero estaba demasiado bien educada. -Barbara arrojó lejos el cigarrillo-. Tanto sufrimiento sólo porque llevaba gafas y tenía una pinta un poco rara. -Se levantó bruscamente y dio unos pasos, contemplando la ciudad que, desde allí, era una mancha lejana y borrosa. En su extremo más alejado se divisaban unos minúsculos resplandores que parecían señales indicadoras justo en los lugares que los fascistas bombardeaban.
Bernie se acercó a ella y le ofreció otro cigarrillo.
– No es verdad.
– ¿No es verdad el qué?
– Que tenga una pinta un poco rara. Es una tontería. Además, me gustan esas gafas.
Barbara se enfureció, como siempre cuando alguien le hacía un cumplido. Simplemente pretendían que ella se sintiera más a gusto con su aspecto. Se encogió de hombros.
– Bueno, al final me largué -dijo-. Querían que me quedara en aquel infierno y que fuera a la universidad, pero me negué. Tenía catorce años. Trabajé como mecanógrafa hasta que tuve edad suficiente para estudiar enfermería.
Bernie permaneció un rato en silencio. Barbara habría preferido que no la mirara tanto.
– ¿Cómo ingresó en la Cruz Roja? -le preguntó él.
– A la escuela solían ir personas que ofrecían charlas los miércoles por la tarde. Una mujer nos habló de la labor que llevaba a cabo la Cruz Roja, ayudando a los refugiados de Europa. La señorita Forbes… -Barbara sonrió-. Era una mujer fornida de mediana edad, con el cabello canoso y un estúpido sombrero con flores; pero era tan amable y se esforzó tanto por hacernos comprender lo importante que era aquel trabajo que decidí unirme a ellos, al principio como voluntaria juvenil. Yo había perdido la confianza en el género humano, y ellos me la devolvieron. Al menos en parte. -Las lágrimas asomaron a sus ojos.
– ¿Y acabó en Ginebra?
– Sí -respondió Barbara-. Porque también necesitaba alejarme de casa. -Exhaló una larga nube de humo y miró a Bernie-. ¿Qué pensaron sus padres cuando usted decidió unirse como voluntario a las Brigadas Internacionales?
– Sufrieron otra decepción. Como cuando dejé la universidad. -Bernie se encogió de hombros-. A veces me siento culpable por haberlos abandonado.
«Para trabajar por el partido -pensó Barbara-. Y para ser modelo de escultor.» Se lo imaginó momentáneamente sin ropa y bajó la mirada al suelo.
– No querían que viniera aquí, claro -continuó Bernie-, no lo entendían. -La miró de nuevo a los ojos-. Pero era preciso que viniera. Cuando vi los noticiarios, las colas de refugiados… Tenemos que destruir el fascismo, tenemos que hacerlo.

 

La llevó a ver a la familia Mera, pero la visita no fue un éxito. Barbara no los entendía a causa de su acento y se sentía incómoda entre tanto desorden.
Acogieron a Bernie como a un héroe, y ella imaginó que éste habría protagonizado algún acto de valentía en la Casa de Campo. Bernie compartía una habitación de aquella vivienda de alquiler con uno de los hijos, un escuálido muchacho de quince años con un pálido y demacrado rostro de tuberculoso.
En el camino de vuelta a casa, Barbara comentó que Bernie corría peligro al compartir una habitación con él. Él replicó con uno de sus ocasionales estallidos de cólera.
– No pienso tratar a Francisco como si fuera un leproso. Con buena alimentación y medicamentos apropiados, la tuberculosis se puede curar.
– Lo sé. -Barbara se avergonzó de sí misma.
– La clase obrera española es la mejor del mundo. Saben lo que es luchar contra la opresión y no temen hacerlo. Practican la verdadera solidaridad entre ellos y son internacionalistas; creen en el socialismo y trabajan por él. No son unos materialistas voraces, como casi todos los sindicalistas británicos. Son lo mejor de España.
– Lo siento -se disculpó Barbara-. Es que… no comprendía lo que decían y… bueno, me estoy comportando como una burguesa, ¿verdad? -Lo miró muy nerviosa, pero la cólera de Bernie ya se había desvanecido.
– Al menos, usted empieza a entenderlo, y eso ya es más de lo que la mayoría de la gente puede hacer.
Barbara habría comprendido que Bernie la quisiera sólo como amiga. Sin embargo, él intentaba tomarle la mano una y otra vez, y en un par de ocasiones había intentado besarla. ¿Por qué la quería a ella, pudiendo elegir a quien le diera la gana?, se preguntaba Barbara. Sólo se le ocurría pensar que, a pesar de su internacionalismo, él prefería a una inglesa. Temía que Bernie le hubiera dicho que su aspecto no tenía nada de malo sólo para llevársela a la cama. Sabía que los hombres no se andaban con muchos remilgos. Una vez ya la habían atrapado de aquella manera y eso constituía su peor recuerdo, un recuerdo que la avergonzaba. Sus anhelos y la confusión que experimentaba la estaban consumiendo.
A Bernie se le estaba curando el brazo; le habían quitado la escayola, pero aún lo llevaba en cabestrillo, y además debía presentarse cada semana en el cuartelillo.
Cuando se recuperara del todo, decía, lo trasladarían a un nuevo campo de instrucción para voluntarios ingleses, en el sur. Ella temía la llegada de aquel día.
– Me he ofrecido para echar una mano con los nuevos combatientes llegados de Inglaterra -prosiguió él-. Pero me han dicho que ya lo tienen todo resuelto. -Bernie frunció el ceño-. Creo que temen que mi maldito acento de escuela privada provoque el rechazo de los chicos de la clase obrera que están viniendo.
– Pobre Bernie -dijo Barbara-. Atrapado entre dos clases.
– Yo nunca he estado atrapado -replicó él con amargura-. Sé dónde están mis lealtades de clase.

 

Un sábado de principios de diciembre ambos fueron a dar un paseo por los barrios residenciales del norte. Era una zona de viviendas para ricos, enormes mansiones con jardín privado. Hacía mucho frío y la víspera había caído una ligera nevada. Al fundirse, la nieve había dejado una atmósfera gélida y húmeda, aunque aún quedaban algunas manchas blancas en los tejados.
Muchos habitantes de los barrios residenciales habían huido a la zona nacional o habían sido encarcelados, y algunas casas permanecían cerradas. Otras, en cambio, habían sido invadidas por ocupantes ilegales y los jardines aparecían plagados de malas hierbas o se habían convertido en huertos de hortalizas; cerdos y gallinas campaban a su antojo en algunos de ellos. Aunque el desorden la molestaba profundamente, Barbara ya empezaba a ver las cosas con los ojos de Bernie: evidentemente aquella gente necesitaba vivienda y comida.
Se detuvieron ante la verja de una enorme mansión en cuyas ventanas colgaba la colada. Una jovencita de unos quince años ordeñaba una vaca atada a un árbol en el centro de un césped salpicado de boñigas.
Al ver el gabán militar de Bernie, la chica se enderezó y lo saludó con el puño en alto.
– Habrán perdido sus casas por culpa de la artillería o los bombardeos de Franco -observó Bernie.
– Me pregunto dónde estarán los antiguos propietarios.
– Se han ido, eso es lo único que cuenta.
Al oír un rugido, los dos levantaron la vista hacia el cielo. Un gigantesco bombardero alemán sobrevolaba la zona, escoltado por un par de pequeños cazas. Tres aparatos rusos, con el morro pintado de rojo, volaban en círculo a su alrededor, dejando unas largas estelas de humo blanco en el cielo azul. Barbara echó la cabeza atrás para verlos mejor. Era una hermosa exhibición, hasta que uno caía en la cuenta de lo que estaba ocurriendo allí arriba. Al final de la calle se levantaba una iglesia neogótica del siglo XIX. Una pancarta colgaba sobre una puerta que estaba abierta: «Establo de la Revolución.»
– Venga -dijo Bernie-. Vamos a echar un vistazo.
El interior había sido destruido; casi todos los bancos se habían retirado y las vidrieras de colores estaban rotas. Las imágenes habían sido sacadas de sus hornacinas y arrojadas al suelo; unas balas de paja se amontonaban en un rincón. La parte de atrás de la iglesia había sido vallada para albergar un rebaño de ovejas. Los animales estaban todos apretujados y, cuando la pareja se acercó, se apartaron atemorizados y empezaron a balar, emparejándose entre sí y mirando de soslayo con sus extraños ojos desmesuradamente abiertos. Bernie intentó calmarlos murmurando palabras tranquilizadoras.
Barbara se acercó al montón de imágenes rotas. Una cabeza de yeso de la Virgen con los ojos llenos de lágrimas pintadas la miró con expresión de reproche desde el suelo y le evocó el convento donde se alojaban los niños. De pronto fue consciente de la presencia de Bernie a su lado.
– Las lágrimas de la Virgen -dijo, soltando una risita cohibida.
– La Iglesia siempre ha apoyado a los opresores. Al alzamiento de Franco lo llaman «cruzada» y bendicen a los soldados fascistas. No se puede reprochar que la gente esté furiosa.
– Yo jamás he entendido a la Iglesia, con todos sus dogmas. Es triste.
Sintió que Bernie le rodeaba el cuerpo con el brazo bueno y la obligaba a volverse. Se llevó tal sorpresa que no le dio tiempo a reaccionar cuando él se inclinó hacia delante. Notó el contacto de su mejilla y luego una cálida sensación de humedad mientras él la besaba. Después retrocedió un poco, tambaleándose.
– Pero ¿qué demonios estás haciendo?
Él la miró avergonzado, con un mechón de cabello rubio cayéndole sobre la frente.
– Tú lo deseabas -dijo-. Lo sé. Barbara, dentro de unas semanas estaré en el campo de instrucción. Puede que jamás vuelva a verte.
– ¿Y qué quieres? ¿Un poco de sexo con una inglesa? ¡Pues conmigo no cuentes! -Levantó la voz y el eco resonó por todo el templo. Las ovejas se asustaron y empezaron a balar en tono quejumbroso.
Bernie se acercó a ella.
– ¡Sabes muy bien que no es eso! -contestó, también a gritos-. Ya conoces mis sentimientos, ¿o acaso estás ciega?
– Ciega con mis estúpidas gafas, ¿verdad?
– ¿No ves que te quiero? -exclamó él.
– ¡Mentiroso!
Salió corriendo de la iglesia y bajó por el sendero. Mientras cruzaba la verja, resbaló sobre una placa de nieve y se desplomó sollozando contra el muro de piedra. Bernie se acercó y le apoyó una mano en el hombro.
– ¿Por qué iba a mentir? ¿Por qué? Te quiero. Y tú sientes lo mismo, lo he visto, ¿por qué no quieres creerme?
Ella se volvió para mirarlo.
– Porque soy fea y torpe y… ¡No! -Se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar con desconsuelo.
Un niño que pasaba caminando descalzo con un cerdito en brazos se detuvo a mirarlos.
– ¿Por qué te aborreces tanto? -preguntó Bernie con dulzura.
Ella sentía deseos de ponerse a gritar. Se enjugó las lágrimas, lo apartó de un empujón y echó a andar calle abajo. De repente, el niño se puso a gritar.
– ¡Miren! ¡Miren!
Barbara se volvió; el niño se había colocado el cerdito, que no paraba de chillar, bajo el brazo, mientras con el otro señalaba muy nervioso hacia lo alto. Arriba, en el cielo, uno de los cazas alemanes había sido alcanzado y caía en picado. Se oyó una fuerte detonación en algún lugar, no muy lejos de allí, y el niño vitoreó. Tras echar una rápida mirada hacia el cielo, Bernie echó a correr tras ella.
– Barbara, espera. -Logró alcanzarla y le cortó el paso-. Escúchame, por favor. El sexo me da igual, me trae sin cuidado; pero te quiero, te quiero.
Ella meneó la cabeza.
– Dime que tú no sientes lo mismo -insistió él-, y ahora mismo me voy.
A la mente de Barbara acudió la imagen de una docena de chiquillas gritando a su espalda en el patio de recreo: «Cuatro ojos con ricitos, pelitos de zanahoria!»
– Lo siento, es inútil, no puedo… no.
– No lo entiendes, no te das cuenta…
Barbara se volvió para mirarlo y, al ver el dolor y la tristeza reflejados en su rostro, se le encogió el corazón. Después dio un respingo al oír un silbido procedente de lo alto. Levantó la mirada. El segundo caza alemán había sido alcanzado y caía sobre ellos. Ya se encontraba espantosamente cerca: las llamas brotaban de su costado formando una larga lengua de color rojo amarillento. Cayó a plomo; Barbara vio las hélices que todavía giraban, brillantes como las alas de un insecto. Bernie también miraba hacia arriba. Ella lo apartó de su lado de un empujón y, mientras él se tambaleaba hacia atrás, el aire se llenó de un rugido sobrecogedor. Barbara vio que el alto muro de la casa ante la que pasaban se le venía encima. De pronto sintió un dolor terrible e insoportable cuando algo le golpeó la cabeza.
Sólo permaneció un instante sin sentido. Cuando volvió en sí, fue consciente del dolor de cabeza y trató desesperadamente de recordar lo que había ocurrido y dónde estaba. Abrió los ojos y vio a Bernie inclinado sobre ella, pero desenfocado, pues había perdido las gafas. Había ladrillos y polvo a su alrededor. Bernie lloraba sin apartar los ojos de ella. Barbara jamás había visto llorar a un hombre.
– Barbara, Barbara, ¿cómo estás? ¡Oh, Dios mío!, pensaba que habías muerto. ¡Te quiero, te quiero!
Ella permitió que la incorporara. Después apoyó el rostro en su pecho y se echó a llorar; ambos estaban sentados en el suelo, llorando en mitad de la calle. Oyó pisadas a su alrededor, de gente que había salido de las casas y se congregaba en torno a ellos.
– ¿Cómo están? -preguntó alguien-. ¡Dios mío, miren eso!
– Estoy bien -contestó Barbara-. Mis gafas, ¿dónde están mis gafas?
– Aquí -contestó Bernie en un susurro.
Se las alcanzó, y ella se las puso. Vio que el muro del jardín se había derrumbado y no los había alcanzado por los pelos, aunque toda la calle estaba sembrada de ladrillos. Uno de ellos debía de haberla alcanzado. Las llamas y el humo negro salían por todas las ventanas de la mansión y la cola del aparato asomaba por el tejado hundido. Barbara distinguió una cruz gamada de color negro. La habían tapado con pintura amarilla, pero igualmente se veía. Se llevó la mano a la cabeza y la retiró manchada de sangre. Una anciana envuelta en un chal negro la rodeó con su brazo.
– Es sólo un corte, señorita. ¡Ay!, se ha salvado de milagro.
Barbara alargó una mano hacia Bernie, que estaba lívido y se acariciaba el brazo herido. Los abrigos de ambos estaban cubiertos de polvo blanco.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó.
– La explosión me ha tirado al suelo. Me he lastimado un poco el brazo. Pero, ¡oh, Dios mío!, pensaba que estabas muerta. Te quiero, por favor, créeme. ¡Ahora tienes que creerme! -Bernie volvió a echarse a llorar.
– Sí -dijo ella-, te creo. Perdóname, perdóname, por favor.
Ambos se fundieron en un abrazo.
El grupito de españoles, unos refugiados que tal vez tres meses atrás jamás habían salido de sus pueblos, permanecía a su lado contemplando los restos del aparato que asomaban por el tejado de la mansión en llamas.
Mientras contemplaba los leones marinos sentada en el banco, Barbara volvió a recordar el abrazo de Bernie. Cuánto le debió de doler el brazo herido mientras la estrechaba con fuerza. Consultó su reloj, el relojito de pulsera de la marca Dior que Sandy le había regalado. En su mente no había resuelto nada, simplemente se había emocionado recordando el pasado. Ya era hora de regresar a casa, Sandy la estaría esperando.
Sandy ya estaba en casa cuando ella regresó, había dejado el coche aparcado en el camino particular de la casa. Se quitó el abrigo. Pilar subió trotando desde el sótano y se quedó de pie en el recibidor con las manos cruzadas, como siempre hacía cuando Barbara regresaba a casa.
– No necesito nada, Pilar. Gracias.
– Muy bien.
La chica inclinó la cabeza y regresó a la cocina de abajo. Barbara sacudió los pies para quitarse los zapatos. Tenía los pies doloridos tras haberse pasado toda la tarde caminando.
Subió al estudio de Sandy. Éste solía trabajar largas horas allí arriba, examinando papeles y efectuando llamadas por teléfono. La estancia se encontraba en la parte de atrás de la casa y tenía una pequeña ventana que apenas dejaba entrar la luz. Sandy la había llenado de adornos y obras de arte elegidas por él mismo. Un cuadro expresionista con una distorsionada figura que conducía un asno a través de un asombroso paisaje desértico dominaba la estancia iluminada por una lámpara de pared.
Ahora estaba sentado detrás de su escritorio, envuelto en una maraña de papeles, pasando un lápiz por el margen de una columna de cifras. No la había oído acercarse y su rostro ofrecía el aspecto que a veces tenía cuando pensaba que nadie podía verlo: vehemente, calculador y, en cierto modo, depredador. En su mano libre sostenía un cigarrillo cuya larga cola de ceniza amenazaba con desprenderse de su extremo.
Ella lo estudió con una nueva mirada crítica. Llevaba el cabello todavía alisado hacia atrás con una gomina tan espesa que se podían ver las huellas del peine a través de él. Tanto el cabello engominado como el bigotito recto estaban de moda en los círculos falangistas. Al verla, esbozó una sonrisa.
– Hola, cariño. ¿Has tenido un buen día?
– No ha estado mal. He ido al Retiro esta tarde. Está empezando a hacer frío.
– Llevas las gafas puestas.
– Por Dios, Sandy, no puedo salir a la calle sin ellas y que me atropellen. Me las tengo que poner, sería estúpido no hacerlo.
Él la miró un instante y después volvió a sonreír.
– En fin. El viento te ha coloreado las mejillas. Parecen dos rosas.
– ¿Y tú qué has hecho? ¿Has trabajado mucho?
– Sólo unos números para mi proyecto del Ministerio de Minas. -Apartó los papeles de la línea visual de Barbara y después tomó su mano en la suya-. Tengo una buena noticia. Ya sabes que me comentaste tu deseo de trabajar como voluntaria. Hoy he hablado con un hombre del Comité Judío cuya hermana es un pez gordo del Auxilio Social. Buscan enfermeras. ¿Te gustaría trabajar con los niños?
– No lo sé. Sería… una manera de hacer algo. -Una manera de apartar su mente de Bernie, del campo de Cuenca, de Luis.
– La mujer con quien tenemos que hablar es una marquesa. -Sandy arqueó las cejas. Fingía despreciar la esnobista adoración de la aristocracia que practicaba la clase alta española en tanta medida como la inglesa, pero Barbara sabía que le encantaba alternar con aquella gente-. Alicia, marquesa de Segovia. El sábado asistirá al concierto que se da en la Ópera; tengo entradas. -Sonrió y se sacó un par de entradas grabadas en letras doradas.
Barbara se sintió culpable.
– Oh, Sandy, siempre piensas en mí.
– No sé cómo será este concierto, pero también habrá algo de Strauss.
– Oh, gracias, Sandy. -Su generosidad la hacía sentirse avergonzada. Notó que las lágrimas asomaban a sus ojos y se levantó precipitadamente-. Será mejor que le diga a Pilar que empiece a preparar la cena.
– Muy bien, cariño. Yo todavía tengo para una hora.
Barbara bajó a la cocina, poniéndose los zapatos por el camino. No estaría bien que Pilar la viera caminar descalza.
La pintura de las paredes de la cocina era de un desagradable color mostaza, no blanca como la del resto de la casa. La chica estaba sentada a una mesa que había al lado de la vieja y enorme cocina económica. Contemplaba una fotografía. Mientras se la acercaba a la pechera del vestido y se levantaba, Barbara vislumbró fugazmente la imagen de un joven enfundado en un uniforme republicano. Era peligroso llevar encima una fotografía como aquélla; en caso de que le pidieran la documentación y un guardia civil la encontrara, le harían preguntas. Barbara fingió no haberla visto.
– Pilar, ¿podría empezar a preparar la cena? Hoy tenemos pollo al ajillo, ¿verdad?
– Sí, señora.
– ¿Tiene todo lo que necesita?
– Sí, señora. Gracias. -Había frialdad en los ojos de la chica.
Barbara habría querido explicarse, decirle que sabía lo que era aquello, que ella también había perdido a alguien. Pero no podía ser. Asintió con la cabeza y subió al piso de arriba para vestirse para la cena.
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