Книга: Invierno en Madrid
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Prólogo

Valle del J arama, España, febrero de 1937

 

Bernie llevaba horas semiinconsciente a los pies de la loma.
El Batallón Británico había sido transportado al frente dos días atrás, atravesando la yerma meseta castellana en una vieja locomotora. Aunque en el batallón había unos cuantos veteranos de la Primera Guerra Mundial, casi todos los soldados eran muchachos pertenecientes a la clase trabajadora que ni siquiera habían conocido la experiencia del Cuerpo de Instrucción de Oficiales de que había disfrutado Bernie, y mucho menos las superficiales nociones que poseían otros hombres educados en exclusivas escuelas privadas. Incluso aquí, en su propia guerra, la clase trabajadora se encontraba en inferioridad de condiciones.
La República mantenía una fuerte posición en lo alto de una colina que bajaba en acusada pendiente hacia el valle del Jarama, salpicado por pequeños altozanos y cubierto de olivares. Muy a lo lejos se distinguía la borrosa mancha de Madrid, la ciudad que había resistido a los fascistas desde el levantamiento de los generales del verano anterior. Madrid, donde estaba Barbara.
El ejército de Franco ya había cruzado el río. Allí abajo estaban las tropas coloniales marroquíes, muy duchas en el arte de utilizar todos los pliegues del terreno como protección. El batallón había recibido la orden de situarse en posición de defensa de la colina. Sus fusiles eran viejos, se registraba escasez de municiones y muchas armas ni siquiera se encontraban en condiciones de disparar debidamente. Se habían fabricado a partir de cascos de acero franceses de la Primera Guerra Mundial que, según los veteranos, no estaban hechos a prueba de balas.
Pese al intenso fuego del batallón, los moros iban ascendiendo poco a poco por la loma a medida que avanzaba la mañana, centenares de silenciosos y mortíferos fardos envueltos en sus grises capas cada vez más cercanos, agazapándose entre los olivos. De pronto se inició el ataque de la artillería desde las posiciones franquistas; la tierra amarilla que rodeaba al batallón se abrió en enormes cráteres y sembró el terror entre los soldados novatos. Por la tarde se recibió la orden de retirada. Todo se convirtió en un caos. Mientras corrían, Bernie vio que el terreno entre los olivos estaba sembrado de libros que los soldados habían sacado de sus macutos en un intento de aligerar el peso: poesía, manuales marxistas y textos pornográficos de los tenderetes callejeros de Madrid.
Aquella noche los supervivientes del batallón se tumbaron exhaustos en una vieja y hundida carretera de la meseta. No se tenían noticias sobre el resultado de la batalla en otras zonas del frente. Bernie se quedó dormido de puro agotamiento.
Por la mañana, el comandante del Estado Mayor ruso dio orden de que los restos del batallón reanudaran el avance. Bernie vio al capitán Wintringham discutiendo con él mientras las cabezas de ambos se perfilaban contra el frío cielo, que pasaba del rosa púrpura al azul con los primeros rayos de sol. El batallón estaba agotado y el enemigo lo superaba en número; los moros se habían atrincherado e iban armados con ametralladoras. Pero el ruso se mostraba inflexible y su rostro permanecía absolutamente inmóvil.
Los hombres recibieron la orden de formar, apretujados contra el borde de la hundida carretera. Al amanecer, los franquistas habían reanudado los disparos y el fragor ya era impresionante: sonoros disparos de fusil e incesantes ráfagas de ametralladora. Cuando aguardaba la orden de avanzar, Bernie estaba tan cansado que ni siquiera era capaz de pensar. La frase «estoy rendido, estoy rendido» le martilleaba una y otra vez la cabeza siguiendo el ritmo de un metrónomo. Muchos de los hombres estaban demasiado agotados para hacer otra cosa que no fuera mirar ciegamente al frente; otros temblaban de miedo.
Wintringham se puso personalmente al frente de la carga y cayó casi de inmediato, abatido por un disparo en la pierna. Bernie pegó un respingo y experimentó una sacudida, mientras las balas llovían por doquier y él contemplaba cómo los hombres con quienes se había adiestrado se desplomaban a su alrededor entre aullidos o leves suspiros, tras ser alcanzados por los disparos. Cuando apenas había avanzado cien metros, el desesperado impulso de caer y besar el suelo se volvió tan apremiante que Bernie se arrojó al amparo de un viejo y poderoso olivo.
Permaneció mucho rato apoyado contra el tronco nudoso, mientras las balas estallaban y silbaban a su alrededor y él contemplaba los cuerpos de sus compañeros, cuya sangre empapaba y teñía de negro la tierra pálida. Torció el cuerpo, tratando de pegarse al suelo.
Entrada la mañana cesaron los disparos, aunque Bernie los oyó en las primeras líneas. A su derecha vio una alta y escarpada loma cubierta de maleza. Decidió echar una corta carrera para alcanzarla. Se levantó, y echó a correr doblado casi por la mitad cuando oyó un disparo y sintió un punzante dolor en el muslo derecho. Notó la sangre que le resbalaba por los pantalones, pero no se atrevió a mirar a su alrededor. Impulsándose con los codos y la pierna sana, se arrastró desesperadamente hacia la protección de la loma mientras la antigua herida del brazo le provocaba un agudo dolor. Otra bala sacudió la tierra a su alrededor, pero no le impidió llegar a la loma. Se tumbó al abrigo de la pequeña colina y se desmayó.

 

Cuando volvió en sí ya era por la tarde y permanecía tumbado en una alargada sombra, mientras el calor del día se iba disipando. Había caído en la pendiente de la colina y no veía más que unos cuantos palmos de tierra y piedras. Se sintió agobiado por una sed espantosa. Todo permanecía inmóvil y en silencio. Se oía el canto de un pájaro en uno de los olivos, pero también el murmullo de unas voces lejanas en algún lugar. Hablaban en español y, por consiguiente, debían de ser franquistas, a no ser que las tropas republicanas de más al norte hubieran conseguido abrir una brecha, lo cual le costaba creer tras el percance sufrido por su sección. Él también permaneció inmóvil, con la cabeza hundida en la tierra polvorienta, consciente del entumecimiento de su pierna derecha.
Recuperaba el sentido intermitentemente y seguía oyendo el murmullo de las voces más adelante y a su izquierda. Al poco rato despertó del todo, se le despejó de pronto la cabeza y notó que la garganta le abrasaba. Ahora ya no se oían las voces, sólo el canto de un pájaro; seguramente no era el mismo de antes.
Bernie pensaba que España sería muy calurosa; recordaba de su visita con Harry seis años atrás un calor sofocante y seco. Pero, en febrero, aunque los días eran aceptablemente templados, al anochecer hacía frío, y él no se creía capaz de pasar la noche allí a la intemperie. Notaba que los piojos le corrían por el espeso vello del vientre. Habían infestado el campamento base, y Bernie no soportaba el picor. Le estaba ocurriendo algo muy curioso: podía resistir el dolor de la pierna, pero el deseo de rascarse le resultaba insoportable. Por lo poco que sabía, bien podía encontrarse rodeado de soldados nacionales que, tomando su forma inmóvil por un cadáver, le pegarían un tiro al menor movimiento. Levantó un poco la cabeza rechinando los dientes mientras esperaba el impacto de una bala de un momento a otro. Nada. Por delante de él sólo se extendía la ladera desnuda de la colina. Se volvió con rigidez. El dolor le traspasaba la pierna como un cuchillo y tuvo que apretar la mandíbula para ahogar un grito. Se incorporó sobre el codo y miró a su alrededor. Media pernera estaba desgarrada y la oscura sangre coagulada le cubría todo el muslo. Ahora no sangraba. La bala debía de haber pasado rozando la arteria, pero si se movía demasiado, posiblemente volviera a sangrar.
A su izquierda vio dos cuerpos con el uniforme de la Brigada, los dos boca abajo. Uno de ellos estaba demasiado lejos para verlo, pero el otro era McKie, el joven minero escocés. Con sumo cuidado y tratando de no mover la pierna, volvió a incorporarse sobre los codos y miró hacia la cumbre de la colina.
A unos cien metros por encima de él, asomado al borde, divisó un tanque alemán, uno de los que Hitler había regalado a Franco. Un brazo colgaba inerte de la torreta. Los franquistas debían de haber subido con tanques y uno de ellos se había detenido justo antes de precipitarse cuesta abajo. Se mantenía en precario equilibrio y el morro asomaba casi hasta la mitad; desde el lugar donde permanecía tumbado, Bernie distinguía los tubos y los tornillos de la parte inferior y las pesadas planchas blindadas de las bandas de rodamiento. Podía caérsele encima en cualquier momento; tenía que moverse.
Empezó a apartarse muy despacio. El dolor le apuñalaba la pierna y, tras recorrer un par de metros, se vio obligado a detenerse, sudando y jadeando. Ahora distinguía mejor a McKie. El disparo le había arrancado un brazo, que ahora descansaba a unos pocos metros de distancia. La brisa le alborotaba suavemente el cabello castaño, tan desgreñado en la muerte como solía estar en vida, pero el rostro ya aparecía mucho más blanco que de costumbre. Los ojos de McKie estaban cerrados y su semblante, gracioso a fuerza de feo, mostraba una apacible y serena expresión. Pobre muchacho, pensó Bernie mientras las lágrimas le escocían en los ojos.
La primera vez que había visto cadáveres, hombres traídos de la línea de combate madrileña y extendidos en hileras en la calle, Bernie se había mareado de horror. Sin embargo, cuando el día anterior libraron batalla, sus remilgos se disiparon. «No queda más remedio cuando estás bajo el fuego enemigo -le había dicho su padre en una de las insólitas ocasiones en que habló del Somme-, todos los sentidos se ponen en estado de alerta para sobrevivir. No ves, vigilas como vigila un animal. No oyes, escuchas como escucha un animal. Te conviertes en un ser tan centrado y despiadado como un animal.» Pero su padre sufría largos períodos de depresión y se pasaba las noches sentado en el pequeño despacho de la trastienda, con la cabeza inclinada bajo la débil y amarillenta luz de la lámpara, tratando de olvidar las trincheras.
Bernie recordaba las bromas de McKie acerca de la independencia de Escocia bajo el socialismo, mientras soñaba entre risas con verse libre del inútil idioma inglés. Se pasó la lengua por los labios resecos. Si salía de allí con vida, y aunque consiguieran crear un nuevo mundo libre, ¿recordaría en sueños aquel momento en que la brisa alborotaba el cabello de McKie?
Oyó un chasquido, un pequeño sonido metálico. Miró hacia arriba; el tanque se mecía ligeramente y el largo cañón se perfilaba contra el cielo cada vez más oscuro, balanceándose lentamente arriba y abajo. Sus movimientos al pie de la loma no podían haber bastado para desplazar el tanque, pero el caso es que el vehículo se estaba moviendo.
Bernie trató de incorporarse y el dolor le volvió a apuñalar la pierna herida. Siguió reptando y pasó junto al cuerpo de McKie. Ahora la herida le dolía más, notaba que la sangre le manaba de nuevo por la pierna. La cabeza le daba vueltas; le horrorizaba pensar que si se desmayaba, el tanque podía resbalar cuesta abajo y le aplastaría el cuerpo tumbado boca abajo. Tenía que permanecer consciente. Justo delante de él había un charco de agua sucia. A pesar del peligro, su sed era tan grande que hundió la cabeza en él y tomó un buen sorbo. Sabía a tierra y le entraron ganas de vomitar. Levantó la cabeza y se estremeció al ver el reflejo de su rostro: cada pliegue quedaba disimulado con una capa de barro sobre la desaliñada barba, y sus ojos eran los de un loco. De repente le pareció oír la voz de Barbara, recordó sus delicadas manos acariciándole el cuello. «¡Qué guapo eres! -le había dicho una vez-. Demasiado para mí.» ¿Qué diría si lo viera en ese momento?
Se oyó otro crujido, esta vez más fuerte. Levantó la mirada y descubrió que el tanque se estaba resbalando lentamente hacia delante.
Un pequeño desprendimiento de tierra y guijarros bajaba muy despacio por la cuesta de la colina.
– Oh, Dios mío -musitó-. Dios mío.
Se incorporó a medias y trató de seguir avanzando.
Sonó un fuerte chirrido y el tanque cayó rodando por la pendiente con un poderoso fragor. Bernie salió indemne por los pelos. Al llegar abajo, el largo cañón se hundió en la tierra y el vehículo blindado se detuvo, estremeciéndose como un gigantesco animal herido. El observador salió disparado de la torreta y cayó despatarrado en la trinchera, boca abajo. Tenía el cabello rubio ceniza: un alemán. Bernie cerró los ojos y emitió un jadeo de alivio.
Otro sonido lo indujo a volverse y mirar hacia arriba. Cinco hombres permanecían alineados al borde de la colina, atraídos por el estruendo. Tenían los rostros tan sucios y agotados como Bernie. Eran nacionales; vestían el uniforme de combate verde oliva de las tropas de Franco. Levantaron los fusiles y le apuntaron. Uno de los soldados desenfundó una pistola y le quitó el seguro, produciendo un leve chasquido. Se adelantó y empezó a bajar por la pendiente.
Bernie se apoyó en una mano y levantó la otra en un cansado gesto de súplica.
El franquista se detuvo a un metro de distancia. Era alto y delgado, y llevaba un bigotito como el del Generalísimo. Su duro rostro revelaba una expresión enojada.
– Me entrego -anunció Bernie.
No le quedaba otra salida.
– ¡Cabrón comunista!
El hombre hablaba con acusado acento andaluz.
Bernie aún estaba tratando de descifrar las palabras, cuando el franquista levantó la pistola y le apuntó a la cabeza.
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