PRIMERA PARTE
OTOÑO
1
Londres, septiembre de 1940
En Victoria Street había caído una bomba que había abierto un enorme cráter y derribado la fachada de varias tiendas. La calle había sido acordonada y los hombres del ARP, el equipo de precaución contra incursiones aéreas, con la ayuda de voluntarios, habían formado una cadena y retiraban cuidadosamente cascotes de uno de los edificios dañados. Harry comprendió que tenía que haber alguien allí debajo. Los esfuerzos del equipo de rescate, viejos y jóvenes cubiertos de un polvo que los envolvía como un sudario, parecían inútiles en comparación con las enormes montañas de ladrillos y yeso. Depositó la maleta en el suelo.
Mientras el tren se acercaba a la estación Victoria, había visto otros cráteres y otros edificios destrozados. Se había sentido curiosamente alejado de la destrucción, cosa que le venía ocurriendo desde que se iniciaran las grandes incursiones diez días atrás. Allá abajo, en Surrey, a su tío James casi le había dado un ataque al ver las fotografías en el Telegraph. Harry apenas había reaccionado a la imagen del congestionado y enfurecido rostro de su tío ante aquel nuevo ejemplo del terror alemán. Su mente había conseguido apartarse de la furia.
Pero no se podía apartar del cráter de Westminster que, de repente, había aparecido ante sus ojos. Tuvo la impresión de regresar a Dunkerque: los cazabombarderos alemanes sobrevolando su cabeza, el estallido en la costa arenosa. Apretó los puños, clavándose las uñas en las palmas de las manos mientras respiraba hondo. El corazón le empezó a latir con fuerza, pero no se puso a temblar; ahora podía controlar sus reacciones.
Un vigilante del ARP se acercó a él. Era un cincuentón de duro rostro, con un fino bigotito gris y una espalda muy tiesa, enfundado en un uniforme negro cubierto de polvo.
– No puede pasar -le dijo en tono perentorio-. La calle está cerrada. ¿No ve que nos ha caído una bomba?
Le miró con recelosa expresión de reproche, sin duda preguntándose por qué razón un treintañero aparentemente sano no iba vestido de uniforme.
– Perdone -dijo Harry-. Acabo de subir del campo. No me había dado cuenta de que fuera tan grave.
Ante el refinado acento de escuela privada con el que Harry habló, casi todos los cockneys habrían utilizado un tono servil; pero no así aquel hombre.
– No hay escapatoria en ningún sitio -dijo con voz áspera-. Esta vez no. La cosa no puede durar mucho ni en la ciudad ni en el campo, se lo digo yo. -El vigilante miró fríamente a Harry-. ¿Está de permiso?
– Me han dado de baja por invalidez -contestó Harry bruscamente-. Mire, tengo que ir a Queen Anne's Gate. Asunto oficial.
Los modales del vigilante cambiaron de repente. Tomó a Harry del brazo y lo obligó a volverse.
– Suba por Petty France. Aquí sólo cayó una bomba.
– Gracias.
– No hay de qué, señor. ¿Estuvo usted en Dunkerque?
– Sí.
– Hubo mucha sangre y destrucción allá abajo en la Isla de los Perros, en pleno barrio de los Docklands. Yo estuve en las trincheras la última vez, sabía que la cosa se repetiría y que esta vez todo el mundo sufriría las consecuencias, no sólo los soldados. Tendrá ocasión de volver a combatir, ya lo verá. A clavar la bayoneta en el vientre de un tudesco, a retorcerla y volverla a sacar, ¿eh?
Esbozó una extraña sonrisa, retrocedió y se cuadró, mientras un extraño fulgor se encendía en sus pálidos ojos.
– Gracias.
Harry se cuadró a su vez y dio media vuelta para cruzar hacia Gillingham Street. Frunció el ceño. Las palabras del hombre le habían causado una profunda repugnancia.
En Victoria, el ajetreo había sido como el de cualquier lunes normal; al parecer, las noticias según las cuales en Londres las cosas seguían como de costumbre eran ciertas. Mientras recorría las anchas calles georgianas, observó que todo estaba tranquilo bajo el sol otoñal. De no ser por las cintas adhesivas de color blanco que se cruzaban sobre las ventanas para protegerlas de las explosiones, todo estaba como antes de la guerra. De vez en cuando, pasaba algún hombre de negocios con bombín y seguía habiendo niñeras que empujaban cochecitos infantiles. Las expresiones de la gente eran normales, e incluso alegres. Muchas personas se habían dejado las máscaras antigás en casa, aunque Harry llevaba la suya en una caja cuadrada colgada del hombro en bandolera. Sabía que el desafiante buen humor de que hacía gala casi todo el mundo ocultaba el temor a una invasión; pero él prefería la ficción de que todo era normal a las cosas que le hacían recordar a cada momento que ahora vivían en un mundo donde los restos del ejército británico se arremolinaban sumidos en el caos en una playa francesa y los trastornados veteranos de las trincheras paseaban por las calles, presagiando alegremente la llegada de un apocalíptico fin del mundo.
Sus pensamientos regresaron a Rookwood, como le solía ocurrir últimamente. El viejo patio del colegio en un día primaveral, los profesores con sus togas y birretes paseando bajo los olmos, los chicos que se cruzaban con ellos con sus blazers azules o sus blancos uniformes de criquet. Era una huida al otro lado del espejo, lejos de la locura. Pero más tarde o más temprano el doloroso y pesado pensamiento siempre conseguía insinuarse: ¿cómo demonios era posible que todo hubiera cambiado de aquello a esto?
El hotel St Ermin's había sido lujoso en otros tiempos, pero ahora su elegancia se había esfumado; la araña de cristal del vestíbulo estaba cubierta de polvo y se respiraba en el aire olor a repollo y betún. Unas acuarelas de venados y lagos de las Tierras Altas de Escocia cubrían las paredes revestidas de paneles de madera de roble. En algún lugar, un reloj de péndulo emitía un soñoliento tictac.
No había nadie en el mostrador de recepción. Harry pulsó el timbre y apareció un corpulento calvo enfundado en un uniforme de conserje.
– Buenos días, señor -dijo con el relajado y relamido tono propio de alguien que lleva toda la vida sirviendo-. Confío en no haberle hecho esperar.
– Tengo una cita a las dos y media con una tal señorita Maxse. Teniente Brett.
Siguiendo las instrucciones de su interlocutor del Foreign Office, Harry pronunció el nombre de la mujer como «Macksie».
El hombre asintió con la cabeza.
– Acompáñeme, si es tan amable.
Pisando en silencio la mullida y polvorienta alfombra, guió a Harry hasta un salón lleno de sillones y mesitas de café. Estaba desierto, salvo por un hombre y una mujer que había sentados junto a un mirador.
– El teniente Brett, señora.
El recepcionista se inclinó y se retiró.
Ambos se levantaron. La mujer le tendió la mano. Tenía cincuenta y tantos años, era menuda y de complexión delicada y vestía un elegante traje sastre de color azul. Tenía el cabello gris fuertemente rizado y un anguloso e inteligente rostro. Sus penetrantes ojos grises se cruzaron con los de Harry.
– ¿Cómo está usted?, encantada de conocerlo. -Su autoritaria voz de contralto le hizo recordar a Harry a una directora de escuela de niñas-. Marjorie Maxse. Me han hablado mucho de usted.
– Nada malo, espero.
– Todo lo contrario. Permítame que le presente a Roger Jebb.
El hombre estrechó la mano de Harry con un fuerte apretón. Tenía aproximadamente la misma edad que la señorita Maxse, un alargado y bronceado rostro y un ralo cabello negro.
– ¿Le apetece un poco de té? -preguntó la señorita Maxse.
– Gracias.
En una mesa había una tetera de plata y unas tazas de porcelana. Junto con una bandeja de panecillos, varios tarros de mermelada y lo que parecía nata de verdad. La señorita Maxse empezó a servir el té.
– ¿Algún problema para venir? Tengo entendido que anoche cayeron una o dos bombas por aquí.
– Victoria Street está cerrada.
– Es un fastidio. Y eso va a seguir así durante algún tiempo. -Habla como si se estuviera refiriendo a unos días de lluvia. Sonrió-: Para la primera entrevista preferimos reunimos aquí con la gente nueva. El director es un viejo amigo nuestro y, por consiguiente, no nos van a molestar. ¿Azúcar? -Siguió hablando con el mismo tono familiar-. Tome un panecillo, son exquisitos.
– Gracias.
Harry lo untó con nata y mermelada. Levantó los ojos y observó que la señorita Maxse lo estaba estudiando atentamente; ésta le dirigió una sonrisa cordial sin avergonzarse lo más mínimo.
– ¿Qué tal se encuentra ahora? Le dieron de baja por invalidez, ¿no es cierto? ¿Después de Dunkerque?
– Sí. Una bomba cayó a seis metros de distancia. Levantó un montón de arena. Tuve suerte; eso me salvó de lo peor de la explosión.
Ahora vio que Jebb también lo escrutaba con unos ojos grises como el pedernal.
– Tengo entendido que sufrió una buena neurosis de guerra -dijo bruscamente Jebb.
– Fue muy poca cosa -dijo Harry-. Ahora ya estoy bien.
– Por un segundo, se le quedó el rostro blanco, allá fuera -dijo Jebb.
– Bueno, fue bastante más que un segundo -contestó Harry serenamente-. Y me temblaban constantemente las manos. Mejor que lo sepa.
– Y su oído también resultó afectado, ¿verdad?
La señorita Maxse formuló la pregunta en voz muy baja, pero Harry la oyó.
– Eso también se ha normalizado prácticamente. Sólo una leve sordera en el oído izquierdo.
– Es una suerte -comentó Jebb-. La pérdida de capacidad auditiva causada por una explosión suele ser permanente. -Se sacó un sujetapapeles del bolsillo y empezó a doblarlo con aire ausente, sin dejar de mirar a Harry.
– El médico dijo que tuve mucha suerte.
– La pérdida auditiva significa el término del servicio activo, naturalmente -terció la señorita Maxse-. Aunque sea leve. Eso tiene que ser duro. Se incorporó de inmediato el pasado mes de septiembre, ¿verdad?
Se inclinó hacia delante, sosteniendo la taza de té con ambas manos.
– Sí. Sí, en efecto. Disculpe, señorita Maxse, pero es que no sé nada…
Ella volvió a sonreír.
– Claro. ¿Qué le dijeron los del Foreign Office cuando lo llamaron?
– Simplemente que algunas personas de allí pensaban que quizás habría algún trabajo que yo pudiera hacer.
– Bien, ahora ya no dependemos del FO. -La señorita Maxse esbozó una alegre sonrisa-. Somos el Servicio de Inteligencia.
Soltó una sonrisa cantarina como abrumada por el extraño carácter de la situación.
– ¡Ah! -dijo Harry.
La voz de la señorita Maxse adquirió un tono más serio.
– Nuestra tarea es decisiva, extremadamente decisiva. Ahora que Francia ha caído, el continente o bien está aliado con los nazis o bien depende de ellos. Ya no hay relaciones diplomáticas normales.
– Ahora el frente somos nosotros -añadió Jebb-. ¿Fuma?
– No, gracias. No fumo.
– Su tío es el coronel James Brett, ¿verdad?
– Sí, señor, en efecto.
– Sirvió conmigo en la India. ¡Allá por el año 1910, tanto si lo cree como si no! -Jebb soltó una áspera carcajada-. ¿Cómo está?
– Ya retirado.
«Pero, a juzgar por este bronceado, usted sigue en la brecha -pensó Harry-. La policía india, tal vez.»
La señorita Maxse posó la taza sobre la mesa y juntó las manos.
– ¿Le gustaría trabajar para nosotros? -preguntó.
Harry volvió a experimentar el viejo cansancio de siempre; pero también otra cosa, una chispa de interés.
– Sigo estando dispuesto a participar en el esfuerzo bélico, por supuesto.
– ¿Se siente en condiciones de enfrentarse a una tarea agotadora? -preguntó Jebb-. Ahora en serio. Si le parece que no, tiene que decirlo. No hay de qué avergonzarse -añadió con aspereza.
La señorita Maxse esbozó una alentadora sonrisa.
– Creo que sí -contestó cautelosamente Harry-. Ya he vuelto prácticamente a la normalidad.
– Estamos reclutando a mucha gente, Harry -dijo la señorita Maxse-. Puedo llamarle Harry, ¿verdad? A algunas personas, porque creemos que son adecuadas para la clase de trabajo que hacemos, y a otras, porque nos pueden ofrecer algo especial. Bueno, pues usted era especialista en lenguas modernas antes de incorporarse a nuestro servicio. Se graduó en Cambridge y después una beca en el King's hasta que estalló la guerra.
– Sí, en efecto.
Sabían muchas cosas acerca de él.
– ¿Cómo es su español? ¿Fluido?
Aquella pregunta era sorprendente.
– Yo diría que sí.
– Su especialidad es la literatura francesa, ¿verdad?
Harry frunció el entrecejo.
– Sí, pero sigo practicando el español. Pertenezco a un Círculo Español en Cambridge.
Jebb asintió con la cabeza.
– Integrado principalmente por miembros del mundo académico, ¿no? Obras de teatro españolas y cosas por el estilo.
– Sí.
– ¿Algún exiliado de la Guerra Civil?
– Uno o dos. -Harry sostuvo la mirada de Jebb-. Pero el Círculo no es de carácter político. Tenemos el acuerdo tácito de evitar la política.
Jebb depositó el sujetapapeles sobre la mesa, torturado ahora hasta quedar convertido en unos fantásticos bucles, y abrió su cartera de documentos. Sacó una carpeta de cartón con una cruz roja diagonal en la parte anterior.
– Me gustaría que volvamos al año 1931 -dijo-. Su segundo curso en Cambridge. Fue a España aquel verano, ¿verdad? Con un amigo de su colegio, Rookwood.
Harry volvió a fruncir el entrecejo. ¿ Cómo podían saber todo aquello?
– Sí.
Jebb abrió la carpeta.
– Un tal Bernard Piper, más tarde miembro del Partido Comunista. Fue a combatir en la Guerra Civil española. Se dio por desaparecido y se cree que resultó muerto en la batalla del Jarama, 1937. -Sacó una fotografía y la depositó encima de la mesa. Una hilera de hombres con arrugados uniformes militares en la pelada ladera de una colina. Bernie ocupaba el centro, más alto que los demás, con el cabello rubio muy corto, sonriendo a la cámara como un chiquillo.
Harry miró a Jebb.
– ¿Fue tomada en España?
– Sí. -Entornó los duros ojos-. Y usted fue a ver si lo encontraba.
– A petición de su familia, porque yo hablaba español.
– Pero no tuvo suerte.
– Hubo diez mil muertos en el Jarama -dijo Harry fríamente-.
No todos fueron identificados. Probablemente Bernie se encuentra en una fosa común en algún lugar de las afueras de Madrid. Señor, ¿le puedo preguntar de dónde ha sacado toda esta información? Creo que tengo derecho a…
– La verdad es que no lo tiene; pero, puesto que lo pregunta, aquí conservamos las fichas de todos los miembros del Partido Comunista. Da lo mismo; ahora Stalin ha ayudado a Hitler a masacrar Polonia.
La señorita Maxse esbozó una sonrisa conciliadora.
– Nadie lo asocia a usted con ellos.
– Eso espero -dijo Harry.
– ¿Diría usted que tiene alguna tendencia política determinada?
No era la clase de pregunta que uno espera que le formulen en Inglaterra. Los conocimientos que tenían de su vida, de la historia de Bernie, le molestaban. Titubeó antes de contestar:
– Supongo que, en todo caso, soy una especie de tory liberal.
– ¿No tuvo la tentación de ir a combatir en defensa de la República española, como Piper? -preguntó Jebb-, ¿en la cruzada contra el fascismo?
– Que yo sepa, antes de la Guerra Civil España era un maldito caos y tanto la derecha como los comunistas se aprovecharon de ello. Tropecé con algunos rusos en el treinta y siete. Eran unos cerdos.
– Eso de ir a Madrid en plena Guerra Civil debió de ser toda una aventura -dijo con entusiasmo la señorita Maxse.
– Fui con la idea de intentar encontrar a mi amigo. Por su familia, tal como he dicho.
– En la escuela eran ustedes amigos íntimos, ¿verdad? -preguntó Jebb.
– ¿Ha estado usted haciendo preguntas en Rookwood? -La idea lo enfurecía.
– Sí -Jebb asintió con la cabeza sin disculparse.
De repente, Harry abrió los ojos como platos.
– ¿Todo eso es por Bernie? ¿Acaso está vivo?
– Nuestra ficha sobre Bernard Piper está cerrada -dijo Jebb en tono inesperadamente amable-. Que nosotros sepamos, murió en el Jarama.
La señorita Maxse se incorporó en su asiento.
– Tiene usted que comprender, Harry, que para tener claro si puede trabajar para nosotros tenemos que saberlo todo sobre su persona. Pero creo que estamos satisfechos. -Jebb asintió con la cabeza, y ella prosiguió-: Creo que ha llegado el momento de que vayamos al grano. Normalmente, no nos lanzaríamos en picado como lo estamos haciendo, pero es una cuestión de tiempo, ¿comprende? De urgencia. Necesitamos obtener información acerca de alguien. Y creemos que usted está en situación de ayudar. Podría ser muy importante.
Jebb se inclinó hacia delante.
– Todo lo que le digamos a partir de ahora es estrictamente confidencial, ¿está claro? Es más, debo advertirle de que, como haga cualquier comentario al respecto fuera de esta habitación, sufrirá graves consecuencias.
Harry lo miró a los ojos.
– De acuerdo.
– Esto no tiene nada que ver con Bernie Piper. Se trata de otro antiguo compañero suyo de escuela que también estableció ciertas conexiones políticas muy interesantes. -Jebb volvió a rebuscar en su cartera y depositó otra fotografía sobre la mesa.
Era un rostro que Harry no esperaba volver a ver en su vida. Sandy Forsyth debía de tener treinta y un años, unos cuantos meses más que él, pero aparentaba bastantes menos. Lucía un poblado bigote a lo Clark Gable y el cabello, perfectamente engominado, mostraba entradas en la frente. Su rostro era más mofletudo de lo que lo recordaba y le habían salido unas cuantas arrugas, pero los ojos penetrantes, la nariz aguileña y la boca ancha de labios delgados seguían siendo los mismos. Era una fotografía preparada; Sandy sonreía a la cámara con expresión de astro cinematográfico, medio enigmático y medio provocativo. No era un hombre apuesto, pero el fotógrafo había conseguido que lo pareciera. Harry volvió a levantar la vista.
– Yo no lo llamaría amigo íntimo -dijo en voz baja.
– Fueron ustedes amigos durante un tiempo, Harry -dijo la señorita Maxse-. Un año antes de que lo expulsaran. Después de aquel asunto relacionado con el señor Taylor. Hemos hablado con él, ¿sabe?
– El señor Taylor… -Harry titubeó momentáneamente-. ¿Cómo está?
– Muy bien, por ahora -contestó Jebb-. Pero no gracias a Forsyth. Bueno, pues cuando lo expulsaron, ¿se despidieron ustedes como amigos? -Señaló a Harry con el sujetapapeles-: Eso es muy importante.
– Sí. De hecho, yo era el único amigo que Forsyth tenía en Rookwood.
– Jamás hubiese imaginado que tendrían ustedes tantas cosas en común -dijo la señorita Maxse con una sonrisa.
– En muchos sentidos no teníamos demasiadas.
– Forsyth no era muy buena pieza, ¿verdad? No acababa de encajar. Pero usted siempre fue muy buen compañero con él.
Harry suspiró.
– Sandy también tenía su lado bueno. Aunque… -Hizo una pausa.
La señorita Maxse le dirigió una sonrisa alentadora.
– A veces me preguntaba por qué quería ser amigo mío. Porque casi todas las personas con las que se relacionaba eran… bueno, un poco malas piezas, para utilizar su expresión.
– ¿No le parece a usted que quizás hubiera algo de tipo sexual, Harry?
El tono de la señorita Maxse era tan ligero y despreocupado como cuando hablaba de las bombas. Por un instante, Harry la miró con asombro y después soltó una carcajada.
– Por supuesto que no -respondió.
– Lamento importunarlo, pero estas cosas ocurren en las escuelas privadas. Enamoramientos, ya sabe.
– No hubo nada de todo eso.
– Cuando Forsyth se fue -dijo Jebb-, ¿siguieron ustedes en contacto?
– Nos carteamos durante un par de años. Cada vez menos, a medida que pasaba el tiempo. Desde que Sandy se fue de Rookwood, no hemos tenido demasiado en común. -Harry suspiró de nuevo-. En realidad, no estoy muy seguro de por qué me siguió escribiendo durante tanto tiempo. Tal vez para impresionarme… me hablaba de clubes y de chicas y cosas por el estilo.
Jebb asintió con la cabeza, instándolo a seguir adelante.
– En su última carta -continuó Harry- me decía que estaba trabajando para un corredor de apuestas de Londres. Me hablaba de caballos dopados y de resultados amañados como si todo aquello tuviese mucha gracia.
Harry recordó de pronto la otra cara de Sandy: los paseos por los Downs en busca de fósiles, las largas conversaciones. Pero ¿qué quería aquella gente?
– Sigue usted creyendo en los valores tradicionales, ¿verdad? -preguntó la señorita Maxse con una sonrisa-. En lo que Rookwood representa.
– Supongo que sí. Aunque…
¿Sí?
– Me pregunto cómo ha llegado el país a esta situación. -Harry la miró a los ojos-. No estábamos preparados para lo que ocurrió en Francia. Me refiero a la derrota.
– Los franceses, esos cobardes, nos decepcionaron-masculló Jebb.
– A nosotros también nos obligaron a retirarnos, señor -dijo Harry-. Yo estuve allí.
– Tiene razón. No estábamos debidamente preparados -dijo la señorita Maxse con tono enfático-. Quizá fuimos demasiado honestos en Múnich. Después de la Gran Guerra no podíamos creer que alguien desee meterse en otra. Pero ahora sabemos que Hitler siempre lo quiso. No estará contento hasta que tenga toda Europa bajo su yugo. La Nueva Era del Oscurantismo, como la llama Winston.
Hubo un momento de silencio, tras el cual Jebb carraspeó.
– Bueno, Harry. Quiero hablar de España. Cuando Francia cayó el pasado mes de junio y Mussolini nos declaró la guerra, esperábamos que Franco fuera el siguiente. Hitler ha ganado la Guerra Civil para él y, como es natural, Franco quiere Gibraltar. Con ayuda de los alemanes, podría conquistarlo desde tierra, y entonces nosotros tendríamos vedado el acceso al Mediterráneo.
– Ahora mismo, España está arruinada -dijo Harry-. Franco no podría ganar otra guerra.
– Pero podría dejar pasar a Hitler. Hay divisiones de la Wehrmacht esperando en la frontera francoespañola. Los falangistas quieren entrar en guerra. -Jebb inclinó la cabeza-. Por otra parte, los generales leales a la monarquía desconfían de la Falange y temen una revuelta popular en caso de que entren los alemanes. No son fascistas, simplemente quieren derrotar a los rojos. Es una situación incierta, Franco podría declarar la guerra cualquier día de éstos. La gente de nuestra embajada en Madrid tiene los nervios a flor de piel.
– Franco es precavido -apuntó Harry-. Muchos piensan que si hubiera sido más audaz habría podido ganar la guerra mucho antes.
Jebb soltó un gruñido.
– Espero que tenga usted razón. Sir Samuel Hoare ha sido enviado allí como embajador para tratar de mantenerlos al margen de la contienda.
– Eso he oído.
– Su economía está arruinada, como usted dice. Esta debilidad es nuestra mejor carta, porque la Marina británica sigue controlando lo que entra y lo que sale.
– El bloqueo.
– Por suerte, los americanos no se oponen. Estamos autorizando la entrada de suficiente petróleo como para permitir que España siga funcionando, en realidad algo menos. Y acaban de sufrir otra mala cosecha. Tratan de importar trigo y de conseguir préstamos en el extranjero para pagarlo. Según nuestros informes, en las fábricas de Barcelona la gente se desmaya de hambre.
– Suena casi tan grave como durante la Guerra Civil. -Harry sacudió la cabeza-. Lo han pasado muy mal.
– Ahora nos llega de España toda clase de rumores. Franco está explorando todos los medios posibles para alcanzar la autarquía económica, buena parte de ellos totalmente descabellados. El año pasado un científico austríaco descubrió la manera de fabricar petróleo sintético a partir de extractos vegetales, y él le entregó dinero para que desarrollara la idea. Todo fue un timo, naturalmente. -Jebb volvió a soltar una carcajada que más parecía un ladrido-. Después dijeron que habían hallado unas grandes reservas de oro en Badajoz. Otro engaño. Pero ahora nos aseguran que han descubierto unos depósitos de oro en la sierra, cerca de Madrid. Tienen a un ingeniero con experiencia en Sudáfrica trabajando para ellos, un tal Alberto Otero. Y lo mantienen todo en secreto, lo cual nos induce a pensar que algo de cierto debe de haber en ello. Los científicos afirman que es geológicamente posible.
– ¿Y eso haría que España no dependiera tanto de nosotros?
– No tienen reservas de oro para respaldar su moneda. Durante la guerra Stalin hizo que las reservas de oro se enviaran a Moscú. Y, como es natural, se las quedó. Por eso les resulta tan difícil comprar en el mercado libre. En estos momentos están tratando de conseguir de nosotros y de los yanquis créditos a la exportación.
– O sea que, si los rumores son ciertos, dependerían menos de nosotros.
– Exactamente. Por eso se muestran más favorables a entrar en guerra. Cualquier cosa podría inclinar la balanza.
– Intentamos llevar a cabo allí una operación muy arriesgada -señaló la señorita Maxse-. Debemos calcular cuántas sanciones aplicar y cuántos incentivos ofrecer. Cuánto trigo dejar que pase, cuánto petróleo.
Jebb asintió con la cabeza.
– El caso, Brett, es que el hombre que presentó a Otero al régimen fue Sandy Forsyth.
– ¿Está en España? -Harry abrió los ojos como platos.
– Sí. No sé si vio usted unos anuncios en la prensa hace un par de años, sobre las giras por los campos de batalla de la Guerra Civil.
– Los recuerdo. Los nacionales organizaban recorridos para los ingleses. Un alarde propagandístico.
– Forsyth consiguió introducirse, no sé cómo. Fue a España como guía turístico. Los de Franco le pagaban muy bien. Después se quedó en el país y participó en toda una serie de negocios, supongo que algunos de ellos bastante turbios. Al parecer es un hombre de negocios muy hábil, aunque algo… impresentable. -Jebb torció la boca en una mueca de desagrado y después miró fijamente a Harry-. Ahora cuenta con algunos contactos importantes.
Harry respiró hondo.
– ¿Puedo preguntar cómo ha averiguado usted todo eso?
Jebb se encogió de hombros.
– A través de sinuosos y escurridizos confidentes que trabajan fuera del ámbito de nuestra embajada. Pagan a funcionarios de segunda a cambio de información. Madrid está lleno de espías, pero ninguno de ellos ha establecido contacto directo con Forsyth. No tenemos agentes en la Falange, y Forsyth actúa en colaboración con el sector falangista del Gobierno. Dicen que es muy listo y que enseguida se olería algo raro en caso de que apareciera un desconocido y empezara a hacer preguntas.
– Sí. -Harry asintió con la cabeza-. Sandy es listo.
– Pero ¿y si usted se dejara caer por Madrid? -dijo la señorita Maxse-. Por ejemplo, como traductor adscrito a la embajada. Podría topar con él en un café, como ocurre a menudo, y renovar una vieja amistad.
– Queremos que usted averigüe qué está haciendo -dijo directamente Jebb-. Y que procure que se pase a nuestro bando.
O sea que era eso. Querían que espiara a Sandy, como había hecho muchos años atrás el señor Taylor en Rookwood. A través de la ventana, Harry contempló el cielo azul donde los globos de barrera flotaban cual gigantescas ballenas grises.
– ¿Qué le parece? -preguntó suavemente la señorita Maxse.
– Sandy Forsyth está trabajando con la Falange. -Harry meneó la cabeza-. Y no es que necesite ganar dinero, precisamente… Su padre es obispo de la Iglesia anglicana.
– A veces, cuenta tanto la emoción como la política, Harry. Ambas cosas van juntas, en ocasiones.
– Es verdad. -Harry recordó a Sandy entrando sin resuello en el estudio, de vuelta de una de sus ilegales correrías de apuestas, y abriendo la mano para mostrar un arrugado billete de cinco libras. «Mira qué le he sacado a un primo»-. Trabaja con la Falange -continuó en tono pensativo-. Creo que siempre fue una oveja negra; pero, a veces…, un hombre puede hacer algo contra las normas y crearse una mala fama que luego empeora su situación.
– No tenemos nada en contra de las ovejas negras -dijo Jebb-. Las ovejas negras suelen ser inmejorables agentes. -Soltó una risita de complicidad.
Otro recuerdo de Sandy le vino a la mente a Harry. Miraba hacia el lado opuesto de la mesa del estudio y hablaba en un amargo susurro: «Sabes cómo son, cómo nos controlan, lo que hacen cuando nosotros intentamos escapar.»
– Veo que le gusta participar en el juego -dijo la señorita Maxse-. Es lo que esperábamos. Pero no podemos ganar esta guerra jugando limpio. -Sacudió la cabeza con expresión de tristeza-. No contra este enemigo. Habrá que matar, eso usted ya lo sabe. Y también habrá que engañar, me temo. -Esbozó una sonrisa de disculpa.
Harry sintió que en su interior se arremolinaban sentimientos encontrados, mientras el pánico empezaba a apoderarse de él. La idea de regresar a España lo entusiasmaba y lo horrorizaba. Había oído cosas muy malas por boca de exiliados españoles en Cambridge. En los Noticiarios Documentales había visto a Franco dirigirse a multitudes enfervorizadas que lo saludaban brazo en alto; pero se decía que, detrás de todo aquello, se ocultaba un mundo de denuncias y detenciones nocturnas. ¿Y Sandy Forsyth estaba metido en aquel fregado? Volvió a estudiar la fotografía.
– No estoy seguro -dijo muy despacio-. Quiero decir que no estoy seguro de poder hacerlo.
– Le hemos facilitado instrucción -dijo Jebb-. Ha sido un cursillo acelerado, porque las autoridades quieren una respuesta lo antes posible. -Miró a Harry-. Me refiero a personas del más alto nivel.
Una parte de Harry habría querido echarse atrás en aquel preciso instante, regresar a Surrey y olvidarse de todo. Pero se había pasado los últimos tres meses luchando contra aquel aterrorizado impulso de esconderse.
– ¿Qué clase de instrucción? -preguntó-. No estoy muy seguro de poder engañar a nadie.
– Es más fácil de lo que usted piensa -replicó la señorita Maxse-. Si cree en la causa por la que miente. Y, hablando claro, usted tendría que mentir y engañar. Pero nosotros le enseñaríamos todas las malas artes.
Harry se mordió el labio inferior. Por un rato reinó el silencio en la estancia.
– No esperaríamos que usted se lanzara en frío.
– De acuerdo -dijo Harry-. Quizá logre convencer a Sandy. No puedo creer que sea un fascista.
– El principio será lo más duro -dijo Jebb-. Conseguir ganarse su confianza. Será entonces cuando todo le parecerá extraño y difícil y cuando más necesidad tendrá de fingir.
– Sí. Sandy es alguien que las ve venir a distancia.
– Lo imaginamos.
La señorita Maxse se volvió hacia Jebb. Éste titubeó momentáneamente y, después, asintió.
– Muy bien, pues -dijo en tono expeditivo la señorita Maxse.
– Habrá que actuar con rapidez -dijo Jebb-. Tomar algunas disposiciones y organizar las cosas. Tendrá usted que ser debidamente examinado, claro. ¿Va usted a quedarse esta noche?
– Sí. Iré a casa de mi primo.
Jepp volvió a mirar incisivamente a Harry.
– ¿Ningún nexo aquí, aparte de su familia?
– No -contestó Harry, meneando la cabeza.
Jebb sacó una pequeña agenda.
– ¿Número?
Harry se lo dio.
– Alguien le llamará mañana. No salga, por favor.
– De acuerdo, señor.
Los tres se levantaron de sus asientos. La señorita Maxse estrechó cordialmente la mano de Harry.
– Gracias, Harry -dijo.
Jebb lo miró con una sonrisita tensa.
– Prepárese para la sirena de esta noche. Se esperan más incursiones aéreas.
Arrojó el retorcido sujetapapeles a una papelera.
– Por Dios -dijo la señorita Maxse-. Eso es propiedad del Estado. Es usted un manirroto, Roger. -Volvió a mirar a Harry con una sonrisa de despedida-. Le estamos muy agradecidos, Harry. Esto podría ser muy importante.
Fuera de la estancia, Harry se detuvo un momento. Una pesada sensación de tristeza se le instaló en el estómago. Malas artes: ¿qué demonios significaba aquello? Las palabras lo hicieron temblar. Advirtió que, de manera semiinconsciente, estaba tratando de escuchar, como Sandy solía hacer tras las puertas de los profesores, con la oreja sana pegada a la puerta, para captar lo que Jebb y la señorita Maxse pudieran estar diciendo. Pero no consiguió oír nada. Al volverse, vio que estaba allí el recepcionista, cuyas pisadas habían sido amortiguadas por la alfombra polvorienta. Esbozó una sonrisa nerviosa y dejó que el hombre lo acompañara a la puerta. ¿Ya estaría adquiriendo los hábitos de un… qué: fisgón, espía, traidor?