Nota Histórica
Casi tres cuartos de siglos después de su final, la Guerra Civil española sigue siendo un tema controvertido.
En los primeros años del siglo XX, el oligárquico régimen monárquico español ya se enfrentaba con la creciente resistencia de los reformistas republicanos de la clase media, los nacionalistas catalanes y vascos y, sobre todo, las depauperadas clases obreras tanto rurales como urbanas. Un ciclo de resistencia y opresión alimentó una lucha de clases y una polarización únicas en la Europa ajena a Rusia.
En 1931, el rey Alfonso XIII salió de España y se proclamó la Segunda República. Una serie de gobiernos desafortunados, primero liberal-socialistas y después conservadores, se fueron sucediendo hasta que, en 1936, una coalición radical del ala izquierda alcanzó el poder en las urnas. Los trabajadores empezaron a asumir el mando de la situación y se hicieron con el control de las propiedades y las instituciones locales.
Jamás se sabrá si el gobierno del Frente Popular habría alcanzado el éxito en su gestión, pues en 1936 tuvo lugar el siempre temido levantamiento militar, apoyado por las fuerzas conservadoras y con el importante respaldo económico de Juan March. Sin embargo, el golpe inicial fracasó: muchos militares se mantuvieron leales al gobierno legalmente constituido y, en las ciudades más importantes, el alzamiento fue derrotado. Los rebeldes conquistaron el control de algo más de un tercio del territorio continental español; no así el de sus regiones industriales.
Es posible que, sin la intervención extranjera, el alzamiento hubiera sido enteramente derrotado; pero Hitler y Mussolini enviaron inmediatamente aviones al general Franco, permitiéndole con ello aerotransportar tropas de élite desde la colonia española de Marruecos al continente e iniciar la marcha sobre Madrid. Entre tanto el gobierno británico, dominado por los conservadores, ejerció presión sobre Francia para que negara su ayuda a la República y cerrara la frontera. A consecuencia de ello, la República se vio obligada a solicitar ayuda a la única potencia dispuesta a ayudarla, la Unión Soviética. La zona republicana tuvo que depender de Stalin y sus «asesores», los cuales exportaron su aparato de terror junto con las armas. Todavía pervive en España un mito, fomentado por el régimen de Franco, según el cual el ejército se levantó en armas para impedir un golpe comunista; cuando, en realidad, el Partido Comunista Español antes de 1936 era minúsculo, y la tradición entre republicanos, socialistas y anarquistas, fuertemente antiautoritaria. El ascenso al poder de los comunistas fue una consecuencia directa de la presión británica sobre Francia, con el fin de que ésta se mantuviera al margen del conflicto.
La consiguiente guerra civil duró tres años y devastó España. Unos doscientos cincuenta mil hombres murieron en combate y otros doscientos mil en la campaña de terror llevada a cabo por ambos bandos, muchos de ellos apolíticos con «lealtades sospechosas» que acabaron en el lado equivocado de las líneas.
Cuando terminó la guerra, con la victoria de los nacionales en abril de 1939, no hubo reconciliación sino tan sólo constantes ejecuciones y desapariciones mientras Franco llevaba a efecto la «limpieza» de España. Para la mayoría de los españoles, los años cuarenta fueron una pesadilla casi tan grande como la de los años de la Guerra Civil, pues los efectos de la sequía se agravaron como consecuencia de la destrucción de buena parte de las infraestructuras durante de la guerra, de la política de autosuficiencia económica fascista de Franco y del caótico y corrupto sistema de distribución. El propio Franco soñaba con soluciones tales como gigantescas reservas de oro y manufactura de petróleo a partir de la hierba.
El régimen de Franco propiamente dicho estuvo dividido desde el principio entre los fascistas de la Falange, cuyas bandas armadas Franco había elegido como aliadas durante la Guerra Civil y que se acabaron convirtiendo en el único partido político de España, y los monárquicos, los tradicionales conservadores españoles. Los monárquicos acostumbraban a ser probritánicos y antialemanes, pero la Inglaterra que ellos admiraban era la de la aristocrática casa de campo; despreciaban a los falangistas por «vulgares» y, en cualquier caso, se mostraban todavía menos compasivos con los padecimientos de los españoles corrientes que la Falange. Y en la Guerra Civil actuaron con tanta violencia como ésta. El propio Franco estaba situado en un punto intermedio entre ambas fuerzas. Hábil estratega político, su capacidad para equilibrar los bandos que integraban su régimen lo ayudó a mantenerse en el poder durante casi cuarenta años. Pero, tras la derrota de Hitler, la Falange fue siempre un socio menor de su coalición.
En 1939-1940 el principal dilema con que se enfrentaba Franco era el de la posibilidad de entrar en guerra con Hitler, como quería la Falange. El propio Franco soñaba con ampliar su imperio hispanoafricano con las colonias de la Francia derrotada; pero los monárquicos deseaban mantenerse neutrales y consideraban la entrada en guerra una peligrosa aventura que traería como consecuencia la consolidación del poder de la Falange. Al final, como de costumbre, la postura de Franco fue pragmática. En su calidad de hijo de un oficial de la Armada, conocía el poderío de la Armada británica que estaba ejerciendo un bloqueo contra España y podía desviar fácilmente la entrada de suministros. Por consiguiente, sólo podía entrar en guerra cuando Gran Bretaña estuviera a punto de ser derrotada y en caso de que semejante circunstancia se diera en algún momento. Cuando pareció que así había ocurrido en junio de 1940, Franco le hizo ofertas a Hitler, pero la respuesta del Führer fue muy cauta. En otoño de 1940, cuando a Hitler le convino que Franco entrara en guerra principalmente para apoderarse de Gibraltar, la batalla de Inglaterra ya había terminado en una derrota alemana y Franco se dio cuenta de que Gran Bretaña no estaba ni mucho menos acabada.
El encuentro entre Hitler y Franco en la frontera francoespañola en octubre de 1940 sigue siendo objeto de controversia. Los apologistas de Franco sostienen que su hábil diplomacia mantuvo a España al margen de la guerra; en cambio, sus detractores señalan que habría entrado en guerra si las condiciones hubieran sido adecuadas. Este último punto de vista parece ser el que más se acerca a la verdad; sin embargo, en 1940 Hitler no estaba en condiciones de facilitar la cantidad de ayuda alemana que Franco habría necesitado para impedir que el bloqueo británico llevara a España al borde de la inanición y, tal vez, a una renovada revolución. Las insistentes demandas de Franco dieron lugar a que el Führer abandonara hastiado el encuentro de Hendaya. Posteriormente, las negociaciones entre Franco y el Eje se siguieron llevando a cabo, pero cualquier perspectiva real de entrada en guerra de España fue disminuyendo gracias al constante control de los mares ejercido por la Marina británica.
En mayo de 1940, Churchill, primer ministro británico de la nueva coalición en tiempo de guerra, despidió a sir Samuel Hoare del Gabinete y lo envió a España como embajador en Misión Especial con la orden de mantener a Franco al margen de la guerra. Hoare era un ministro conservador y un destacado pacificador. Vanidoso, amanerado y arrogante, pero hábil administrador y político, sus aptitudes, su prestigio y su historial de experto apaciguador de dictadores lo convertían en una elección acertada, pese a la decepción sufrida por el hecho de no haber visto cumplida su esperada ambición de convertirse en virrey de la India. Churchill no apreciaba ni confiaba en Hoare y es posible que eligiera a su amigo Alan Hillgarth como funcionario encargado de las operaciones secretas en España (incluido el soborno de los monárquicos potencialmente afines), en parte para vigilar a Hoare. No cabe duda de que Hillgarth informaba directamente a Churchill.
Como embajador en otoño e invierno de 1940-1941, Hoare siguió un camino previsible. Franco y su principal ministro, el profalangista Serrano Suñer lo trataban con desdén; pero él logró establecer vínculos con los monárquicos y obtener importante información a través de ellos. Insistía en que, aparte de los sobornos, las actividades secretas en España se limitaran a la recogida de información; según él, no tendría que haber agentes del SOE -Special Operation Executive, es decir, de la Dirección de Operaciones Especiales- encargados de prender fuego a Europa, y rechazaba las propuestas de acercamiento de la oposición clandestina del ala izquierda, señalando que el de Franco era el Gobierno establecido, por cuyo motivo todos los esfuerzos británicos se tendrían que concentrar aquí. Éste me parece un argumento muy endeble: la amenaza de apoyo a la oposición habría conferido, sin duda, más recursos a Gran Bretaña. No obstante, el punto de vista de Hoare, como el de muchos conservadores británicos, coincidía emocionalmente con el de los aristocráticos monárquicos antirrevolucionarios. Hoare defendió con éxito una política de no asociación con la izquierda española, sembrando de este modo las semillas de la política aliada de la posguerra encaminada a dejar el régimen de Franco en su sitio.
Sin embargo, los puntos de vista de Hoare fueron cambiando a medida que la guerra seguía su curso y, para cuando terminó su servicio como embajador en 1944, ya se había convertido en un firme opositor a la idea de dejar el régimen de Franco en su sitio, abogando en su lugar por un programa de propaganda y sanciones económicas. Pero el pensamiento de Churchill ya había evolucionado en la dirección opuesta. Ahora éste creía que Franco era un baluarte contra el comunismo, por lo que convenía dejarlo en su sitio. Hoare no pudo modificar la opinión de Churchill que, en última instancia, resultó decisiva.
Mi interpretación de los personajes de Hillgarth y Hoare es personal; puede parecer dura, pero creo que coincide con los datos conocidos. Todos los demás personajes británicos y españoles son imaginarios, excepto algunas de las más destacadas figuras de la historia española de aquellos años que hacen breves apariciones. Azaña, el extravagante Millán Astray y, como es natural, el propio Franco.
La imagen que presento de España en 1940 es muy lúgubre, pero está basada mayoritariamente en relatos de observadores contemporáneos. Aunque el campo de prisioneros de las afueras de Cuenca es imaginario, hubo muchos auténticos. No creo que mi imagen de la Iglesia española en aquel período sea injusta; sus miembros estuvieron implicados de lleno en la política de un régimen violento en su fase más brutal, y los que, como el padre Eduardo, tenían dificultades para conciliarlo con su conciencia parece que fueron más bien escasos.
La visión arcaica del general Franco de una España católica y autoritaria murió con él en 1975. Los españoles dieron inmediatamente la espalda a su legado y abrazaron la democracia. El pasado se hundió en el «pacto del olvido». Tal vez ése fuera el precio de una transición pacífica a la democracia. Sólo ahora, a medida que va desapareciendo la generación de los años cuarenta, la situación empieza a cambiar y los historiadores vuelven a interesarse una vez más por los primeros años del régimen franquista, descubriendo muchas nuevas historias de horror que no serán muy del agrado de los apologistas del régimen, pero que a nosotros nos recuerdan las penalidades que tuvieron que sufrir los españoles de a pie no sólo durante la Guerra Civil, sino también después de la victoria.
He tratado de ser lo más respetuoso posible en la tarea de acompasar los acontecimientos de la novela a las fechas históricas. Sin embargo, en dos ocasiones las he alterado ligeramente para satisfacer las exigencias del argumento. He retrasado un par de días la visita de Himmler a Madrid y he adelantado en un año la fundación de La Barraca (1931). También me he inventado la asistencia de Franco al concierto que ofreció Herbert von Karajan en Madrid, que en realidad tuvo lugar el 22 de mayo de 1940.