Книга: Invierno en Madrid
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Fuera del despacho del embajador, Tolhurst esbozó una sonrisa de disculpa.
– Siento lo de Sam -dijo en voz baja-. No suele estar presente durante la instrucción de un nuevo agente, pero es que está nervioso por culpa de este trabajo. Se atiene a una norma: la recogida de información secreta está autorizada, no así el espionaje, y tampoco el antagonismo con el régimen. Hace unas semanas vinieron unos socialistas pidiendo ayuda para las guerrillas que luchan contra Franco. Algo tremendamente peligroso para ellos. Los mandó a freír espárragos.
A Harry no le gustaba Hoare, pero le seguía escandalizando el hecho de que Tolhurst lo llamara Sam.
– ¿Porque quiere mantener buenas relaciones con los monárquicos? -preguntó.
– Exacto. Después de la Guerra Civil, éstos aborrecen con toda su alma a los rojos, como es lógico.
Tolhurst enmudeció al salir a la calle, y los guardias civiles los saludaron al pasar. Abrió la puerta del Ford e hizo una mueca al tocar la manija ardiente de la puerta.
En cuanto se pusieron en marcha, reanudó la conversación.
– Dicen que Churchill envió a Sam aquí para quitárselo de encima -confesó jovialmente-. No lo soporta, y tampoco se fía de él. Por eso puso al capitán al frente del espionaje. Es un viejo amigo de Winston. Desde la época en que formaba parte del Gobierno.
– ¿Acaso no tendríamos que estar todos en el mismo bando?
– Hay mucha política interna.
– Y que lo diga.
Tolhurst sonrió con ironía.
– Sam es un amargado. Quería ser virrey de la India.
– Las luchas internas no pueden facilitar el trabajo de nadie.
– Tal y como están las cosas, muchacho -Tolhurst lo miró con expresión muy seria-, más le vale conocer la situación.
Harry cambió de tema.
– Recuerdo de cuando estaba en el colegio ciertos libros de aventuras de un tal Alan Hillgarth. ¿No será el mismo?
Tolhurst asintió con la cabeza.
– El mismo que viste y calza. No están nada mal, ¿verdad? ¿Leyó el que está ambientado en el Marruecos español? The War Maker. Franco es uno de los protagonistas. Novelado, claro. No sabe cuánto lo admiraba el capitán.
– No lo he leído. Sé que a Sandy Forsyth le encantaban.
– ¿De veras? -preguntó Tolhurst con interés-. Se lo diré al capitán. Le hará gracia.
Atravesaron el centro de la ciudad por un laberinto de callejuelas de edificios de cuatro pisos. Era última hora de la tarde y el calor empezaba a amainar. Unas sombras largas se proyectaban sobre la calle mientras Tolhurst circulaba con cuidado sobre los adoquines. Las casas de vecindad llevaban años abandonadas y el revoque se desprendía de los ladrillos como la carne se desprende de un esqueleto. Había varios edificios bombardeados, montones de piedras cubiertos de malas hierbas. No había otros coches circulando, y los viandantes contemplaban el vehículo con curiosidad. Un asno que tiraba de un carro subió a la acera para apartarse del camino y a punto estuvo de derribar al hombre que llevaba las riendas. Harry vio que éste trataba de recuperar el equilibrio y soltaba un juramento.
– Me pregunto cómo se les ocurrió reclutarme -dijo con fingida indiferencia-. Simple curiosidad. No se preocupe si no puede decírmelo.
– Bueno, no es ningún secreto. Estaban buscando antiguos contactos de Forsyth y un profesor de Rookwood lo mencionó a usted.
– ¿El señor Taylor?
– Ignoro su nombre. Cuando se enteraron de que usted hablaba español, se sintieron en el séptimo cielo. Fue entonces cuando se les ocurrió la idea del intérprete.
– Comprendo.
– Un auténtico golpe de suerte. -Tolhurst sorteó un boquete abierto en la calle por una bomba-. ¿Sabía usted que nuestra embajada de aquí fue el primer pedazo de territorio británico en ser alcanzado por una bomba alemana?
– ¿Cómo? ¡Ah!, ¿quiere decir durante la Guerra Civil?
– Cayó accidentalmente en el jardín cuando los alemanes bombardearon Madrid. Sam lo ha arreglado. También tiene sus cualidades. Es un organizador de primera, la embajada funciona como un reloj. Hay que reconocer los méritos de la Rata Rosa.
– ¿De quién?
Tolhurst esbozó ufla sonrisa confidencial.
– Es su apodo. Sufre crisis de pánico. Cree que España está a punto de entrar en guerra y que a él le pegarán un tiro; hay que convencerlo de que no huya a Portugal. ¿Sabe que la otra tarde entró un murciélago en su despacho y él se escondió debajo de la mesa, pidiendo a gritos que alguien lo sacara de allí? Ya puede usted imaginarse lo que piensa Hillgarth. Pero, cuando está en vena, Sam es un diplomático excelente. Le encanta exhibirse como representante del rey-emperador. Los monárquicos se pirran por cualquier cosa que tenga que ver con la realeza, naturalmente. ¡Ah!, ya hemos llegado.
Tolhurst había entrado en una plaza polvorienta en cuyo centro, sobre un pedestal, se elevaba la estatua de un soldado manco con prendas dieciochescas, y donde también había varias tiendas con los escaparates medio vacíos cubiertos de manchas de moscas. La plaza estaba rodeada de casas de vecindad, y las ventanas tras los oxidados balcones de hierro forjado tenían las persianas cerradas para protegerse del calor de la tarde. El lugar debió de tener cierto estilo en otros tiempos. Harry estudió los edificios a través de la ventanilla. Recordó un cuadro que había comprado en una tienda de un barrio humilde en 1931: una ruinosa casa de vecindad como aquéllas, con una sonriente muchacha asomada a una ventana mientras abajo un gitano le dedicaba una serenata. Lo había colgado en su habitación de Cambridge. Los edificios ruinosos tenían un aire romántico que, naturalmente, a los Victorianos les encantaba. Pero la cosa cambiaba cuando uno tenía que vivir en ellos.
Tolhurst señaló una callejuela que conducía al norte y cuyos edificios se encontraban aún en peor estado.
– Yo que usted, no me metería por allí. Es el barrio de La Latina, que lleva, cruzando el río, al de Carabanchel.
– Lo sé -dijo Harry-. Cuando estuve aquí en 1931 solíamos visitar a una familia de Carabanchel.
Tolhurst lo miró con curiosidad.
– Los nacionales lo bombardearon de mala manera durante el asedio, ¿verdad? -preguntó Harry.
– Sí, y desde entonces han dejado que se pudriera. Piensan que el lugar está lleno de enemigos. Me han dicho que hay gente que se muere de hambre y jaurías de perros asilvestrados en los edificios en ruinas. Han mordido a mucha gente y han transmitido la rabia.
Harry miró hacia el fondo de la larga y desierta calle.
– ¿Qué más necesita saber usted? -preguntó Tolhurst-. Los ingleses no tienen muy buena fama en general. Es cosa de la propaganda. Aunque la gente se limita a mirarlos con desprecio.
– ¿Qué hacemos con los alemanes si topamos con ellos?
– Cortarles la cabeza a los muy cabrones, eso es todo. Procure no saludar por la calle a nadie con pinta de inglés -añadió Tolhurst, abriendo la puerta del vehículo-. Lo más seguro es que pertenezca a la Gestapo.
Fuera el aire estaba lleno de polvo, y una brisa suave levantaba pequeñas espirales del suelo. Sacaron la maleta de Harry del automóvil. Una anciana escuálida vestida de negro cruzó la plaza sujetando con una mano el enorme fardo de ropa que sostenía sobre la cabeza. Harry se preguntó a qué bando habría pertenecido durante la Guerra Civil o si habría sido una de las miles de personas apolíticas atrapadas en medio. Su rostro, surcado por unas arrugas profundas, mostraba una estoica expresión de cansancio. Era una de las muchas personas que habían conseguido sobrevivir… por los pelos.
Tolhurst entregó a Harry una cartilla marrón.
– Sus raciones. La embajada recibe raciones diplomáticas y nosotros las distribuimos. Son mejores que las que recibimos en casa. Y mucho mejores que las que reciben aquí. -Sus ojos siguieron a la anciana-. Dicen que la gente arranca raíces de hortalizas para comérselas. Se pueden comprar cosas en el mercado negro, claro, pero resultan muy caras.
– Gracias. -Harry se guardó la cartilla en el bolsillo.
Tolhurst se acercó a una de las casas, sacó una llave y ambos entraron en una portería oscura con las paredes agrietadas y desconchadas. Goteaba agua en algún lugar y se respiraba un rancio olor a orina. Ambos subieron por unos peldaños de piedra hasta llegar al segundo piso, donde se toparon con las puertas de tres apartamentos. Dos chiquillas jugaban con unas muñecas maltrechas en el rellano.
– Buenas tardes -dijo Harry, pero ellas apartaron la mirada.
Tolhurst abrió una de las puertas.
Era una vivienda de tres habitaciones como las que Harry recordaba haber visto y en las cuales solían alojarse familias de diez miembros apretujados en medio de la mugre. La habían limpiado y olía a cera. Estaba amueblada como un hogar de la clase media, llena de armarios y sofás viejos y mullidos. No había cuadros en las paredes, pintadas de amarillo mostaza, sólo unos cuadrados blancos en los lugares que habían ocupado en otro tiempo. Las motas de polvo danzaban en un rayo de sol.
– Es grande -dijo Harry.
– Pues sí, mucho mejor que la caja de zapatos donde vivo yo. Precisamente, el que ocupaba el único funcionario del Partido Comunista que había por aquí. Es una pena ver a la gente tan apretujada. Estuvo un año desocupado cuando a él se lo llevaron. Después, las autoridades recordaron que tenían este piso y lo pusieron en alquiler.
Harry recorrió con un dedo la película de polvo que cubría la mesa.
– Por cierto, ¿qué es eso de que Himmler va a venir aquí?
Tolhurst lo miró con expresión muy seria.
– Toda la prensa fascista habla de ello -dijo-. Una visita de Estado la semana que viene. -Sacudió la cabeza-. Jamás te acabas de acostumbrar a la idea de que quizá tengamos que echar a correr. Ha habido muchas falsas alarmas.
Harry asintió con la cabeza.
«No es valiente -pensó-; o no lo es más que yo.»
– ¿O sea que usted responde directamente ante Hillgarth? -preguntó.
– Exacto. -Tolhurst golpeó con el pie la pata de un escritorio ornamentado-. Pero no me dedico exactamente a misiones secretas, soy el administrador. -Soltó una carcajada casi como para justificarse-. Simón Tolhurst, burro de carga general. Búsqueda de apartamentos, mecanografiado de informes, comprobación de gastos. -Hizo una pausa-. Por cierto, procure llevar una relación cuidadosa de todo lo que gaste. En Londres son muy cicateros con los gastos. -Tolhurst contempló a través de la ventana el patio de luces con sus cuerdas de tender la ropa entre los balcones, y después se volvió de nuevo hacia Harry-. Dígame -preguntó con curiosidad-, ¿es Madrid muy distinto de como era cuando usted estuvo aquí bajo la República?
– Sí. La situación de entonces ya era mala, pero ahora todo parece mucho peor. E incluso más pobre.
– Puede que mejoren las cosas. Al menos, eso creo, ahora que hay un gobierno fuerte.
– Quizá.
– ¿Se enteró de lo que dijo Dalí, según el cual España es un país de campesinos que necesitan mano dura? En Cuba ocurrió lo mismo; no saben manejar la democracia. Todo se va a la mierda.
Tolhurst sacudió la cabeza como si todo aquello fuera superior a sus fuerzas. Harry experimentó una punzada de cólera ante su ingenuidad; sin embargo, después pensó que la tragedia que allí se había producido también era superior a la suya. Bernie era el único que tenía todas las respuestas, pero su bando había perdido y Bernie estaba muerto.
– ¿Café? -le preguntó a Tolhurst-. Si es que hay.
– Ya lo creo que hay. La casa está muy bien abastecida. También hay teléfono; pero tenga cuidado con lo que diga, estará intervenido por ser usted miembro del cuerpo diplomático. Lo mismo le digo de las cartas que escriba a Inglaterra: están censuradas. Por consiguiente, cuidado con las cartas a la familia o a la novia. ¿Tiene a alguien allí? -preguntó Tolhurst con cierto recelo.
– No. -Harry negó con la cabeza-. ¿Y usted?
– No. No me permiten salir mucho de la embajada. -Tolhurst lo miró con curiosidad-. ¿Qué le llevó a Carabanchel cuando estuvo aquí?
– Vine con Bernie Piper, mi compañero de escuela comunista -contestó Harry con ironía-. Estoy seguro de que consta en mi expediente.
– Ah, sí -contestó Tolhurst, y se ruborizó ligeramente.
– Trabó amistad con una familia de allí. Era buena gente; quién sabe qué habrá sido de ellos ahora. -Harry suspiró-. Voy por el café.
Tolhurst consultó su reloj.
– La verdad es que prefiero irme. Tengo que comprobar algunos malditos gastos. Venga mañana a las nueve a la embajada, lo pondremos al corriente de las tareas de los traductores.
– ¿Sabrán los demás traductores que trabajo para Hillgarth?
– No, por Dios -respondió Tolhurst-. Son miembros auténticos del cuerpo diplomático, simples artistas del circo de Sam. -Sonrió y tendió una sudorosa mano a Harry-. No se preocupe, mañana lo repasaremos todo.
Harry se aflojó el cuello de la camisa y la corbata y experimentó los efectos de una agradable corriente de aire jugueteando sobre el círculo de sudor que le rodeaba el cuello. Se sentó en un sillón de cuero y echó un vistazo al expediente de Forsyth. No había gran cosa: unas cuantas fotografías más, detalles acerca de su trabajo en colaboración con el Auxilio Social, sus contactos en la Falange. Sandy vivía en una casa muy grande y se gastaba un montón de dinero en la compra de artículos en el mercado negro.
A sus oídos llegó la voz chillona de una mujer que llamaba a sus hijos. Dejó el expediente, se acercó a la ventana y miró hacia el oscuro patio de abajo, donde jugaban unos niños. Abrió las ventanas y el consabido olor de comida mezclado con el hedor a podrido le cosquilleó en la nariz. Vio a la mujer asomada a la ventana: era joven y guapa, pero iba de luto por su marido. Volvió a llamar a sus hijos, y éstos corrieron al interior del edificio.
Harry se volvió de nuevo hacia la habitación. Estaba muy mal iluminada y parecía llena de rincones oscuros; los espacios antaño ocupados por cuadros o carteles destacaban cual espectrales cuadrados. Se preguntó qué habría colgado en ellos. ¿Imágenes de Stalin y Lenin? La silenciosa y sosegada atmósfera resultaba un tanto opresiva. El comunista habría sido detenido tras la entrada de Franco en Madrid, y después se lo habrían llevado y fusilado en algún sótano. Harry encendió la luz pero no pasó nada. Con la luz del pasillo ocurrió lo mismo; probablemente, un corte de corriente.
El hecho de tener que espiar a Sandy le había causado una cierta inquietud, pero ahora la furia que experimentaba era cada vez más profunda. Sandy trabajaba con los falangistas, una gente que quería declarar la guerra a Inglaterra.
– ¿Por qué, Sandy? -preguntó.
El sonido de su voz en medio del silencio lo sobresaltó. De repente, se sintió solo. Se encontraba en un país hostil, trabajando por cuenta de una embajada que parecía un semillero de rivalidades. Tolhurst era extremadamente amable, pero Harry sospechaba que le transmitiría a Hillgarth sus impresiones acerca de él y que le encantaba estar al tanto de todo. Pensó en el consejo de Hillgarth acerca de que se lo tomara todo como una aventura; y se preguntó, como se había preguntado varías veces en el transcurso de su período de instrucción, si sería el hombre adecuado para aquella tarea y si estaría a la altura de lo que se esperaba de él. No había hecho ningún comentario sobre sus dudas: era un trabajo importante y ellos necesitaban que lo hiciera. Pero por un instante sintió que el pánico se agazapaba en los más recónditos rincones de su mente.
«Esto no va a dar resultado», se dijo. Había una radio encima de una mesa de rincón. El panel de cristal del centro se iluminó; habría vuelto la luz. Recordó cuando estaba en casa de su tío durante las vacaciones de Rookwood, jugando con la radio del salón por la noche. Al girar el dial, escuchaba voces de países lejanos: Italia, Rusia, los ásperos gritos de Hitler desde Alemania. Pensaba que ojalá pudiera entender las voces que iban y venían, tan lejanas, interrumpidas por silbidos y crujidos. Allí había empezado su interés por los idiomas. Hizo girar el dial en busca de la BBC, pero sólo consiguió encontrar una emisora española, que ofrecía música militar.
Se dirigió al dormitorio. La cama estaba recién hecha y se tumbó en ella, súbitamente cansado; había sido un día muy largo. Ahora que ya se habían ido los niños que jugaban, le volvió a llamar la atención el silencio del exterior, como si Madrid estuviera envuelto en un sudario. Era una ciudad ocupada, había dicho Tolhurst. Percibió el zumbido de la sangre en sus oídos; lo notaba más fuerte en el oído malo. Pensó que tenía que deshacer la maleta, pero dejó que su mente regresara a 1931, a su primera visita a Madrid. Él y Bernie, ambos de veinte años, habían acabado cerca de la estación de Atocha un día de julio con sus mochilas a la espalda. Recordó que, al salir de la estación y dejar atrás el olor a hollín que la impregnaba, había visto bajo la luz radiante del sol la bandera roja, amarilla y morada de la República ondear en el ministerio de la acera de enfrente, contra un cielo azul cobalto tan brillante que lo había obligado a cerrar los ojos.

 

Cuando Sandy Forsyth fue expulsado ignominiosamente de Rookwood, Bernie regresó al estudio y reanudó su amistad con Harry: dos muchachos reposados y estudiosos que preparaban su ingreso en Cambridge. Por aquel entonces, Bernie solía reservarse sus puntos de vista políticos. En el último curso consiguió formar parte del equipo de la llamada Rugby Union y disfrutó de la rápida brutalidad de aquel deporte. Harry prefería el criquet; cuando alcanzó el primer once, fue uno de los momentos más trascendentales de su vida.
Siete alumnos de sexto de aquel año eran candidatos al ingreso en Cambridge. Harry quedó segundo y Bernie primero, ganador del premio de cincuenta libras donado por un ex alumno. Bernie dijo que era más dinero del que jamás hubiera imaginado ver, y mucho menos poseer. En otoño ambos se fueron a Cambridge, pero a distintos colegios; por cuyo motivo sus caminos se separaron y Harry entró a formar parte de un serio y estudioso grupo de alumnos, mientras que Bernie se incorporaba a los grupos socialistas, cansados de los estudios. Seguían viéndose de vez en cuando para tomar una copa, aunque de forma cada vez más esporádica. Harry llevaba más de un mes sin ver a Bernie cuando éste entró en sus dominios una mañana de verano, a finales de su segundo curso.
– ¿Qué vas a hacer estas vacaciones? -preguntó Bernie en cuanto Harry hubo terminado de preparar el té.
– Me iré a Francia. Ya está decidido. Pasaré el verano viajando por allí para mejorar mis conocimientos de francés. En principio, mi primo Will y su mujer iban a acompañarme, pero ella se ha quedado embarazada. -Harry suspiró; se había llevado una decepción, y el hecho de viajar solo lo ponía nervioso-. ¿Tú volverás a trabajar en la tienda?
– No. Pasaré un mes en España. Allí están ocurriendo cosas extraordinarias.
Harry había elegido el español como segunda lengua y sabía que en abril de ese año la monarquía había caído. Se había proclamado la República con un gobierno de liberales y socialistas empeñados, según decían ellos, en llevar la reforma y el progreso a uno de los países más atrasados de Europa.
– Quiero verlo -dijo Bernie con el rostro iluminado por el entusiasmo-. Esta nueva Constitución es una Constitución del pueblo; se acabaron los terratenientes y la Iglesia. -Miró a Harry con expresión pensativa-. Pero a mí tampoco me apetece ir a España solo. He pensado que a lo mejor a ti te gustaría venir. A fin de cuentas, hablas el idioma. ¿Por qué no ir también a ver España, verla directamente en lugar de leer a viejos y polvorientos dramaturgos españoles? Yo podría ir a Francia primero si tú no quieres ir solo -añadió-. Me gustaría visitarla. Y después podríamos ir juntos a España -concluyó con una sonrisa.
Bernie siempre había sido muy convincente.
– Pero España es bastante primitiva, ¿verdad? ¿Cómo nos vamos a orientar allí?
Bernie se sacó del bolsillo un maltrecho carnet del Partido Laborista.
– Esto nos va a ser muy útil. Te presentaré a la hermandad socialista internacional.
Harry esbozó una sonrisa.
– ¿Puedo cobrar como intérprete?
Había comprendido que aquél era el motivo por el cual Bernie quería que lo acompañara y experimentó una inesperada tristeza.

 

Subieron al transbordador de Francia en julio. Pasaron diez días en París y después viajaron al sur en tren, pernoctando por el camino en albergues baratos. Fueron unos días perezosos y agradables en el transcurso de los cuales recuperaron el viejo compañerismo que los había unido en Rookwood. Bernie estudiaba a marchas forzadas una gramática española en su afán de conversar con la gente en su idioma. Transmitió a Harry parte de su entusiasmo por lo que él llamaba «la nueva España», y ambos miraron con ansia por la ventanilla cuando el tren entró en la estación de Atocha aquella calurosa mañana estival.
Madrid era un lugar emocionante y extraordinario. De paseo por el centro, ambos pudieron ver edificios engalanados con banderas socialistas y anarquistas, carteles de manifestaciones y convocatorias de huelgas cubriendo las desconchadas paredes de los viejos edificios. En cada rincón se veían iglesias quemadas, lo que hacía temblar a Harry pero provocaba en Bernie siniestras sonrisas de placer.
– No es precisamente el paraíso de los obreros -dijo Harry, enjugándose el sudor de la frente.
El calor era insoportable, un calor que ninguno de aquellos dos muchachos ingleses había imaginado que pudiera existir. Se encontraban en la ardiente y polvorienta Puerta del Sol. Los vendedores ambulantes, con sus carros tirados por asnos, sorteaban los tranvías mientras unos desarrapados limpiabotas permanecían tumbados a la sombra junto a las paredes de los edificios. Unas ancianas envueltas en negras manteletas caminaban con paso cansino; semejaban unos pajarracos polvorientos y hediondos.
– Pero, Harry, por Dios, esta gente lleva siglos de opresión -dijo Bernie-. En buena medida a manos de la Iglesia. Casi todos esos templos quemados estaban llenos de oro y plata. Se tardará mucho tiempo en volver a la normalidad.
Consiguieron habitación en el segundo piso de un hotel ruinoso, en una callejuela adyacente a la Puerta del Sol. En el balcón del edificio de enfrente solían descansar unas prostitutas que dirigían, entre risas, comentarios obscenos al otro lado de la calle. Harry se ruborizaba y se apartaba, pero Bernie les contestaba a gritos, diciéndoles que no tenían dinero para semejantes lujos.
El calor seguía causando estragos; durante las horas más calurosas del día, se quedaban tumbados en las camas del hostal con las camisas desabrochadas, leyendo o dormitando mientras saboreaban la menor brisa que se pudiera filtrar por la ventana. Después, a última hora de la tarde, salían a dar una vuelta por la ciudad antes de pasarse la noche en los bares.
Una noche entraron en un bar del barrio La Latina llamado El Toro, en el que se anunciaba baile flamenco. Bernie lo había visto, lleno de optimismo y esperanza, en el periódico El Socialista que había conseguido que Harry le tradujera. Al llegar allí, se asombraron al ver las cabezas de toro que adornaban las paredes. Los demás clientes, que eran obreros, miraron a Bernie y Harry con curiosidad mientras se daban divertidos codazos los unos a los otros. Los muchachos pidieron un grasiento cocido y se sentaron en un banco, bajo el anuncio de una huelga y junto a un corpulento sujeto moreno de bigotes caídos. Todos los murmullos de las conversaciones cesaron de golpe cuando dos hombres enfundados en ajustadas chaquetas y tocados con negros sombreros redondos se acercaron al centro del local guitarra en mano. Los siguió de inmediato una mujer ataviada con una ancha falda roja y negra, un ceñido y largo corpiño y una mantilla en la cabeza. Todos tenían el rostro enjuto y una piel tan oscura que a Harry le hicieron recordar a Singh, su compañero indio de Rookwood. Los hombres se pusieron a tocar y la mujer empezó a cantar con tal vehemencia que captó la atención de Harry pese a que no podía seguir sus palabras. Interpretaron tres canciones, cada una de ellas acogida con grandes aplausos. Después, uno de los hombres pasó el sombrero.
– Muy bien -le dijo Harry-, muchas gracias -añadió, depositando unas monedas en el sombrero.
El corpulento sujeto que tenían al lado les dijo algo en español.
– ¿Qué ha dicho? -le preguntó Bernie a Harry en voz baja.
– Dice que cantan sobre la opresión de los terratenientes.
El obrero los estudiaba con divertido interés.
– Eso está muy bien -le dijo Bernie en un titubeante español.
El corpulento individuo asintió con la cabeza en un gesto de aprobación. Después les tendió la mano. Era dura y callosa.
– Pedro Mera García-dijo el hombre-. ¿De dónde son ustedes?
– Inglaterra. -Bernie se sacó del bolsillo la tarjeta del partido-. Partido Laborista inglés.
Pedro esbozó una amplia sonrisa.
– Bienvenidos, compañeros.

 

Así empezó la amistad entre Bernie y la familia Mera. A éste lo consideraban un camarada, mientras que el apolítico Harry les parecía un primo ligeramente retrasado. Hubo una noche de principios de septiembre que Harry recordaría en particular. Había refrescado al caer el sol y Bernie estaba sentado en el balcón en compañía de Pedro, su mujer Inés y su hijo mayor, Antonio, que tenía la misma edad que Harry y Bernie y que, como su padre, era un activista del sindicato de la construcción. En el salón, Harry le había estado enseñando a la pequeña Carmela, de tres años, unas cuantas palabras en inglés. Su hermano Francisco, de diez años, delgado y tuberculoso, lo observaba todo con sus cansados ojos pardos, mientras que Carmela permanecía sentada en el brazo del sillón de Harry repitiendo aquellas extrañas palabras con fascinada solemnidad.
Al final, la niña se cansó y se fue a jugar con sus muñecas. Harry salió al pequeño balcón y miró hacia el otro lado de la plaza, donde una agradable brisa levantaba el polvo del suelo. De abajo le llegó el sonido de unas voces. Un vendedor de cerveza pregonaba su mercancía. Las palomas, que volaban en círculo bajo un cielo cada vez más oscuro, eran como destellos blancos recortándose contra las tejas rojas de los techados.
– Échame una mano, Harry -le pidió Bernie-. Quiero preguntarle a Pedro si el Gobierno ganará mañana el voto de confianza.
Harry hizo la pregunta y Pedro asintió con la cabeza.
– Tendría que ganarlo. Pero el presidente busca cualquier pretexto para echar a Azaña. Está de acuerdo con los monárquicos en que hasta la más miserable de las reformas que el Gobierno trata de llevar adelante constituye un ataque a sus derechos.
Antonio soltó una carcajada amarga.
– ¿Qué harán si alguna vez los desafiamos de verdad? -El muchacho sacudió la cabeza-. La propuesta de ley para una reforma agraria carece de fondos que la respalden, porque Azaña no quiere subir los impuestos. La gente está furiosa y se siente decepcionada.
– Ahora que en España tenéis la República -dijo Bernie-, no puede haber vuelta atrás.
Pedro asintió con la cabeza.
– Creo que los socialistas tendrían que abandonar el Gobierno, celebrar elecciones y ganar por amplia mayoría. Entonces ya veremos.
– Pero ¿las clases dirigentes os permitirían gobernar? ¿No sacarán el ejército a la calle?
Pedro le pasó un cigarrillo a Bernie, que había empezado a fumar desde su llegada a España.
– Que lo intenten -dijo Pedro-. Que lo intenten y ya veremos lo que les damos nosotros.
Al día siguiente, Harry y Bernie decidieron asistir a la votación de confianza en las Cortes. Había mucha gente en los alrededores del edificio de las Cortes; pero, gracias a Pedro, ambos habían conseguido unos pases. Un asistente los acompañó por una escalera de mármol hasta una tribuna situada encima del hemiciclo. Los bancos azules estaban llenos de diputados con traje y levita. El líder de la izquierda liberal, Azaña, hablaba con voz sonora y apasionada mientras agitaba uno de sus cortos brazos. Dependiendo de cuáles fueran sus tendencias políticas, los diarios lo retrataban como un monstruo con cara de rana o como el padre de la República; pero Harry pensaba que su aspecto era de lo más vulgar. Hablaba con ardor y pasión. Insistió en un dato y después se volvió hacia los diputados que tenía a su espalda, quienes aplaudieron y expresaron a gritos su aprobación. Azaña se pasó la mano por el cabello ralo y blanco y siguió adelante, enumerando los logros de la República. Harry miró hacia abajo e identificó a los políticos socialistas cuyos rostros había visto en los periódicos: el rechoncho y obeso Prieto; Largo Caballero, con su aspecto sorprendentemente burgués. Por una vez, Harry se dejó arrastrar por la emoción.
– Menudo entusiasmo el suyo, ¿verdad? -dijo en voz baja a Bernie.
– Todo es un maldito embuste -replicó Bernie con expresión de desprecio-. Míralos. Millones de españoles quieren una vida digna y ellos les montan… este circo. -Contempló el agitado mar de cabezas del hemiciclo-. Hace falta algo más fuerte que todo esto si queremos que se imponga el socialismo. Venga, salgamos de aquí.
Aquella noche se fueron a un bar del centro. Bernie estaba tan cínico como furioso.
– Lo que hace la democracia -dijo en tono de enfado- es atraer a la gente hacia el corrupto sistema burgués. Lo mismo ocurre en Inglaterra.
– Pero tendrán que pasar muchos años para que España se convierta en un país moderno -apuntó Harry-. Y ¿cuál es la alternativa? ¿La revolución y el derramamiento de sangre como en Rusia?
– Los obreros tendrán que asumir el mando de la situación. -Bernie miró a Harry, luego suspiró-. Vamos -añadió-, será mejor que volvamos al hostal. Ya es muy tarde.
Subieron por la calle dando trompicones, ambos con unas cuantas copas de más.
La habitación era sofocante, por lo que Bernie se quitó la camisa y salió al balcón. Las dos prostitutas, envueltas en unas batas vistosas, bebían en la casa de enfrente. Lo llamaron.
– ¡Eh, inglés! ¿Por qué no vienes a jugar con nosotras?
– ¡No puedo! -contestó Bernie alegremente-. ¡No tengo dinero!
– ¡Nosotras no queremos dinero! ¡Siempre decimos: «si el rubio viniera a jugar»!
Las mujeres rieron, Bernie también rió y se volvió hacia Harry.
Harry se sentía incómodo y algo avergonzado.
– ¿Te apetece?
Llevaban varias semanas bromeando sobre la posibilidad de salir con alguna furcia española, pero había sido un simple farol y al final no lo habían hecho.
– No. Por Dios, Bernie, podrías pillar algo.
Bernie lo miró sonriendo.
– ¿Tienes miedo? -Se pasó una mano por el espeso cabello rubio, flexionando el brazo musculoso.
Harry se ruborizó.
– No quiero hacerlo con un par de putas borrachas -dijo-. Además, es a ti a quien llaman, no a mí.
Los celos aletearon en su interior como hacían algunas veces. Bernie tenía algo que a él le faltaba: energía, audacia, pasión por la vida. No era sólo su aspecto.
– También te habrían llamado a ti si hubieras salido al balcón.
– No vayas -insistió Harry-. Podrías pillar algo.
Los ojos de Bernie brillaban de emoción.
– Ya lo creo que iré. Venga. Es tu última oportunidad. -Bernie soltó una carcajada y después lo miró sonriendo-. Tienes que aprender a vivir, Harry, muchacho. Aprende a vivir.

 

Dos días después abandonaron Madrid. Antonio Mera los ayudó a llevar el equipaje a la estación.
Hicieron transbordo de tranvías en la Puerta de Toledo. Era media tarde, la hora de la siesta, y las calles soleadas estaban desiertas. Un camión pasó lentamente con la capota de lona alegremente pintada y las palabras «La Barraca» escritas en el lateral.
– El nuevo teatro de García Lorca para el pueblo -explicó Antonio. Era un joven alto y moreno, tan corpulento como su padre. Esbozó una sonrisa y añadió-: Quiere llevar a Calderón a los campesinos.
– Eso es bueno, ¿no? -dijo Harry-. Yo pensaba que la educación era lo único que la República había reformado.
Antonio se encogió de hombros.
– Han clausurado los colegios de los jesuitas, pero los nuevos no son suficientes. La historia de siempre: los partidos de la burguesía no quieren cargar con impuestos a los ricos para sufragarlos.
Un poco más adelante se oyó una especie de estallido semejante al petardeo de un automóvil. El sonido se repitió otras dos veces, más cerca. Un muchacho no mayor que Harry y Bernie salió corriendo de una calle lateral. Vestía pantalón de franela y camisa de color oscuro, ambas prendas de aspecto demasiado caro para Carabanchel. Su rostro, deformado por una expresión de terror, estaba empapado de sudor, y tenía los ojos desmesuradamente abiertos. Bajó a toda prisa por la calle y se perdió en una callejuela.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Harry.
Antonio respiró hondo.
– Quién sabe. Podría ser uno de los fascistas de Redondo.
Aparecieron otros dos jóvenes vestidos con camiseta y pantalones de obrero. Uno de ellos sostenía un pequeño objeto de color oscuro en una mano. Harry se quedó mirándolo boquiabierto al percatarse de que era una pistola.
– ¡Allí abajo! -gritó Antonio, indicando el lugar por donde el joven había huido-. ¡Se fue por allí!
– ¡Gracias, compañero!
El muchacho levantó la pistola a modo de saludo y los dos se alejaron a toda prisa. Conteniendo la respiración, Harry esperó más disparos, pero no hubo ninguno.
– Lo iban a matar -susurró, escandalizado.
Antonio lo miró por un instante con expresión de culpa y frunció el entrecejo.
– Era de las JONS. Tenemos que impedir que los fascistas echen raíces.
– ¿Quiénes eran los otros?
– Comunistas. Han jurado acabar con ellos. Que tengan suerte.
– Tienen razón -convino Bernie-. Los fascistas son unas sabandijas, lo peor de lo peor.
– Era sólo un muchacho que corría -protestó Harry-. No iba armado.
Antonio soltó una carcajada amarga.
– ¡Pero vaya si tienen armas! Lo que ocurre es que los obreros españoles no se rendirán como los italianos.
Llegó el tranvía, el habitual tranvía con su tintineo de todos los días, y los tres subieron a bordo. Harry estudió a Antonio. Parecía cansado; aquella noche tenía otro turno de trabajo en la fábrica de ladrillos. «Bernie tiene más cosas en común con él que conmigo», pensó Harry con tristeza.

 

Harry se tumbó en la cama con lágrimas en los ojos. Recordó que, en el tren de regreso, Bernie le había dicho que no pensaba volver a Cambridge. Se había hartado de vivir al margen del mundo real y quería volver a Londres, donde estaba la verdadera lucha de clases. Harry pensaba que cambiaría de idea, pero no lo había hecho; en otoño ya no regresó a Cambridge. Mantuvieron correspondencia durante un tiempo, pero las cartas de Bernie acerca de las huelgas y las manifestaciones antifascistas le eran en cierto modo tan ajenas como las de Sandy Forsyth sobre las carreras de galgos; por lo que, al cabo de algún tiempo, las cartas también fueron disminuyendo paulatinamente.
Harry se levantó. Estaba inquieto. Necesitaba salir de la habitación porque el silencio le atacaba los nervios. Se lavó, se cambió de camisa y bajó por la escalera húmeda.
La plaza seguía tan tranquila como antes. Se respiraba en el aire un ligero olor que él recordaba, orina procedente de los desagües en mal estado. Pensó en el cuadro que tenía en la pared, en el barniz romántico que éste otorgaba a la pobreza y la necesidad. En 1931 era joven e ingenuo, pero su aprecio por el cuadro había perdurado a lo largo de los años, la muchacha que miraba sonriendo al gitano de abajo; al igual que Bernie, confiaba en que España progresara. Pero la República se había hundido en el caos, después había estallado la Guerra Civil y ahora el fascismo había alcanzado el poder. Harry dio varias vueltas por el barrio y se detuvo en una panadería. Apenas había nada a la vista, sólo unas cuantas barras de pan, pero no aquellos pastelitos pegajosos que tanto les gustaban a los españoles. Una tarde Bernie se había zampado cinco, después se había comido una paella y, por la noche, se había puesto espectacularmente enfermo.
Un par de obreros pasaron por su lado mirándolo con hostilidad. Fue consciente de su chaqueta de corte impecable y su corbata. Vio una iglesia en la esquina de la plaza; también la habían quemado, probablemente en 1936. La fachada ornamentada todavía se mantenía en pie, pero el techo había desaparecido; a través de las ventanas cubiertas de maleza se podía ver el cielo. Un letrero de gran tamaño escrito a lápiz decía que la misa se celebraba en la casa parroquial de la puerta de al lado y que las confesiones se oían en el mismo lugar. El anuncio terminaba con un «¡Arriba España!».
Harry ya se había orientado. Subiendo la cuesta, llegaría a la Plaza Mayor. De camino se encontraba El Toro, el bar donde él y Bernie habían conocido a Pedro. Un antiguo local frecuentado por socialistas. Siguió adelante, mientras sus pisadas resonaban en la angosta calle y una brisa agradable y vespertina lo refrescaba. Se alegró de haber salido.
El Toro seguía donde siempre, con el rótulo de la cabeza de toro colgando todavía en el exterior. Harry vaciló un momento antes de entrar. En los nueve años transcurridos, el local no había cambiado: cabezas de toro en las paredes, viejos carteles en blanco y negro de corridas manchados de amarillo por la nicotina y los años. Los socialistas eran contrarios a las corridas de toros, pero el tabernero era muy aficionado y su vino era muy bueno, por lo que ellos se lo perdonaban.
Sólo había unos cuantos parroquianos, unos ancianos tocados con boina. Éstos miraron a Harry con cara de pocos amigos. Ya no estaba el joven y dinámico tabernero que Harry recordaba, yendo incansablemente de un lado a otro detrás de la barra. Su lugar lo ocupaba ahora un fornido individuo de mediana edad de rostro cuadrado y macizo. El hombre ladeó la cabeza con expresión inquisitiva.
– ¿Señor?
Harry pidió una copa de vino tinto y rebuscó en el bolsillo las desconocidas monedas en las que figuraba grabado, como en todo lo demás, el emblema falangista del yugo y las flechas. El barman le colocó la copa delante.
– ¿Alemán? -preguntó.
– No. Inglés.
El hombre enarcó las cejas y se volvió. Harry fue a sentarse en un banco. Tomó un ejemplar abandonado del Arriba, el periódico de la Falange, editado en papel fino y arrugado. En la primera plana, un guardia de fronteras español estrechaba la mano a un oficial alemán en una carretera de los Pirineos. El artículo hablaba de eterna amistad, de cómo el Führer y el Caudillo decidirían juntos el futuro del Mediterráneo occidental. Harry bebió un sorbo de vino; era más áspero que el vinagre.
Estudió la imagen, la impresionante celebración del Nuevo Orden. Recordó que en una ocasión le había dicho a Bernie que él defendía los valores de Rookwood. Probablemente sus palabras habían sonado un tanto ampulosas. Bernie rió con impaciencia y dijo que Rookwood era un campamento de instrucción para la élite capitalista. Quizá lo fuera, pensó Harry, pero en cualquier caso se trataba de una élite mejor que la de Hitler. No obstante, sus palabras seguían siendo ciertas. Recordó un noticiario que había visto acerca de las cosas que ocurrían en Alemania: unos ancianos judíos limpiaban las calles con cepillos de dientes en medio de las burlas de la gente.
Levantó los ojos. El barman conversaba tranquilamente con un par de ancianos que lo miraban sin disimulo. Hizo un esfuerzo por apurar el contenido de la copa y se levantó.
– Adiós -dijo antes de salir, pero no obtuvo respuesta.
Había más gente en la calle, en especial trajeados oficinistas de clase media que regresaban a casa. Pasó por debajo de un arco y se encontró en la Plaza Mayor, el centro del viejo Madrid donde solían celebrarse festivales y pronunciamientos. Las dos grandes fuentes estaban secas, pero alrededor de la enorme plaza seguía habiendo cafés con mesitas donde unos cuantos empleados de oficina permanecían sentados tomando café o coñac. Pero incluso allí los escaparates estaban casi vacíos y la pintura de los viejos edificios medio desconchada. Los mendigos estaban acurrucados junto a algunos de los portales ornamentados. Una pareja de guardias civiles recorría el perímetro de la plaza.
Harry permaneció de pie sin saber qué hacer, preguntándose dónde se podría tomar un café. Las farolas, que proyectaban una luz débil y blanca, ya empezaban a encenderse. Harry recordó lo fácil que era perderse por las callejuelas o entrar en una taberna. Dos mendigos se habían levantado y se dirigían a él. Dio media vuelta.
Mientras abandonaba la plaza, observó que una mujer que caminaba delante se detenía en seco, dándole la espalda. Se trataba de una mujer elegantemente vestida de blanco con un sombrerito encasquetado sobre el cabello pelirrojo. El también se detuvo, asombrado. Seguro que era Barbara. El cabello y los andares no podían ser sino suyos. La mujer reanudó la marcha, dobló rápidamente la esquina de una calle lateral apurando el paso y su figura se desvaneció, convertida en una borrosa mancha blanca en plena oscuridad.
Harry echó a correr tras ella, pero se detuvo indeciso en la esquina sin saber si seguirla. Era imposible que fuese Barbara, seguro que no seguía viviendo allí. Además, Barbara jamás hubiera vestido semejante clase de ropa.
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