Книга: Invierno en Madrid
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El avión despegó de Croydon al amanecer. A Harry lo habían acompañado en coche hasta allí, directamente desde el centro de instrucción del SIS, el servicio secreto de espionaje. Era la primera vez que viajaba en avión. Se trataba de un vuelo civil ordinario, y los demás pasajeros eran hombres de negocios ingleses y españoles. Hablaban animadamente entre sí, sobre todo acerca de las dificultades que la guerra había representado para el comercio y la industria, mientras sobrevolaban el Atlántico, antes de girar al sur para evitar el territorio de la Francia ocupada por los alemanes. Harry experimentó un momento de temor cuando el aparato despegó, y se dio cuenta de que las vías de ferrocarril que podía ver allá abajo, y que parecían más pequeñas que las del tren de juguete de Ronnie, eran de verdad. Pero se le pasó en cuanto penetraron en un banco de nubes, grises como la densa niebla que había al otro lado de la ventanilla. Las nubes y el zumbido de los motores se fueron volviendo tan monótonos que Harry se retrepó en su asiento. Pensó en su instrucción, en las tres semanas de entrenamiento a que lo habían sometido hasta aquella mañana, antes de montarlo en un automóvil y llevarlo al aeropuerto.
La mañana siguiente al bombardeo Harry había sido trasladado desde Londres a una mansión en la campiña de Surrey, donde había pasado tres semanas. Nunca supo su nombre, ni siquiera dónde estaba ubicada exactamente. Era un conjunto de edificios Victorianos de ladrillo rojo, típicos del período entre mediados del siglo XIX y principios del XX; algo en la disposición de las estancias, los suelos sin alfombras y un olor leve e indefinible lo inducían a pensar que aquello había sido anteriormente un colegio.
Las personas que lo adiestraban eran en su mayoría jóvenes. Transmitían entusiasmo y afán de aventura, y su energía y rapidez de reacción conseguían captar la atención y la mirada y asumir el mando de la conversación. A veces, a Harry le recordaban a esos vendedores incansables. Le enseñaron los principios generales de la labor de espionaje: introducción de cartas en los buzones, cómo saber si a uno lo vigilan, cómo enviar un mensaje en caso de que se tenga que huir. Eso a él no iba a ocurrirle, le aseguraron a Harry: gozaba de protección diplomática, lo que representaba un útil subproducto de su tapadera.
De lo general pasaron a lo particular: cómo abordar a Sandy Forsyth. Le hicieron interpretar lo que ellos llamaban comedias de rol, en las que un antiguo policía de Kenia desempeñaba el papel de Sandy: un Sandy receloso que dudaba de su historia; un Sandy hostil y bebedor que preguntaba qué cono estaba haciendo Brett allí, porque siempre le había caído mal; un Sandy que era espía; un Sandy que era un fascista encubierto.
– Usted no sabe cómo reaccionará ante su presencia; tiene que estar preparado para todas las posibilidades -dijo el policía-. Tiene que adaptarse a sus estados de ánimo; averiguar lo que siente y piensa.
Tendría que actuar en absoluta coherencia con su historia, le dijeron, y ésta debía resultar impecable. Eso sería muy fácil. Podría ser totalmente sincero acerca de su vida hasta el momento en que había recibido la llamada telefónica del Foreign Office. En la tapadera que habían utilizado, habían llamado buscando a un traductor para sustituir a un hombre de Madrid que había tenido que irse inesperadamente. Harry se lo aprendió todo de memoria, pero ellos le dijeron que seguía habiendo un problema. No con su cara ni con su voz, sino que se advertía un titubeo, casi una especie de desgana cuando contaba su historia. Un agente tan hábil como parecía ser Forsyth tal vez adivinara que estaba mintiendo. Harry trabajó su papel y, poco tiempo después, ellos se dieron por satisfechos.
– Claro que cualquier variación en el tono también sería atribuible a su pequeña sordera -dijo el policía-, que puede afectar a la voz. Aproveche para comentarle también las crisis de pánico que sufrió después de Dunkerque.
Harry se mostró sorprendido.
– Eso es cosa del pasado, ya no las sufro.
– Usted continúa sintiéndolas, ¿verdad? Logra reprimirlas, pero las presiente, ¿no es cierto? -El agente consultó la carpeta que sostenía sobre las rodillas; Harry tenía su propia carpeta de cuero con una cruz roja y la palabra «secreto» encima-. Bueno, siga trabajando con eso… un momento de desconcierto, como, por ejemplo, detenerse para pedirle que le repita algo, lo puede ayudar. Le da tiempo para pensar y presentarse a sus ojos como un inválido, y no ya como alguien de quien tener miedo.
Harry sabía que la información sobre sus crisis de pánico procedía de la extraña mujer que un día lo había entrevistado. Jamás le dijo quién era, pero Harry intuyó que era una especie de psiquiatra. Había en ella algo de la apremiante impaciencia propia de los espías. La mirada de sus ojos azules era tan penetrante que, por un instante, Harry se asustó.
Ella le tomó la mano y le pidió jovialmente que se sentara junto a la mesita.
– Tengo que hacerle unas cuantas preguntas de tipo personal, Harry. ¿Le puedo llamar Harry?
– Sí… Mmm…
– Señorita Crane, llámeme señorita Crane. Parece que ha llevado una vida muy normal, Harry. No como muchos de los que pasan por aquí, se lo aseguro. -Soltó una carcajada.
– Sí, creo que en efecto se puede considerar una vida corriente.
– Pero eso de perder a sus dos progenitores siendo tan joven no debe de haber sido nada fácil. Pasar de un tío y una tía a otra tía hasta llegar al internado.
El comentario le molestó de repente.
– Mi tío y mi tía siempre han sido muy buenos conmigo. Y fui muy feliz en el colegio. Rookwood es una institución privada, no un simple internado.
La señorita Crane lo miró inquisitivamente.
– ¿Dónde reside la diferencia?
A Harry le sorprendió el ardor de su propia voz al decir:
– Un internado suena a un lugar donde lo aparcan a uno para meter en cintura. En cambio, Rookwood, una escuela privada en la que perteneces a la comunidad, se convierte en parte de ti, modela tu personalidad.
Ella siguió mirándolo con una sonrisa; sin embargo, su comentario fue brutal:
– Pero no es lo mismo que tener unos padres que te quieren, ¿verdad?
Harry advirtió que su cólera daba paso ahora a un profundo cansancio. Bajó la mirada al suelo.
– Hay que afrontar las cosas como vienen, sacarles el mejor partido. Seguir adelante contra viento y marea.
– ¿Por su cuenta? ¿Hay alguna novia… alguien?
Harry frunció el entrecejo, preguntándose si a continuación la mujer empezaría a aludir a su vida sexual, tal como había hecho la señorita Maxse.
– En este momento, no. Hubo alguien en Cambridge, pero no dio resultado.
– ¿Y eso por qué?
– Laura y yo nos cansamos el uno del otro, señorita Crane. No fue ningún drama.
La mujer cambió de tema.
– ¿Y después de Dunkerque? Me refiero a la neurosis de guerra, cuando descubrió que sufría crisis de pánico y los ruidos fuertes lo asustaban. ¿También entonces decidió seguir adelante contra viento y marea?
– Sí, a pesar de que ya no era soldado. Y no lo volveré a ser.
– ¿Y eso le duele?
Harry la miró.
– ¿A usted no le dolería?
– Estamos aquí para hablar de usted, Harry -dijo ella.
Harry lanzó un suspiro.
– Sí, decidí seguir adelante contra viento y marea.
– ¿Estuvo tentado de no hacerlo? ¿De retirarse y… convertirse en un discapacitado?
Harry la volvió a mirar. Qué perspicacia la suya.
– Sí, sí, supongo que sí. Pero no lo hice. Así es la vida últimamente, ¿verdad? -contestó con aspereza-. Incluso cuando ves que todo lo que dabas por sentado, todo aquello en lo que creías, queda reducido a pedazos. -Suspiró-. Creo que el espectáculo de la retirada general en aquella playa, el caos, me afectó casi tanto como la granada que estuvo a punto de matarme.
– Pero seguir adelante contra viento y marea debió de ser una empresa muy solitaria.
Su voz se suavizó repentinamente. Harry notó que los ojos se le llenaban de lágrimas.
– Aquella noche en el refugio, fue todo muy extraño -dijo-. Muriel, la mujer de Will, me tomó de la mano. Jamás nos habíamos caído bien, siempre pensé que me tenía manía, pero me tomó de la mano. Y, sin embargo…
– ¿Sí?
– Se la noté muy seca, muy fría, y eso… me entristeció.
– Quizá porque no era la mano de Muriel la que usted quería.
Harry la miró.
– No, tiene usted razón -dijo con asombro-. Pero la verdad es que no sé la mano de quién quería.
– Todos necesitamos la mano de alguien.
– ¿De veras? -Harry soltó una carcajada-. Eso queda muy lejos de mi misión.
Ella asintió con la cabeza.
– Es que estoy tratando de conocerlo, Harry, simplemente tratando de conocerlo.

 

Harry despertó de sus ensoñaciones cuando el avión se inclinó hacia un lado. Se agarró al brazo del asiento y miró a través de la ventanilla, después se inclinó hacia delante y miró de nuevo. Habían vuelto a salir a la luz del sol y sobrevolaban España. Harry contempló el paisaje castellano, un mar amarillo y ocre salpicado de campos de labranza. Cuando el aparato descendía en círculo, distinguió unas carreteras blancas y desiertas, varias casas de tejado rojo y algunas ruinas dispersas de la Guerra Civil. Experimentó una mezcla de emoción y temor, seguía sin poder creer que, efectivamente, había regresado a Madrid.
Mirando a través de la ventanilla, vio a una media docena de guardias civiles en el exterior del edificio de la terminal que controlaba la pista. Harry reconoció sus uniformes verde oscuro y las fundas de pistola amarillas ajustadas a sus cinturones. Seguían luciendo sus siniestros y arcaicos tricornios de cuero redondos, con dos alitas en la parte de atrás, negros y lustrosos como el carapacho de un escarabajo. La primera vez que había estado en España, en 1931, los guardias civiles, desde siempre partidarios de la derecha, se encontraban bajo la amenaza de la República y el temor y la rabia se notaba en las duras facciones de sus rostros. Cuando regresó en 1937, en plena Guerra Civil, ya no estaban. Ahora habían regresado, y Harry notó la boca seca mientras contemplaba sus rostros y sus frías e inmóviles expresiones.
Se unió a los pasajeros que se dirigían a la salida. Un seco calor lo envolvió al bajar por la escalerilla e incorporarse a la fila que cruzaba la asfaltada pista de aterrizaje. El edificio del aeropuerto no era más que un bajo almacén de hormigón con la pintura desconchada. Uno de los guardias civiles se acercó y se situó a su lado.
– Por allí, por allí -ordenó autoritariamente, señalando una puerta con una placa que decía «Inmigración».
Harry llevaba pasaporte diplomático, por cuyo motivo lo hicieron pasar rápidamente tras haber marcado con tiza sus maletas sin echarles ni un vistazo. Miró a su alrededor en el desierto vestíbulo. Se respiraba olor a desinfectante, la nauseabunda sustancia que siempre se había utilizado en España.
Una figura solitaria que leía un periódico apoyada contra una columna lo saludó con la mano y se le acercó.
– ¿Harry Brett? Simón Tolhurst, de la embajada. ¿Qué tal el vuelo?
Era aproximadamente de la misma edad que Harry, alto y rubio y con modales amistosos y cordiales. Tenía una complexión parecida a la de Harry, con cierta tendencia a la obesidad; aunque, en su caso, el proceso ya había llegado algo más lejos.
– Muy bien. Casi todo el rato nublado, pero sin demasiadas turbulencias.
Harry observó que Tolhurst lucía una corbata de Eton cuyos vistosos colores contrastaban con su chaqueta blanca de hilo.
– Lo llevaré a la embajada, tardaremos aproximadamente una hora. No utilizamos chóferes españoles, son todos espías al servicio del Gobierno. -Soltó una carcajada y bajó la voz, a pesar de que no había nadie cerca-. Tuercen tanto las orejas hacia atrás para escuchar que piensas que se les van a juntar en la nuca. Demasiado evidente.
Tolhurst lo acompañó al exterior y lo ayudó a colocar la maleta en la parte de atrás de un viejo Ford impecablemente abrillantado. El aeropuerto estaba en plena campiña, rodeado de campos de labranza. Harry contempló el áspero paisaje de tonos marrones. En el campo que se extendía al otro lado de la carretera vio a un campesino trabajando la tierra con un arado de madera, como hacían sus antepasados. En la distancia, las desiguales cumbres de la sierra de Guadarrama se elevaban sobre un cielo intensamente azul, envuelto por la trémula luz del bochorno. Harry notó que el sudor le cosquilleaba las sienes.
– Mucho calor para ser el mes de octubre -dijo.
– Hemos tenido un verano tremendamente caluroso. Las cosechas han sido muy malas; están muy preocupados por la situación alimentaria. Aunque eso a nosotros nos puede beneficiar… porque es menos probable que entren en guerra. Será mejor que nos demos prisa. Tiene usted una cita con el embajador.
Tolhurst se adentró en una carretera larga y desierta flanqueada por unos polvorientos álamos cuyas hojas, que amarilleaban en las copas, semejaban antorchas gigantescas.
– ¿Cuánto tiempo lleva usted en España? -preguntó Harry.
– Cuatro meses. Vine cuando ampliaron la embajada y enviaron a sir Sam. Antes estuve una temporada en Cuba. Una situación mucho más relajada. Lo pasé muy bien. -Meneó la cabeza-. Me temo que éste es un país tremendo. Usted ya ha estado aquí otras veces, ¿verdad?
– Antes de la Guerra Civil y después, muy brevemente, durante la misma. En Madrid en ambas ocasiones.
Tolhurst volvió a menear la cabeza.
– Es un lugar más bien siniestro, si quiere que le diga la verdad.
Mientras circulaban por la pedregosa carretera llena de baches, hablaron de la guerra relámpago y ambos se mostraron de acuerdo en que, por el momento, Hitler había renunciado a sus planes de invasión. Tolhurst le preguntó a Harry en qué colegio había estudiado.
– Conque Rookwood, ¿eh? Buen sitio, o eso creo. Qué tiempos aquellos, ¿verdad? -añadió en tono nostálgico.
– Sí -reconoció Harry, esbozando una sonrisa triste.
Contempló la campiña. En el paisaje se advertía una nueva desolación. Sólo se cruzaron de vez en cuando con algún campesino con carro y asno, y sólo una vez con un camión del ejército que se dirigía al norte, un grupo de soldados jóvenes y fatigados que miraban con aire ausente desde la parte de atrás del vehículo. Las aldeas también estaban desiertas. Ahora hasta los ubicuos y esqueléticos perros de antaño habían desaparecido y sólo quedaban unas pocas gallinas picoteando en torno a las puertas cerradas. En la plaza de un pueblo había unos grandes carteles de Franco en todas las agrietadas y despintadas paredes, con los brazos confiadamente cruzados mientras su mofletudo rostro miraba el infinito con una sonrisa en los labios. ¡HASTA EL FUTURO! Harry respiró hondo. Vio que los carteles cubrían otros más antiguos cuyos bordes destrozados asomaban por debajo. Reconoció la mitad inferior del viejo lema ¡NO PASARÁN! Pero habían pasado.
Al final, llegaron a los acomodados barrios residenciales del norte. A juzgar por el aspecto de los elegantes edificios, cualquiera hubiera dicho que la Guerra Civil jamás había tenido lugar.
– ¿El embajador vive en este barrio? -preguntó Harry.
– No, sir Sam vive en la Castellana. -Tolhurst soltó una carcajada-. En realidad, la situación es un poco embarazosa. Vive al lado del embajador alemán.
Harry se volvió hacia él, boquiabierto.
– ¡Pero si estamos en guerra!
– España es un país «no beligerante». Pero todo está lleno de alemanes. La escoria campa a sus anchas. La embajada alemana de aquí es la más grande del mundo. No nos hablamos con ellos, claro.
– ¿Cómo acabó el embajador al lado de los alemanes?
– Era el único edificio de gran tamaño disponible. Se toma a guasa lo de mirar con cara de pocos amigos a Von Stohrer al otro lado de la valla del jardín.
Llegaron al centro de la ciudad. Casi todos los edificios habían perdido la pintura y estaban más ruinosos de lo que Harry recordaba, pese a que muchos de ellos debían de haber sido impresionantes en otros tiempos. Por todas partes había carteles de Franco con el símbolo del yugo y las flechas de la Falange. Casi toda la gente iba muy desaliñada, mucho más de lo que él recordaba, y la mayoría estaba delgada y parecía profundamente cansada. Muchos hombres de rostro demacrado y curtido por la intemperie caminaban por las aceras enfundados en monos de trabajo. Y las mujeres iban envueltas en chales negros cubiertos de parches y remiendos. Hasta los escuálidos chiquillos descalzos que jugaban en las polvorientas cunetas tenían una expresión de temor en el rostro chupado. En cierto modo, Harry había esperado ver desfiles militares y concentraciones falangistas como los que se veían en los noticiarios, pero la ciudad estaba más tranquila de lo que había imaginado, y también más sucia. Vio a monjas y curas entre los viandantes; como los guardias civiles, ellos también habían regresado. Los pocos hombres de aspecto adinerado que había por la calle llevaban chaqueta y sombrero a pesar del calor.
Harry se volvió hacia Tolhurst.
– Cuando yo estuve aquí en el treinta y siete, llevar chaqueta y sombrero en días calurosos era ilegal. Amaneramientos burgueses.
– Pues ahora no se puede salir sin chaqueta si uno lleva camisa. Un detalle para recordar.
Los tranvías circulaban, pero los pocos coches que había debían sortear carros tirados por asnos y bicicletas. Harry se volvió bruscamente cuando captó su atención un emblema conocido: una cruz negra con los brazos doblados en ángulo recto.
– ¿Ha visto usted eso? ¡La maldita cruz gamada ondeando junto a la bandera española en aquel edificio!
Tolhurst asintió con la cabeza.
– Tendrá que acostumbrarse a eso. No son sólo las esvásticas… los alemanes dirigen la policía y la prensa. Franco no oculta su deseo de que ganen los nazis. Fíjese en aquello.
Se habían detenido en un cruce. Harry vio un trío de chicas llamativamente vestidas y maquilladas. Al ver su mirada, sonrieron y volvieron provocativamente la cabeza.
– Hay putas por todas partes. Tenga mucho cuidado, casi todas están enfermas de gonorrea y algunas son espías del Gobierno. El personal de la embajada tiene prohibido acercarse a ellas.
Un guardia urbano con casco les hizo señas de que pasaran.
– ¿Usted cree que Franco entrará en guerra? -preguntó Harry.
Tolhurst se pasó una mano por el cabello rubio y se lo dejó de punta.
– Sabe Dios lo que hará. La atmósfera es terrible; la prensa y la radio son furibundamente proalemanas. La semana que viene Himmler vendrá en visita de Estado. Pero usted tendrá que comportarse con toda la normalidad que pueda. -Hinchó los carrillos y esbozó una sonrisa triste-. Casi todo el mundo tiene hecha la maleta por si hay que largarse a toda prisa. ¡Vaya, hombre, un gasógeno!
Señaló un viejo y enorme Renault que avanzaba más despacio que los carros tirados por asnos. En la parte posterior llevaba una especie de caldera achaparrada que escupía nubes de humo por una pequeña chimenea. Desde allí unos tubos iban a parar a la parte inferior del vehículo. El conductor, un burgués de mediana edad, hizo caso omiso de las miradas de la gente que se había detenido en la acera para mirar. Un tranvía se acercó ruidosamente y el hombre tuvo que dar un tremendo bandazo para esquivarlo, mientras el pesado automóvil se tambaleaba hasta casi volcar.
– ¿Qué demonios es eso? -preguntó Harry.
– La revolucionaria respuesta española a la escasez de petróleo. Utiliza carbón o leña en lugar de petróleo. Va muy bien, a menos que uno quiera subir una cuesta. Tengo entendido que en Francia también lo utilizan. No hay muchas posibilidades de que los alemanes estén interesados en este diseño.
Harry estudió a la gente. Algunas personas sonreían al ver el extravagante vehículo, pero a Harry le llamó la atención que nadie se riera o hiciera comentarios en voz alta, como sin duda habrían hecho los madrileños en otros tiempos ante semejante espectáculo. Pensó una vez más en lo callados que estaban todos; el murmullo de las conversaciones que él recordaba también había desaparecido.
Llegaron al distrito de la Ópera desde donde se distinguía a lo lejos el Palacio Real, que destacaba visiblemente en medio de la pobreza general con sus blancos muros iluminados por el sol.
– ¿Allí vive Franco? -preguntó Harry.
– Allí recibe a la gente, pero su residencia es el Palacio de El Pardo, a las afueras de Madrid. Teme que lo asesinen. Se desplaza por todas partes en un Mercedes blindado que Hitler le envió.
– Entonces ¿sigue habiendo oposición?
– Nunca se sabe. A fin de cuentas, Madrid fue tomada hace sólo dieciocho meses. En cierto modo, sigue siendo una ciudad tan ocupada como París. Aún hay resistencia en el norte, por lo que nos dicen, y grupos de republicanos que se ocultan en el campo. «Los vagabundos», los llaman.
– Dios mío -dijo Harry-. Lo que ha sufrido este país.
– Puede que todavía no haya dejado de sufrir -observó Tolhurst en tono sombrío.
Enfilaron una calle de grandes edificios decimonónicos en la fachada de uno de los cuales ondeaba la tranquilizadora bandera del Reino Unido. Harry recordó haber acudido a la embajada en 1937 para interesarse por Bernie, a quien daban por desaparecido. Los funcionarios no se habían mostrado demasiado serviciales con él, habida cuenta de la escasa simpatía que les inspiraban las Brigadas Internacionales. Una pareja de la Guardia Civil vigilaba la entrada. Había varios automóviles aparcados delante de la puerta, por lo que Tolhurst se detuvo un poco más arriba.
– Vamos a sacar su maleta -dijo.
Harry miró con recelo a los guardias mientras subía. Después advirtió que alguien le tiraba de la pernera del pantalón por detrás. Se volvió y vio a un escuálido chiquillo vestido con los harapos de una capa militar, sentado en una especie de trineo de madera con ruedas.
– Señor, por favor, ¿no tendrá dos perras gordas?
Harry observó que el niño no tenía piernas.
– Por el amor de Dios -suplicó el chico, alargando la otra mano y sin dejar de tirar de las vueltas de su pantalón.
Uno de los guardias civiles bajó rápidamente por la calle dando palmadas.
– ¡Largo de aquí! ¡Largo de aquí!
Al oír los gritos, el chiquillo apoyó las manos en los adoquines y empujó el carrito hacia atrás en dirección a una calle lateral. Tolhurst tomó a Harry del hombro.
– Tendrá usted que ser más rápido, amigo. Los mendigos no suelen llegar tan lejos, pero en el centro abundan como las palomas. Aunque, en realidad, no es que haya muchas palomas ahora; se las han comido todas.
El guardia civil que había ahuyentado al chiquillo los escoltó hasta la puerta de la embajada.
– Gracias por su asistencia -dijo ceremoniosamente Tolhurst.
El hombre inclinó la cabeza, pero Harry vio una mirada de desprecio en sus ojos.
– Los niños causan una impresión algo fuerte al principio -dijo Tolhurst, mientras hacía girar el tirador de la enorme puerta de madera-. Pero hay que acostumbrarse a ello. Ahora ha llegado el momento de que conozca usted a su comité de recepción. Los peces gordos lo están esperando.
Tolhurst parecía un poco celoso, pensó Harry mientras el otro lo acompañaba al caluroso y oscuro interior.

 

El embajador permanecía sentado tras un enorme escritorio en una estancia imponente en cuyo techo había unos ventiladores que en verano emitían un suave zumbido. Había grabados del siglo XVIII en las paredes, y el suelo de mosaico estaba cubierto por unas alfombras mullidas. Una ventana daba a un patio interior lleno de plantas en macetas, donde unos hombres en mangas de camisa conversaban sentados en un banco.
Harry reconoció a sir Samuel Hoare de haberlo visto en los noticiarios. Había sido ministro con Chamberlain, un pacificador despedido con la llegada al poder de Churchill. Era un hombre menudo de rangos severos y delicadamente angulosos y cabello ralo y blanco, enfundado en un chaqué con una flor azul en el ojal. El embajador se levantó y se inclinó sobre el escritorio para tenderle la mano.
– Bienvenido, Brett. -El apretón fue sorprendentemente fuerte. El embajador miró por un instante a Harry con unos ojos fríos y azules, antes de llamar por señas a otro hombre-. El capitán Alan Hillgarth, nuestro agregado naval -añadió-. Es el máximo responsable de nuestros Servicios Especiales.
Hoare pronunció las últimas palabras con un leve tono de desagrado.
Hillgarth era un cuarentón alto y misteriosamente apuesto, con unos grandes ojos pardos, de expresión dura pero provistos de una cierta malicia casi infantil que también se advertía en su boca ancha y sensual. Harry recordó que Sandy leía en Rookwood relatos de aventuras escritos por un tal Hillgarth. Trataban de espías y de aventuras en los más remotos y atrasados rincones de Europa. A Sandy Forsyth le encantaban, pero Harry los encontraba un poco embrollados.
El capitán le estrechó cordialmente la mano.
– Hola, Brett. Responderá directamente ante mí con Tolhurst aquí presente.
– Siéntese, por favor, siéntense todos. -Hoare le indicó a Harry un sillón.
– Nos alegramos mucho de verlo -dijo Hillgarth-. Hemos recibido informes acerca de su instrucción. Parece ser que usted lo captaba todo razonablemente bien.
– Gracias, señor.
– ¿Preparado para contarle su historia a Forsyth?
– Sí, señor.
– Le hemos conseguido un apartamento. Tolhurst le acompañará más tarde por los alrededores. Bien, ¿ya conoce las instrucciones? ¿Lo han puesto al corriente de la tapadera que deberá utilizar?
– Sí, señor. Me han contratado como intérprete tras la marcha por enfermedad del anterior.
– El bueno de Greene -dijo Hillgarth, soltando una repentina carcajada-. Todavía no sabe por qué razón lo enviaron tan rápido de vuelta a casa.
– Un buen intérprete -terció Hoare-. Conocía el oficio. Brett, tendrá usted que ser muy cuidadoso con lo que diga. Aparte de su… mmm… otro trabajo, llevará a cabo tareas de intérprete por cuenta de algunos altos funcionarios, y ha de saber que aquí las cosas son delicadas. Muy delicadas. -Lo miró con dureza.
Harry se sintió intimidado. No acababa de creer que estuviera hablando con un hombre al que había visto en los noticiarios. Respiró hondo.
– Lo sé, señor -dijo-. Recibí instrucción en Inglaterra. Lo traduciré todo a un lenguaje lo más diplomático posible y jamás añadiré comentarios por mi cuenta.
Hillgarth asintió con la cabeza.
– Hará una sesión con el subsecretario de Comercio y conmigo el jueves que viene. Me hago cargo.
– Sí, maestro -masculló Hoare-. No queremos disgustarlo.
Hillgarth sacó una pitillera de oro y le ofreció un cigarrillo a Harry.
– ¿Fuma?
– No, gracias.
Hillgarth encendió el suyo y exhaló una nube de humo.
– No queremos que tropiece con Forsyth de inmediato, Brett. Tómese unos cuantos días para instalarse y para que lo conozcan en el ambiente. Y acostúmbrese a que lo vigilen y lo sigan… El Gobierno espía a todo el personal de la embajada. Casi todos los espías son bastante inútiles, se les ve a un kilómetro de distancia, aunque ahora empiezan a llegar hombres muy bien preparados de la Gestapo. Observe si alguien le pisa los talones e informe a Tolhurst. -Sonrió como si todo aquello fuera una aventura, de una manera que a Harry le recordó a la gente de la escuela de instrucción.
– Así lo haré, señor.
– Bueno -continuó Hillgarth-. Hablemos de Forsyth. Usted lo conoció muy bien durante un tiempo en el colegio, pero no ha vuelto a verlo desde entonces. ¿Correcto?
– Sí, señor.
– ¿Cree que a pesar de ello podría mostrarse receptivo con usted?
– Así lo espero, señor. Pero la verdad es que no sé qué ha estado haciendo desde que dejamos de escribirnos. De eso hace diez años. -Harry miró hacia el patio. Uno de los hombres de allí los estaba mirando.
– ¡Esos malditos pilotos! -exclamó Hoare-. ¡Estoy harto de que vengan aquí a fisgonear!
Agitó autoritariamente la mano, y los hombres se levantaron y desaparecieron por una puerta lateral.
Harry observó que Hillgarth le dirigía a Hoare una mirada rápida de desagrado antes de volverse de nuevo hacia él.
– Son unos pilotos que tuvieron que saltar en paracaídas sobre Francia -dijo Hillgarth con una clara indirecta-. Algunos de ellos han venido a caer aquí.
– Sí, sí, lo sé -replicó Hoare en tono malhumorado-. Tenemos que seguir.
– Por supuesto, embajador -dijo Hillgarth con ceremoniosa formalidad antes de volverse de nuevo hacia Harry-. Bueno, pues tuvimos noticias de Forsyth por primera vez hace un par de meses. Tengo un agente en el Ministerio de Industria de aquí, un joven administrativo que nos informó de que todos estaban muy nerviosos por algo que ocurría en el campo, a unos ochenta kilómetros de Madrid. Nuestro hombre no tiene acceso a los documentos, pero oyó un par de conversaciones. Yacimientos de oro. Muy grandes. Geológicamente comprobados. Sabemos que están enviando equipos de minería al lugar. También se habla de mercurio y otras sustancias químicas; pero tienen escasez de medios.
– A Sandy siempre le había interesado la geología -dijo Harry-. En el colegio era muy aficionado a la geología y siempre andaba por allí en busca de huesos de dinosaurio.
– ¿De veras? -dijo Hillgarth-. Eso no lo sabía. Jamás obtuvo un título oficial, que nosotros sepamos; pero está trabajando con un hombre que sí los tiene: Alberto Otero.
– ¿El que adquirió experiencia en Sudáfrica?
– Exacto. -Hillgarth asintió con la cabeza-. Ingeniero de minas. Creo que le facilitaron a usted algunas lecturas sobre la minería de oro en su país.
– Sí, señor.
Le había producido una sensación muy extraña bregar con aquellos complicados textos por la noche, en su pequeño dormitorio.
– Como es natural, por lo que a Forsyth se refiere, usted no sabe nada sobre el oro. Está usted en la inopia al respecto.
– Sí, señor. -Harry hizo una pausa-. ¿Sabe usted cómo se conocieron Forsyth y ese tal Otero?
– No. Tenemos muchas lagunas. Sólo sabemos que, cuando trabajaba como guía turístico, Forsyth entró en contacto con el Auxilio Social, la organización de la Falange que se encarga de gestionar lo que aquí pasa por bienestar social. -Hillgarth enarcó las cejas-. Es lo más corrupto que hay. Cuantiosas ganancias y muy pocas prestaciones.
– ¿Sigue Forsyth en contacto con su familia?
Hillgarth negó con la cabeza.
– Su padre lleva años sin saber nada de él.
Harry recordó la única vez que había visto al obispo; éste había acudido al colegio después del castigo de Sandy para interceder en favor de su hijo. Desde el aula, Harry lo había visto en el patio y lo había reconocido por la camisa roja episcopal que asomaba bajo el traje. Su aspecto era recio y aristocrático, nada que ver con el de Sandy.
– ¿Forsyth era partidario de los nacionales? -preguntó Harry.
– Creo que era más bien partidario de las cuantiosas ganancias -contestó Hillgarth.
– Usted no era partidario de los republicanos, ¿verdad? -preguntó Hoare, mirando a Harry con expresión inquisitiva.
– Yo no era partidario de ninguno de los dos bandos, señor.
Hoare soltó un gruñido.
– Creo que ésta era la gran línea divisoria antes de la guerra, entre los partidarios de los rojos en España y los de los nacionales. Me sorprende que un hispanista no fuera partidario de ninguno de los dos bandos.
– Pues yo no lo era, señor. Pensaba que representaba una desgracia para ambos.
«Es un matón cascarrabias de mucho cuidado», pensó Harry.
– Jamás logré entender que hubiera gente capaz de pensar que una España roja pudiera ser algo menos que un desastre.
Hillgarth parecía molesto por la interrupción. Se inclinó hacia delante.
– Forsyth no debía de hablar español cuando vino aquí, ¿verdad?
– No, aunque seguramente lo aprendió enseguida. Es listo. Por eso lo odiaban los profesores en el colegio. Era brillante, pero no daba golpe.
Hillgarth enarcó una ceja.
– ¿Odiar? Me parece una palabra muy fuerte.
– Pues creo que llegaron a ese extremo.
– Bien, según nuestro hombre está metido en el departamento de minería del Estado. Se encarga de asuntos sucios por cuenta de ellos; negocia suministros y cosas por el estilo. -Hillgarth hizo una pausa y continuó-: El sector de la Falange domina el Ministerio de Minas. Les encantaría que España pudiera pagar la importación de alimentos, en lugar de tener que suplicarnos préstamos a nosotros y a los norteamericanos. Lo malo es que no contamos con agentes infiltrados allí dentro. Si usted pudiera tratar directamente con Forsyth, sería una ayuda inestimable. Queremos averiguar si hay algo en estas historias que se cuentan sobre el oro.
– Sí, señor.
Hubo un momento de silencio en el transcurso del cual el suave zumbido del ventilador de techo se convirtió de repente en un ruido molesto; al cabo, Hillgarth prosiguió:
– Forsyth trabaja para una empresa que él mismo ha organizado.
Nuevas Iniciativas. Figura en la lista de la Bolsa de Madrid como compañía proveedora de suministros. Las acciones han ido subiendo y los funcionarios del Ministerio de Minas las han comprado. La empresa tiene un pequeño despacho cerca de la calle Toledo; Forsyth acude allí casi a diario. Nuestro hombre no ha conseguido averiguar su domicilio particular, lo cual es un fastidio… Simplemente sabemos que vive cerca de la calle Vigo con una putilla. Casi todos los días sale a la hora de la siesta a tomarse un café en un bar de la zona. Allí es donde nosotros queremos que establezca usted contacto con él.
– ¿Va solo?
– En el despacho sólo están él y una secretaria. Siempre se toma esa media hora para salir por la tarde.
Harry asintió con la cabeza.
– En el colegio le gustaba salir solo -dijo.
– Hemos estado vigilándolo. Es algo que te destroza los nervios-Temo que Forsyth descubra a nuestro hombre. -Hillgarth le pasó a Harry un par de fotografías de una carpeta que había encima del escritorio-. Le sacó éstas.
La primera imagen mostraba a Sandy bronceado y bien vestido, bajando por una calle en compañía de un oficial del ejército. Sandy inclinaba la cabeza para oír las palabras de éste con expresión solemne. En la segunda, caminaba tranquilamente con la chaqueta desabrochada, fumándose un pitillo. Su sonrisa denotaba seguridad y perspicacia.
– Parece que le van bien las cosas.
Hillgarth asintió con la cabeza.
– Bueno, dinero no le falta -dijo. Volvió a la carpeta-. El apartamento que le hemos conseguido se encuentra a un par de manzanas de su despacho. Linda con una zona más bien pobre, pero con la escasez de viviendas que hay ahora, resultará verosímil que albergue a un joven diplomático.
– Sí, señor.
– Me han dicho que su apartamento no está nada mal. Pertenecía a un funcionario comunista durante la República. Probablemente ya le habrán pegado un tiro. Instálese allí, pero no vaya todavía al café.
– ¿Cómo se llama, señor?
– Café Rocinante.
Harry esbozó una sonrisa irónica.
– £1 nombre del caballo de Don Quijote.
Hillgarth asintió y miró fijamente a Harry.
– Voy a darle un consejo -dijo con una sonrisa. El tono era cordial; la mirada, dura-. Se le ve demasiado serio, como si cargara sobre los hombros el peso del mundo. Anímese un poco, hombre, sonría. Tómeselo como una aventura.
Harry parpadeó. Una aventura. Espiar a un antiguo compañero que colaboraba con los fascistas.
El embajador soltó una carcajada áspera.
– ¡Una aventura! Dios nos libre. Cualquiera diría que hay demasiadas aventuras en este país. -Miró a Harry con expresión jovial-. Preste atención, Brett. Parece que lo tiene todo muy claro, pero ándese con muchísimo cuidado. Acepté sus servicios porque es importante que averigüemos lo que ocurre; pero no quiero que malogre ningún plan.
– No estoy muy seguro de haberle entendido, señor.
– Este régimen está dividido en dos. Casi todos los generales que ganaron la Guerra Civil son personas muy sensatas que admiran a Inglaterra y quieren que España se mantenga al margen de la guerra. Mi misión es tender puentes y fortalecer su influencia sobre Franco. No quiero que llegue a oídos del Generalísimo que tenemos espías por ahí husmeando en uno de sus proyectos preferidos.
Hillgarth asintió con la cabeza.
– Entiendo -dijo Harry. «Hoare no me quiere aquí de ninguna manera -pensó-. Estoy atrapado en medio de un maldito embrollo político.»
Hillgarth hizo ademán de levantarse.
– Bueno, tenemos una ceremonia en honor a los Héroes Navales de España. Será mejor que icemos la bandera, ¿no le parece, embajador?
Hoare asintió con la cabeza y Hillgarth se levantó, mientras Tolhurst y Harry hacían lo propio. Hillgarth cogió la carpeta y se la entregó a Harry. La carpeta llevaba una cruz roja en la parte anterior.
– Tolhurst lo acompañará a su apartamento. Tome el expediente de Forsyth y échele un buen vistazo, pero mañana tráigalo de nuevo. Tolhurst le indicará dónde firmar para retirarlo.
Cuando abandonaban la estancia, Harry se volvió hacia Hoare. Vio que el embajador miraba a través de la ventana, con expresión de desagrado, a los pilotos, que estaban de regreso en el jardín.
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