Книга: Invierno en Madrid
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Llovía a cántaros desde hacía veinticuatro horas. Era una lluvia persistente que caía en vertical desde un cielo sin viento, para arremolinarse y gorgotear sobre los adoquines. También hacía más frío. Harry había encontrado un edredón en el apartamento y lo había extendido sobre la amplia cama de matrimonio.
Aquella mañana tenía que acudir al Ministerio de Comercio con Hillgarth, su primera salida en calidad de intérprete. Se alegraba de poder hacer algo finalmente.
Lo habían integrado en la vida de la embajada. El jefe del departamento de traducción, Weaver, había examinado sus conocimientos de español en su despacho. Era un hombre alto y delgado, de aspecto aristocrático.
– Muy bien -dijo, utilizando un lánguido tono de voz tras haber pasado media hora conversando con Harry-. Podrá hacerlo.
– Gracias, señor -dijo Harry sin la menor inflexión de voz.
Le molestaba la altiva indolencia de Weaver, que suspiró y añadió:
– Al embajador no le gusta que la gente de Hillgarth intervenga en las tareas habituales, pero qué le vamos a hacer. -Miró a Harry como si éste fuera un animal exótico.
– Sí, señor -contestó Harry.
– Lo acompañaré a su despacho. Hemos recibido unos comunicados de prensa con los que ya puede empezar a trabajar.
Acompañó a Harry a un pequeño despacho. Un escritorio maltrecho ocupaba casi todo el espacio y había varios comunicados de prensa españoles amontonados encima del papel secante. Llegaban con regularidad, y Harry se pasó los tres días siguientes muy ocupado. No volvió a ver a Hillgarth, pero Tolhurst aparecía de vez en cuando por el despacho para ver qué tal le iba.
Tolhurst le caía bien, por su modestia y sus comentarios irónicos; no así la mayoría del personal de la embajada, que despreciaba a los españoles: la desolada pobreza que Harry había visto y que tanto lo deprimía parecía divertir a algunos. Casi todas las tiendas de alimentación de Madrid ostentaban en su exterior unos letreros que rezaban «No hay…». «No hay…» patatas, lechuga, manzanas, lo que fuera. La víspera, en la cantina, Harry había oído que dos miembros del personal del agregado cultural se tomaban a broma el que todavía no hubiera heno para los pobres asnos, y había experimentado un inesperado arrebato de cólera. Sin embargo, bajo aquella insensibilidad, Harry adivinaba el temor de que Franco se incorporara a la guerra. Todo el mundo analizaba los periódicos a diario. En aquellos momentos, la visita de Himmler era objeto de una inquietud generalizada: ¿llegaría sencillamente para discutir cuestiones de seguridad, o habría algo más?
Hillgarth pasó a recogerlo a las diez por su apartamento en un impresionante automóvil norteamericano, un Packard conducido por un chófer inglés. Harry se había puesto su chaqué, que había planchado cuidadosamente la noche anterior; Hillgarth volvía a vestir su uniforme de capitán.
– Vamos a ver al subsecretario de Comercio, el general Maestre -explicó Hillgarth, contemplando la lluvia con los ojos entornados-. Tengo que confirmar qué petroleros serán autorizados a entrar por parte de la Royal Navy. También quiero hacerle alguna pregunta sobre Carceller, el nuevo ministro del ramo.
Tamborileó un momento con los dedos sobre el brazo del asiento, pensativo. La víspera se había anunciado toda una serie de cambios en el gabinete; Harry había traducido los correspondientes comunicados de prensa. Los cambios favorecían a la Falange: el cuñado de Franco Serrano Súñer había sido nombrado ministro de Asuntos Exteriores.
– Maestre no tiene nada de malo -añadió Hillgarth-. Pertenece a la vieja escuela. Es primo de un duque.
Harry miró por la ventanilla. La gente caminaba inclinada bajo la lluvia, los obreros con sus monos de trabajo y las mujeres con la cabeza cubierta por los perennes chales negros. Nadie tenía prisa; ya estaban todos empapados. Tolhurst le había dicho que era imposible encontrar paraguas, incluso en el mercado negro. Al pasar por delante de una panadería, Harry observó que un grupo de mujeres vestidas de negro esperaba bajo la lluvia. Muchas iban acompañadas de escuálidos chiquillos, y a través de la cortina de agua Harry vio los hinchados vientres propios de la desnutrición. Las mujeres se apiñaban delante de la puerta, aporreándola y llamando a gritos a alguien que se encontraba al otro lado.
Hillgarth soltó un gruñido.
– Corren rumores de que han traído patatas. Seguramente el hombre tiene unas pocas y las guarda para el mercado negro. El organismo encargado del abastecimiento ofrece tan poco a los productores de patatas que éstos no quieren vendérselas. Por eso la Junta de Abastos se queda con parte de la cosecha antes de que ellos las revendan.
– ¿Y Franco lo permite?
– No puede impedirlo. La Junta es un organismo de la Falange. Corrupto hasta la raíz. Habrá carestía como no se anden con cuidado. Pero es lo que tienen las revoluciones: la escoria siempre asciende a lo más alto.
Pasaron por delante del edificio de las Cortes, cerrado y desierto, y entraron en el patio del Ministerio de Comercio. Un guardia civil les hizo señas desde el otro lado de la entrada.
– ¿Y esto es una revolución? -preguntó Harry-. Más bien parece… no sé cómo llamarlo… una ruina.
– Pues es una revolución en toda regla, al menos para los falangistas. Quieren un estado como el de Hitler. Tendría usted que ver con qué gente hemos de tratar. Se le ponen a uno los pelos de punta. A su lado, los libros que yo escribía parecen un juego de niños.

 

En un despacho de paredes revestidas de madera, bajo un enorme retrato de Franco los esperaba un hombre vestido con uniforme de general, con la raya del pantalón impecablemente planchada. Tenía cincuenta y pocos años y era alto y bien plantado. En su rostro moreno brillaban unos ojos castaño claro. El ralo cabello negro estaba cuidadosamente peinado para disimular la calva. Un hombre más joven vestido de paisano permanecía a su lado con semblante inexpresivo.
El militar sonrió y estrechó cordialmente la mano de Hillgarth, hablándole en español con su bien timbrada voz. Su compañero más joven tradujo sus palabras.
– Mi querido capitán, me alegro de verlo.
– Y yo de verlo a usted, mi general. Hoy seguramente podremos entregarle los certificados.
Hillgarth miró a Harry, y éste repitió sus palabras en español.
– Muy bien. Entonces ya se podría dar por resuelto el asunto. -Maestre le dedicó a Harry una breve sonrisa-. Veo que tiene usted un nuevo intérprete. Espero que al señor Greene no le haya ocurrido nada malo.
– Tuvo que regresar a casa por problemas familiares.
El general Maestre asintió con la cabeza.
– Vaya, cuánto lo siento. Espero que su familia no haya sido víctima de los bombardeos.
– No. Asuntos personales.
Se sentaron alrededor del escritorio. Hillgarth abrió su cartera de documentos y sacó los certificados que iban a permitir que determinados petroleros entrasen escoltados por la Marina británica. Hillgarth y Maestre los estudiaron y comprobaron fechas, rutas y tonelaje. Harry traducía las palabras de Hillgarth al castellano, y el joven español traducía las respuestas de Maestre al inglés. Harry tuvo un pequeño problema con uno o dos términos técnicos, pero Maestre se mostró amable y comprensivo con él. Aquel militar no se parecía a lo que Harry esperaba que fuera un alto cargo del régimen de Franco.
Al final, Maestre recogió los documentos y soltó un suspiro teatral.
– Ay, capitán, si usted supiera cómo se enfadan algunos de mis colegas por el hecho de que España tenga que pedir permiso a la Marina británica para importar artículos de primera necesidad. Es un insulto a nuestro orgullo, ¿sabe?
– Inglaterra está en guerra, señor; tenemos que asegurarnos de que nada importado por un país neutral sea vendido posteriormente a Alemania.
El general le pasó los certificados a su traductor.
– Fernando, encárguese de enviarlos al Ministerio de Marina.
El joven pareció vacilar por un instante, pero Maestre lo miró enarcando las cejas y entonces hizo una reverencia y se retiró. El general se relajó de inmediato.
– Así me lo quito de encima -dijo en un inglés perfecto. Al ver que Harry lo miraba boquiabierto, sonrió y añadió-: Pues sí, señor Brett, hablo inglés. Estudié en Cambridge. Este joven está aquí para impedir que diga cosas que no debo. Uno de los hombres de Serrano Súñer. El capitán ya sabe a qué me refiero.
– Lo sé perfectamente, señor subsecretario. Brett también estudió en Cambridge.
– ¡No me diga! -Maestre lo miró con interés y después sonrió con expresión nostálgica-. Durante la guerra, cuando luchábamos contra los rojos en la Meseta, en medio del calor y las moscas, yo solía recordar mis días en Cambridge: las frías aguas del río, los soberbios jardines, todo tan tranquilo y majestuoso. Necesitas estas cosas en la guerra para conservar la cordura. ¿En qué colegio estuvo usted?
– En el King's, señor.
Maestre asintió con la cabeza.
– Yo estuve un año en Peterhouse. Me pareció maravilloso. -Sacó una pitillera de oro-. ¿Fuma usted?
– No, gracias.
– ¿Alguna noticia sobre el nuevo ministro? -preguntó Hillgarth.
Maestre se echó hacia atrás en su asiento y exhaló una nube de humo.
– No se preocupe por Carceller -dijo-. Tiene muchas ideas falangistas… -Hizo una mueca de desdén-. Pero en el fondo es un pragmático.
– Sir Sam se alegrará de ello.
El general asintió lentamente con la cabeza. Después se volvió hacia Harry con una sonrisa cortés.
– Bien, joven, ¿cómo ve usted España?
Harry titubeó.
– Llena de sorpresas -respondió.
– Pasamos por delante de una larga cola de mujeres que esperaba a la entrada de una panadería -intervino Hillgarth-. Se habían enterado de que allí tenían patatas.
Maestre sacudió la cabeza con expresión de desaliento.
– Estos falangistas serían capaces de provocar una carestía en el Jardín del Edén. ¿Conoce usted el nuevo chiste, Alan? Hitler se reúne con Franco y le pregunta cómo matar de hambre a Inglaterra para que se rinda, porque con los submarinos alemanes no tienen suficiente. Franco le contesta: «Mein Führer, yo les enviaré mi Junta de Abastos. En tres semanas pedirán a gritos firmar la rendición.»
Hillgarth y Maestre rieron y Harry los imitó sin estar muy convencido. Maestre lo miró, inclinando levemente la cabeza.
– Disculpe, señor, los españoles tenemos cierto sentido negro del humor. Así es como podemos hacer frente a nuestros problemas; aunque no tendría que hacer bromas sobre las dificultades de Inglaterra.
– Bueno, vamos tirando -comentó Hillgarth, conciliador.
– Me han dicho que, cuando le preguntaron a la reina si sus hijos abandonarían Londres a causa de los bombardeos, ella contestó… ¿Qué fue lo que dijo?… ¡Ah, sí!: «No se irán sin mí, yo no me iré sin el rey, y el rey no se irá».
– Sí, en efecto.
– Una mujer extraordinaria. -Maestre miró a Harry con una sonrisa-. Qué estilo. Tiene duende.
– Gracias, señor.
– Y ahora a los italianos les están pegando una paliza en Grecia. La tortilla acabará por volverse. Juan March lo sabe muy bien. -El general enarcó una ceja al mirar a Hillgarth y después se volvió de nuevo hacia Harry-. Señor Brett, dentro de diez días daré una fiesta en honor de mi hija, que cumple dieciocho años. Es mi única hija. En estos momentos hay tan pocos jóvenes apropiados… No sé si a usted le apetecería venir. Estaría muy bien que Milagros conociera a un joven de Inglaterra. -El general sonrió con inesperada ternura al mencionar el nombre de su hija.
– Gracias, señor. Si… mmm… los compromisos de la embajada lo permiten…
– ¡Estupendo! Estoy seguro de que sir Sam podrá prescindir de usted por una noche. Me encargaré de que le envíen una invitación. Y eso de los Caballeros de San Jorge ya lo discutiremos más tarde, capitán.
Hillgarth miró rápidamente a Harry y después sacudió imperceptiblemente la cabeza en dirección a Maestre.
– Sí, más tarde.
El general titubeó, luego asintió enérgicamente con la cabeza y estrechó la mano de Harry.
– Y ahora siento mucho tener que dejarlos. Ha sido un gran placer conocerlo. Hay una ceremonia en el palacio: el embajador italiano va a imponer una nueva condecoración al Generalísimo. -Soltó una carcajada-. Demasiados honores; tantos que Il Duce lo abruma.

 

Había dejado de llover. Hillgarth cruzó con semblante pensativo el aparcamiento.
– Este nombre que Maestre ha mencionado, Juan March, ¿lo conoce?
– Es un hombre de negocios español. Contribuyó a financiar a Franco durante la guerra. Un estafador, según tengo entendido.
– Bueno, pues olvídese de que ha oído su nombre, ¿de acuerdo? Y olvídese también de los Caballeros de San Jorge; es un asunto privado en el que está implicada la embajada. ¿De acuerdo?
– No diré nada, señor.
– Buen chico. -Hillgarth pareció aliviado-. Tiene usted que ir a esa fiesta y relajarse un poco. Conocerá a unas cuantas señoritas. Bien sabe Dios la poca vida social que hay en Madrid. Los Maestre son una familia importante. Emparentada con los Astor.
– Gracias, señor, puede que vaya. -Harry se preguntó de qué clase de fiesta se trataría.
El chófer esperaba dentro del coche, leyendo un ejemplar del Daily Mail de una semana de antigüedad. En el momento de subir al automóvil, Harry echó un vistazo a la primera plana. Las incursiones aéreas alemanas se alejaban de Londres y Birmingham había sufrido un duro bombardeo. Se trataba de la ciudad natal de Barbara. Harry recordó a la mujer que había visto unas noches antes. No podía ser ella. A esas alturas seguro que ya había regresado a casa. Confiaba en que estuviera a salvo.
– La hija de Maestre es muy guapa -dijo Hillgarth mientras iban de camino a la embajada-. Una auténtica belleza española… ¡se lo digo yo!
De pronto, ambos se vieron lanzados hacia delante cuando el vehículo experimentó la brusca sacudida de un frenazo. Estaban girando en la calle Fernando el Santo, donde se encontraba la sede de la embajada. La calle, habitualmente tranquila, estaba llena de gente que gritaba desaforadamente. El chófer perdió los estribos:
– Pero ¿qué demonios es eso?
Eran falangistas, la mayoría de ellos jóvenes con brillantes camisas azules y boinas rojas, que gritaban brazo en alto a modo de saludo fascista. Agitaban unas pancartas en las que se leía: «¡Gibraltar español!»
Los guardias civiles que siempre montaban guardia ante la embajada habían desaparecido.
– ¡Abajo Inglaterra! -gritaban-. ¡Viva Hitler, viva Mussolini, viva Franco!
– ¡Oh, no! -exclamó Hillgarth en tono de cansancio-. Otra manifestación, no.
Alguien de entre los manifestantes señaló el vehículo con el dedo, y los falangistas que estaban más cerca de ellos se volvieron y les gritaron sus consignas, mirándolos con rostros desencajados mientras extendían y doblaban los brazos como si fueran metrónomos. Una piedra se estrelló contra el capó.
– Siga adelante, Potter -dijo Hillgarth con firmeza.
– ¿Está seguro, señor? Esto tiene mala pinta.
– No es más que puro espectáculo. Le digo que siga, hombre.
El chófer avanzó muy lentamente entre los manifestantes y el muro de la embajada. La mitad de ellos eran adolescentes que vestían el uniforme de la Falange Juvenil, copia del de las Juventudes Hitlerianas, sólo que sus camisas eran azules en lugar de pardas y las chicas llevaban unas faldas amplias, mientras que los chicos iban en pantalón corto. Uno de estos últimos tenía un tambor que empezó a aporrear enérgicamente. Su gesto enardeció a la muchedumbre y algunos muchachos alargaron los brazos y empezaron a zarandear el automóvil. Otros siguieron su ejemplo, mientras que Hillgarth y Harry brincaban en el interior y el vehículo seguía avanzando muy despacio. Harry experimentó una sensación de repugnancia: eran poco más que niños.
– Suélteles un bocinazo -ordenó Hillgarth.
Sonó la bocina y un falangista un poco más veterano se abrió paso entre los manifestantes e hizo señas a los jóvenes de que se apartaran del vehículo.
– ¿Lo ve? -dijo Hillgarth-. Sencillamente se estaban dejando llevar por un exceso de entusiasmo.
Un muchacho alto y corpulento de unos diecisiete años se entregó a un paroxismo de furia y, abriéndose paso entre la multitud, se situó al lado del vehículo y empezó a lanzar insultos en inglés a través de la ventanilla:
– ¡Muerte al rey Jorge! ¡Muerte al cerdo judío de Churchill!
Hillgarth rió, pero Harry se echó hacia atrás asqueado ante la ridiculez de los silbidos que otorgaban a los manifestantes una apariencia aún más desagradable.
– ¿Dónde están los guardias civiles? -preguntó.
– Les habrán aconsejado que se vayan a dar un paseo, supongo. Éstas son las huestes de Serrano Súñer. Bueno, Potter, acérquese a la entrada. Cuando bajemos, Brett, procure mantener el tipo. No les haga caso.
Harry siguió a Hillgarth y puso un pie en la acera. Los gritos arreciaron, y se sintió expuesto al peligro y repentinamente asustado. El corazón le empezó a latir con fuerza. Los falangistas proferían gritos contra ellos desde el otro lado del automóvil mientras el joven enfurecido seguía aullando en inglés.
– ¡Que se hundan los barcos ingleses! ¡Muerte a los judíos bolcheviques!
Otra piedra voló desde el otro lado de la calle y rompió un cristal de la puerta de la embajada. Harry retrocedió y tuvo que reprimir el impulso de agacharse.
Hillgarth cogió el tirador de la puerta.
– Maldita sea, está cerrada.
La sacudió y entonces vio moverse una figura en el oscuro interior, hasta que apareció Tolhurst corriendo agachado hacia la puerta. Una vez allí, éste empezó a manipular torpemente el pestillo.
– ¡Vamos, Tolly! -le gritó Hillgarth-. Manténgase firme, por el amor de Dios, ¡no son más que una pandilla de gamberros!
De pronto, el chófer gritó:
– ¡Miren allí!
Harry volvió la cabeza y distinguió algo que volaba por los aires. Sintió un fuerte golpe en el cuello y se tambaleó. Él y Hillgarth levantaron los brazos, mientras un objeto de color blanco giraba alrededor de sus cabezas casi asfixiándolos en medio de los gritos de júbilo de la multitud. Por un instante, Harry vio volar una especie de arena roja por el aire.
Se abrió la puerta de la embajada y Hillgarth entró agachado. Tolhurst tendió la mano, cogió a Harry del brazo y lo atrajo hacia el interior con una fuerza sorprendente. Cerró nuevamente la puerta y los miró boquiabierto. Harry se pasó las manos por el cuello y los hombros pero no encontró heridas ni magulladuras, sólo un polvillo blanco. Se apoyó contra un escritorio y respiró hondo. Hillgarth se olfateó la manga y soltó una carcajada.
– ¡Harina! ¡No es más que harina!
– ¡Desvergonzados hijos de puta! -exclamó Tolhurst.
– ¿Está Sam al corriente de todo eso? -El rostro de Hillgarth reflejaba una intensa emoción.
– Ahora mismo está llamando al Ministerio del Interior, señor. ¿Están ustedes bien?
– Sí. Vamos, Brett, tenemos que limpiarnos.
Soltando otra risita, Hillgarth se encaminó hacia una puerta interior. Fuera, la multitud seguía riéndose de su hazaña y el enloquecido joven insistía en sus desvaríos. Tolhurst miró a Harry.
– ¿Se encuentra bien?
Harry todavía temblaba.
– Sí… sí, perdón.
Tolhurst lo cogió del brazo.
– Venga, lo acompañaré a mi despacho. Allí tengo un cepillo para la ropa.
Harry se dejó llevar.

 

El despacho de Tolhurst era aún más pequeño que el de Harry. Sacó un cepillo del cajón de su escritorio.
– De todos modos, aquí tengo un traje de recambio. Le irá un poco grande, pero creo que lo ayudará a salir del paso.
– Gracias.
Harry eliminó con el cepillo buena parte de la harina. Se encontraba mejor y había recuperado la calma, aunque seguía oyendo los gritos procedentes de la calle. Tolhurst miró por la ventana.
– Vendrá la policía y los dispersará enseguida. Serrano Súñer ha conseguido dejar clara su postura. Y sir Sam le está echando una bronca por teléfono.
– ¿La manifestación no le ha provocado una crisis de pánico?
Tolhurst sacudió la cabeza.
– No, hoy está en plena forma, no hay ni rastro de pánico. Uno nunca sabe cómo va a reaccionar.
– Yo he sufrido un amago de pánico al caérseme encima toda esta harina -dijo Harry, mirando tímidamente alrededor-. No sabía lo que era. Por un instante me vi de nuevo en Dunkerque. Lo siento, habrá pensado que soy un cobarde.
Tolhurst pareció sentirse un tanto incómodo.
– No -dijo-. De ninguna manera. Sé lo que es la neurosis de guerra, mi padre la sufrió al final de sus días. -Vaciló por un instante y agregó-: El año pasado no permitieron que el personal de la embajada se alistara, ¿sabe? Me temo que suspiré aliviado. -Encendió un cigarrillo-. No soy precisamente lo que se dice un héroe. Me encuentro más a gusto sentado detrás de un escritorio, si he de serle sincero. No sé cómo me las habría arreglado con lo que usted tuvo que sufrir.
– Uno nunca sabe lo que es capaz de hacer hasta que llega el momento.
– Supongo que es así.
– El capitán Hillgarth parece muy valiente.
– Sí, creo que le encanta el peligro. Hay que admirar semejante valor, ¿no cree?
– Ésta fue una pequeña crisis de pánico comparada con la que tuve hace un par de meses.
Tolhurst asintió con la cabeza.
– Bien. Muy bien. -Se volvió hacia la ventana-. Vamos a ver qué hacen. No hay pan y, sin embargo, arrojan harina. Apuesto a que la han sacado de los almacenes del Auxilio Social; la Falange es la responsable de la alimentación de los pobres.
Harry se situó a su lado y contempló el agitado mar de camisas azules.
– Menos mal que no hay patatas, ¿eh?
– ¿Sabe que enviamos a Londres unas muestras del pan del racionamiento para que las analizaran? Los científicos dijeron que no eran aptas para el consumo humano; la harina estaba adulterada nada menos que con serrín. Y, sin embargo, ellos se permiten el lujo de arrojarnos a nosotros harina blanca de la buena.
– Seguro que los peces gordos de la Falange no comen serrín.
– Eso por descontado.
– Gritaban consignas antisemitas. No sabía que la Falange fuera partidaria de todo eso.
– Ahora sí. Lo hacen, como Mussolini, para complacer a los nazis.
– Cabrones -masculló Harry con repentina furia-. Después de Dunkerque solía preguntarme qué sentido tenía seguir adelante con los combates; pero luego ves estas cosas… El fascismo es así. Arroja a unos matones que son prácticamente críos contra personas inocentes. Después bombardea a la población civil y ametralla a los soldados que se baten en retirada. Santo Dios, cuánto los aborrezco.
Tolhurst asintió con la cabeza.
– Pues sí. Pero aquí no tenemos más remedio que tratar con ellos. Por desgracia. -Señaló hacia abajo con un dedo-. Mire a ese idiota.
El chico que profería insultos en inglés se había apoderado de una de las pancartas que rezaban «Gibraltar español» y paseaba arriba y abajo por delante de la embajada con jactanciosa arrogancia militar, mientras la multitud lo jaleaba. Era un muchacho alto y apuesto, perteneciente probablemente a una familia de clase media.
Se abrió la puerta e irrumpió la figura nervuda del embajador. Parecía furioso.
– ¿Está usted bien, Brett?
– Sí, señor, gracias. Sólo era harina.
– ¡No toleraré que mi personal sea atacado! -La voz de Hoare temblaba de cólera.
– Estoy bien, señor, lo digo en serio.
– Sí, sí, sí, pero es el principio. -El embajador respiró hondo-. Creo que Stokes lo anda buscando, Tolhurst -añadió, señalando la puerta con la cabeza.
– Sí, señor. -Tolhurst se marchó de inmediato.
El embajador miró a través de la ventana, soltó un bufido y se volvió de nuevo hacia Harry. Lo observó de manera calculadora.
– Hillgarth me ha hablado de la reunión de esta mañana. Maestre es un bocazas. Las cosas que ha dicho acerca de Juan March y los Caballeros de San Jorge no debe usted comentarlas con nadie. Lo que hacemos aquí tiene multitud de facetas. Constituyen la base de lo que necesitamos saber, ¿comprende?
– Sí, señor, ya le he dicho al capitán que no comentaría nada.
– Buen chico. Me alegro de que esté bien. -Hoare le dio a Harry una palmada en el hombro y contempló con desagrado la harina que le había quedado en la mano-. Dígale a Tolhurst que mande limpiar todo esto.

 

Una vez a solas, Harry se sentó. Se sentía terriblemente cansado y le zumbaban los oídos. Volvió a recordar Dunkerque, después de que la bomba cayera a su lado. Había tratado de incorporarse. La arena que lo cubría estaba caliente y húmeda. No podía pensar debidamente, no podía ordenar sus pensamientos. Notó que alguien le tocaba el hombro y abrió los ojos. Un pequeño y vigoroso cabo permanecía inclinado sobre él.
– ¿Se encuentra bien, señor?
Harry apenas podía oírlo, algo raro le ocurría en los oídos. Se incorporó. Tenía el uniforme cubierto de arena ensangrentada y, a su alrededor, toda una especie de grumos rojos. Se percató de que era Tomlinson.
Dejó que el cabo lo arrastrara por la playa hasta el agua. El agua estaba helada, y él se puso a temblar de la cabeza a los pies.
– Tomlinson -dijo. Apenas podía oír su propia voz-. Qué trocitos tan pequeños…
El cabo lo cogió por los hombros, lo obligó a dar la vuelta y lo miró a los ojos.
– Vamos, señor, vamos al bote.
El cabo lo obligó a adentrarse un poco más en el agua. Otros hombres vestidos de caqui chapoteaban a su alrededor. Después, Harry levantó los ojos y vio el casco de madera marrón del bote. Le parecía muy alto. Dos hombres se inclinaron hacia abajo y lo agarraron por los brazos. Notó que volvía a elevarse en el aire y se desmayó.

 

Fue consciente de las voces que seguían gritando en el exterior. Se levantó y se acercó de nuevo a la ventana. Ahora el chico permanecía en posición de firmes con la pancarta al lado, lanzando improperios contra la embajada. Harry captó las palabras.
– ¡Muerte a los enemigos de España! ¡Muerte a los ingleses! ¡Muerte a los judíos!
El chico se detuvo en mitad de la frase. Abrió la boca y se ruborizó. Harry vio una mancha pequeña, oscura y redonda en la entrepierna de su pantalón corto. La mancha fue aumentando de tamaño y entonces Harry distinguió un brillante riachuelo que le bajaba por el muslo. Se había excitado hasta el extremo de orinarse encima. El chico se quedó rígido, mientras palidecía intensamente a causa del terror. Alguien gritó:
– ¡Lucas! ¡Lucas, continúa!
El muchacho, sin embargo, no se atrevía a moverse; de pronto, el que había quedado atrapado por la multitud era él. Harry miró hacia abajo.
– Te lo tienes bien merecido, pequeño hijo de puta -dijo en voz alta.
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